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«Mi madre».

Mi madre.

¡Joder! ¿Mi madre?

Se me aflojan las rodillas y tengo que obligarme a pegar los brazos al cuerpo para no agarrarme automáticamente a Tony. En la playa no hay nada en lo que pueda apoyarme para mantener el equilibrio, y ahora sí que necesito sostenerme, así que me quedo del todo inmóvil y sonrío con la esperanza de que Tony no me conozca aún lo suficiente para percatarse de que estoy perdiendo los papeles por momentos.

—No esperaba a mi madre —consigo decir—. Vive en Texas.

—Sabía que vivía en otro estado, señorita Fairchild, así que he comprobado su identificación. Elizabeth Regina Fairchild, con dirección en Dallas. Supongo que ha venido por la boda.

—Exacto. Es que… no tenía que llegar hasta el viernes —miento, y me saco de la manga lo que espero que sea una sonrisa deslumbrante, aunque me temo que más bien parece salida de un thriller de Halloween de bajo presupuesto—. Bien, vale. Supongo que puedes decirle que entre y deje el coche junto a la casa. Si eres tan amable de avisar a Gregory y pedirle que la acompañe al salón de la planta baja, yo iré corriendo a vestirme —añado.

—Por supuesto, señorita Fairchild.

Si se ha dado cuenta de lo nerviosa que estoy, es tan amable o tan buen empleado que no dice nada.

Me apresuro a regresar por el sendero y subo la escalera hacia el balcón del segundo piso. No quiero ver a mi madre hasta que me haya vestido y maquillado y tenga un aspecto lo bastante refinado y elegante como para que tal vez —¡tal vez!— aguante una hora o dos sin meterse conmigo.

En cuanto llego al dormitorio, lo primero que hago es coger el móvil de la mesilla y llamar a Damien. Lo segundo es colgar antes de que tenga ocasión de contestar.

Me siento en el borde de la cama e inspiro hondo. El corazón me late con tal intensidad que me duele el pecho, y tengo agarrado el teléfono con tanta fuerza en la mano derecha que me está dejando marcas en la palma. La mano izquierda está cerrada en un puño, y me concentro en la sensación de las uñas clavándose en la piel tirante. Las imagino cortándola y haciéndome sangrar. Me concentro en el dolor… y luego, asqueada de mí misma, lanzo el brazo derecho hacia atrás y tiro el teléfono al otro lado de la habitación. El impacto lo hace pedazos: una explosión de plástico y cristal, una colección de filos cortantes que de pronto destellan en el suelo, tentándome, provocándome.

Me levanto, pero no voy hacia los añicos. No pienso tocarlos, ni siquiera para recogerlos. Son una gran tentación y, a pesar de que durante los meses que llevo con Damien me he hecho más fuerte, no confío en mí misma. Ahora no. No con Elizabeth Fairchild solo dos pisos más abajo, esperando como una araña para cazarme, envolverme y succionarme la vida.

«Mierda».

Mi madre.

La mujer que de pequeña me encerraba en una habitación oscura y sin ventanas para que no tuviera más remedio que dormir y, así, estar guapa y fresca después. Que controlaba con tal meticulosidad todo lo que comía que no supe lo que era un hidrato de carbono hasta la época de la universidad.

La mujer que grabó tan a fuego su imagen de la perfección femenina en el subconsciente de sus hijas que mi hermana se suicidó después de que su marido la dejara, porque para ella era evidente que había fracasado como esposa.

La mujer que me dijo que era imbécil por quedarme con Damien. Que en cuanto se pasaba la frontera de los diez millones de dólares todos los hombres eran prácticamente iguales, y que yo tenía que seguir mi camino hasta encontrar uno que viniera con menos equipaje a cuestas.

La mujer que me decía que había mancillado nuestro apellido al posar para un desnudo.

La mujer que me había llamado «golfa».

No quiero verla. De hecho, no estoy segura de poder verla y conseguir no descentrarme después.

Necesito a Damien; quiero a Damien aquí. Él es mi fuerza, mi ancla.

Pero Damien no está en la ciudad y mi madre está en el piso de abajo. Y aunque sé que solo con llamarlo lo tendría de vuelta en menos de una hora, no podría ir hasta la cocina, descolgar el teléfono fijo y hacer esa llamada.

Puedo enfrentarme a esto yo sola; tengo que hacerlo.

Y con la voz de Damien en mi mente, sé que sobreviviré.

Al menos, eso espero.

—Bueno, ¡aquí estás! —Mi madre se levanta del sofá blanco y se alisa la falda de hilo antes de acercarse a mí y abrir los brazos para envolverme en un abrazo que queda rematado por el besito al aire que la caracteriza—. Estaba empezando a pensar que ibas a dejarme plantada aquí abajo.

Lo dice como si tal cosa, pero percibo la crítica en sus palabras: la he dejado desatendida y he roto una de las reglas fundamentales de la «Guía Elizabeth Fairchild para reuniones sociales».

No digo nada, me limito a soportar su abrazo, rígida. Un momento después, decido hacer el esfuerzo de rodearla con mis manos, algo torpe, y apretar un poco.

—Madre —digo, y luego me callo, porque, sinceramente, ¿qué más se puede decir?

—Casada… —comenta, y hay incluso cierto tono melancólico en su voz.

Por un momento me intrigan sus motivos para haber venido. ¿Está aquí porque de verdad quiere celebrar mi matrimonio? No acabo de conseguir que mi cabeza acepte esa posibilidad y, sin embargo, tampoco puedo evitar la minúscula llama de esperanza que arde en mi interior.

Da un paso atrás y me mira de arriba abajo. Me he tomado mi tiempo para ducharme, cambiarme y maquillarme, y sé exactamente lo que ve cuando me mira. Mi melena rubia sigue corta, aunque ha crecido bastante desde que cogí las tijeras y corté con violencia mechones enteros de pelo después de verla por última vez. Me gusta este nuevo estilo, largo hasta los hombros. No solo resulta agradable no tener que soportar el peso de tanto cabello, sino que mis rizos están más definidos y me gusta la forma en que enmarcan mi rostro.

Llevo una falda sencilla de hilo que me llega justo por encima de las rodillas y un suéter de color melocotón sobre una camisa formal blanca. Calzo mis sandalias de tiras favoritas. Los tacones de ocho centímetros son lo menos práctico del mundo si voy a pasarme el día de aquí para allá haciendo recados para la boda, pero son los zapatos que llevaba la noche en que conocí a Damien en la fiesta de Evelyn, hace ya muchos meses, y estando en el vestidor unos momentos antes he tenido claro que voy a necesitar el poquito de la seguridad mágica que me transmite ese calzado si quiero sobrevivir a la visita de mi madre.

La verdad es que sé que estoy guapa. No es posible participar en tantos concursos de belleza y ganarlos, como he hecho yo, y aun así carraspear y titubear para fingir que no sabes qué aspecto tienes. Objetivamente soy guapa. No una belleza despampanante de película —esa es Jamie—, pero soy guapa, puede que incluso preciosa, y sé cómo sacarme partido. En circunstancias normales me mantendría erguida, consciente de haber pasado la inspección de cualquiera que se tomara la molestia de mirarme bien. Sin embargo, estas no son circunstancias normales y de repente me siento como una adolescente insegura, desesperada por conseguir el visto bueno de mi madre. Y ¿qué es lo que más detesto? Esa mirada sumisa que tenían sus ojos hace solo un momento. Me ha desarmado y ahora no sé qué esperar. He bajado las defensas y me he quedado aquí, aguardando su afecto como un cachorro perdido que la hubiera seguido a casa en busca de un poco de caridad.

No me gusta esta sensación.

—Bueno —dice por fin—, supongo que, puestos a llevar melena corta, ese peinado es la mejor opción posible.

Mi pose rígida se desmorona casi imperceptiblemente y bajo la mirada para que mi madre no pueda ver las lágrimas que asoman a mis ojos. Sí que soy un cachorro, y ella acaba de molerme a palos. Ahora puedo encogerme de miedo o enseñarle los dientes y volverme contra ella. Y, maldita sea, la opción de encogerme está a punto de ganar la partida.

Entonces recuerdo que ya no soy la bonita muñeca de Elizabeth Fairchild con sus vestiditos. Soy Nikki Fairchild, dueña de su propia empresa de software, y soy más que capaz de defender un maldito corte de pelo. Respiro hondo, levanto la cabeza y casi miro a mi madre a los ojos.

—Llevo una media melena, madre. Tampoco es que me haya afeitado la cabeza para entrar en los marines. Yo creo que me favorece. —Le lanzo mi sonrisa perfecta de concurso—. A Damien también le gusta.

Ella resopla.

—Cariño, no te estaba criticando. Soy tu madre. Estoy de tu parte. Solo quiero que estés lo más guapa posible.

Lo que yo quiero es decirle que dé media vuelta y se vuelva a su casa, pero las palabras no me salen.

—No te esperaba —digo en cambio.

—¿Cómo ibas a esperarme? —pregunta, altiva—. A fin de cuentas, tampoco me has invitado a la boda.

«Hum, ¿cómo? ¿De verdad creías que iba a invitarte después de todo lo que me dijiste? ¿Después de que me dejaras muy claro que no te gusta Damien? ¿Que no me respetas? ¿Qué crees que soy una golfa a la que solo le interesa su dinero?»

Eso es lo que me apetece decirle, pero no encuentro las palabras. Por el contrario, me encojo de hombros sintiéndome como si tuviera diez años y me limito a replicar:

—Pensaba que no querrías venir.

Sin salir de mi asombro, veo que la pose de palo de escoba de mi madre se encorva un poco. Echa una mano hacia atrás, se apoya en el reposabrazos y se sienta otra vez en el sofá. La miro bien y me quedo pasmada al percibir en su rostro una emoción que no estoy segura de haberle visto antes: mi madre parece triste de verdad.

Voy hacia la silla que queda frente a ella y me siento; la miro expectante.

—Ay, Nichole, cielo, es que… —Se interrumpe, luego rebusca en su bolso, saca un pañuelo con sus iniciales bordadas y se seca los ojos con unos toquecitos. Su acento nasal texano es más pronunciado que de costumbre y reconozco en ello una señal del gran drama que vendrá a continuación. Pero no hay lágrimas; nada de histrionismo. En lugar de eso, simplemente dice en voz baja—: Solo quiero pasar un poco de tiempo contigo. Mi niña pequeña va a casarse. Es bonito y triste a la vez.

Alarga el brazo como si quisiera cogerme de la mano, pero enseguida la lleva de nuevo a su regazo. Entrelaza los dedos, se yergue, luego respira hondo, como si tuviera que armarse de valor.

—Pienso en tu boda y no puedo evitar recordar a tu hermana. Quiero…

Pero no termina la frase, así que no sé qué quiere. En cuanto a mí, no sé cuándo pero me he puesto de pie y me he apartado de ella para que no pueda ver los lagrimones que resbalan por mis mejillas.

Cierro los ojos con fuerza, decidida a no pensar en Ashley, y más decidida aún a no pensar en la culpa que tuvo mi madre en su suicidio. Pero son ideas que cuesta mucho desterrar porque han vivido demasiado tiempo dentro de mí. Y ahora…, bueno, ahora no puedo evitar preguntarme si esta es la forma que tiene de mostrar arrepentimiento.

O quizá estoy siendo una tonta y deseo, seguramente en vano, que mi madre y yo podamos normalizar nuestra relación.