2

Despierto en los brazos de Damien, tengo la garganta en carne viva por el violento sonido arrancado de ella. Aprieto la cara contra su torso desnudo y sollozo; consigo respirar entre jadeos e hipidos.

Sus manos me acarician los hombros con movimientos que son al mismo tiempo fuertes y reconfortantes, posesivos y protectores. Dice mi nombre:

—Nikki, Nikki, chis, tranquila, cariño, tranquila.

Pero lo que yo oigo es que estoy a salvo. Que me quiere.

Que soy suya.

Mis lágrimas remiten y respiro hondo. Me concentro en sus caricias. En su voz. En su olor excitante, conocido e intensamente masculino.

Me fijo en todas las pequeñas cosas que componen las diferentes partes de este hombre al que amo. Todo lo que le hace ser quien es y le concede el poder de tranquilizarme. De mirar a mis demonios a la cara y hacerlos huir. Damien es un milagro, si bien el mayor milagro es que sea mío.

Abro los ojos, luego me reclino hacia atrás y levanto la cabeza. Aunque le haya arrancado del sueño de golpe, Damien es una visión excepcional y yo me empapo de ella, dejo que la belleza de este hombre calme mi alma sedienta. Me quedo sin aliento al mirarlo a los ojos, esos ojos mágicos de dos colores que revelan tanto: pasión, preocupación, determinación. Y, sobre todo, amor.

—Damien —susurro, y me veo recompensada por la sonrisa que dibujan sus labios.

—Aquí está mi chica. —Me acaricia la mejilla con dulzura, apartándome el cabello de la cara—. ¿Quieres contármelo?

Niego con la cabeza, pero mientras lo hago me oigo pronunciar una única palabra:

—Sangre.

De inmediato percibo una punzada de preocupación en sus ojos.

—Solo ha sido un sueño —digo, aunque no lo creo del todo.

—Un sueño, no. Una pesadilla —corrige—. Y no es la primera.

—No —admito.

Cuando empezaron ni siquiera eran verdaderas pesadillas. Solo una vaga sensación de desasosiego al despertar. De un tiempo a esta parte me despierto sobresaltada en plena noche, con el corazón palpitando con fuerza dentro del pecho y el pelo empapado de sudor. Aun así, ha sido la primera vez que he soñado con sangre.

Me incorporo un poco para sentarme más erguida y recojo la sábana a mi alrededor; también me ofrece protección contra las pesadillas. Entrelazo los dedos con los de Damien y nuestras piernas siguen tocándose. No me gusta recordar estos sueños, pero si me veo obligada a hacerlo el contacto de Damien me ayuda.

—¿Te hacías cortes?

Niego con la cabeza.

—No. Aunque… sí debía de haberme cortado, porque en las piernas no tenía cicatrices, sino heridas. Y estaban abiertas. Y había sangre por todas partes y…

Me hace callar con un beso tan profundo, firme y exigente, que ya no puedo aferrarme a mi miedo. En su lugar, Damien ocupa mi pensamiento con un ardor incontenible, tan intenso que lo destruye todo salvo a nosotros y a esta pasión que arde constantemente entre ambos, dispuesta a encenderse a la menor provocación. Dispuesta a quemar y consumir cualquier cosa que amenace esta vida que empezamos a construir juntos, ya sean los fantasmas del pasado o mis miedos sobre el futuro.

«¿Mis miedos sobre el futuro?»

Doy vueltas a esas palabras en mi cabeza y me doy cuenta con estupor de que están cargadas de verdad. Tomar conciencia de ello me desconcierta, porque no me da miedo ser la mujer de Damien Stark. Al contrario, creo que ser la esposa de Damien es lo que menos miedo me da en este mundo. Es lo que debo ser, quien debo ser, y en ningún momento me siento tan segura de ello como cuando estoy en sus brazos.

¿Se trata de eso, entonces? ¿Tengo miedo del tiempo que separa el ahora del «Quieres a este hombre…»?

Su pulgar roza con suavidad mi labio inferior y noto un brillo cómplice en su mirada.

—Cuéntamelo —dice con esa voz que no admite un no por respuesta.

—Quizá sean presagios —murmuro—. Los sueños, quiero decir.

Las palabras suenan tontas en mis labios, pero tengo que pronunciarlas. No debo guardarme el miedo dentro. No cuando estoy segura de que Damien logrará disiparlo.

—¿Presagios? —repite—. ¿Como malos augurios?

Asiento.

—¿De qué? —Levanta las cejas—. ¿De que no deberíamos casarnos?

Por su voz, noto que le ha molestado, pero aun así mi respuesta es vehemente y firme a la vez.

—¡Dios mío, no!

—¿De que voy a hacerte daño?

—Jamás podrías hacerme daño —digo—. No de la forma en que estás pensando.

Ambos sabemos que ha habido ocasiones en que he necesitado dolor, en que habría vuelto a utilizar una cuchilla en mi carne si Damien no hubiese estado ahí. Pero está aquí, y él es todo cuanto necesito ahora.

—¿Entonces? —pregunta mientras se lleva nuestras manos unidas a los labios con delicadeza y, despacio, va depositando besos en mis nudillos.

Esa sensación tan dulce me distrae.

—No lo sé.

—Yo sí —afirma, y en su voz hay tanta convicción que me siento más tranquila—. Eres una novia, Nikki. Estás nerviosa. —Me planta un beso juguetón en la punta de la nariz—. Se supone que es así como debes sentirte.

—No. —Niego con la cabeza—. No, no es por eso…

Pero no sigo. Porque lo cierto es que quizá tenga razón. ¿Serán los nervios anteriores a la boda? ¿De verdad puede ser tan sencillo?

—No tienes motivos para estar nerviosa —dice mientras sus manos se dirigen ya a mis hombros y desliza sus palmas abiertas por mis brazos con suavidad, apartando la fina sábana.

Estoy desnuda y me estremezco. No por el ligero frescor del aire, sino por el anhelo que percibo en los ojos de Damien. Un anhelo al que estoy más que dispuesta a rendirme.

—¿Qué es eso que dicen sobre el matrimonio? ¿Que la novia y el novio se convierten en un todo? —Recorre mi clavícula con una leve caricia de la yema de su dedo y luego desciende despacio, con un roce suave como el de una mariposa, hasta que alcanza mi pecho—. Eso no sirve para nosotros, cariño. En nuestro caso no será así, porque tú y yo ya somos un todo, y esta boda no es más que una formalidad.

—Sí —digo; mi voz es apenas un suspiro.

Me envuelve un pecho con la mano y su pulgar frota de manera distraída mi pezón, erecto y duro. Es una caricia delicadísima, y sin embargo siento cómo se propaga por todo el cuerpo. Un simple contacto de piel contra piel, solo que no es ni mucho menos simple, porque contiene el poder de destruirme. De abrirme en canal y volver a recomponerme otra vez.

Cierro los ojos, claudicando, aceptándolo, me reclino y Damien me tumba otra vez sobre el colchón. Aparta la sábana del todo, me deja expuesta, y siento que la cama se mueve cuando él se sienta a horcajadas sobre mí. Está desnudo, y el duro acero de su erección, caliente y ávida, presiona mis muslos. Alargo los brazos hacia él y aferro su trasero firme y prieto. No está dentro de mí, ni siquiera acaricia aún mi sexo, y sin embargo ya vibro de sensibilidad, mis músculos se contraen de deseo por él, mis caderas se retuercen con un ansia libertina y desvergonzada.

—Damien… —susurro cuando abro los ojos y lo veo encima de mí, mirándome a la cara con ternura.

—No —dice—. Cierra los ojos. Déjame darte esto. Deja que te muestre lo bien que te conozco. La intimidad que comparto con tu cuerpo. Porque no es solo tuyo, también es mío, y pienso demostrarte lo bien y lo muy a conciencia que me ocupo de todo lo que es mío.

—¿Crees que todavía no lo sé?

No contesta, pero el suave roce de sus labios sobre los míos es todo lo que necesito por respuesta. Despacio, va dejando un rastro de delicados besos en la curva de mi cuello y luego cada vez más abajo, hasta que su boca se cierra con brusquedad sobre mi pecho. El pezón está duro, erecto y absolutamente sensible, y Damien pasa los dientes sobre él.

Me arqueo mientras unas leves ondas expansivas se extienden por todo mi cuerpo y se remansan como un líquido cálido en mi vientre. Los músculos de mi sexo se contraen de deseo. Lo quiero dentro de mí; lo deseo con locura. Pero Damien ni siquiera me toca ahí abajo. No me acaricia nada más que el pecho, que sigue chupando y mordiendo, saboreando y provocando. Lo está desterrando todo —pensamientos, preocupaciones, miedos—, hasta que me veo reducida a ese único punto de placer que parece llenarme y deslumbrarme desde dentro, que desprende chispas y canta hasta que casi creo que voy a correrme solo con notar su boca en mi pecho.

Despacio, dolorosamente despacio, aparta los labios de mi pezón y sus besos descienden hasta mi cintura. Se detiene en el ombligo, donde su lengua me incita con roces que son poco más que cosquillas pero mucho más sensuales. Desliza una mano por debajo de mis lumbares y yo me combo mientras él me mordisquea: pequeñas dentelladas y arañazos en la piel suave de mi vientre.

Se ha ido desplazando hacia abajo en la cama y yo tengo las piernas muy abiertas. Está entre ellas, pero no toca mi sexo. Ni siquiera me acaricia los muslos. Tiene una mano debajo de mi espalda y la otra sobre el colchón, junto a mi cadera, para mantener el equilibrio. No obstante, desprende calor, y el triángulo formado por mis muslos y mi sexo parece estar ardiendo. Estoy viva de deseo, de anhelo, de avidez.

Y, aun así, Damien no mueve un dedo para satisfacerme. Se contenta con provocarme y atormentarme y, cuando repasa lentamente el contorno de mi ombligo con la punta de la lengua, gimo tanto de placer como de frustración.

—¿Te gusta? —pregunta.

—Sí —murmuro.

—A mí también. —Habla en voz baja y reverente—. Sabes a caramelo.

—Los caramelos son malos para la salud —advierto.

—En tal caso —dice con un gruñido grave—, me gusta ser malo.

—A mí también —susurro al tiempo que mis caderas se elevan con una demanda no expresada—. Pero, Damien…

—Quieres más —dice, terminando mi pensamiento.

Me besa en lo alto del pubis, luego desliza los labios sobre el hueso de mi cadera y sigue descendiendo hacia el principio del muslo.

—Sí. Oh, Dios. Sí.

—¿Y si no he acabado de saborearte? ¿Y si quiero besar y chupar y morder cada centímetro de tu cuerpo, saciarme de ti antes de metértela hasta el fondo? ¿Antes de que nos perdamos juntos? ¿Antes de que permita que te corras?

Se levanta y luego se inclina sobre mí, se me acerca tanto que estoy segura de que va a besarme, está a tan poca distancia que respiramos el mismo aire.

Pero entonces se aparta y desplaza la boca hacia una de mis sienes. Sus labios apenas acarician mi piel mientras susurra:

—Siempre te daré más, nena, pero primero quiero tenerte preparada, quiero que estés caliente, desesperada.

—Ya lo estoy.

Me ha arrancado esas palabras y, mientras se retira, veo que curva la boca en una sonrisa de suficiencia.

—Lo estás —dice—, pero también has pedido más. Y esa, querida Nikki, es una petición que siempre estoy contento de satisfacer. Pero ¿más qué? —Su boca se cierra de nuevo sobre mi pecho y grito cuando me muerde el pezón—. ¿Más dolor?

No puedo responder, mi cuerpo se estremece con la tormenta de erotismo que Damien está desatando en mi interior.

—¿Más placer? —pregunta.

Se desliza hacia abajo sobre mi cuerpo y esta vez su piel roza mi piel. El contacto hace que las brasas que arden en mí se conviertan en llamas incontrolables. Sus labios se mueven entre mis pechos, luego cada vez más abajo, hasta que alcanza el clítoris. Sopla suavemente sobre mi sexo a la vez que coloca las manos con firmeza en la cara interior de mis muslos y me abre. Retira una mano y, con delicadeza, acaricia con un dedo mi sexo, húmedo y caliente. Tiemblo, estoy tan cerca que creo que si echa su aliento en mi clítoris, me correré.

—¿Más expectación?

Pero su boca ya vuelve a moverse otra vez, recorre mi pierna y pasa por las cicatrices de la cara interior del muslo hasta llegar a ese lugar tan sensible que queda detrás de la rodilla. Estoy perdida, me derrito. Me tiene en su poder, a su merced, y no puedo hacer nada más que absorber el placer con el que me está bombardeando.

Sigue y sigue, baja cada vez más, hasta que se detiene en mi tobillo y luego pasa a la planta del pie. Desliza la punta de un dedo desde el talón hasta el dedo gordo, y mi pie se arquea en respuesta junto con mi espalda. Siento las ávidas contracciones de mi sexo y me sorprende la reacción que provoca una simple caricia en el pie. Aunque ¿cómo puedo sorprenderme de mi respuesta ante cualquier caricia que venga de Damien? No puedo. Lo único que puedo hacer es rendirme, y esa, por supuesto, ha sido su intención desde el principio: alejarme de mí misma y llevarme a ese lugar que compartimos los dos, un lugar en el que solo existimos nosotros y el placer que encontramos el uno en el otro.

Pero todavía no ha acabado conmigo, y ahora va dejando un rastro lento de besos que sube por mi pierna hasta que empiezo a retorcerme. Mis caderas se sacuden tanto de placer como de ansia. Quiero más. Lo quiero todo. Y —oh, milagro— Damien por fin me lo da. Su lengua me acaricia el clítoris con pequeños lametazos, apenas levísimos roces, pero me ha preparado tan a fondo que exploto…, las ondas expansivas salen disparadas hacia las puntas de los dedos de mis manos y mis pies, me recorre una espiral de placer.

Leves roces, sí, y no son más que el principio, porque entonces cierra la boca sobre mi sexo, me chupa y me provoca. Me tiene sujeta con las piernas muy separadas, de forma que no puedo moverme ni apartarme. No me da tregua, hace que mi orgasmo crezca y crezca hasta que tras el placer aparece el tormento, hasta que me tiene abierta en canal y anhelante, desesperada por que venga conmigo a este lugar, para que se encuentre conmigo entre las estrellas.

—Ya, Damien. Necesito que entres en mí ya.

Esta vez no duda, gracias a Dios, pero tampoco es delicado. Está de rodillas y me vuelve de lado. Ha quedado a horcajadas sobre una de mis piernas, la otra la engancha en su cadera contraria y me sujeta colocando la mano en la parte exterior de mi muslo. Tengo su otra mano en las nalgas, pero la desliza hacia abajo para excitar el borde de mi ano al mismo tiempo que él se introduce en mi coño hasta el fondo.

Nunca me había tomado en esta postura, y la sensación de tener las piernas atrapadas en tijera, de su mano y su polla en una parte tan íntima de mí, de la forma en que está arrodillado contra mi cuerpo, con la columna tan erecta como su miembro, mientras yo estoy tumbada casi boca abajo, como una vestal ofreciéndose en sacrificio, resulta increíblemente excitante, y mientras se mueve dentro de mí, siento mi orgasmo crecer otra vez.

Cierro los ojos y dejo que las sensaciones me recorran por dentro y por fuera. Siento algo mágico. Estar tan abierta a Damien. Estar tan unida a Damien. «Unidos». En el sexo, en la vida, en el matrimonio.

Me recorre un escalofrío y oigo su gemido cuando los músculos de mi vagina se tensan alrededor de él y lo atraen más dentro de mí.

—Eso es, nena. Abre los ojos.

Lo hago y veo que no me mira a mí, sino al punto en que nuestros cuerpos se unen. Observo su rostro y la pasión que se ha acumulado en él y, cuando alza su mirada y se encuentra con la mía, la tormenta que percibo encerrada ahí dentro casi me aniquila. Respiro profundamente, al ritmo de las olas de placer que rompen dentro de mí. El mismo placer que veo en su cara, guiado por el mismo ardor que veo en las llamas de sus ojos.

Un ardor que me derrite.

Que me desgarra.

Que creo que va a partirnos a ambos cuando el clímax se precipita sobre mí y me arqueo, y las manos de Damien me retienen en mi posición, y mi sexo se cierra más y más a su alrededor, exprimiéndolo para que alcance su propia e increíble liberación.

La realidad regresa lentamente, como aparecen las estrellas en un cielo recién oscurecido.

Por un momento tengo que preguntarme si me he diluido, pero solo es esa sensación de lasitud que llega tras la liberación nacida del puro placer.

Damien sale de mí y yo gimo al perder el contacto con él, al menos hasta que se tumba a mi lado y enreda sus brazos y sus piernas con los míos, las caras muy juntas.

—Gracias —murmuro.

—¿Por qué?

—Por distraerme. De mi pesadilla.

Se echa a reír.

—No sabía que fuera tan transparente.

—Solo para mí. Como has dicho antes, nos conocemos bien.

Me da un beso en la punta de la nariz.

—No tienes que estar nerviosa por nada.

Asiento con la cabeza, pero lo cierto es que se equivoca. Ahora lo veo. Quiero que nuestra boda sea un reflejo para el mundo, una manifestación exterior de lo que somos juntos. Belleza y armonía, algo especial y único. Lo quiero por él. Por nosotros. Y por todo este condenado mundo.

Así que, sí, estoy nerviosa.

—Quiero que la boda sea perfecta —confieso.

—Lo será —me asegura—. ¿Cómo no va a serlo? Piensa que, suceda lo que suceda, al final de la ceremonia serás mi esposa. Y eso, querida Nikki, es lo único que importa.

Dejo caer un beso en sus labios, porque tiene razón. Bueno, sé que tiene razón. Sin embargo, también sé que se le olvidan el pastel y el vestido y el grupo de música y el fotógrafo y las carpas y las mesas y el champán y…

«Hombres», pienso, y entonces le abrazo fuerte y reconozco a regañadientes que al menos esta noche me ha distraído.

Esta noche lo único que me importa es este hombre que pronto será mi marido… y que ya es mi vida.