En estos últimos decenios de nuestro siglo se viene cumpliendo el primer centenario de uno de los mayores escándalos en la historia de la literatura occidental: el estreno, entre 1880 y 1890, de varios dramas de Henrik Ibsen. Escándalo literario en cuanto que era literario el medio por el que se producía: el teatro; pero las razones de la hostilidad fueron ideológicas, sociales, políticas. La sociedad occidental de 1880 se vio amenazada en su raíz, su célula esencial: en la familia. En 1879 Casa de muñecas ponía en entredicho el prestigio de la familia, fundamento de aquella sociedad y base sobre la que se levantaba el ordenamiento jurídico tradicional y sus consecuencias económicas, sociales y morales, con el predominio del esposo como representante en el ámbito doméstico de la infalible autoridad divina. La polémica fue aún más furiosa debido a la inconfesada sospecha de que lo que se mostraba en escena era, o podía ser, verdad; nada hay que enfurezca más que la verdad. En ningún momento defendió Ibsen, por ejemplo, el adulterio, la gran obsesión de la literatura burguesa, el tema constante del teatro de bulevar, desde el drama a la farsa. La ofensa de Ibsen consistió en mostrar la verdad, o la posibilidad de la verdad —o su sierva, la realidad— frente al sacrosanto edificio construido por la tradición, las convenciones y los intereses sociales. Todo el teatro de Ibsen se funda en dos principios: la verdad y la libertad, «las verdaderas columnas de la sociedad», palabras con las que da fin la obra así titulada.
Los dos dramas incluidos aquí, Casa de muñecas y Hedda Gabler, fueron recibidos tempestuosamente por el público y la crítica. En el caso del segundo —la historia de la orgullosa hija del general Gabler— se trataba del desconcierto del público ante lo que podría interpretarse como justificación, y hasta exculpación, de los actos en verdad poco escrupulosos moralmente de la protagonista y su huida final al castigo, ya que su fin significa en cierto modo una victoria de la fidelidad a sí misma del personaje, otra de las preocupaciones centrales del dramaturgo. Hoy, al cabo de un siglo, los problemas planteados en estos dramas siguen apasionando y de ninguna forma pueden considerarse resueltos, pero las batallas que se han venido luchando en estas trincheras han hecho olvidar el escándalo inicial. Nora Helmer y Hedda Gabler se han incorporado a la galería de figuras de la cultura occidental, junto a Ana Karenina o Emma Bovary; han alcanzado como éstas la condición de prototipos y nadie se pregunta hoy, como se hizo insistentemente hace un siglo, si Nora volvería al hogar (pregunta a la que Ibsen contestó rotundamente con la única respuesta posible: «Yo qué sé») ni se extraña de la conducta de Hedda Gabler, como no se discuten las acciones de Medea o de Fedra. Durante estos cien años, las más grandes actrices de la escena internacional, desde les monstres sacrés de comienzos de siglo —Réjane, Mrs. Patrick Campbell, Eleonora Duse— hasta llegar a Ingrid Bergman, Peggy Ashcroft, Claire Bloom o Maggie Smith, han interpretado estos dos «grandes papeles» por excelencia, tan ricos en emoción, en golpes teatrales, en parlamentos y situaciones con los que es posible expresar toda la gama de las emociones de la mujer.
Estos personajes femeninos ocupan sin duda un destacado lugar en la larga familia ibseniana. Pero estas mujeres apasionantes, de mayor interés que los hombres que las rodean, no nacen por casualidad, sino que son el fruto de una lenta evolución del espíritu y del arte del dramaturgo. Nora Helmer, la primera de ellas, sale a escena en 1879, cuando el autor tiene cincuenta y un años y una larga y brillante carrera de creación literaria detrás. Henrik Ibsen nace el mismo año que León Tolstoi, 1828, y gran parte de su obra inicial se inscribe en un período que tanto podría calificarse de posromántico como de segundo romanticismo —después de todo, es ocho años mayor que nuestro Bécquer—. Los mediados del siglo XIX, especialmente en la Europa germánica y nórdica, siguen las consecuencias inmediatas de la revolución romántica; el gran designio del Romanticismo germánico es elevar un universo mítico propio frente al prestigio del mundo mitológico y cultural que el Mediterráneo había venido gozando con exagerada exclusividad desde el Renacimiento. No sólo en el Mediodía nacen los dioses. Desde la recuperación de Ossian y los bardos gaélicos a finales del XVIII, siguen en oleadas la renovación y restauración de las sagas islandesas, del Kalevala finés, hasta la resurrección del Olimpo germánico que, como nuevo Homero, sueña Ricardo Wagner. Gran parte de la obra dramática inicial de Ibsen corresponde a este estilo de restauración histórica y, a la vez, afirmación nacionalista, con dramas en verso inspirados en la vieja historia noruega, un mundo de reyes vikingos que en su guardarropía historicista puede hacer recordar hasta cierto punto el drama wagneriano. Gran parte, pero no toda su producción, se inspira en estos temas; dos figuras históricas de tradición clásica llaman su atención: Catilina, en su primer drama de 1850, y el emperador Juliano, protagonista del extenso friso dramático Emperador y galileo, de 1864. De esta etapa posromántica, el dramaturgo evoluciona hacia un estilo mucho más complejo; de no haberse producido tal evolución, de haberse mantenido repitiendo el estilo anterior, Ibsen no pasaría de ser un notable dramaturgo de ámbito local. La próxima etapa la constituyen dos extraordinarios poemas: Brand y Peer Gynt —poemas dialogados para ser leídos, por más que ambos, en especial el segundo, suelan representarse—. Éste es el Ibsen al que, con involuntario endecasílabo, calificaría Rubén Darío de «¡Enorme visionario de la nieve!».
En el mundo inicial, y no tan inicial, de Ibsen, la mujer responde al patrón romántico de una figura idealizada. Es la esposa, la amante, la madre, la valquiria, la compañera del guerrero; necesaria y fructífera, como la tierra —necesaria, por servir de apoyo para que el varón actúe—. «Amar, sacrificarlo todo y ser olvidada, ésa fue mi historia», dice Ingebjorg en Los pretendientes a la corona, su segundo drama. No es hasta casi veinte años después, en La unión de la juventud, de 1869, cuando se oye el primer grito de rebeldía femenina: Selma, la joven esposa que se niega a compartir la ruina de su marido, a quien su padre se resiste a ayudar económicamente, exclama: «¡Qué mal me habéis tratado! ¡Qué indignos habéis sido todos! Siempre recibí, sin dar nunca. He sido la mendiga entre vosotros… Me habéis vestido como a una muñeca; habéis jugado conmigo como se juega con un niño». Frases que anticipan, casi exactamente, las protestas de Nora en el tercer acto de Casa de muñecas.
Ibsen abandonó Noruega, en compañía de su mujer y su hijo, en 1864, para no regresar definitivamente hasta veintisiete años después, al final de su carrera, en 1891. Fue, por lo tanto, durante este largo y voluntario exilio, parte en Italia, parte en Alemania, cuando escribió su obra de madurez. Casa de muñecas acabó de redactarse en 1879 en Amalfi. Acerca de una obra que armó tal revuelo y cuyas intenciones fueron tan discutidas, conviene citar el propósito del dramaturgo, expresado con toda claridad en el esquema siguiente, texto revelador incluso en el título, que indica su intención de escribir una «tragedia actual»:
Notas para la tragedia actual
Roma, 19-10-1878
Existen dos tipos de código moral, dos tipos de conciencia, uno en el hombre y otro completamente diferente en la mujer. No se entienden entre sí; pero la mujer es juzgada en la vida práctica según la ley del hombre, como si no fuera una mujer, sino un varón.
La esposa en el drama no sabe a qué atenerse sobre lo que es justo o injusto; el sentimiento natural por un lado y la confianza en la autoridad por otro, la dejan en total confusión.
Una mujer no puede ser auténticamente ella misma en la sociedad actual, que es una sociedad exclusivamente masculina, con leyes escritas por los hombres, con fiscales y jueces que condenan la conducta de la mujer desde un punto de vista masculino.
Ha cometido un error, que constituye su orgullo; porque lo ha hecho por amor hacia su marido, para salvar su vida. Pero este hombre se atiene a la honorabilidad corriente según el código y juzga el asunto desde el punto de vista masculino.
Conflicto moral. Agobiada y confusa bajo el respeto a la autoridad, pierde la confianza en su razón moral y su capacidad para educar a sus hijos. Amargura. Una madre en la sociedad actual [puede] como ciertos insectos morir cuando ha cumplido su misión de propagar la especie. Amor a la vida, al hogar, al marido y los hijos y la familia. Intermitente agitación femenina de pensamientos. Súbita angustia y espanto periódicos. Todo ha de ser soportado a solas. La catástrofe se aproxima inexorable, inevitablemente. Desesperación, lucha y destrucción.
La intención general del drama se encontraba ya claramente perfilada en la mente de Ibsen; su aplicación a una anécdota particular, a un argumento, se la ofreció la historia personal de Laura Kieler, joven escritora noruega muy influida por Ibsen, hasta el punto de escribir una continuación de Brand. Esto la atrajo al círculo familiar de los Ibsen, residentes entonces en Dresde, en términos de intimidad. Poco después, en 1873, la «alondra», como la llamaba Ibsen, contrajo matrimonio. Al cabo de un tiempo, el marido enfermó de tuberculosis y, a partir de entonces, la historia de Laura anticipa, casi paso a paso, la de la futura Nora. El viaje al sur, en busca de la salud, la resistencia de Laura a pedir la ayuda paterna, su utilización de un préstamo bancario, a espaldas del marido, al que hizo creer que era el producto de su labor literaria lo que subvencionaba los gastos —todo anticipa el argumento del drama futuro, hasta en el detalle de la curación del enfermo y el regreso de la familia—. Cuando Laura, cada vez más enredada en la madeja de deudas, solicitó el consejo del dramaturgo, Ibsen recomendó lo mismo que haría en el drama la señora Linden: «Ponga todas sus preocupaciones en manos de su marido. Es él quien tiene que responder de ello». Pero la historia de Laura Kieler fue, si cabe, aún más trágica —acabó con su internamiento en un sanatorio psiquiátrico, el divorcio y la separación de sus hijos.
Casa de muñecas fue dada a conocer en libro pocos días antes de serlo en la escena. El 4 de diciembre de 1879 se publicó por la editorial Gyldendal, al tiempo que la traducción alemana, y un mes más tarde apareció la segunda edición. Días después, el 21 de diciembre, se estrenó en el Teatro Real de Copenhague. A partir de entonces, además de las violentas reacciones del público, el drama fue objeto de una ininterrumpida polémica durante más de veinte años, a medida que se iban sucediendo los estrenos en diferentes países.
La piedra de escándalo fue, y ha seguido siéndolo, la escena final. Nora se marcha, «lúcida y segura», y abandona, no solamente marido y hogar, sino a los hijos, de los que ni siquiera se despide. Esto era demasiado para la sociedad de la Alemania guillermina. Incluso la actriz a la que correspondía el papel, favorita de Ibsen, se negó a interpretarlo tal cual. La presión fue tan fuerte que el propio dramaturgo, indefenso al no existir entonces convenio entre los dos países que salvaguardara sus derechos, y temiendo males mayores, se vio obligado a escribir un final alternativo que suavizaba lo abrupto del original. En la variante, Helmer obliga a Nora a contemplar a sus hijos dormidos y ésta cae confundida ante el espectáculo. El subterfugio, sin embargo, no logró sus fines. El público de Berlín no se aplacó por ello; la crítica protestó; el conde Prozor, primer traductor francés, protestaba justamente en 1889 del cambio, por ir contra «le sens même de l’oeuvre». El propio autor desistió de autorizar más cambios. Incluso en España, el final de Casa de muñecas estorbó la reposición del drama en los años siguientes a la contienda. En una versión dirigida por Luis Escobar durante el Régimen franquista, Nora se quedaba en casa. Esto, más que una anécdota en el dudosamente divertido anecdotario de la Censura española de aquellos años, es un ejemplo de cómo sociedades cerradas y hostiles a cualquier apertura actúan exacta, e inconscientemente, igual.
Hoy, en que estamos de sobra acostumbrados a que directores y adaptadores teatrales cambien y desvirtúen la idea del autor, no nos escandalizan estas alteraciones. Pero resulta instructivo comparar las diferencias que separan al teatro de otros géneros literarios. Es frecuente que determinada censura estatal prohíba una novela, pero a nadie se le ocurrió nunca pedir a Tolstoi que escribiese un final en que Ana Karenina no se arrojase al tren y volviera felizmente a casa.
Es evidente que el final de Casa de muñecas es consustancial al drama. Ibsen llegó a decir que toda la obra es sólo una progresión hacia aquel desenlace. Pero, además, el famoso portazo final es el mejor ejemplo de la técnica ibseniana de elevar un objeto, o un hecho físico, a símbolo de una situación. El portazo de Nora va a resonar de país en país por todo el teatro occidental. Es la cuerda que se rompe y el golpe de hacha que da fin a El jardín de los cerezos de Chejov en 1905, y, treinta años después, es el golpe de viento que abre el balcón y hace oscilar las blancas cortinas al final de Doña Rosita la soltera de Lorca.
Hedda Gabler, escrita en Munich a finales de 1890, fue publicada en aquel diciembre por Gyldendal, la editorial de Copenhague; en enero del año siguiente se estrenó, en el Reidenztheater de Munich, y, en febrero, en Berlín. Tanto en libro como en escena, el drama fue recibido con hostilidad y repulsión; un coro de risas y silbidos lo saludó al estrenarse en Copenhague, aquel mismo febrero. Para el público y la crítica, la complejidad psicológica y social del drama no eran otra cosa que una historia sórdida, colmada de desamor y de acciones innobles y acabada en suicidio. Se trataba, por lo menos, de una experiencia inquietante, cosa que ningún público aprecia, y, en definitiva, de una obra deprimente, de un irremediable pesimismo.
Como génesis íntima y sentimental de Hedda Gabler se ha señalado la violenta pasión que Ibsen experimentó en 1889 por Emilie Bardach. La conoció aquel verano en Gossensass, en el Tirol, lugar donde solía veranear; ella era una joven vienesa de dieciocho años; el dramaturgo contaba sesenta y uno. La relación, corta y probablemente sin trascender los límites emocionales, fue violenta por parte del dramaturgo; alteró sus emociones, su concepción del amor y de la mujer y parece que influyó en toda su obra posterior, comenzando con este drama inmediato a la experiencia.
Hedda, la aristócrata hija del general Gabler, es una figura compleja. Esto no quiere decir nada; todos los personajes de Ibsen lo son, es decir, ofrecen muchas facetas y aspectos, algunos de clara identificación; otros, de confusa y ambigua moralidad y psicología. De otra forma, Ibsen no pasaría de ser uno de tantos dramaturgos que han sido y serán. Ibsen ha tenido una larga descendencia de imitadores y de influidos. En España, por desgracia, su huella más profunda se encuentra, además de en Galdós, en un dramaturgo arrinconado, José Echegaray, y en otro en vías de serlo, Jacinto Benavente. (Dicho sea de paso, resulta irónico e instructivo que Echegaray obtuviese el recién establecido Premio Nobel aún en vida del maestro [1904] y Benavente dieciocho años después, mientras Ibsen no lo consiguiera nunca.) Lo que distingue a las mujeres y a los hombres de Ibsen es el no ser de una pieza, ni blancos ni negros; no hay en ellos una nota moral o un color únicos, pueden pasar de una postura o un sentido a otro. Nora no es ni una víctima ni un paradigma moral absoluto; es infantil, inexperta, mentirosa; a pesar de su amor y de su fidelidad, miente a su marido desde la primera escena; son mentiras pueriles, pero significativas; su decisión final es, por lo menos, discutible; es innegable que abandona, sin más, ciertas obligaciones, que podrán ser diversamente valoradas, pero que existen. Torvald Helmer es un hombre corriente, un empleado escrupuloso y eficaz, un padre excelente, enamorado de su mujer hasta el extremo de que la apetencia física por ella causa, en el acto final, una escena de tensión, cuando su deseo de hacer el amor, explícita y apresuradamente expresado, sirve de violento contraste a la ruptura por parte de ella. Incluso Niels Krogstad, «el malo», dista mucho de ser un monstruo, sino que actúa según razones impuestas por las condiciones sociales y económicas, lo que hace perfectamente verosímil el súbito cambio emocional que experimenta al final del drama.
En Hedda Gabler coexisten la adhesión a un código de superioridad aristocrática con los más bajos instintos, aunque sean inconscientes; la orgullosa individualidad, con los celos; el ansia de vida, con el temor a las consecuencias de la vida. Nora y Hedda están unidas por su rebeldía a doblegarse ante una sociedad hecha por los hombres, que, en el caso de Hedda, le impone la maternidad no deseada y el transigir con humillaciones y esclavitudes. «No entiendes la sociedad en que vives», le grita a Nora su marido. «Me veo obligado a despertarla de una hermosa fantasía», advierte a Hedda el implacable, suave y mundano Brack. Tanto Nora como Hedda recuerdan a una Emma Bovary nórdica. Madame Bovary fue también el succès d’escandale de una generación anterior. Aparentemente, por tratarse de una visión, profunda, desde dentro, del adulterio. Pero el adulterio es sólo el tema externo, la cáscara de la novela de Flaubert. Su tema esencial, y de aquí quizá el escándalo que levantase, es la sugerencia de que el ser humano se encuentra inmerso en una cápsula de fantasía, que le impide trascenderse y captar la realidad, si es que tal realidad existe; cada uno de nosotros habitamos un mundo propio e incomunicado; el señor Bovary acaba en la novela, y probablemente en la vida, creyendo que su mujer era una santa. Nora huye para poder contrastar el mundo hecho por los hombres, las creencias y las leyes de ellos, con el suyo propio. Hedda, fiel a su código cruel de exigencia personal, prefiere huir por la muerte. Hedda posee la ferocidad de un animal noble, con algo de raza a extinguir. Hay en el drama la implícita insinuación de que el futuro pertenece a los humildes; Jorge Tesman, por pánfilo que sea, sobrevive y, probablemente, acabará uniéndose a la pobre y desorientada señora Elvsted, mientras Hedda, y el hijo que lleva en ella, desaparece como el representante de una raza incapaz de adaptación.
Se ha señalado que Hedda Gabler ofrece el anacronismo de parecer referirse a un mundo anterior a la época en que se escribe. La Cristianía reflejada aquí no es la de 1890, sino más bien la de treinta años atrás —una ciudad sin electricidad, sin tranvías ni teléfonos, en que las señoras tienen que ser escoltadas para regresar a casa—. No hay indicación alguna en las minuciosas acotaciones de que se trate de la capital, pero implícitamente se sobreentiende. Bien debido a su prolongada ausencia, aunque visitase con cierta frecuencia su patria, bien a otras razones, es hasta cierto punto lógico que en la concepción de Cristianía (aún no el Oslo actual) Ibsen mantuviera un plano ideal y anticuado de la ciudad, en el que se sintiera más cómodo para mover a sus personajes. Esto aumenta, si cabe, la impresión de exotismo, de peculiaridad geográfica, de este teatro, ubicado en casas desperdigadas a lo largo del fiordo, en que la acción obedece a extrañas convenciones sociales, se repiten los títulos profesionales como formas de tratamiento y se cena a las cinco de la tarde, en una ciudad, Cristianía, que ya no existe. Ni siquiera el Oslo actual es el mismo del de hace veinticinco años, por ejemplo, con sus barrios altos de casitas decimonónicas de madera, ante el mar silencioso y el imperceptible anochecer de verano.
Si en lo externo Hedda Gabler quizá refleje un mundo ya pretérito en 1890, un simple vistazo al texto nos hace ver el cambio en la técnica, formal al menos, durante los diez años que separan a uno y otro drama. Casa de muñecas fue el primer «drama actual» que se propuso escribir Ibsen. No obstante, quedan aún en su texto restos de la simplicidad y la austeridad de líneas del teatro simbólico. El juego teatral de sucesión de escenas y entrada y salida de personajes está hecho de manera sumamente eficaz, pero es más simple que en Hedda Gabler, donde con frecuencia se cruza el parlamento de tres y aun cinco personajes y se utiliza la acción en planos distintos. Las acotaciones del decorado son igualmente prolijas en los dos casos, pero las caracterizaciones de los personajes son minuciosas en Hedda Gabler e inexistentes en el drama anterior. Es como si Ibsen derivase hasta cierto punto hacia la novela. Conocemos hasta el color de ojos de Hedda Gabler mientras nada sabemos del aspecto externo de Nora Helmer. Los personajes de Casa de muñecas hablan en un tono medio, normal; en cambio, desde el primer parlamento de Hedda Gabler hasta el último, el dramaturgo se ha esforzado cuidadosamente en que cada palabra defina al personaje. Esto resulta notorio en extremo en el caso de Jorge Tesman, que se expresa mediante un constante chaparrón de latiguillos, como «¿Eh?» y «¡Figúrate!», hasta el punto de que puede resultar chocante al lector no prevenido. Hedda Gabler es un drama de individualidades, pero también un drama social, de clases. Se oponen con claridad dos clases y sus respectivos lenguajes diferenciadores; la clase alta (Hedda, Brack, Lovborg), especialmente en los diálogos entre los dos primeros, entre los que existe, sobre todo por parte de ella, una relación de atracción-repulsión, basada exclusivamente en la común pertenencia a una misma clase, con un tono ligero, con frases de doble sentido y su coquetería frívola; y la clase media modesta (los Tesman, la señora Elvsted, con el añadido humilde, casi campesino, de la vieja criada), caracterizada por expresarse en un tono cariñoso, familiar, bienintencionado hasta llegar a la simpleza, cargado de apelaciones coloquiales a la divinidad («Dios mío», «Dios me guarde», etc.). Las dos clases, y, por implicación, sus dos voces, sus dos sentidos, se cruzan, se superponen sin llegar a unirse, es decir, a comprenderse mutuamente. La clase inferior no capta las alusiones de la otra, que caen sobre ella, especialmente sobre el bueno de Jorge Tesman, como flechas sin dar en el blanco; la superior no entiende los sentimientos de domesticidad y afecto de la otra. Para reforzar la oposición, el dramaturgo utiliza al máximo su recurso de la conversión del objeto en símbolo (las inefables zapatillas bordadas de Jorge Tesman, el sombrero de tía Juli, el manuscrito de Lovborg, etc.).
La historia de la puesta en escena en España de estos dos dramas, es corta y algo confusa. Según el estudio clásico sobre la materia (Halfdan Gregersen, Ibsen and Spain. A Study in Comparative Drama, Cambridge/Harvard University Press, 1936), la primera representación española de Casa de muñecas fue en Barcelona, por una compañía de aficionados, en 1893. El título con que se presentó, Nora, apunta hacia la probabilidad de que la traducción, en catalán, fuese de la versión alemana, que utilizó ese nombre. A finales del siglo, en la primavera de 1899, Casa de muñecas llega a Madrid; no van a ser actores españoles, sino italianos, quienes la estrenen: la compañía de Teresa Mariani. (Las giras de compañías italianas por España y América del Sur, desde fines del siglo XIX hasta bien entrado el presente, constituyen un fenómeno, por insólito que resulte hoy y por olvidadas que estén, de importantes consecuencias culturales, debido a su presentación del teatro considerado entonces «avanzado».) La obra fue recibida con frialdad por el público. Hasta enero de 1908 no se presentará la primera versión en castellano, por la actriz Carmen Cobeña, en el teatro de la Princesa de Madrid. No parece haber convencido tampoco al público, que no se rendirá hasta 1917, fecha en que Gregorio Martínez Sierra incluye Casa de muñecas en su campaña de «Teatro de arte» en el Eslava de Madrid. Para ello prepara una nueva versión del drama, vehículo para la interpretación de Catalina Bárcena, cuya Nora será sin duda uno de sus mayores éxitos como actriz, aparte de los que obtuviera interpretando personajes del teatro de Martínez Sierra. De aquella Nora queda el testimonio de Ramón Pérez de Ayala en unas páginas de Las máscaras.
Hedda Gabler tiene en la escena española una historia aún más corta y más vaga. Se habla de una primera representación, también en italiano, por la compañía de Vitaliani (Teatro de la Comedia de Madrid, primavera de 1901). No se mencionan más representaciones del drama en España, salvo por Margarita Xirgu en provincias, en 1924.
La tarea de traducir hoy a Ibsen ofrece el problema de siempre —acercar al lector un mundo lejano en el espacio, con el cual tiene pocos puntos de contacto— aumentado, si cabe, por la progresiva lejanía a la que el paso del tiempo ha ido empujando la acción. A unas costumbres ya de por sí extrañas al lector español, o meridional, hay que añadir las peculiaridades de unos usos sociales pretéritos —la constante mención a los cargos como tratamiento usual, las esposas que llaman a sus maridos por el apellido y no por el nombre, la sutileza de los cambios entre el «tú» y el «usted»—. Afortunadamente, disponemos en español, como en noruego, de este doble uso, cuya carencia pone a los traductores ingleses en aprietos irresolubles. Problema de difícil solución es dar con un tono que sea, a la vez, actual, pero que no haga olvidar que se está hablando hace un siglo, evitando el anacronismo o el empleo de frases marcadas por un uso posterior. Y resulta imposible salvar el énfasis típico de una época, los «¡Ohs!» y los «¡Ahs!» y los «¡Estamos perdidos!», inherentes al efecto dramático.
Considero como obligación de todo traductor consciente el cotejar su trabajo con cuantas versiones anteriores de la obra le sea posible. Así, he consultado detenidamente, para Casa de muñecas, la primera traducción francesa del conde Prozor (1889) y la inglesa de Peter Watts, publicada por Penguin (1965). Para Hedda Gabler, la primera inglesa, de Edmund Gosse (1891), y las posteriores inglesas de Una Ellis-Fermor (1950) y Michael Meyer (1962), además de, para ambos casos, la versión española de Else Wasteson del Teatro completo en Aguilar. El cotejo de las distintas versiones es sumamente instructivo, porque revela: primero, un alto grado de fidelidad al texto original; quizá el traductor más libre sea el último inglés mencionado, Michael Meyer; pero Meyer, gran especialista en Ibsen en lengua inglesa, autor de una voluminosa biografía del dramaturgo, tiene su razón: la suya es una versión para la escena, y como tal fue presentada en Nueva York y en Londres. En segundo lugar, se comprueba que todos los traductores hemos tropezado con parecidos obstáculos, que tratamos de salvar de la mejor forma posible. Es en esta prueba de obstáculos donde se encuentra el valor de cada traducción.
Hay dos ejemplos destacados de estas dificultades; cada uno corresponde respectivamente a una de las obras aquí reunidas; no hay forma de esquivarlos porque, perversamente, son las palabras claves con que terminan uno y otro drama y vienen a ser como la condensación del sentido de toda la obra. Es, en Casa de muñecas, el «milagro» que espera y teme Nora, pero el término que repetidamente se emplea no es ése, sino det vidunderlige, es decir, lo maravilloso, lo extraordinario, lo sorprendente, lo portentoso, etc. La cosa se complica, porque al final, en vez de emplear el adjetivo normal, se emplea, con toda intención, el superlativo, det vidunderligste = lo más maravilloso, justo la última palabra del drama. Ahora bien, si se traduce fielmente, es indudable que el adjetivo sustantivado es escasamente eficaz en nuestro idioma. De aquí que la costumbre sea traducirlo por un nombre: «milagro», «portento», etc. «Milagro» ha sido lo usual en la escena española (y el correspondiente «el mayor milagro»), pero «milagro» tiene una connotación religiosa, especialmente en España, que está bien lejos de la neutralidad admirativa de det vidunderlige. En Hedda Gabler, el matiz que se resiste es quizá más difícil. Cuando al final Hedda se rebela contra el chantaje sentimental de Brack, exclama «Ufri, ufri!». Es decir, «no libre», sin libertad. Traducido, como se ha hecho, por «esclava» es eficaz, pero demasiado fácil —la proximidad con «esclavitud femenina» es excesivamente vulgar—. «Prisionera» es algo mejor —«preso» es quien carece de libertad— pero no mucho. Obsérvese que en ambos casos el conflicto consiste en convertir frases adjetivales en sustantivos. Este empleo original no es debido a rareza o genialidad por parte del dramaturgo, sino que está en la raíz del idioma —como es bien sabido, los idiomas escandinavos, como todos los germánicos, utilizan más el adjetivo y el verbo que los idiomas latinos, basados en el nombre (son aquéllas lenguas de «acción», mientras las nuestras son, relativamente, más estáticas; aquéllas atienden al «estar», las nuestras al «ser»).
Las primeras versiones poseen un interés especial. Se suele pretender con cierta ligereza que toda traducción nueva supera a las anteriores. Esto no es siempre cierto, claro está. Lo más que puede decirse es que toda traducción va marcada por la época en que se realiza, y el lenguaje, como todo, envejece. Pero cada época debe esforzarse en producir su propia versión de las obras esenciales y esto no solamente para hacerlas accesibles, sino por razón de ejercicio y enriquecimiento cultural. Las primeras versiones de tales obras, que cambiaron el rumbo de las ideas, los sentimientos y los gustos, deben tratarse con especial atención. Fueron estas versiones de Prozor y de Gosse, o Archer, las que dieron la batalla y las que influyeron directamente en la opinión occidental; sus autores, además, tuvieron la irrepetible oportunidad de conocer y tratar al autor y acudir a él para aclarar las dudas. De todas ellas, traducciones antiguas y modernas, he tomado aquellas aclaraciones o alternativas que me han resuelto, no siempre, las dudas ofrecidas por el texto original. En ciertos casos, y tratando de salvar la pedantería o la prolijidad inútil, he añadido unas pocas notas para ilustración del lector interesado.
ALBERTO ADELL
Madrid, diciembre 1988