Nueva York, 15 de enero de 2015
George Saunders conducía su viejo Ford a paso de tortuga por el tráfico congestionado de la hora punta del trabajo. En la acera, un reloj marcaba las cinco. Frente al Metropolitan habían sobrevivido algunas luces navideñas. El cartel anunciaba I pagliacci, de Leoncavallo. A ambos lados de la calle, un terraplén de nieve helada y sucia daba una sensación de abandono y de melancolía, mientras la radio emitía la voz no menos sucia y gélida de Billy Dog, el rapero más alternativo del momento. A saber por qué lo escuchaba… En realidad, a él le gustaba la ópera. Se acordó de la vez que fue al Metropolitan a ver Turandot, de Puccini, con dos entradas de palco en primera fila.
Él llevaba la chaqueta negra de gala del uniforme de oficial de los marines y Janet, a su lado, un vestido largo azul, con corte a la izquierda hasta medio muslo. Había esperado ansioso a que Stefano Salvini entonase Nessun dorma, un aria que le daba escalofríos. Cuando el tenor dio el si agudo con el último «vincerò!», George se levantó a aplaudir frenéticamente. ¡Qué días aquellos, por Dios! Y qué noches…
En el primer semáforo en rojo, encendió un cigarrillo ante la mirada escandalizada de su vecino de carril, un calvo con corbata color vómito, y arrojó el humo hacia la ventanilla, como si quisiera resguardar sus ojos en la bruma azulada. Durante un kilómetro y medio condujo como un zombi, entre amargos sorbos de café de un vaso de poliestireno; luego sonó el móvil, y Saunders pulsó el botón de respuesta del cable del auricular.
—Hola, coronel Saunders —dijo una voz con un ligero acento extranjero.
—Se lo puede ahorrar, que yo ya no soy nada.
La voz calló un momento antes de proseguir, más decidida.
—¿Nada? Ánimo, coronel, que su destino está a punto de cambiar radicalmente. Gire a la izquierda por la calle Dieciocho y siga al Buick gris plata que saldrá a su paso desde el aparcamiento. Mantenga las distancias. No queremos incidentes ni contratiempos.
Saunders no respondió.
—¿Me ha oído, coronel?
—Le he oído.
—Pues entonces, hasta pronto.
Saunders estuvo a punto de dar media vuelta y volver por donde había venido, pero ya había tomado la curva, y embocaba la calle Dieciocho al mismo tiempo que un Buick gris plata salía de un aparcamiento a treinta metros a la derecha y se mezclaba con el tráfico. Saunders lo siguió como un autómata, sin pensar en nada. Condujo unos quince kilómetros, hasta frenar detrás del Buick frente a lo que parecía un cine en desuso. En el maltrecho cartel aún se leía la inscripción MILLENNIUM ARENA, enmarcada en bombillas rotas. Mirando alrededor, se dio cuenta de que estaba en la zona de Little Bay. Después de otro sorbo de café, cogió el chaquetón de piel negra del asiento trasero, bajó del coche y se encaminó a la entrada del cine. El Buick volvió a ponerse en marcha y se alejó.
Empujó la doble puerta y se encontró dentro del cine. Olía mucho a polvo. La débil luz que entraba por la puerta iluminaba a duras penas el pasillo central que separaba la platea en dos sectores, llegando a lamer la base del escenario. La pantalla colgaba medio desgarrada de su soporte. Se detuvo para acostumbrarse a la oscuridad. Cuando sus pupilas estuvieron bastante dilatadas, reparó en un hombre sentado en el segundo asiento a la izquierda de la séptima fila desde el fondo. Se acercó y se sentó al lado, en la primera butaca.
—Hola, coronel —dijo el hombre sin volverse, con la mirada fija en la pantalla rota.
—Hola —contestó Saunders; y antes de recibir respuesta, añadió—: ¿No había un sitio un poco menos… dramático? ¿Un despacho, por ejemplo? ¿Por casualidad, no querrá impresionarme?
—No es para nada mi intención —contestó el hombre—. Sólo es un cine viejo que están desmantelando. Pronto será un lugar mucho más agradable, pero no podíamos suspender nuestras actividades hasta el final de la reforma. Encima usted ha llegado un poco antes de lo que me esperaba.
—Bueno, el caso es que aquí estoy. ¿Qué hay de cierto en lo que me ha propuesto su… digamos que emisario?
Esta vez, el hombre se volvió hacia Saunders.
—Todo. Es todo cierto. Deberá instruir a los hombres que se le confíen.
—¿Cuántos?
—Unos cincuenta, o tal vez más.
—¿Con qué objetivo?
—Se trata de un asunto muy delicado. Si acepta usted nuestra propuesta, se convertirá en un…
—¿Mercenario?
—Yo habría dicho empleado temporal, pero no hay necesidad de andarnos con formulismos. Además, en términos objetivos le pagaremos medio millón de dólares por un par de semanas de trabajo.
—¿Qué tipo de instrucción? —preguntó Saunders en un tono más bajo, casi resignado.
Una ráfaga de viento entre las hojas de la puerta le produjo un escalofrío e hizo ondear el borde de la pantalla desgarrada. Se dio media vuelta: la luz de fuera había cambiado. Ahora era artificial, luz fría de leds. Le pareció ver incluso algún copo de nieve que entraba girando en el cine y se posaba en el suelo de linóleo.
—En formas extremas de combate. Con armas de asalto y armas blancas cortas, cuerpo a cuerpo. Lo mejor que existe, sin reparar en gastos. Solo tiene que prepararme una lista y nosotros se lo buscaremos todo. Donde y como quiera.
—Si no me dice cuál es la finalidad por la que quieren dar instrucción a la escuadra, no me comprometeré. Que me expulsasen del ejército no significa que ya no tenga ética y esté abierto a operaciones que podrían perjudicar a mi país.
El hombre se puso en pie.
—Su país somos nosotros, coronel. Todo lo que le ha ocurrido, el arresto, la corte marcial, la baja deshonrosa… Todo estaba organizado y previsto.
Saunders se levantó a su vez, poniendo sus ojos a la altura de los de su interlocutor.
—¿Todo previsto, dice?
—Sí, porque tenía que caer en el olvido antes de resucitar en secreto. Le digo que estaba todo previsto.
—Claro: mi divorcio, mi vida destrozada, mi soledad, mi… desesperación.
—Es usted un soldado, Saunders, además de un patriota, y todas esas cosas ya se dan por supuestas, ¿verdad?
—Claro, por supuestas… —contestó, bajando la cabeza, momento en el que su mirada se posó en el anillo que llevaba el hombre en el dedo: era de oro, con una piedra iridiscente—. Pero si se trata de una misión, ¿por qué me dan tanto dinero?
—Es lo mínimo que podíamos hacer. Tómeselo como una especie de resarcimiento por lo que ha tenido que aguantar.
—Pero debo saber quiénes son. No puedo fiarme de nada.
El hombre le enseñó una tarjeta, e iluminó con la luz del teléfono móvil una inscripción circular: CENTRAL INTELLIGENCE AGENCY. Se la guardó rápidamente en la cartera.
—Con el dinero no basta; quiero ser rehabilitado, y devuelto a mi rango y a mi sección.
La petición se vio seguida por un breve silencio. Llegó de la calle la bocina de un coche y de más lejos la sirena de un barco que entraba en el puerto. El hombre suspiró profundamente, como si se dispusiera a una operación fatigosa.
—Es factible, pero tal vez prefiera usted seguir desempeñando el encargo que le proponemos.
—Lo descarto.
—Nunca diga nunca jamás, coronel. ¿Puedo considerarlo como un trato, entonces?
Saunders vaciló.
—¿Y bien?
—Sí —contestó—; considérelo un trato.
—Las siguientes instrucciones las recibirá por el canal de siempre. A partir de ahora, su nombre en clave es King. —El hombre dejó una bolsa en la butaca—. Esto es para usted. No lo pierda. Adiós, coronel King.
Se dirigió a una puerta lateral del escenario y desapareció.
Saunders cogió la bolsa y se dirigió a la salida. Cruzado el vestíbulo, llegó a su coche, en el que ya se habían acumulado un par de centímetros de nieve. Entró y abrió la bolsa: contenía diez fajos de veinticinco mil dólares cada uno. El anticipo.
Roma, 22 de enero, 20.00
El teniente coronel de los carabineros Marco Massari, miembro de la AISE adscrito a la seguridad antiterrorista, bajó del autobús en la parada de piazza Argentina, fue al bar de la esquina con vía Arenula y entró. Iba de civil, con un fino traje gris de raya diplomática a medida, camisa blanca de piqué y corbata de seda azul y perla de su regimiento. En la mano izquierda llevaba una bolsa de cuero natural idéntico al de los zapatos. Echó un vistazo a su alrededor y vio sentado a una mesa del rincón de la derecha a un hombre con pantalones de franela y chaqueta de tweed deformada, que bebía una taza de té. Tenía el pelo gris, ojos grandes y oscuros, tez pálida y, encima de la mesa, el Herald Tribune abierto y un pequeño portátil encendido.
Massari se sentó a su lado.
—Hi, Steve.
—Hi, March —contestó el hombre.
Steve Lester, del MI6, oficialmente viceagregado militar en la embajada británica.
—Perdona que llegue un poco tarde.
—Los italianos siempre llegáis tarde.
—Bueno, majo, más vale un poco de retraso que no llegar nunca; pero si te has levantado con el pie izquierdo, me voy ahora mismo.
—Ha desaparecido uno de los nuestros. ¿Tú sabes algo?
—¿Quién es?
—Frank Collins. Era bibliotecario en la Academia Británica de Roma.
—¿Por qué voy a saberlo? ¿Se dedicaba al terrorismo?
—Que yo sepa no, pero en el vídeo interno de la biblioteca sale un tío que se le acerca tres veces en dos semanas, y hablan un buen rato en voz baja.
—¿Alguna cara conocida?
Lester tecleó una orden, haciendo que se reprodujera el vídeo. Massari se puso las gafas y observó la filmación. La imagen, bastante nítida, permitía reconocer a un hombre con rasgos de Oriente Próximo. Podía ser sirio, saudí o libanés.
—No lo he visto nunca —dijo—. Además, con el bibliotecario habla todo el mundo; no tiene nada de raro.
—Mira —dijo el inglés—, estoy casi seguro de haber visto esta cara en algún sitio, pero hace días que intento acordarme sin éxito. Me paso las noches sin dormir. Esperaba que pudieras ayudarme.
—Si tienes una copia del vídeo para mí —dijo Massari—, lo puedo intentar… pero ¿quién era ese Collins? ¿Por qué os importa tanto?
—Era un tío muy especial, uno de los mejores. Un genio informático y un combatiente excepcional. Le hemos usado en misiones de riesgo, siempre con éxito.
Le pasó una copia del vídeo y una foto del agente desaparecido. Massari se las deslizó en la cartera.
—Comprendo —dijo—. A ver si averiguo algo. En ese caso te lo diría.
—De acuerdo.
—¿Puedo hacerte una pregunta, sólo una?
—Si puedo, te contestaré.
—¿Collins tenía algún motivo para desaparecer? No sé… ¿Estrés, decepciones, problemas sentimentales o familiares?
—El estrés que tenemos todos. Por lo demás, no me consta.
—¿Era de fe islámica?
Lester no contestó enseguida. Esperó a que el camarero se llevase la taza vacía y la tetera para añadir:
—Lo usamos en Afganistán, Yemen y Somalia; yo creo que, aunque lo hubiera sido, no debía de importarle demasiado.
—Vale, Steve, ya hablaremos.
Massari salió y siguió a pie por la vía Arenula, hacia el barrio judío. Caminar le ayudaba a pensar. Las explicaciones de Lester le habían dejado bastante perplejo. No era habitual que los ingleses pidieran ayuda de aquella manera; además, parecía raro que uno de sus hombres pudiera desaparecer de golpe y porrazo, sin dejar ni rastro. Por otro lado, Lester estaba de mal humor, lo cual significaba que el golpe era tan duro como si te quedase el siete de oros en una partida de escoba.
Massari había quedado con un colega y amigo, el mayor Cesare Novalis, del servicio secreto militar, antiguo piloto de caza y solista de la patrulla acrobática nacional, que ahora hacía pruebas para la Avio Rotor, y que le había invitado a cenar en un restaurante cerca del pórtico de Octavia. No se podía descartar que tuviese alguna información.
Ya había llegado. Estaba sentado, con la carta delante.
—Siéntate —dijo—. Me muero de hambre. Solo he comido un sándwich en todo el día. Oye, ¿adónde vas tan trajeado?
Massari se puso cómodo.
—Después de cenar iré a buscar a Marina al aeropuerto. Últimamente la he tenido un poco abandonada y tengo que hacerme perdonar. ¿Cómo va todo?
—Alcachofas a la judía —dijo Novalis, volviéndose hacia el camarero—; el resto se lo dejamos al cocinero, como siempre. ¿Tienen un Conero tinto?
El camarero asintió y puso rumbo a la cocina.
—¿Sabes que acabo de ver a Lester en piazza Argentina? Han perdido a uno de los suyos, parece que una pieza valiosa del tablero; como cuando se te comen el caballo, o el alfil.
—¿Perdido?
—Ha desaparecido sin dejar rastro. Era un primer espada, de los que se usan en misiones delicadas, situaciones críticas, y un genio de los ordenadores. Me ha pedido que le ayude, de modo confidencial. Mi situación podría ser un poco incómoda; quizá piensen que tenemos algún tipo de canal. Lo raro es que su hombre ha desaparecido en un momento de calma, mientras desempeñaba tranquilamente su trabajo de tapadera.
—Haría falta alguien metido en determinados ambientes. Yo me dedico a las patentes militares.
—¿Qué te parece el Profesor?
—Es nuestro presidente en Avio Rotor… Puedo decir que somos amigos: excepcional en todos los aspectos. Podría ser el indicado, suponiendo que esté en Roma. Hace unos años, en Afganistán, participó en la batalla de Herat, y creo que sigue en plena actividad. Ya sé que os conocéis, pero si quieres trato de localizarle y le aviso de que le andas buscando.
Massari asintió y cambió de tema al llegar el camarero con las alcachofas.
Eurostar Frecciarossa 9075, 24 de enero, 8.30
El Profesor estaba sentado en un compartimento privado de primera clase del Frecciarossa directo para Amsterdam con salida de Milán a las 7.05 y llegada prevista alas 13.10. Escribía en su portátil, apoyado en la mesita. Tenía al lado una taza de café y el móvil encendido en modo de silencio. Parpadeó la señal de un mensaje. Lo abrió. Solo ponía: MASSARI. Contestó: TE LLAMO EN MEDIA HORA. Borró el mensaje de entrada y el de salida y siguió escribiendo, mientras una nevada cada vez más fuerte blanqueaba el paisaje. Sacó un iPod de la cartera y eligió una sinfonía de Rimsky-Korsakov. De vez en cuando se apoyaba en el respaldo para ordenar sus ideas y contemplar el magnífico escenario alpino que aparecía a través de los remolinos de nieve. Lo caluroso del ambiente, la armonía de la música de trompas y órgano y el sabor del café le proporcionaban un placer intenso, al que con mucho gusto habría sumado el de un habano, si hubiera estado permitido fumar. Después seguía escribiendo. Versos en hexámetros latinos. Era su hobby: por eso en su ambiente se le conocía como el Profesor.
En un momento dado experimentó una desagradable sensación de sequedad en la boca, y no mucho después una necesidad imperiosa de orinar.
—Qué raro —pensó.
Se metió el teléfono en el bolsillo y salió, llevándose la funda con el portátil. Justo delante de la plataforma entre vagones, dos hombres de pie intercambiaron un gesto cómplice.
—Vamos —dijo el de más edad.
Transcurridos unos minutos, se oyó el ruido de la cisterna.
El Profesor salió del cuarto de baño y volvió al compartimento privado, que estaba justo al lado, pero la puerta se cerró enseguida a sus espaldas, y una voz masculina dijo en un inglés duro y desagradable:
—Good morning, Professor.
El Profesor deslizó la mano izquierda en la cartera, pero se lo impidió otra persona.
—Mejor que no —dijo, también en inglés, apuntándole con una pistola.
—Un diurético en el café, ¿verdad? —preguntó el Profesor con una sonrisita mordaz—. Pero qué buena idea. Me lo tendría que haber imaginado.
Hizo ademán de sentarse, resignado, pero el hombre que había hablado primero le dijo:
—Debería seguirnos, Profesor. Dentro de pocos minutos parará el tren en Lugano, y nosotros bajamos.
—«Nosotros» significa «los tres», supongo.
—Lo ha adivinado —contestó el hombre.
—¿Y adónde vamos?
—Eso es una sorpresa.
El Profesor hizo un gesto con la cabeza, como de aquiescencia, cuando en realidad no estaba de acuerdo con nada de lo que sucedía, pero ¿cómo impedirlo? Trató de recordar a quién podía haber fastidiado durante los últimos años de una actividad fuera de lo común como la suya, y no hizo falta un gran esfuerzo para que desfilase por su mente toda una galería de inquietantes personajes. Alguno, incluso, habría tenido buenos motivos para matarle. Por otro lado, eran las reglas del juego, y siempre había sido consciente de ellas. Ahora se trataba de salir de apuros sin crearle problemas a nadie más que a sus compañeros no deseados de viaje.
—Supongo que si os pregunto quiénes sois, o quién os envía, no recibiría una respuesta satisfactoria.
—Lo ha vuelto a adivinar —contestó el mismo individuo, con una ironía no por prevista menos desagradable.
El Profesor dejó pasar un momento antes de decir:
—Pues si es así, vamos.
—Su móvil, por favor.
Pese a manifestar con claridad su enfado e irritación por la solicitud, tuvo tiempo de apagarlo antes de sacarlo del bolsillo interior de la chaqueta y hacer entrega de él. A continuación se puso el abrigo.
—La cartera —dijo el otro.
El Profesor se separó de ella, nuevamente a su pesar. Al menos no contenía armas.
—Está usted en el punto de mira de una pistola de gas que dispara un aguijón envenenado —añadió el hombre—. Surte efecto en menos de un minuto, y la víctima muere entre espasmos atroces. Movámonos, que el tren empieza a ir más despacio.
Salieron al pasillo para encaminarse a la salida. Llegados a la altura del cuarto de baño el Profesor se paró.
—Pero ¿cuánto diurético me habéis administrado? Tengo que hacer otra parada; es cosa de un minuto.
—Sin bromas, que le costarían caro.
Nada más entrar, el Profesor sacó otro móvil del forro de su abrigo y marcó el número de Massari.
—Por fin hablamos.
—No tengo tiempo. Dos tíos que no conozco de nada me han secuestrado en el tren a Amsterdam. Me hacen bajar en Lugano. Procura localizar mi móvil antes de que lo hagan ellos.
—¡Pero qué dices! Lo intentaré. Tú procura no perderlo y que no te lo roben. Ya estoy en Suiza.
—¿Para qué me buscabas?
—Los ingleses le han perdido la pista a Collins y me han pedido ayuda. Es muy importante, y pensaba que tú…
El Profesor tiró de la cadena.
—Tengo que irme.
—¿Qué aspecto tienen?
—Altos; uno es moreno, medio calvo, rondando los cincuenta y el otro, canoso y con la nariz aguileña, de unos sesenta. Tengo que colgar.
Salió cuando el tren entraba en la estación.
Uno de los dos hombres se puso a su lado, mientras el otro les seguía a dos o tres pasos. Llegaron al aparcamiento de la estación y le hicieron subir a un Mercedes negro. El más joven se puso al volante; el otro junto al Profesor, en el asiento trasero. El coche salió del aparcamiento, y en diez minutos se metió en la E35 en dirección a Basilea.
—En realidad su verdadero nombre es Adriano Manera —dijo el que estaba sentado a su lado, mirando hacia delante—; nació en mil novecientos setenta en Città di Castello, Umbría, y estudió en la academia de aeronáutica militar de Pozzuoli y en la escuela de paracaidistas de la brigada Folgore, en Pisa. Ha formado parte de la Decimotercera escuadrilla de cazas, distinguiéndose en varias situaciones. Luchó en Somalia como ayuda de campo del general Bassano y participó en misiones de bombardeo con aviones Tornado durante la guerra de Afganistán. Intervino en la batalla del puente de Zacho, Irak, y en diciembre de dos mil nueve en la de Herat, Afganistán. Oficialmente es presidente de Avio Rotor, pero en realidad es coronel en activo de las fuerzas especiales.
Recitó todo el currículo sin el menor titubeo, como si lo leyese.
—Dicho así parece un currículo muy respetable —observó Manera con media sonrisa—, pero os habéis saltado el elemento más importante: en mil novecientos ochenta y siete gané el Certamen Ciceronianum de Arpino, y en el noventa y ocho el premio Amsterdam de poesía latina.
—Eso a nosotros no nos interesa —dijo bruscamente el que iba sentado a su lado.
—Entonces ¿qué os interesa?
Procuraba mantener viva la conversación, esperando que Massari, mientras tanto, lograse localizar la señal de su segundo móvil.
—Ya lo descubrirá a su debido tiempo.
—¡Vamos! Si me conocéis, quizá tengamos algo en común. Yo apuesto a que sois de Darkwater. ¿Para quién trabajáis?
—Las preguntas las hacemos nosotros —contestó el canoso.
Manera sintió que el cañón de su instrumento le apretaba el flanco a través de la tela del abrigo.
—Pues hacedlas de una vez.
—¿Qué iba a hacer a Amsterdam?
—¿Cómo lo sabéis?
—Lo sabemos y punto. ¿Qué?
—Iba a un concurso de poesía latina.
El cañón de la pistola se le clavó más enérgicamente en el costado.
—El cañón te lo puedes meter en el culo, que las cosas son como son. Voy a un concurso de poesía latina y si seguimos por este camino acabaré perdiendo, cosa que me daría mucha rabia.
Se hizo un largo silencio, tras el que habló de nuevo el canoso de nariz aguileña.
—¿Te acuerdas de Sayed al-Massoudi?
Manera tuvo la sensación de haber recibido un puñetazo en la boca del estómago.
—Me acuerdo —contestó secamente.
—Te está buscando; creo que le gustaría volver a verte… con el único ojo que le dejaste.
—Muy halagador, pero a mí no me apetece nada.
—A él sí.
¿Qué diantre hacía Massari? Si tenía localizada la señal del móvil, podría haber avisado a alguien; a la propia policía suiza, si no había más remedio. ¡Al-Massoudi! ¡Qué destino más cabrón! Un cuadro intermedio de al-Qaeda a quien había estado a punto de capturar en Somalia, tras herirle, pero que se le había escapado en el último momento por culpa de la intervención de sus amigos, que le habían protegido con una cortina de fuego mortal. Aun así le había dejado marcado. Había oído decir que tenía la cara medio destrozada por un tiro de su calibre 9, que le había arrancado el pómulo derecho, con todo el ojo. No le gustaba la idea de acabar en aquellas manos. Podía significar una agonía espantosa. Le arrancaría los ojos y se los comería hervidos, como los de las ovejas que tanto le gustaban.
Tal vez fuera mejor no contar demasiado con la ayuda de Massari. Había que ponerse las pilas cuanto antes; y si se dejaba la piel en el intento, mala suerte; siempre era mejor que acabar en las garras de aquel moro.
El Mercedes acometió el serpenteante recorrido de la E35. El conductor lo manejaba con pericia y suma prudencia. Por otra parte, era un coche recién estrenado, con ese olor de los que acaban de salir del concesionario (que en el fondo no es más que la ausencia de los olores humanos que tras uno o dos meses ya han impregnado la tapicería y los asientos). Pero ¿cómo podía ser que Sayed al-Massoudi tuviera a su disposición tan abundantes medios? El Mercedes en el que viajaba el Profesor costaba como mínimo ciento cincuenta mil euros. Sólo el GPS, que indicaba las estaciones de servicio, las farmacias, la presión atmosférica y el parte meteorológico solo con pedírselo, debía de valer una fortuna; encima aquellos dos seguro que eran mercenarios o contractors y costaban un ojo de la cara. Llevaban trajes bien cortados y el canoso tenía un Rolex en la muñeca. Que a Manera le constase, al-Qaeda estaba dispuesta a gastar generosamente en armas, explosivos y mecanismos de detonación, pero no en artículos de lujo de esa clase.
Algo no cuadraba. ¿Se habría hecho rico Sayed? ¿O todo aquello era de alquiler, para dar la impresión de que se trataba de un desplazamiento respetable de no menos respetables caballeros? Pensando que no valía la pena jugarse el pellejo para saber si era cierto o no lo que le había dicho su compañero de viaje, decidió sustraerse a la incómoda custodia de los dos a la primera ocasión favorable. Entretanto, haría lo posible por que se encontrasen a gusto.
Sintió la vibración del móvil en un lado del cuerpo. Intentó llegar al bolsillo interior con la mano derecha sin ser visto por el retrovisor, ni llamar la atención de su ángel de la guardia. Tardó sus buenos diez minutos, pero al final, en un momento en que el canoso miraba por la ventanilla, distraído por un grupito de corzos, consiguió mirar de reojo la pantalla: TE HEMOS LOCALIZADO A 20 KM AL N DE LUGANO. RESISTE.
Muy bien, Massari, pero ¿cuánto tenía que resistir? ¿Una hora, un día, una semana? Volvió a mirar de reojo la pantalla, y vio que casi no le quedaba batería. En stand-by, quizá aún durase un par de horas. En consecuencia, si después de ese tiempo no había pasado nada, intentaría escaparse.
Logró enviar un tono de confirmación, antes de apoyarse en el respaldo e intentar relajarse. También trató de pensar: primero en Massari y en el tipo de ayuda que podía ocurrírsele, luego en el tiempo necesario para ponerla en marcha. Sabía que Massari no implicaría en ningún caso a fuerzas regulares del orden para sacar de apuros a un hombre con una identidad secreta que proteger, y con más cosas que ocultar que revelar. Pensó también en Sayed al-Massoudi, y en lo que podía llegar a hacerle si le ponía las manos encima. Y cuanto más pensaba, más se convencía de que era una perspectiva tan escalofriante que prefería afrontar cualquier otro riesgo. Esperaba nervioso otro sms que no llegaba nunca, por razones que no lograba explicarse.
Procuró no pasar por alto ninguna contingencia: consideró que, puesto que no llegaban más mensajes, convenía apagar el móvil y ahorrarse la carga que quedaba para cuando hubiesen llegado a su destino, ya que así tal vez pudiera dar indicaciones más precisas y recibir otras nuevas. O para cuando hubiera conseguido poner tierra de por medio. Siempre quedaba la opción de una tentativa de fuga, si se presentaba la oportunidad, pero qué incómodo poner en marcha un plan de fuga, con su probabilidad de enfrentamientos, vestido para un congreso de poesía latina y no en traje de combate… Claro que ellos tampoco…
Entretanto, la carretera empezaba a subir, y el cielo a taparse. Se veían en lo alto las cumbres de los Alpes, cubiertas de nieve bajo un cielo gris. El Mercedes se deslizaba silenciosamente en el asfalto, mientras el equipo de música emitía la voz, tenue pero perfecta, de un cantante de ópera. A ratos Manera casi tenía la impresión de estar viajando a un destino turístico, salvo por la pétrea expresión de la persona que tenía al lado. De vez en cuando, su cerebro sometía de nuevo a su atención viejas carpetas de memoria ya pasadas y archivadas, irritándole un poco; sensación que se volvía aún más desagradable cuando topaba en el retrovisor de encima del salpicadero con la mirada impenetrable del hombre que iba al volante.
Pasaron casi dos horas. Manera decidió encender de nuevo el móvil, con la esperanza de sentir la vibración de un sms entrante. Nada. Massari debía de haberle perdido, a menos que no hubiese cobertura. Estaban en un puerto de montaña, entre laderas nevadas, y había un área de descanso, con un pequeño restaurante.
—¿No paramos a comer algo? —preguntó.
—No. Ya comerás por la noche.
—Tengo que mear. Vuestro maldito diurético…
—Bueno, vale, paramos, pero antes tengo que inspeccionar los lavabos.
El Mercedes aparcó frente al local. El primero en bajar fue el conductor, que sustituyó al canoso en el asiento trasero, mientras su compañero entraba en el restaurante. Reapareció en cinco minutos.
—Vale —dijo el canoso.
Susurró algo al oído del conductor, que le precedió casi hasta la puerta y dio la vuelta al edificio, dirigiéndose a la parte trasera con la evidente intención de bloquear una posible vía de escape. Manera entró con el canoso y fue hacia los servicios. En efecto, había una ventana que daba a la parte trasera, por la que pudo ver al conductor, que ya estaba bajando por la acera de atrás. Eran unos profesionales irreprochables.
Para acceder a los lavabos había que bajar a un semisótano. Al llegar a la puerta, se dio cuenta de que las paredes eran de cemento armado. Ni siquiera intentó encender el móvil, puesto que habría sido un derroche de tiempo y energía: la señal no podía pasar. De todos modos entró, cerró la puerta y respiró profundamente. ¿Qué podía discurrir para desorientar a aquellos dos esbirros? La ventanita del lavabo era demasiado pequeña, y estaba vigilada desde fuera, para colmo. Se hurgó los bolsillos, como si buscase en su interior la solución de sus problemas, pero no encontró nada. Por otra parte, le daba rabia que los bolsillos contuvieran algo. No soportaba ni los Kleenex.
Pero ¿y dinero? En la cartera había dinero. Cogió un billete de veinte euros, buscó un bolígrafo e inscribió unas palabras al dorso: LLAMEN A LA POLICÍA. HAY QUE PARAR UN MERCEDES NEGRO 189KM EN LA E35. ES VITAL.
Tiró de la cadena, y al salir se halló ante el canoso, que le había seguido. Subieron sin mediar palabra por la escalera, hasta salir de nuevo a la planta del bar.
—¿Al menos puedo tomarme un café? —preguntó él.
El canoso asintió.
—¿Quieres uno? Te invito.
Sacudió la cabeza.
Manera se acercó a la caja.
—Un café solo, por favor.
Tenía al canoso junto a él. La cajera, una chica de aspecto despierto, llevaba escrito en su tarjeta el nombre «Sonia».
El canoso hizo el gesto de sacar el billetero.
—Deja, deja, que me sentaría mal.
Manera cogió el billete de veinte euros, lo dobló por la mitad y lo empujó en el mostrador.
—Para ti, Sonia; quédate el cambio. Hoy es mi cumpleaños —le dijo, mirándola a los ojos con una expresión que invocaba ayuda.
La cajera puso la mano encima, diciendo:
—Gracias, señor, muchas felicidades.
Le imprimió el tíquet. Manera fue a pedir a la barra y se tomó con calma su café, mirando de vez en cuando alrededor. Al volverse y dirigirse a la salida, hizo una señal imperceptible a la cajera.
El canoso le escoltó hasta el Mercedes, donde se les unió el conductor, que arrancó y salió a gran velocidad.
—Pero si hoy no es tu cumpleaños —dijo el canoso sin mirarle.
—Tienes razón —contestó Manera, con tono algo insolente—; me habré equivocado.
El canoso se volvió hacia él, y sus miradas, al encontrarse, fueron como el clinch de un combate de pesos pesados. Después se atrincheró de nuevo en su mutismo.
Manera, mientras tanto, pensaba en la empleada de detrás del mostrador de la caja, y en su mirada cómplice al coger el billete. A esas alturas, Sonia ya debía de haber leído su mensaje, y haber llamado a la policía. Solo era cuestión de tiempo: o Massari había encontrado la manera de sacarle de apuros, o lo había hecho la chica. También pensó que los secuestradores sabían su fecha de nacimiento, y por ende tenían acceso a sus datos personales reservados. Que se jodieran; de todos modos, dentro de poco se acabaría todo.
El Mercedes seguía subiendo hacia el puerto, sin que pasara nada. Para distraerse, Manera pensó en su amiga holandesa, que le esperaba con los brazos abiertos: un pedazo de mujer espectacular, por decir poco, rubia, con los ojos de color de jade, un pecho rotundo y escultórico, un trasero de Venus calipigia, una cintura que casi se podía ceñir con las dos manos abiertas, flancos turgentes y una piel fina como la seda, tendida sobre los abdominales. Una maravilla de la naturaleza, el tipo de mujer que gusta a los hombres y no a las mujeres. Se habían conocido una noche en la cafetería de la universidad de Utrecht, y ella le había caído bien enseguida: era licenciada en psicología, pero le interesaba mucho la historia del arte, y sentía auténtica pasión por Caravaggio.
—¿Sabes cuál era su auténtico nombre? —le había preguntado Manera.
—Michelangelo Merisi… da Caravaggio.
—Muy bien. Has ganado una cena en el restaurante italiano.
Ella había sonreído, divertida, y aquella misma noche habían salido juntos. Manera no podía decir que estuviera perdidamente enamorado de ella, por resistencia a admitirlo, pero sí algo muy parecido, seguro. Además, nunca había estado tan a gusto con ninguna mujer, tenía que reconocerlo; la echaba en falta si pasaba mucho tiempo sin verla. Quizá el día en que se decidiese a colgar en el armario su barba de disfraz se lo pensase y todo.
Una moto de la policía y una paleta de STOP tendida hacia el centro de la carretera. ¡Por fin!
El Mercedes se acercó. El canoso intercambió algunas palabras con su compañero al volante, en un idioma incomprensible, probablemente balcánico.
El policía pidió los documentos. El conductor le enseñó el carnet y los papeles del coche. Empezaron a discutir sin que Manera lograse entender de qué.
—Si te mueves, estás muerto —dijo el canoso, saliendo a su vez.
También empezó a discutir, pero el policía no parecía interesado por la tercera persona que había en el coche, es decir, él. Probablemente Sonia no hubiera hecho ninguna llamada. Manera decidió que no era cuestión de esperar otra oportunidad. Se agachó, abrió la puerta lo justo para deslizarse hasta el suelo y a continuación se dejó rodar por la nieve, cuesta abajo. Tras resbalar cierta distancia, se detuvo contra un árbol. Entonces se levantó y echó a correr, a la vez que oía el ruido distante de una moto que se alejaba. En ese momento oyó una detonación, y se volvió: al borde de la carretera, cerca del Mercedes, el canoso le apuntaba de pie, con la pistola. Sintió un aguijonazo, y un dolor agudo en el brazo. Después nada.
Locarno, 25 de enero, 16.30
Marco Massari ya llevaba dos horas en la pequeña sala de espera de la comisaría de policía de la ciudad del Tesino, y estaba furibundo. Le habían detenido a primera hora, sin que valieran de nada sus protestas, ni la petición de reunirse con el comisario. A la hora de la comida le habían traído un sándwich con un agua mineral, y no le habían convocado hasta las dos. Mascaba el mismo chicle desde su llegada, y le dolía la mandíbula. Estaba tan furioso que habría podido morder la mano del primero que se la hubiera tendido.
La voz de un agente le sacó de su frustración.
—Venga.
—¿Adónde?
—A ver al comisario Bellomo. Le está esperando.
—Yo también le estoy esperando.
—Le aconsejo no hacerse el gracioso. Bellomo solo tiene un defecto: carece completamente de sentido del humor.
—Es bueno saberlo —contestó Massari.
Escupió el chicle en la papelera que había delante de la puerta del despacho del comisario. El agente llamó y le hizo entrar en presencia de este último.
—Siéntese —dijo Bellomo.
Massari obedeció.
—Se habrá preguntado el porqué de que le hayamos retenido.
—Ni que lo diga.
—¿Y qué ha deducido?
—Que no tengo la más remota idea.
—Bueno —contestó el comisario—, pues permítame que le refresque la memoria: es usted el capitán Massari, del cuerpo de carabineros…
—Teniente coronel.
—Ah, conque le han ascendido. Debería acordarse, querido señor mío, de que es persona non grata en el territorio de la Confederación, por haberse introducido con habilidad en casa de un comerciante de Lugano…
—De un receptador.
—Momento en que violó usted su domicilio forzando la puerta…
—La abrí con una copia de la llave.
—Delito, en todo caso, gravísimo en este país; y si me deja terminar, quisiera señalarle que en aquella época el inquilino de la casa era a todos los efectos un simple comerciante en antigüedades…
—… robadas en suelo de mi país, donde tal acto constituye un delito todavía más grave. Lo que afirmo fue corroborado por sus propios superiores, hasta el punto de que la obra, sustraída de un yacimiento arqueológico cerca de Monterosso, fue devuelta a nuestro gobierno. Por otra parte, el que yo sea persona non grata es un disparate jurídico. Solo a los diplomáticos se les aplica ese estatus.
—Usted era encargado de seguridad de su embajada en Berna.
Massari entendió que no saldría bien parado, y que le convenía intentarlo por las buenas.
—Comisario, yo entiendo sus razones, pero entienda usted las mías. Tenía que demostrar que aquella obra nos pertenecía, y la única manera de hacerlo era entrar en casa de aquel… comerciante. No toqué nada, ni estropeé nada, ni me llevé nada. Solo hice fotos. Después volví a cerrar y me remití a las autoridades de su país. Si quiere retenerme, tiene potestad para hacerlo el tiempo que quiera, pero… —bajó el tono de voz y se acercó al comisario, inclinándose sobre la mesa hay una persona cuya vida corre peligro en este mismo instante, y que podría morir si yo no estoy en condiciones de moverme.
Bellomo le miró poco convencido.
—Pero ¿qué me está insinuando?
—La verdad, comisario. Somos representantes de la ley, y luchamos del mismo lado de la barricada. Écheme una mano, por amor de Dios; deje que me vaya, que cada minuto que pasa puede ser el último para alguien.
Bellomo vaciló, tamborileando en la mesa con los dedos.
Luego dijo:
—¿Me da su palabra de honor de que está diciendo la verdad? Mire que si son cuentos chinos, yo…
—Tiene mi palabra —le cortó Massari en seco—. La palabra de un oficial italiano.
—Es justamente lo que me preocupa —respondió Bellomo—, pero váyase por esta vez. —Abrió un cajón y le entregó de nuevo el móvil—. Esto es suyo. Me sabe mal, pero es el protocolo.
—Lo entiendo —contestó Massari, conciliador, y añadió—: Comisario… ¿y si necesitase una mano?
Bellomo apuntó un número al dorso de una tarjeta de visita, y se la dio.
—Este es mi móvil; está encendido las veinticuatro horas.
Massari le tendió la mano.
—Gracias, comisario.
—No hay de qué —contestó Bellomo, con una mueca nada fácil de descifrar.
Massari se dirigió a la puerta.
—¡Tenga cuidado con no sobrepasar el límite de velocidad, que no podré sacarle del apuro! —exclamó Bellomo, pero Massari ya había salido.
Londres, 26 de enero, 7.30
Al bajar del taxi, Steve Lester se subió el cuello del abrigo para protegerse el pecho de la nieve que arrojaba sobre él un viento cortante, y se dirigió a la entrada de la sede. Se identificó en la recepción, donde le indicaron el ascensor para el tercer piso, el que le conduciría directamente al despacho de M.
El jefe le recibió sentado tras un majestuoso escritorio de caoba, con un grueso habano sin cortar que hacía girar entre sus dedos.
—Hola, Lester, ¿qué tal? Tome asiento.
—Buenos días, sir Richard; bien, gracias.
—Viene por lo de Frank Collins, ¿verdad? ¿Tiene noticias?
—Ninguna, sir Richard. Esperaba que las tuviera usted. Hemos explorado todos los canales disponibles. Hasta he pedido ayuda a mis amigos italianos…
—¿Y?
—El teniente coronel Massari ha puesto inmediatamente manos a la obra, pero la persona a quien quería pedir ayuda también ha desaparecido. Se trata de un mayor de las fuerzas especiales a quien llaman el Profesor, un oficial de primerísimo orden a quien se ha recurrido con frecuencia para operaciones de alto riesgo, siempre con éxito. Al parecer ha sido secuestrado. En Suiza.
—¿En Suiza? ¿Por quién?
—No se sabe nada. No ha llegado ninguna petición. También Massari lleva unas diez horas ilocalizable. Su móvil figura como apagado, o fuera de cobertura. En su mando solo he encontrado respuestas evasivas. ¿De qué se puede tratar?
—Probablemente coincidencias extrañas, nada más. Podrían aparecer en cualquier momento, aunque debo decir que al llevar a cabo nuestras investigaciones después de que usted me pusiera sobre aviso he averiguado que también los franceses andan buscando a un capitán de la Legión Extranjera, Gilbert Bonnier, pluricondecorado, y a dos suboficiales de los paracaidistas.
—Cuando las coincidencias se vuelven demasiado numerosas, ya no pueden considerarse como tales.
—No, en efecto, pero tampoco se puede descartar que algunos de estos señores hayan desaparecido por voluntad propia, o incluso por deseo de sus superiores; ya sabe cómo funcionan nuestros cuerpos. Cuando se quiere proporcionar una buena tapadera a un agente, una de las formas de hacerlo es darle por desaparecido, o incluso por muerto.
Steve Lester asintió.
—He venido para que se me indique cómo actuar, señor.
—De ninguna manera, Lester; por ahora no se mueva. Quédese unos días en Londres. Si no surge nada interesante, volverá a Italia y esperará órdenes.
—Con su permiso, sir Richard, ¿personalmente qué le parece? ¿No cree que podría haber otras desapariciones, muchas más de las que se tiene constancia, y que todo podría estar relacionado con un plan determinado?
—Todo es posible, Lester. Si existiera un plan determinado, las posibilidades podrían ser diversas: desde una misión secretísima en la que estuvieran implicados varios países de la OTAN, incluso sin que lo supieran nuestros cuerpos, a una acción dirigida por un grupo terrorista y encaminada a solicitar rescates o, en el peor de los casos, a eliminar a los mejores hombres de las fuerzas especiales occidentales en vistas a una acción espectacular. Ahora bien, ni la una ni la otra son verosímiles si no se verifican.
—Exacto. Si hubiera noticias, no dude en convocarme a cualquier hora del día o de la noche. Collins era amigo mío.
—De acuerdo, Lester, pero no use el imperfecto, que da mala suerte.
Lester hizo un gesto de aquiescencia y un saludo militar. Al bajar a la calle, caminó bajo la nieve que caía en abundancia de un cielo triste y lejano. Pensó que tal vez un paseo entre los copos que bailaban en el aire le aclararía la mente, y así fue: empezó a tomar forma una idea. Con todo, tal vez fuera mejor parar un taxi e ir a almorzar a un pub: el frío le helaba hasta los pensamientos. Aún no había llegado al final de la manzana cuando sintió vibrar su móvil en el bolsillo interior de la chaqueta. Era la voz de M.
—He pensado que, ya que está usted aquí, podríamos explorar por lo menos una de las vías.
—Estoy de acuerdo, señor.
—Usted ya se ha movido por los centros de alistamiento de esta ciudad y de otras partes…
—Se lo iba a proponer, señor.
—Pues manos a la obra. Con prudencia.
—Cuente con ello.
Paró un taxi que le llevó a su casa. Eran animales nocturnos, y convenía esperar a que saliesen de sus madrigueras.
Roma, Forte Braschi, 27 de enero, 11.00
El capitán Cesare Novalis salió de la reunión de la dirección central y se dirigió a la máquina de café. Introdujo la tarjeta, pulsó el botón CAFÉ SOLO SIN AZÚCAR y se tomó dos tragos bien amargos. La desaparición de Massari lo tenía algo inquieto: había pedido colaboración a varios organismos de los servicios secretos, pero, de momento, no había obtenido respuesta. ¿Dónde se habría metido? ¿Cómo era posible que no hubiese encontrado ninguna otra manera de comunicarse con él?
Volvió a su despacho y abrió otra vez el último e-mail de Massari: el adjunto era una filmación de una videocámara en color dentro de la biblioteca de la Academia Británica. En un momento dado salía el desaparecido, Frank Collins, abordado por un curioso individuo. Cuando la cámara, siguiendo un programa predefinido de grabación, mostró un primer plano de los dos personajes, a Novalis le llamó la atención un anillo iridiscente en el dedo del desconocido. Un ópalo, tal vez. Detuvo el fotograma y lo guardó en archivo aparte. Después abrió un programa de reconocimiento: la imagen sería cotejada con todo el fichero electrónico de la dirección de investigaciones. La máquina empezó a comparar todo su fichero interno con la imagen introducida en el sistema. Al cabo de unos diez minutos, Novalis oyó sonar su móvil. Era la voz de Massari.
—Ya estoy fuera.
—¿Fuera de qué? Pero ¿dónde te habías metido?
—Un diligente funcionario helvético me ha detenido, me ha requisado el móvil y me ha sometido a un largo interrogatorio. Al parecer soy «persona non grata» en la Confederación.
—Pero ¿qué lío estás armando?
—Ninguno; es una vieja historia que no tengo tiempo de explicarte, pero ahora he perdido al Profesor. Me imagino que habrá apagado el móvil, o se le habrá quedado sin batería, que es peor. También es posible que mi detector no sea bastante potente. Prueba tú, por favor, y dime algo en cuanto puedas.
—De acuerdo.
—Yo intentaré llegar al punto donde se localizó la última señal a ver si encuentro algún indicio. ¿Noticias de Lester?
—Ninguna.
—¿Y de Collins?
—Negativo, aunque he echado un vistazo al vídeo, y el tío que habla con él es raro. Tiene que haber una manera de saber quién es. Tengo en marcha el programa de identificación. Si sale algo, te llamo.
—Vale, gracias —contestó Massari, y cortó la llamada.
Novalis volvió a su ordenador, y controló el estado de la búsqueda. En realidad, el programa funcionaba como una especie de antivirus: nada más identificar al objetivo, lo marcaba y lo resaltaba. En ese momento había que tomar una decisión. El oficial se sentó ante la pantalla y se tomó el último sorbo de café, al tiempo que veía desfilar cada minuto ante sus ojos decenas de fotos identificativas de un montón de delincuentes.
Londres, 27 de enero, 23.00
La lanzadera para Heathrow se detuvo en la parada de Turnham Green. Steve Lester bajó al andén, salió de la estación y cogió un taxi.
—Al White Elephant, por favor.
El taxista se puso en camino.
—Vaya tiempecito que hace esta noche, amigo —dijo.
—Sí —contestó secamente Lester.
Normalmente, los clientes del White Elephant eran habladores, gente con ganas de divertirse, a quienes iba a recoger borrachos perdidos hacia las cinco de la madrugada, o incluso antes si el gorila —que tenía su número de móvil— le decía en qué acera estaban tirados. Algunos tenían ganas de desfogarse; a otros, en cambio, les daba miedo quedarse solos, y estaban dispuestos a pagar por que les llevasen a dar una vuelta de una hora o más por carreteras rurales, charlando sobre cualquier cosa, o de sus desventuras. Tenían la mirada turbia a causa del alcohol ingerido o a saber qué otras desgracias, y a veces, cuando miraba por el retrovisor, le daba escalofríos topar con ella. Tenían dinero casi siempre en abundancia, y no reparaban en gastos. Para él era lo único que contaba. De vez en cuando se encontraba a algún muerto tieso, con una tira de látex en el brazo y una jeringuilla vacía. En cambio este último no tenía ganas de charla. No abría la boca durante toda la carrera.
—Ya está —dijo—. Hemos llegado. ¿Quieres que pase más tarde a buscarte?
—No, da igual.
—Como quieras. De todos modos, aquí tienes mi número —dijo, ofreciendo una tarjeta de visita—. Es donde me encontrarás si me necesitas.
Lester asintió y bajó para ir hacia las luces del White Elephant. Dos farolas de hierro colado hacían brillar los copos de nieve que caían tupidos y ligeros, como plumas en el aire quieto. Se oían las notas convulsas de un grupo tecno. Por la calle no había ni un perro.
—¿Quiere dejar el abrigo? —preguntó la del guardarropía.
—No, gracias —contestó Lester—, prefiero quedármelo.
Pidió una cerveza en la barra, e hizo un primer reconocimiento de la clientela reflejada en el espejo que tenía delante. El reclutador estaba sentado a la mesa de siempre, con una chica del local. De vez en cuando miraba a su alrededor. Era gordo, casi calvo, pero se peinaba el pelo con raya desde un poco por encima de la oreja izquierda hasta el otro lado de la cabeza. Se llamaba Lovejoy, nombre que a Lester le daba urticaria al asociarlo con su portador.
Dio un rodeo, avanzando paso a paso hasta la otra punta de la barra sin soltar la cerveza. Apareció en el escenario una chica medio desnuda, que empezó a bailar en torno a una barra, agitando convulsivamente la pelvis al ritmo pasado de moda de un tecno que parecía imitar el de una batalla campal, o quizá el de un orgasmo. Había quien silbaba, y quien trataba de ponerle la mano encima cuando pasaba cerca en una de sus convulsiones. A Lester le entraron ganas de estar en Roma, en un restaurante del Trastevere.
—Se ve a un kilómetro que quieres hablar conmigo —bramó la voz del reclutador.
Lester dio un respingo. Debía de haber perdido la noción del tiempo durante un par de minutos, y quizá la del espacio, ya que se encontraba muy cerca de la mesa de Lovejoy.
—¿Por qué no? —contestó, sobresaltado—. No sería la primera vez.
—¿Qué quieres?
—Otra cerveza —dijo Lester, engullendo el último trago.
Lovejoy se la pidió por señas a la barra.
—¿Cómo está el mercado? —preguntó Lester inmediatamente.
—¿Te apetece decir chorradas o hablamos de cosas serias?
Lovejoy se irritaba con facilidad.
—¡De cosas serias! —gritó Lester para que se le oyera por encima del tumulto.
Lovejoy fue hacia una salita. Lester le siguió, llevándose la cerveza, y cerró la puerta a sus espaldas. El estruendo del grupo musical y los gemidos de la bailarina casi desaparecieron.
—¿Qué se te ofrece? —jadeó Lovejoy en una nube de humo.
—Saber si hay alguien que recluta sin llamar la atención.
—Pero ¿lo dices en serio?
—Sí. Están desapareciendo de la circulación elementos valiosos; uno pase, y dos también, pero tres, cuatro, cinco, todos con las mismas características y en el mismo momento, me parecen demasiado.
—¿Tú qué piensas?
—No lo sé. ¿DarkWater, quizá, para una misión especial?
—No creo. A esos les proveo yo, y con hombres de base, no de la cúpula. Es más probable que se trate de mis amigos de Langley, para algo especial, como una misión de la que no deba quedar rastro, y en la que no puedan verse involucrados. En esos casos pagan bien, y siempre a través de intermediarios. Ellos nunca se implican personalmente. ¿Puede ser que haya quedado alguna huella, algún indicio?
Lester metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, haciendo que su interlocutor se pusiera tenso un momento. Después, tranquilizándole con su expresión, sacó un par de impresiones en color y se las dio. Lovejoy las observó: una de ellas representaba a un personaje de físico recio, cuyo pelo tapaba toda la calva de forma llamativa, frente a otro hombre rubio, de unos cuarenta años; la segunda era un detalle del brazo y de la mano, que mostraba un anillo con una piedra iridiscente.
—¿Y qué hago yo con esto?
—El hombre de delante es uno de los nuestros, y desapareció poco después de su visita. Me parece inevitable relacionar las dos cosas.
—¿Me las dejas? —dijo Lovejoy—. A ver qué descubro. Pero ¿yo qué gano?
—Para empezar, saber si tienes competencia peligrosa, o si se trata de una intervención aislada que no tendrá consecuencias; en segundo lugar, nosotros trataremos de no meter la nariz en tus trapicheos durante una temporada, digamos que… ¿un par de meses?
—Tres.
—Está bien, tres.
Una vez cerrado el trato, Lester cruzó de nuevo el local, donde ahora sonaba una música más aceptable, y salió a la acera: dos clientes, energúmenos de noventa kilos cada uno, con chupas de cuero y camisetas ceñidas a los bíceps, se daban de puñetazos, rodando por la nieve; cuestión de faldas, seguro.
En aquel local, las prostitutas jóvenes interpretaban el papel de novias, y los habituales fingían tomárselas en serio, hasta el punto de enzarzarse en peleas furibundas si algún rival hacía comentarios inoportunos. En esos momentos ya no eran mercenarios incapaces de llevar una vida al margen de las reglas de combate, sino caballeros errantes, defensores del honor y la virtud de su dama…
Un coche de la policía pasó despacio sin pararse, y poco después giró por la esquina de la siguiente manzana. Los policías no se dignaron ni mirarles; debían de estar acostumbrados. Eran dos ceros a la izquierda, autómatas que se fingían hombres, y dedicaban los períodos intersticiales de sus actividades a drogarse, beber y joder.
Todavía nevaba a grandes copos. Lester se subió el cuello del abrigo, porque le entraba nieve por la parte de atrás de la camisa, escurriéndose en lágrimas heladas. Otro coche surgió como un fantasma de una callejuela de la derecha, y se dirigió al White Elephant. Por alguna razón, aquel solitario vehículo le llamó la atención: era demasiado elegante para el barrio. Lester se detuvo tras la esquina de la callejuela, y miró: el coche había frenado, y dos individuos de ropa oscura habían bajado a mirar un momento a los contrincantes que seguían peleándose con una energía increíble. Luchaban como fieras, demostrando una práctica consumada de las artes marciales.
Los dos individuos de traje oscuro se acercaron, sacaron una metralleta del coche y, con la amenaza del arma, separaron a los luchadores, les esposaron y les hicieron subir a la parte trasera del coche. Todo el proceso no duró más de un minuto. Mientras el coche arrancaba, Lester gritó:
—¡Eh! Pero ¿qué demonios…?
Echó a correr, con el objetivo de acercarse lo suficiente para leer la matrícula, pero se paró jadeando delante del White Elephant: el coche había desaparecido entre la densa cortina de copos blancos que se arremolinaban en el aire.
Miró la puerta del local y volvió a entrar. Se encontró casi enseguida ante Lovejoy, el reclutador.
—Acabas de perder a un par.
—¿Qué dices?
—Sí, los que se estaban zurrando fuera: uno de cabeza rapada y botas de motorista, y otro con coleta y bigote largo, lleno de tatuajes. Ha pasado un coche negro, se ha parado y se los han llevado dos desconocidos, amenazándoles con armas.
—Me da a mí que tenías razón, Lester —contestó Lovejoy—; parece que alguien esté alistando a una fuerza de combate con métodos expeditivos. Los dos que dices eran guerreros de verdad, con experiencia de combate en casi todos los escenarios bélicos del mundo.
—O sea, que no eran simples peones.
—Para nada. Han desempeñado responsabilidades importantes, y se han distinguido por su valor. Uno se llama Dimitriadis, y es griego; el otro Unluoglu, turco. Se atizan a menudo, pero también han combatido juntos más de una vez en la misma unidad.
—Bueno, sólo quería que lo supieses. Si te llegan noticias, dímelo. De momento estamos en el mismo barco.
Lovejoy asintió. Lester miró el reloj y dijo:
—Pues nada, nos vemos un día de estos. Estoy cansado.
Volvió a salir y miró alrededor, primero a un lado y después al otro. Esta vez no había nada ni nadie que turbase la calma de la noche. Se dirigió a pie hacia la estación; le apetecía estar solo, reflexionando y caminando por la nieve. Se dijo que había sido una época relativamente tranquila; se habían apagado algunos brotes bélicos importantes, y cualquier acción irreflexiva, la organizara quien la organizase, podía tener efectos imprevisibles. Salió de su ensimismamiento por un aviso de mensaje en el móvil. Ponía: NECESITAS DISTRAERTE. ¿POR QUÉ NO VAS AL CINE? EN EL MILLENNIUM ARENA PONEN UNA BUENA PELÍCULA. ¿Qué narices pretendía decir Lovejoy con aquel mensaje? Qué más daba. A las tres de la mañana no tenía ganas de estrujarse las meninges. Pensó en las plazas de Roma, que a aquellas horas, en una noche fría de enero, escuchaban la monótona voz de las fuentes.
Château Berenguer; 23 de enero, 18.00
La primera sensación que experimentó Adriano Manera en cuanto volvió en sí fue sorpresa al constatar que seguía vivo. Después, una voz desagradable le devolvió a pensamientos más relacionados con su situación concreta.
—Despierta, Profesor, que ya hemos llegado.
Se dio cuenta de que estaba esposado, atado de pies y acostado de lado en un colchón de crin. En lo primero que pensó fue en su ropa, de corte impecable, que debía de haberse llenado de arrugas y de polvo. Poco después notó que su corbata de seda violeta estaba manchada de vómito, y despedía un olor nauseabundo. Era lo que más odiaba: estar sucio y con la ropa equivocada en el lugar equivocado.
Había hablado el canoso.
—Me gustaría poder moverme y lavarme —dijo Manera.
—Ya lo has hecho, y te largabas. Has tenido suerte, porque te podríamos haber matado.
—Pues entonces dejadme hablar con alguien que mande. Estoy seguro de que conseguiremos ponernos de acuerdo.
—Cada cosa a su tiempo —contestó el canoso—. Cuando llegue el momento.
Manera se dejó caer en el colchón con un gemido. Habría preferido hallarse en zona de guerra, en pleno fuego cruzado y con una expectativa de vida de media hora, a aquella porquería: apestaba a vómito, tenía que ir al váter y le dolían todas las articulaciones. Un punto concreto del brazo izquierdo le dolía aún más. Debían de haberle clavado algo para detenerle.
Intentó cerrar los ojos y concentrarse, para ignorar su profundo malestar, pero al cabo de cinco minutos le despertaron otra vez, le ayudaron a ponerse de pie y le quitaron las esposas.
—Vamos —dijo el canoso.
Manera le siguió sin abrir la boca, primero por un pasillo largo, iluminado por una hilera de leds que irradiaban una luz ácida, y luego a una habitación sin ventanas, de pocos metros cuadrados. En la pared del fondo había una puerta cerrada. El canoso llamó.
Se abrió la puerta. El canoso le empujó al otro lado.
Manera se encontró en un espacio bastante amplio, decorado con cierto buen gusto y sumido en la penumbra. Había un sillón, con un escritorio delante. Se sentó. Supuso que le habían registrado durante su inconsciencia, y que probablemente habían encontrado su móvil oculto; al sentarse, sin embargo, notó que se movía algo contra su espinilla derecha. El teléfono había resbalado hasta el fondo del forro del abrigo, y probablemente no lo habían visto. Sin mover ni un dedo, convencido de que le espiaban, esperó a que alguien diera señales de vida. Fueron casi veinte minutos de espera, hasta que finalmente se abrió la puerta. Un personaje cuyo rostro no alcanzaba a ver se sentó al otro lado del escritorio.
—¿Eres al-Massoudi? —preguntó—. Si eres tú, abreviemos, que ya estoy hasta los huevos de todo este tema.
—No, no soy yo, aunque es un encuentro que podría producirse, en circunstancias totalmente distintas, una vez que empiece nuestra misión.
—Entonces ¿es a usted a quien debo agradecer el encontrarme en estas condiciones? —preguntó nuevamente Manera.
—Ignoro la modalidad de su reclutamiento, y me sabe mal que haya podido producirse de un modo… desagradable.
—¿A esto lo llama «reclutamiento»?
—Por lo que me consta, no parece que hubiera otra manera de convencerle. Tiene usted fama de duro.
—Gracias, pero ¿convencerme de qué?
—De participar en una misión internacional de alto riesgo, pero de altísimo perfil.
—¿Y qué pinta al-Massoudi en esta historia?
—Podría ser uno de los objetivos. En tal caso, se lo quitaría de una vez por todas de la cabeza.
—No, gracias; bastante tengo con lo que debo hacer para mi gobierno. No veo la hora de jubilarme…
—… y dedicarse a la poesía latina. Ya lo sé, pero aún le faltan muchos años; además, aquí es distinto. Para empezar, le pagarán: trescientos mil dólares por dos días de misión.
Manera pensó en la casa que se estaba construyendo en Umbría, y en las cuotas de su Maserati, pero reaccionó con presteza en el sentido opuesto al de sus tentaciones.
—Oiga, que eso no…
—Medio millón si la misión llega a buen puerto —concluyó el hombre—. Es una cantidad razonable, y además será útil a la humanidad…
Manera se quedó un rato en silencio, sin que el otro dijera nada ni le pidiera una respuesta. Después dijo:
—Por simple curiosidad, ¿de qué se trata?
La mano de su interlocutor pulsó un botón que había en la mesa. Se encendió una luz, que permitió a Manera ver a un hombre de unos cincuenta años, vestido de camuflaje, con galones de coronel y cintas de varias condecoraciones.
Le tranquilizó hallarse ante un oficial regular, aunque no le cuadrasen muchas otras cosas.
—Está en marcha una operación terrorista que haría palidecer la del once de septiembre de dos mil uno en Nueva York —empezó a decir el coronel—, pero esta vez sabemos quiénes son, y les tenemos localizados a casi todos. Tenemos que matarles antes de que se reúnan y den inicio a la acción. Por eso hemos enrolado a los mejores del mundo…
—¿Qué significa «hemos»? ¿«Hemos» quién? —preguntó Manera—. A mí me han secuestrado, probablemente sedado con un aguijón disparado con pistola de gas, atado y esposado. ¡Qué demonios! Exijo explicaciones antes de escuchar una sola palabra más. Ni siquiera sé quién es usted.
—La organización de esta iniciativa se hace en compartimentos estancos. Yo solo sé lo que atañe a mis atribuciones. Puede llamarme coronel King. Llegado el momento, si es de los nuestros, sabrá hasta el último detalle. Por ahora sólo le puedo decir que detrás de esta iniciativa están algunos de los principales gobiernos de Occidente, incluyendo probablemente el suyo. Siento que le hayan tratado mal. El enrolamiento no es de mi responsabilidad.
—¿Ah, no? ¿Y cuál es su responsabilidad, señor?
—La instrucción.
—Interesante, pero no creo que me haga falta: en primer lugar, no tengo nada que ver con la misión, y en segundo lugar, dudo que tuviera usted gran cosa que enseñarme, coronel King.
—Al contrario; es una iniciativa que se sale de todos los esquemas conocidos. Nuestros hombres serán guiados a distancia uno por uno, con un sistema que ni se imagina, y seguidos visualmente metro a metro hasta el final, cada uno en su zona de acción. La dotación armamentística es de última generación, y de altísima potencia de fuego.
—Ya lo entiendo, pero no es para mí, de verdad. Y ahora, ¿puedo darme un baño y disponer de mi maleta para cambiarme?
—Por supuesto.
—¿Y me pueden llevar a la estación de tren o al aeropuerto más cercano?
—Eso, como comprenderá, no es posible; no podrá moverse de aquí hasta que se haya terminado todo.
—Es decir, dentro de dos días.
—No. La duración de su misión será de dos días, pero entrará usted en acción cuando yo se lo diga, lo cual podría ser mañana o dentro de un mes.
Manera inclinó la cabeza.
—Me sabe mal —añadió King—, se lo aseguro: sé quién es, y lo que más me gustaría es que se uniese a nosotros. En vista de su negativa, me gustaría poder dejarle en libertad, con su palabra de honor de soldado a soldado, pero no me está permitido: hay demasiado en juego. Trataré de que su estancia entre nosotros sea lo menos desagradable posible.
Se levantó y se llevó la mano a la gorra gris y verde, haciendo un saludo militar. Manera masculló algo, y nada más salir quedó bajo la protección de su ángel de la guarda. Unos pasos más adelante, el canoso se puso una mano en el auricular para atender una llamada, y contestó en voz baja, tras lo cual llevó a Manera al piso de arriba, le hizo entrar en un apartamento y cerró con llave.
—Dentro de poco llegará su maleta, señor —dijo con un tono que daba bofetadas desde un kilómetro.
—Vete a la mierda —rezongó entre dientes Manera.
Entró enseguida en el cuarto de baño. Lo primero que hizo fue quitarse el abrigo y deshacerse del cinturón. Después ensanchó la costura del forro con la púa de la hebilla y sacó el móvil. Lo encendió con la esperanza de que le quedase algo de aliento. Tecleó un sms: ESTOY EN UN CENTRO DE INSTRUCCIÓN MILITAR, UBICACIÓN DESCONOCIDA, AL MANDO DE UN OFICIAL AMERICANO, TAL VEZ UN MERCENARIO. LOCALIZA MI MÓVIL. TENGO MUY POCA BATERÍA. A. M.
Basilea, 28 de enero, 20.00
El bip de la señal de sms sobresaltó a Massari, concentradísimo en llevar su coche por un firme de nieve batida, en los alrededores de la ciudad. Lo hizo aparecer en la pantalla multifunción. ¡Manera, por fin! Tecleó rápidamente una respuesta en el teléfono del coche: BUSCA EL MODO DE RECARGAR. ESTOY EN BASILEA, INTENTANDO LOCALIZAR TU SEÑAL. Después llamó a Cesare Novalis.
—El Profesor ha dado señales de vida por sms. Estoy intentando localizarle. ¿Tú tienes alguna novedad?
—El hombre que habló con Collins es un personaje de las altas finanzas, pero podría tratarse de una tapadera. La hipótesis más plausible es que sea uno de esos que trabajan para la CIA con proyectos específicos y limitados en el tiempo… Te mando la image match de mi programa por e-mail. Si consigues hablar con el Profesor, salúdale de mi parte.
—Perfecto. Sigue buscando, que yo continúo con lo mío.
Esperó la llegada de la foto, en la que el hombre del anillo aparecía en una calle de una ciudad norteamericana, probablemente Nueva York, junto a una mujer muy guapa. Se puso otra vez en marcha, mientras empezaba a nevar, siguiendo el GPS que rastreaba el móvil del Profesor. Llamó a Lester por el teléfono del coche, de viva voz.
—Hi, March —contestó enseguida Lester.
—¿Dónde estás?
—En Londres.
—El hombre que habló con Collins es un financiero que podría trabajar para la CIA. Tiene su base en Nueva York… Cesare ha encontrado una foto que coincide con la del vídeo.
—¿Me la puedes enviar?
—Claro que sí. ¿A tu iPhone?
—Perfecto.
—Nosotros, mientras tanto, hemos localizado el móvil del Profesor. Estoy intentando sacarle de este follón.
—Ojo —contestó—, que Collins podría no estar muy lejos del Profesor. En el próximo contacto, dile que se fije lo máximo que pueda en su entorno, y que nos transmita todos los datos posibles.
—De acuerdo, lo haré. Hasta luego.
Una hora después, cruzó la frontera con Francia y tomó la dirección de Estrasburgo, después de anotar las coordenadas geográficas de su destino en el navegador. El GPS indicaba una distancia de 538 kilómetros respecto al objetivo. Era un pueblo de Picardía. Tecleó otro mensaje para Manera: HAY UN AGENTE BRITÁNICO DESAPARECIDO, FRANK COLLINS. CREEMOS QUE PODRÍA ESTAR EN LA MISMA SITUACIÓN QUE TÚ, Y QUIZÁ EN LA MISMA UBICACIÓN. TENEMOS SOSPECHAS SOBRE QUIÉN HA ORGANIZADO EL ENROLAMIENTO. ID CON CUIDADO.
Pasado un par de minutos, llegó la señal de respuesta. Un acertijo: FELIS RESPONSUM HABET.
Furioso con aquel maldito esnob que perdía el tiempo con el latín, Massari tecleó rápidamente: ¡MÁS CLARO, POR FAVOR!
No recibió respuesta. Poco después desapareció la señal de su GPS. El móvil de Adriano Manera se había apagado. Massari se fijó otra vez en el mensaje: no había farfullado ni una línea en latín desde la época del instituto. ¿Quién demonios podía ser el Pelis en cuestión? ¿Un francés? ¿Y dónde encontrarle? A esas alturas no valía la pena cambiar de planes por aquella tontería. En el fondo, lo único seguro que tenía eran las coordenadas del GPS, que por suerte había logrado guardar.
Si existía, el tal Felis ya daría señales de vida de alguna manera, qué demonios.
Diciendo entre dientes una palabrota, aceleró instintivamente y dio bandazos a derecha e izquierda hasta recuperar el control del coche y de sí mismo, recordando lo que le había aconsejado el comisario Bellomo en Locarno: si acababa en manos de la inflexible policía helvética, nada de ayuda.
En condiciones normales habría podido llegar a su objetivo el mismo día, pero las previsiones meteorológicas no eran nada alentadoras. Paró en un taller, se hizo poner neumáticos para la nieve y reanudó el viaje. Su itinerario seguiría la línea Mulhouse, Nancy, Reims, Amiens, siempre que el tiempo no se pusiera realmente tormentoso.
Pasado Mulhouse, la nieve empezó a hacerse cada vez más tupida, hasta el punto de que el limpiaparabrisas a duras penas lograba despejar el cristal. Cada vez que pasaba un TIR, levantaba una nube tan densa de polvo blanco que borraba gran parte de la visibilidad. A Massari le invadió más de una vez el pánico al ver aparecer en sentido contrario los faros de otro tráiler por la nebulosa, justo cuando él adelantaba, y oír que las bocinas desgarraban la oscuridad como una trompeta del Juicio Final.
Casi no hizo paradas, salvo para tomarse algún que otro café, hasta que cerca de las cinco de la madrugada paró el coche a poca distancia del punto indicado en las coordenadas del GPS y apagó las luces. A oscuras, vio un edificio, una silueta negra contra el cielo gris, que le pareció una granja, con su pajar y su cercado para los animales. No había luces encendidas, ni perro que vigilase. Parecía totalmente abandonada. Abrió Google Maps en el iPhone, para ver el objeto desde arriba, en su contexto, y pudo leer su situación con todo detalle: una construcción principal (tal vez la antigua casa de los dueños), un edificio rural, también para usos de vivienda, y un pajar. En total debía de tener cabida para unas cincuenta personas. Dos accesos: uno secundario, por donde había entrado él, y otro principal, del lado opuesto.
Mientras tanto, la nieve se había convertido en hielo glaseado, duro como minúsculas bolitas de vidrio que rebotaban en el capó del coche. Armó la pistola que llevaba desmontada en varias piezas y escondida en otros tantos puntos del compartimento del motor. Después cogió el chaquetón de goretex del asiento trasero, se puso la capucha en la cabeza y se dirigió al recinto. La verja solo estaba ajustada. Entró con cautela.
Tenía colgada en el manojo de llaves una linterna eléctrica pequeñísima, que le bastó para dar luz en el momento de introducir las llaves en la cerradura. De vez en cuando la encendía para ver por dónde iba. El manto de nieve llevaba varias horas intacto, pero debajo todavía se veían señales de neumáticos más bien anchos, de autobús, que habían hecho una maniobra para dirigirse a la otra verja de salida de la granja. Si el Profesor se hallaba en aquel sitio, lo más probable era que a esas alturas ya no estuviese, y a saber adónde habría ido.
Acabó de dar la vuelta al edificio, parándose de vez en cuando a escuchar, pero no oía nada aparte del suave repiqueteo de las bolas de hielo en el goretex. Todas las puertas estaban cerradas, probablemente con alarmas. Se encaminó hacia la finca, y dio la vuelta al pajar. Olor a establo, a paja seca, a viejas vigas polvorientas. Se volvió para mirar sus huellas, prueba inequívoca de su visita, pero de nada más. No había ni un alma, y el tal Felis (pero ¿no se decía Félix?) seguro que no daba señales de vida, porque no se habían citado. Siempre podía quedarse un poco más y esperar el alba, que ya estaba cerca, pero nada parecía tener sentido.
La idea de haber hecho tantos kilómetros bajo la nieve para nada le hacía sentirse tonto, algo que odiaba. Tal como estaban las cosas, la única posibilidad era dormir media hora en el coche, para recuperar algo de lucidez, y después intentar seguir las huellas de neumáticos, si era posible. Echó a caminar, pero a los pocos pasos una voz le hizo volverse. Un maullido. Enfocó la linterna hacia la fuente del débil sonido, e iluminó a un gato, un minino pequeño y gris. Un minúsculo gato atigrado. Con algo en el cuello.
—Felis responsum habet.
Recitó métricamente. ¡Qué estúpido! El gato, eso era Felis: «El gato tiene la respuesta». Lo que le había engañado era la mayúscula inicial, que le había hecho pensar en un nombre propio de persona. Mayúscula por ser la inicial de un verso.
—Minino, minino… —dijo, agachándose al nivel del animalito, y tendiendo la mano como si tuviera algo de comida que darle—. Ven, minino, ven aquí…
Contestando con su vocecilla, el gato se acercó cautelosamente. A Massari le habría gustado tener algo que darle, pero tal vez el pequeñín agradeciese unas simples caricias. Cuando lo tuvo al alcance de la mano, vio que lo que llevaba atado al cuello era un rollo de papel. Empezó a acariciarlo, y cuando el gato empezó a ronronear, lo cogió en brazos y sacó el rollo.
CAMB DE IDEA Y DECID ACEP ENROL EN ESTE GRUP. MÓV SIN BAT PERO EN MI MANO. ME LLEV A CAMP DE INSTR SUPON QUE EN AVIÓN. COLLINS CON NOSOT. FELICIDADES POR TU LATÍN. A.
Típico de él, tan esnob y capullo para ahorrar espacio con abreviaturas y encontrar un pretexto para alardear de su jodido latín. ¡Pero al menos había encontrado a Collins! Volvió al coche con el gatito en brazos, lo depositó en el asiento trasero y se estiró en el del volante, para echar una cabezadita. Veinte minutos, ni uno más: su reloj biológico estaba regulado a la perfección.
Se despertó algunos minutos después de la hora prevista, con todos los cristales empañados y el gato sobre el regazo. Estaba claro que hacía más calor, lo cual también explicaba que en un sueño corto hubiese soñado con las caricias lascivas de Marina. Arrancó, volvió a depositar el gato en el sitio de los niños y, en cuanto los cristales se despejaron, empezó a seguir las huellas todavía visibles de los neumáticos bajo la nieve fresca. Recorrió unos cinco kilómetros de carretera rural, hasta que el rastro se internó en otro caserío desierto. En el centro del patio se veía una zona circular, y señales del despegue de un helicóptero.
Había hecho todo lo posible; más no habría podido, a falta de alas; además, desconocía el destino de aquel vuelo, a menos que…
Llamó a Lester por el móvil.
—Buenas y malas noticias.
—Empieza por las buenas.
—He encontrado a Collins.
—¿Dónde está?
—Es la mala noticia: no lo sé. Te puedo decir que se ha ido en helicóptero, probablemente junto al grupo de instrucción del que también ha pasado a formar parte el Profesor. Destino desconocido, al menos hasta que consiga recargar su móvil. Estamos bastante cerca del canal de la Mancha. ¿No podrías conseguir los datos de vuestros radares de la costa, para ver adónde iba el helicóptero? Debe de haber despegado poco después de medianoche. O el campo de instrucción está bastante cerca, o han cambiado de vuelo y se han pasado a uno privado rumbo a vete a saber dónde. ¿Tú tienes novedades?
—Estoy intentando averiguar quién está detrás de todo esto. Tengo un amigo que trabaja para la CIA y que acaba de volver de una misión secreta. Puede que me ayude. Solo quiero saber si ellos tienen algo que ver o no.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Massari.
—Ve a descansar a algún sitio cómodo, mientras veo si logro seguirle la pista a aquel vuelo.
—Vale, pues buena suerte.
Massari se dirigió a la ciudad, buscó un hotel pequeño y acogedor donde también aceptasen al gato, y finalmente pudo ducharse con agua hirviendo y desplomarse en una cama. Pensó unos minutos en Marina, se imaginó que podía reunirse con él en el hotel, y después se quedó profundamente dormido.
El Castillo, Almería, 1 de febrero, 9.00
Adriano Manera desplazó la mirada de oriente a occidente por la interminable extensión de barrancos y de pedregales desolados, mientras se ceñía el chaquetón que le habían suministrado durante el vuelo.
—Tengo la impresión de que conozco este sitio —dijo, levantando un poco la voz para cubrir el silbido del viento.
—Ya lo creo —dijo el turco—; aquí rodaban vuestros espagueti Westerns.
—Ni espagueti ni hostias —respondió Manera—. Sergio Leone era un genio. Además, ¿cómo lo sabes?
—Desde arriba, poco antes de aterrizar, he visto un El Paso de cartón y de poliestireno en ruinas.
—¿A ti dónde te han enrolado?
—Fuera de un pub, mientras me daba puñetazos con un puto griego que le había tocado el culo a mi novia. A él también le han enrolado…
La voz del coronel King interrumpió su conversación.
—Señores, dentro de unos minutos se les distribuirán las armas.
Adriano Manera se volvió hacia la voz: el coronel King, de pie sobre una roca, iba de camuflaje, con gorra negra, botas limpias como espejos, cinturón y pistola. Distintivo o señales de reconocimiento, ninguno salvo los galones de coronel en el pecho. Tenía detrás al resto de la escuadra: unas cincuenta personas, todas ellas también de camuflaje y con botas, incluido Collins, un personaje de aspecto glacial: ojos claros, pelo rubio y liso, manos largas, como de pianista, y de poquísimas palabras. Se había dirigido a Manera con motivo de la primera reunión. Aparte de él había cuatro británicos más, todos del SAS. Y tres americanos ex SEAL. Veinticinco de los presentes llevaban una cinta violeta, y otros tantos verde.
King siguió con su arenga:
—Cada uno de vosotros ha sido traído aquí para formarse en una misión muy arriesgada, para la que ya se nos han comunicado las reglas de combate. Cada uno de vosotros, en su respectivo país de origen, ha sido preparado durante largos años de instrucción para convertirse en una máquina perfecta de combate. Sois lo mejor que hay. En el fondo es por lo que estáis aquí, y por lo que habéis aceptado: no porque os paguen un montón de dinero, sino porque sois combatientes, guerreros…
—Qué chorradas —le dijo Manera al turco en voz baja.
—Intentad sobrevivir a toda costa —siguió el coronel—, porque tendréis delante a hombres acostumbrados a no dar ningún valor a la vida. Ahora empezaréis la instrucción, para adaptaros al uso de las armas y al equipo de los que se os dotará. La munición es falsa, pero dejará una mancha fosforescente en vuestro uniforme de camuflaje, y según la posición, quien reciba un disparo sabrá si le habrían herido o muerto en caso de auténtico combate. Un ordenador conectado al arma registrará el horario en que se realice cada disparo, para que no pueda haber trucos de ninguna clase.
—Paridas… —comentó de nuevo Manera.
—A ti es que nada te parece bien… —contestó el turco.
—Esto no. No juego a la guerra desde los doce años.
—Las armas cortas sólo se os entregarán en el momento de entrar en acción, y cuando la cosa se ponga seria. No queremos que os hagáis alguna herida que pueda dejaros inválidos.
Manera siguió con sus comentarios:
—Si hubieras perdido el cargador de un móvil y quisieras recargarlo, ¿qué harías?
—Depende.
—¿De qué?
—Del modelo. Y de cuánto me des… Está absolutamente prohibido tener uno de esos juguetes.
—¿Y tú cuánto querrías?
—Cambiar de profesión. Pareces de los que saben mucho. ¿Me puedes ayudar?
La conversación fue interrumpida por los ayudantes de King que entregaban las armas y las municiones.
—Como habéis visto, estáis divididos en dos escuadras: los verdes y los violetas. Tenéis las raciones de supervivencia en la mochila. Las maniobras durarán aproximadamente tres horas. El punto de reunión es aquí, a las catorce horas de hoy. Un helicóptero llevará a los violetas a su sector de operaciones. Los verdes esperarán aquí un cuarto de hora, y luego se pondrán en marcha. El comandante de los violetas es el mayor Frank Collins, y el comandante de los verdes el teniente coronel Karl Sorensen.
Señaló a un gigante casi albino, con camiseta ceñida gris y verde, que contestó con un gesto de aquiescencia. Manera nunca le había visto. Las armas eran una pistola y un fusil ametrallador de última generación con mira láser y lanzagranadas incorporado.
Los violetas se pusieron en camino. Poco después se oyó el ruido de palas de un helicóptero. El aparato alzó el vuelo y viró hacia el sur, hasta desaparecer tras una cresta montañosa. El coronel King dejó pasar los quince minutos. Luego le hizo señas a Sorensen, el cual dio la señal de salida, y la columna verde se puso en marcha. Manera se colocó entre el turco y el griego. Echó un vistazo a la cantimplora del agua y al resto del equipo, para asegurarse de que estuviera todo a punto. En cuanto el pelotón se puso en marcha, él se volvió hacia atrás, hacia Dimitriadis.
—¿Tú conoces a nuestro comandante?
—¿Sorensen? Era un oficial brillante de las fuerzas danesas que participó en misiones muy comprometidas de la ONU. Hace unos años, dicen que por un desengaño amoroso, se alistó en la Legión, donde ha sido utilizado en una serie de misiones del tipo «envase desechable», y siempre ha salido más que bien parado. Es una máquina biónica, de los que no querrías encontrarte como enemigos en el campo de batalla. El de detrás es Bonnier, otro veterano de la Legión.
—¡Vaya! ¿Y un tío así se fue al carajo por una mujer? Debía de ser una tía despampanante.
—Era un hombre.
—Ah —contestó Manera, acelerando el paso.
Alcanzaron al «enemigo» hacia las cuatro. Fue el turco quien señaló a un violeta que pasaba furtivamente tras la cresta de un barranco. Los hombres, veteranos en bien distintas lides, se movían con cierta desenvoltura y ligereza, como si no se tomaran la cosa realmente en serio. Sorensen encabezaba en silencio a sus verdes, transmitiendo las órdenes con las señales convencionales típicas, y buscaba al enemigo con los prismáticos. En un momento dado les indicó que se abrieran en abanico y se apostasen detrás de los riscos de que estaba sembrado el pedregal, hasta que un grupito de violetas, a la izquierda, abrió fuego contra ellos. De golpe y porrazo el asunto se volvió más serio. Los disparos dolían de verdad: causaban un escozor intenso, con manchas rojas en la piel, como quemaduras, e instigaban una gran agresividad en todo el mundo.
Más tarde, los dos grupos entraron en contacto estrecho, y en algunos casos los hombres se acabaron enzarzando en un cuerpo a cuerpo violento, utilizando sus habilidades en las artes marciales. Collins, que capitaneaba a los violetas, se lanzó de lleno en la refriega, abatiendo a un par de adversarios hasta que Manera se le echó encima por detrás y le arrojó al suelo con la intención de inmovilizarle. Collins reaccionó y trató de soltarse el brazo que su adversario le torcía en la espalda. Manera le susurró al oído:
—No hagas el tonto, que tengo que hablar contigo.
Collins replicó:
—Ahora no.
Y, girando el tronco, soltó el otro brazo y le asestó un fuerte golpe con el codo. Manera cogió instintivamente la pistola —ya descargada— por el cañón, con la intención de darle con la culata, pero de pronto una voz en inglés ordenó interrumpir el combate por un altavoz invisible; una voz metálica e impersonal, pero dominante, que al resonar entre las rocas hizo cundir una sensación de desaliento e insidiosa ansiedad, una intensa percepción de absurdidad.
Los contrincantes pararon, jadeantes, sudorosos y magullados, mientras un viento frío entraba en el cañón por el noreste, envolviéndoles en una nube de polvo fino y punzante. Los que se habían caído al suelo se levantaron, y en poco tiempo todos se transformaron en fantasmas dentro de la nube de polvo.
—Ahora tendréis que converger todos en dos columnas distintas, hacia el centro de reunión —dijo la voz—. Los dos jefes de escuadra verán aparecer las coordenadas en la tarjeta electrónica que les ha sido entregada. Fin del mensaje.
Manera hizo todo lo posible por averiguar de dónde procedía la voz amplificada, pero no observó absolutamente nada; además, el paisaje ya estaba velado por el polvo, y todos intentaban protegerse lo mejor que podían, llevándose el pañuelo a la nariz y la boca.
Llegaron al punto de reunión hacia las nueve, exhaustos por el día de combate y por la larga marcha, pero no les esperaba nadie: ni un helicóptero, ni un grupo de Humvees con los motores en marcha y luz y calefacción en su interior, listos para devolverles al campamento, donde pudieran consumir una comida digna e ingerir suplementos dietéticos y melatonina para conciliar posteriormente el sueño.
Se encontraban en un valle completamente oscuro, bajo la constelación de Casiopea, que con su forma de doble uve parecía un eslogan de victoria presuntuosamente previsto y predispuesto por la organización.
—¿Qué coño quiere decir esto? —preguntó Manera, mirando a su alrededor, en un tono de considerable enojo.
—No quiere decir nada —contestó Bonnier a tres metros de distancia.
Se veía el vaho de su aliento condensado. El cielo sereno y la hora de la noche harían que pronto cayese la temperatura hasta valores muy bajos, lo cual, sumado al hecho de que los cuerpos se enfriaban a causa del cese de la actividad física y la ligereza del equipo, hacía presagiar un notable malestar para unas simples maniobras violetas-contra-verdes.
—Detesto los imprevistos durante las maniobras —dijo Manera. Se volvió hacia Sorensen—: ¿Qué hacemos, comandante?
Sorensen estaba hablando por el micrófono de la radio.
—No consigo ponerme en contacto con la base. No lo entiendo.
Tampoco Collins lo lograba.
Sorensen dijo:
—Haremos el trayecto a pie. Según el GPS, estamos a tres horas de marcha de la base. Podemos llegar antes de medianoche.
Nadie tuvo nada que objetar. La doble columna se puso otra vez en movimiento. Durante media hora, aproximadamente, todo fue como una seda, hasta que empezaron los ataques. Alguien, a reparo y desde cierta distancia, disparaba proyectiles que, sin provocar heridas serias, eran meteoros llameantes que prendían fuego a todo lo que tocaban. Había que defenderse continuamente, y apagar cualquier principio de fuego en la ropa o el pelo. Los hombres se pusieron rápidamente el casco de Kevlar. Los ataques prosiguieron con intermitencia, difundiendo un nerviosismo cada vez más marcado, una sensación de inseguridad y rabia impotente.
Vlad, un ex oficial croata, y Yuri, un ex spetnaz ruso, se brindaron a ir en busca de uno de los bromistas y darles el repaso que se merecían. Collins estaba en contra, pero Sorensen, que tenía prioridad en el mando, dio su consentimiento.
Los dos protagonistas de la incursión no regresaron, lo cual aumentó todavía más la sensación de frustración y rabia.
No tenían munición de ningún tipo, ni posibilidad, por ende, de reaccionar, tal como había demostrado la desafortunada tentativa de los dos compañeros. Por otro lado, se abstenían de lanzar bengalas, para no resultar aún más localizables. Sorensen era del parecer de que formaba parte de las maniobras, y de que muy pronto volverían a ver a Yuri y Vlad, pero la presión de los ataques no dejaba de aumentar, ni la situación de volverse más crítica.
—¡Las bengalas! —gritó Collins en un momento dado—. Son nuestra única arma. Cuando se apuntan a la altura de un hombre, no matan, pero sí dejan fuera de combate. ¿Cuántos lanzadores tenemos?
—Dos —contestó Sorensen.
—Yo me ofrezco voluntario —dijo Collins.
—¡Y yo! —añadió enseguida Manera—. Estoy cansado de toda esta historia.
Se pintaron la cara con colores de camuflaje, y protegidos por una cresta de roca echaron a caminar hacia el punto de donde procedían los disparos.
—¿Ahora puedo hablar contigo? —preguntó Manera.
—¿Por qué?
—Te buscan los tuyos.
—Me lo había imaginado.
—¿Por qué no te pones en contacto con ellos?
—Porque no me interesa.
—Tú mismo, pero me han pedido que te diga que el alistador del anillo de ópalo es sospechoso, y hay que vigilarle.
Collins se paró un momento.
—¿Qué quiere decir?
—¿A mí me lo preguntas? Relata refero.
—¿Qué estás diciendo?
—Nada, es latín… Podría ser alguien que lleva un doble juego, no sé… Tú, que has hablado con él, ¿qué impresión te ha causado?
Se veían a lo lejos las estelas de los pequeños proyectiles incendiarios que seguían la marcha de las dos columnas de los verdes y los violetas. Como la lluvia de fuego del círculo dantesco de los sodomitas, pensó Manera. Collins se paró de improviso y le hizo señas para que le imitara. Manera le miró con expresión interrogante.
—Por allí hay alguien —contestó Collins. Señaló—. Delante.
Siguieron avanzando hasta cruzar la cima. Poco después oyeron ruidos, y una respiración pesada a una distancia de unos veinte metros.
Manera miró hacia aquel punto con los prismáticos de infrarrojos y vio dos siluetas humanas inmovilizadas espalda contra espalda. Collins se acercó, arrastrándose por el terreno.
—¡Caray! Los dos eslavos. Adelántate —dijo en voz baja.
—Dios mío —contestó el inglés.
Vlad y Yuri estaban atados a una roca, medio desnudos y medio aturdidos, con el cuerpo cubierto de morados, excoriaciones y quemaduras.
Collins y Manera empezaron a desatar las cuerdas con la ayuda del Ledermann de su equipo, el único objeto metálico del que podían disponer aparte de las armas automáticas, ya descargadas.
—¿Qué demonios ha pasado? Dos hombres con vuestra experiencia… —dijo Collins.
—No lo sé —contestó el spetnaz—. Han aparecido detrás de nosotros sin hacer ningún ruido ni respirar. Nos han golpeado, y luego, después de inmovilizarnos, nos han dejado así.
—No puede ser —replicó Manera—. Os habréis distraído.
—No —confirmó Vlad—. Yo un momento antes había mirado hacia atrás para asegurarme de que no hubiera nadie. Justo después les teníamos encima, con mono y pasamontañas.
—Recoged vuestra ropa y volved a vestiros. Retrocedemos —contestó Collins.
Antes de moverse, sin embargo, encendió la linterna e iluminó el terreno para buscar una respuesta en las huellas, pero la superficie rocosa no había conservado el menor indicio.
Se pusieron en marcha. Así, vestidos y en movimiento, los dos eslavos se encontraron mejor. Esta vez se vigilaban mutuamente las espaldas. Collins y Manera abrían y cerraban la marcha, con las pistolas lanzacohetes en la mano. Al llegar de nuevo a la cima, vieron avanzar las dos columnas por el centro de la depresión, a unos cuatrocientos metros a su izquierda. Se distinguían a duras penas, como líneas oscuras contra el fondo blanco y gredoso del terreno. La lluvia de fuego había cesado. El cielo estaba lleno de estrellas, y era tal el silencio que si uno se quedaba quieto oía marchar a lo lejos a los compañeros. De pronto se oyó el ruido de algo que rodaba por las rocas.
Collins se volvió hacia el ruido y ordenó:
—¡Al suelo!
La explosión fue casi simultánea. Por suerte sus compañeros se le habían adelantado y ya estaban pegados al suelo. Al cabo de un momento, Collins apuntó el lanzacohetes hacia dos siluetas que se alejaban y disparó. Una de las dos recibió un proyectil y cayó al suelo, gritando. La otra huyó.
—¡Id a cogerle! —ordenó Collins.
Manera se volvió hacia él.
—¿Estás seguro de que es buena idea? A mí todo esto no me gusta. Abajo está oscuro, y no sabemos qué nos espera. Yo lo dejaría correr. Anotamos la posición con el GPS, y al llegar a la base les avisamos. Si quieren, que vengan ellos a cogerle.
Vlad y Yuri no dijeron ni mu.
—Está bien —contestó Collins, después de un momento de vacilación—. Vamos a reunirnos con los demás.
Les dieron alcance en unos veinte minutos. A partir de ese momento continuaron juntos. Hacia el este, en la distancia, se veían pasar luces por las rocas, y apagarse. Manera pensó que era el reflejo de los faros de un camión que recorría una carretera llena de curvas.
—Pero ¿qué demonios ha pasado? —preguntó Sorensen en cuanto les vio—. ¿Qué os han hecho?
—Ya hablaremos mañana, al dar el parte —contestó Collins—. Ahora intentemos llegar a la base.
Llegaron en plena noche, cansados, hambrientos y furiosos por lo sucedido. Sorensen y Collins acudieron enseguida al coronel King, que les recibió en la sala de reuniones. Casi eran las cuatro de la madrugada.
—No nos ha gustado nada su jueguecito —dijo Sorensen—. Además, se ha dejado la piel uno de sus soldaditos, o poco menos. Aquí tiene las coordenadas, por si quieren ir a recogerle —añadió, tirando un papel a la mesa.
—¿De qué está hablando? —preguntó King.
—No haga ver que no lo sabe. Nos han agredido durante toda la noche con disparos incendiarios. Dos de nuestros hombres han sido capturados y torturados. No entraba en lo previsto y hemos reaccionado.
King habló por el transmisor que llevaba en el uniforme de camuflaje.
—Preparad el helicóptero. —Después se volvió hacia los dos oficiales y añadió—: Ustedes acompáñenme.
Manera y los demás se dirigieron a sus alojamientos, mientras el helicóptero despegaba de la plataforma central del recinto. El piloto introdujo las coordenadas en el navegador de a bordo y viró decididamente hacia el oeste. Ninguno de los tres habló hasta que el aparato se detuvo sobre la vertical del objetivo, con el foco de proa encendido, iluminando el suelo.
—Abajo no hay nada —dijo King—. Da una vuelta más amplia.
—Pero ¿qué comedia es esta? —preguntó Sorensen.
King no contestó. Siguió escrutando el haz luminoso del foco.
—Aunque se lo hubiera llevado alguien, no habría podido llegar muy lejos con un herido grave. O un cadáver.
—Pues entonces lo habremos soñado —repuso Collins bruscamente—. Vámonos de aquí, quiero dormir un par de horas.
Château Berenguer, 3 de febrero, 19.30
Lester aún no había dado señales de vida; hacía un tiempo de perros, el hotel que se definía como «de charme» no estaba a la altura de sus pretensiones, y Massari tenía ganas de volver a Roma. Marina estaba en París, para la inauguración de una tienda de modas. Se habría podido reunir con ella en pocas horas. Seductora alternativa. La llamó por el móvil privado.
—¿Dónde estás, joya mía?
—En el hotel, cariño. Tengo que cenar con un grupo.
—Mmm… Estos parisinos me preocupan.
—No digas tonterías, que en esto de la moda son todos gays.
—Ya. Se me había ocurrido ir a verte, porque aquí ya he terminado, pero si estás ocupada…
—Lástima, pero sí. ¿Y mañana?
Massari vio que tenía una llamada en el otro móvil.
—Miro a ver qué tal y te llamo en cuanto pueda, pequeña. Perdona, es que tengo una llamada en el fijo.
Era Lester.
—Estate en Calais a medianoche. Hay un bar que se llama Les Huitres. Se te acercará un tío fingiendo conocerte. Síguele la corriente.
—Mándame por sms la dirección exacta y salgo ahora mismo.
Massari llamó otra vez a Marina, para decirle que le había surgido un problema para el día siguiente y que ya le diría algo.
—El que me hace sospechar eres tú —bromeó la joven—; estos compromisos imprevistos y de improviso son raros, casi siempre.
—Cariño, las oportunidades de trabajo hay que cogerlas al vuelo, y hay gente que no se considera obligada a avisar con antelación. You take it or you leave it, que dicen.
—Te echo de menos —dijo Marina.
—Yo a ti también. Espero que nos veamos dentro de muy poco.
Pagó la cuenta en recepción y se fue.
El cielo, hinchado y plomizo, prometía un tiempo cada vez peor, y cumplió su promesa al cabo de un par de horas, arrojando un diluvio sobre el asfalto. Para más inri, Calais era una de las terminales de los ferris del canal de La Mancha, y la carretera estaba llena de tráilers. Un estrés. ¿Por qué no le habían citado en la Costa Azul, donde ya florecían las prímulas? Un TGV le habría hecho llegar a tiempo. La música de Respighi le hacía compañía: Los pinos de Roma.
No perdía de vista el navegador, con el cálculo de los kilómetros que le quedaban por recorrer. Se dio cuenta de que no era para tomárselo a la ligera, y que en el mejor de los casos llegaría por los pelos. Llenó el depósito en plan fórmula uno, saltándose la cola de los surtidores, y se pasó más de una vez de velocidad, con la vista en el detector de radares. Ya lo había hecho muchas veces, incluso con Marina, si tenían una cita y no quería llegar tarde. Tenía razón Lester: «Los italianos siempre llegáis tarde». Pero…
Calais estaba desierto: ni un alma por las calles azotadas por el temporal. Los bulevares negros y relucientes reflejaban las luces de las farolas como canales. El bar Les Huitres estaba en el Boulevard des Alliés, a poca distancia del faro, en un edificio gris con forma de paralelepípedo. Cuando frenó, faltaba un cuarto de hora para las doce.
—Pero… —se dijo, con tono de felicitación.
Se puso el impermeable, no sin dificultad, y entró lo más deprisa que pudo para no empaparse.
Dentro había unas diez personas en total, y el encargado, a juzgar por su expresión, no veía la hora de quitárselas de encima. Massari se sentó a una mesa vacía y pidió una Stella Artois a temperatura natural.
—¡Anda, mira! —dijo una voz a sus espaldas—. Qué pequeño es el mundo. Pero ¿qué haces aquí, March?
—Estoy de paso. Tienes razón, el mundo es muy pequeño. ¿Por qué no te sientas? ¿Te apetece una cerveza?
—Con mucho gusto.
La persona que le había interpelado tenía un aspecto bastante anónimo. Parecía un empleado de banco o un agente de seguros. Massari pidió otra cerveza.
—Me ha dicho un amigo que hay noticias interesantes.
—Era un helicóptero, que ha aterrizado en el aeropuerto de Pont-a-Mousson. De ahí ha despegado un Canadair Bombardier que ha facilitado el plan de vuelo a las autoridades aeroportuarias con toda normalidad. Iba a Almería.
—¿Hay algo más que tenga que saber? ¿Sabes de quién son el helicóptero o el avión?
—Compañías de alquiler que no identificarían ni por asomo al cliente, entre otras cosas porque casi seguro que no lo saben, en la medida en que el cliente es otra fachada. El avión consta como un chárter turístico que traslada a grupos a un lugar de playa.
—¿Y si fuera verdad?
—Pues entonces, jodido.
—Ya, jodido. Bueno, amigo, gracias por todo. Tengo que buscar un hotel, que estoy hecho polvo.
El hombre se bebió su cerveza, dejó una bolsa encima de la mesa y se fue. Massari la abrió: contenía un vale para un hotel situado a pocas decenas de metros del bistrot, y un mensaje de Lester, impreso de un e-mail.
Tendrás que encargarte tú. Yo tengo que encontrar a aquel amigo que trabajó para la CIA y me parece que voy por buen camino. S. L.
Massari pagó la cuenta y volvió a su coche. Esperó unos minutos, escuchando el tamborileo de la lluvia en el capó, y observando como hipnotizado el reflejo de los relámpagos en el asfalto brillante. Después arrancó y se fue al hotel.
Un tres estrellas. Lester estaba generoso.
El Castillo, Almería, 6 de febrero, 5.00
Vlad levantó una mano para pedir la palabra.
—Te escucho —dijo el coronel King.
—Estoy harto de este cuento. Cada vez es peor, y no se entiende qué tipo de instrucción estamos haciendo. Queremos saber contra quién hay que combatir, y cuándo empezará a ir en serio. No somos gente cualquiera; somos fuera de series, y lo único que estamos haciendo es perder el tiempo.
—¿Fuera de series? —replicó con sorna King—. Hace sólo tres días te hicieron prisionero y te pegaron más puñetazos, latigazos y patadas que a un colchón. A ti y a tu amigo Yuri. Los fuera de series son los que os dejaron así de arreglados.
—No jugaron limpio, porque aparecieron por detrás, los muy cabrones. Yo estaba convencido de que estaba haciendo unas maniobras normales, mientras que ellos sabían todo lo demás, y obviamente no hace falta que te diga quién se lo contó. Me parece que no se ha repetido. Si tienes alguna duda sobre mí, sal, que la resolveremos de tú a tú.
King dio un puñetazo en la mesa.
—Habéis firmado un contrato, se os pagará vuestro peso en oro, y yo soy vuestro instructor y comandante. Soy yo quien decide qué tenéis que saber y qué no. Mientras no estéis listos para la misión, de aquí no se mueve nadie. Y eso también lo decido yo. El objetivo y el plan de acción se os comunicarán durante el vuelo, pocas horas antes de ser transportados al teatro de operaciones. En ese momento, quien mande seré yo. Os esperan los helicópteros. Va ser un día duro. Los violetas llevan ventaja, en una posición dominante, y tendrán el control de las reservas de comida y agua. Todos los hándicaps les corresponden a los verdes. Si no consiguen agua, se arriesgarán a acabar gravemente deshidratados y a sufrir daños de consideración. Habrá tres pasos, vigilados por ametralladoras con munición real. Tendréis que neutralizar uno por uno los tres emplazamientos. Si no lo conseguís, al menos evitad que os acribillen. El recorrido está sembrado de rocas; protección no os faltará, pero los ametralladores son muy hábiles y rápidos. Además, mañana se harán las maniobras con arma blanca aquí en el recinto. Procurad volver enteros, porque no será poca cosa. ¿Alguna pregunta?
Sorensen se levantó.
—Todavía no nos ha dicho qué pasó la otra noche en el desierto, quién capturó a Vlad y Yuri y les torturó de aquella manera. Ni yo ni Collins daremos un sólo paso sin haber recibido una explicación satisfactoria.
King tuvo que tragarse el sapo. Se notaba que no estaba acostumbrado.
—No fue idea mía; es más, yo protesté, pero mi comandante en jefe quiso poner a prueba vuestra capacidad de resistencia en condiciones extremas. Le he dicho que la próxima vez, si no me informan, no empezaré las maniobras. Podéis confiar en mí. Seré yo quien os guíe cuando la cosa vaya en serio. Buena suerte.
Collins y Sorensen se miraron, como en muda consulta. Luego cada uno se dirigió con sus hombres al helicóptero que les tenía que trasladar al teatro de operaciones.
Manera, como de costumbre, se sentó entre Dimitriades y Unluoglu.
—¿Qué, cómo lo ves? —le preguntó Dimitriades—. Yo ya estoy hasta los huevos de toda esta historia. Me gustaría que se acabara de una vez. Pero ¿tú por qué te enrolaste? —preguntó, volviéndose hacia Manera.
—Bueno, al principio me obligaron: dos gorilas me sacaron del tren en el que estaba viajando; luego me ofrecieron un montón de dinero, y aparte de eso parece que tendré la posibilidad de enfrentarme con un tío que hace al menos cuatro años que me quiere liquidar y de forma poco agradable. Prefiero encontrármelo delante de una vez por todas que tener que ir siempre ojo avizor y no saber nunca de quién puedo fiarme.
—Me parece muy buena razón.
—¿Y vosotros?
—Ya te lo dije: nos estábamos zurrando fuera de un local, borrachos perdidos. Se lo pusimos fácil, pero al final nos convencieron por dinero: no te pagan cada día así.
—Pues si queremos disfrutarlo, ojo con que no nos maten hoy. De todos modos, hay algo que no me cuadra, aunque la única manera que tengo de descubrirlo es recargando mi móvil.
Se consultaron los dos con la mirada.
—¿Qué? —preguntó Manera—. Si me ayudáis, haré lo posible para devolveros el favor como prefiráis.
—Podemos intentarlo —contestó finalmente el turco.
—En buena hora. A ver si espabilamos.
Asintieron los dos, mientras el helicóptero se separaba del suelo.
Nueva York, aeropuerto La Guardia, 8 de febrero, 21.00
Steve Lester recogió su equipaje de la cinta y se encaminó a la salida, hacia la parada de taxis. El tiempo era gris y lluvioso. La temperatura, el color de la noche y el agua que caía del cielo, distribuida uniformemente en gotas pequeñísimas, daban aquella sensación de no way out que se te pone en la garganta y el estómago. Lester, que había pasado por cosas mucho peores, no pudo evitar un largo suspiro que se condensó inmediatamente en vapor, antes de convertirse de nuevo en agua, disipándose en el plasma húmedo y gelatinoso de la noche. Detestaba aquellas situaciones, a las que ya no estaba acostumbrado; situaciones en las que vuelven a la memoria los tiempos pasados, las oportunidades perdidas, el hijo muerto de sobredosis… Por eso estaba en Roma. Roma, sobre su río perezoso, cubierta por sus oleográficos atardeceres, por su infinito olvido, umbría y soleada, afirmación y negación de todo, era el único lugar donde podía permitirse no pensar.
El taxista de Harlem tenía ganas de cháchara, y él no; aun así, se esforzó en dar un mínimo de conversación: el tiempo, los impuestos que parece mentira, la gasolina que adónde iremos a parar, los políticos que son todos unos hijos de puta…, lo necesario, en suma, para llegar a su destino: el 2130 de Sullivan Road. No demasiado lejos del aeropuerto.
Llamó al timbre donde ponía KOZINSKY.
—¿Quién es? —preguntó una voz por el interfono.
—¿Esperas a alguien de Roma?
—Sí.
—Soy yo.
La voz se dulcificó.
—Sube, Steve. Décimo piso.
El ascensor era del tipo años cincuenta, de madera y hierro, con placa de latón brillante y los botones de los pisos: gastados los de los más altos, y todavía legibles los de los más bajos. Al no tener fricción, saltaba en movimiento como una vieja locomotora asmática. Un minuto de subida, o tal vez menos, suficiente para recordar que estaba a punto de volver a ver a la única mujer que había contado en su vida, el único amor que le había arrollado y doblado como una planta víctima de un huracán. Más que suficiente, Janet.
El rellano estaba iluminado por un aplique de la misma época, con bombilla de bajo consumo, pero también de baja luminosidad. Uno no acababa de entender qué se ganaba con su uso. La puerta, entrecerrada, proyectaba en el suelo una cuña de luz que resaltaba el polvo.
—Entra —dijo una voz femenina.
Entró.
—Hola, Janet —dijo.
—Hola, Steve —contestó ella.
—¿Cómo te va? Te veo bien; caramba si te veo bien… Estás espléndida.
—Hay mujeres que se conservan mejor que otras, y a malas siempre está el p. s.
—¿P. s.?
—Plastic surgeon. ¿En qué puedo ayudarte?
—¿Antes te puedo preguntar para quién trabajas en este momento?
—Para nadie. Es un período de reflexión. ¿Qué necesitas?
Lester sacó de su bolsa una foto donde salía ella de lejos, con un hombre corpulento, con cuatro pelos peinados con raya sobre la calva.
—¿Quién es este hombre?
—¿De dónde has sacado esta foto?
—Un amigo mío italiano le ha identificado como el hombre del anillo de ópalo, uno que ha financiado u organizado operaciones secretas para la CIA. Nuestro archivo de Londres lo ha confirmado todo. Al verte con él, me he dicho: «Fíjate quién sale aquí».
—¿Y qué?
Le dolió el tono, súbitamente gélido.
—Este hombre está relacionado con la desaparición de uno de nuestros mejores agentes, y quieren llegar hasta el fondo.
Janet se sentó y encendió un cigarrillo. Su casa estaba bien decorada, muy cuidada en los detalles, y no olía a humo. Era la casa de una mujer con recursos e independencia, que se puede permitir una criada, y también se puede permitir administrarse a sí misma en todos los sentidos. En la vitrina había copas de cristal de diseño refinado, propias de vinos nobles, y características de quien disfruta de la vida. Cabía suponer que ya había cenado, puesto que fumaba y había una taza de café sobre la mesa.
—No te he ofrecido nada —dijo—. ¿Quieres un bocadillo? ¿Una hamburguesa? También tengo cerveza o vino, si prefieres.
—No, gracias. He comido algo en el avión, pero si tienes un café me lo tomaré con mucho gusto.
Janet le sirvió una taza de café americano.
—Yo de esto no sé nada —dijo.
—Te creo, pero imagino que sabrás algo de él.
—¿Del de la foto? Bueno, sí… y no.
Janet fumaba cigarrillos extrafinos, que llevaban el nombre de un famoso estilista, en una cajetilla de gran elegancia con la inscripción EL HUMO MATA muy visible. Probablemente también formara parte de la imagen que quería transmitir. Aspiró una bocanada y tomó un sorbo de café.
—En esa época (te hablo de hace tres o cuatro años) yo salía con un oficial de los marines. Un tío guay, ¿sabes? Atlético, guapo y considerablemente culto. Nos casamos.
También esto le dolió, aunque ya se lo hubiera imaginado.
—No creía que las personas como tú pudieran casarse.
—¿Por qué no? Me gustaba y estábamos bien juntos. Él tenía un cargo de representación y nos dábamos la buena vida…
—¿Y nunca sospechó tu verdadero trabajo?
—En esa época lo había dejado, de verdad. Quería una vida normal, tal vez con hijos… Luego apareció este.
—El hombre del anillo de ópalo.
—Sí. Me convenció de que entrase otra vez en el juego: los de Langley tenían entre manos una gran operación. Yo para entonces ya empezaba a cansarme del papel de esposa de oficial, de las recepciones, de los besamanos…, de todas aquellas chorradas, vaya. Yo estoy hecha para la acción. Tarde o temprano me dejaré el pellejo, pero al menos no me moriré en un asilo, ni veré cómo mi cara se llena de arrugas.
Lester bajó la vista, como si quisiera evitar dicha visión. Janet encendió otro cigarrillo.
—Esto hace que salgan antes. Lo pone al otro lado del paquete —dijo Lester.
Janet le enseñó el dedo del medio.
—¿Y luego?
—George, me refiero a mi marido, se lo tomó mal. Empezó a beber, y a ser maleducado con sus superiores. Le echaron. Lástima, porque era un tío duro que se había distinguido, una especie de héroe de guerra…, medalla del Congreso.
—Ahórrame el resto de tu historia de amor —dijo Lester—. Háblame del hombre del anillo. ¿Estás segura de que trabajaba para los de Langley? ¿De qué misión se trataba?
—Eso no lo sé, y aunque lo supiese no te lo diría. No duraría mucho en esta profesión si no fuera capaz de tener la boca cosida. Me limité a… indicar a alguien a quien reclutar.
Lester tuvo un momento de vacilación.
—¿Dónde puedo encontrarle? —preguntó.
—En un cine viejo que están desmontando por el Bronx.
Se llama… Millennium Arena.
—¿Qué has dicho?
—¿Qué tiene de raro? Es lo que queda de una especulación que salió mal. Desde entonces no lo han restaurado nunca.
—Pero ¿cómo llego hasta él?
—A mí no me lo preguntes. Ya te he dicho demasiado, y si alguien te hubiera visto entrar aquí, tendría serios problemas.
—Me tienes que ayudar. En todo esto hay algo que me huele mal. Oye…, ¿no podrías dar también mi nombre? En el fondo sigo siendo uno de los mejores. Te lo suplico…, en nombre de… de nuestra antigua amistad.
—No puedo. El enrolamiento ya está cerrado. La acción es inminente.
Lester pensó en el mensaje que le había enviado Lovejoy, el reclutador, y al que no había sabido encontrar sentido: NECESITAS DISTRAERTE. ¿POR QUÉ NO VAS AL CINE? EN EL MILLENNIUM ARENA PONEN UNA BUENA PELÍCULA. Suspiró, se puso el abrigo que se había quitado y se despidió de la mujer.
—Bueno, Janet, ha sido un placer. Eres una mujer extraordinaria y difícil de olvidar, por desgracia. Da igual, ya me las arreglaré. Espero que volvamos a vernos, tarde o temprano.
Fue hacia la puerta.
—Espera. Es un sitio peligroso. Harías mejor en no acercarte.
—Sabes muy bien que no puedo —contestó Lester, cogiendo el tirador.
—Entonces… toma. —Ella le tendió una llave, similar en todo a la de contacto de un coche—. Abre una puerta de hierro en el segundo piso de la escalera de incendios. Es una copia que me hice a escondidas. Espero que aún funcione. Ahora bien, una vez dentro tendrás diez segundos para desconectar la alarma. En eso no te puedo ayudar, porque no sé el código. No lo sabe nadie. Por eso quería disuadirte. Si te pillan, date por muerto. ¿Me entiendes? Muerto.
Lester bajó un momento la cabeza y se quedó en silencio hasta que dijo:
—Da lo mismo. Ya me espabilaré.
—Las cámaras enfocan la entrada delantera y la trasera. La de atrás está en el montante de la escalera de incendios, a dos metros de altura, y gira ciento ochenta grados en un minuto exacto. —Janet se acercó y le rozó los labios con un beso—. No hagas tonterías —dijo—. Buena suerte.
Lester la miró, tratando de no delatar sus emociones. Sólo contestó:
—Gracias.
Y se fue.
El Castillo, Almería, 10 de febrero, 4.00
Manera ya estaba levantado y vestido para las maniobras, con ropa de camuflaje, cinturón, botas y gorra. Para aquel día se habían repartido cascos de Kevlar y chalecos antibalas, lo cual podía significar que la cosa iba en serio. Preparó la mochila con las raciones de comida y agua, se puso la pistola en una funda y la metralleta en la otra y se ató las cintas de velcro en las piernas. Luego se puso el chaleco y colgó el casco en el gancho de la mochila, ya preparada con las raciones de la jornada. En el transcurso de los días anteriores, las maniobras se habían ido intensificando, a menudo con municiones «live» disparadas desde puestos invisibles por manos desconocidas, y solo la habilidad y la rapidez de reflejos de todos habían evitado que hubiera muertos o heridos. La tensión había aumentado, y aunque los inquilinos del recinto fueran expertos y curtidos, el ambiente era eléctrico y los nervios estaban a flor de piel. Era gente acostumbrada a husmear el viento, y percibían olor a quemado.
Diez minutos después se reunieron para el desayuno: huevos, beicon, tostadas, café y fruta. Manera fue a sentarse junto a Dimitriades. A la izquierda tenía al turco.
—¿Hay noticias para mí? —preguntó.
Dimitriades sacó de su bolsillo un objeto parecido a un paquete de cigarrillos, con una minúscula manivela replegada en un lado. Tenía cuatro leds en una punta, y en la otra una serie de pequeños agujeros.
—Muy mono —dijo en voz baja Manera—. ¿Qué coño es?
—Alguien como tú nunca debería viajar sin una cosa de estas —contestó el griego—. Es una dinamo que se acciona con la manivela que ves aquí en el lado. Un trasto chino a cuatro duros, pero funciona. —Enseñó un cargador con tres clavijas—. Si tu teléfono se carga con una de estas, bien. Se puede hacer ahora mismo, durante el traslado.
Manera probó las clavijas, y vio que la segunda entraba en el móvil.
—Estupendo. Os debo un favor.
—Ya nos pondremos de acuerdo al volver a casa; total, nos van a dar un montón de dinero. ¿Quieres que te diga una cosa?
—Y dos.
—Suerte tienes de poder mandar mensajes a alguien. Yo no sabría a quién enviarlos. ¿Cómo es tu novia? Debe de estar de miedo.
Manera pensó en Massari, que esperaba el mensaje, y arqueó una ceja.
—La verdad es que nada especial, pero trabajamos bien juntos. Ya es algo, ¿no?
—¡Y tanto! Como yo con el turco, aunque está claro que no le puedo enviar sms…
—No, está claro que no —contestó—. Eh, mira, que llega el jefe.
El coronel King se sentó con Collins y Sorensen, y al acabar de comer se levantó para hablar.
—Buenos días a todos. Ha llegado el momento. Es hoy.
Corrió un rumor entre las mesas. Los hombres esperaban aquel comunicado, pero a la hora de la verdad en cierto modo se mostraron sorprendidos; tal vez alguno aún no se sintiera preparado. King siguió con su discurso.
—El transporte de nuestra unidad nos hará subir a bordo en una pista de tierra batida, a cuarenta o cincuenta minutos de aquí, y nos llevará a la zona de nuestra operación. Ahora os ruego la máxima atención, porque os va la vida en ello. —Pulsó un mando a distancia. Se encendió un proyector, mientras en la pared opuesta se desenrollaba una pantalla desde el techo—. Esta es nuestra área de intervención: un valle árido y despoblado a los pies de la cadena del Atlas, en Marruecos. Mañana, en los puntos que os estoy señalando con el puntero láser, un grupo terrorista, encabezado probablemente por el tristemente famoso al-Massoudi, pondrá en marcha una acción temeraria contra unas instalaciones nucleares experimentales, de altísimo nivel tecnológico. Nosotros tendremos que pararles y aniquilarles en este punto.
Señaló en la imagen por satélite un caserío en el centro de un pequeño valle, recorrido por un uadi.
—Se ha decidido usar un instrumento anómalo, como es nuestro grupo, para evitar que se produzca la menor fuga de noticias. Seré yo personalmente quien os guíe, a pesar de que ha habido quien ha intentado disuadirme. Se os ha seleccionado entre los mejores profesionales del combate, se os ha adiestrado con armas de última generación, y no tenéis nada que aprender en el uso de las armas blancas. Algunos de vosotros encontrarán en esta empresa una posibilidad de rescate, entre ellos yo mismo. Otros encontrarán la respuesta a sus dudas saltando de nuevo a la palestra en un desafío que poquísimos en el mundo pueden permitirse afrontar. Es una empresa difícil y peligrosa, y no puedo negar que puede haber bajas, pero somos combatientes, y lo demostraremos a los máximos niveles. De eso estoy convencido. Ahora os expondré el plan de ataque en detalle, y a continuación nos dirigiremos hacia nuestro transporte, que en dos horas nos depositará al borde del teatro de operaciones. Las armas se os entregarán a la salida. A partir de este momento rige el código de disciplina militar en zona de guerra que firmasteis y aceptasteis. Sé que lo respetaréis, porque aparte de ser combatientes, también sois hombres de honor…
Los hombres se miraron a la cara. Todos trataban de entender qué les pasaba a los demás por la cabeza en un momento así. Una hora después ya habían terminado tanto el desayuno como la reunión informativa. Manera, entretanto, había girado sin cesar la manivela de su dinamo, oculta entre las rodillas, aprovechando que todas las miradas estaban fijas en la pantalla. En el icono de la batería había crecido una línea verde, de poco más de un milímetro de grosor. Probablemente había acumulado bastante batería para algunos sms; para una conversación no, seguro.
Almería, 10 de febrero, 4.45
Marco Massari, exhausto por el largo viaje desde Calais, se había sumido en el sueño nada más tocar la cama de una habitación del hotel Florida de Almería. En la mesita de noche sonó el móvil, despertándole. Se restregó los ojos y echó un vistazo a la pantalla, pensando en Marina, que a veces le mandaba mensajes a horas raras. El bostezo se le cortó a medias.
—Coño —murmuró para sí—. El Profesor…
NOS VAMOS. MISIÓN DE COMBATE. EN MARRUECOS. COORDENADAS: 32° 15' 13" LATITUD NORTE, 5° 23' 16" LONGITUD OESTE. TIEMPO PREVISTO DE TRASLADO, MÁXIMO DOS HORAS.
Respondió: ¡POR FIN! ¿DÓNDE ESTÁIS? ¿TE PUEDES DESMARCAR? VOY A BUSCARTE.
En un minuto llegó la respuesta: IMPOSIBLE. TAMBIÉN ESTÁ COLLINS. SALIMOS AHORA DEL CASTILLO CON LOS TODOTERRENOS. CORTO.
El Castillo. Quizá pudiera identificarlo su navegador. Se bajó la imagen por satélite de la base de datos de su oficina en Roma. Después de enfundarse unos vaqueros y una chaqueta de piel, montó las piezas de su pistola, metió el cargador y se puso en camino. A esas horas Almería estaba desierta, la típica ciudad costera en invierno, más bien gris y apagada. El ordenador de a bordo estaba cargando el programa. En unos veinte segundos apareció en pantalla el mapa militar por satélite. El Castillo era una ruina de tiempos de los moros, que en la Edad Media quizá hubiera albergado una cárcel. Estaba en el cruce de dos pistas que, después de coincidir, se separaban en distintas direcciones. A un par de kilómetros había un recinto que parecía una instalación minera en desuso, o algo por el estilo. El grupo de fuego tenía que estar forzosamente allí.
Puso rumbo a su meta a gran velocidad, atravesando la ciudad de sur a norte, y se adentró en la zona esteparia y árida del interior. Esperaba poder acercarse al grupo, y eventualmente tratar de llevarse al Profesor mediante un golpe de mano. Manera no podía plantearse en serio la posibilidad de participar en un combate por cuenta ajena. Había localizado a Collins, y ya estaba bien de historias. Ahora tocaba volver a casa. Obviamente, Massari no tenía ni idea de qué hacer, pero quizá hubiera otro contacto telefónico y pudiera organizar algo. Mandó un nuevo mensaje:
ME ESTOY ACERCANDO AL CASTILLO; TIEMPO PREVISTO, UNA HORA. ¿EN QUE DIRECCIÓN OS ESTÁIS MOVIENDO?
No obtuvo respuesta. Paró en una explanada, al lado de la carretera, en un punto bastante elevado desde el que se podía tener cierta perspectiva de los alrededores. Hizo correr el mapa en la pantalla de derecha a izquierda, y luego de abajo arriba, buscando un punto que estuviese más o menos a una hora de distancia de El Castillo, y permitiera despegar a una aeronave lo bastante grande para transportar un gran número de personas, con su equipo, pero no tanto como para llamar la atención. Se fijó en el fondo plano y seco de un estrecho valle, entre dos líneas paralelas de colinas. Solo podía ser allí: una pista de despegue natural, y por si fuera poco a salvo de miradas indiscretas. Salió de su aparcamiento y poco después también de la carretera, para cruzar la zona que le separaba de su objetivo en el menor tiempo posible, lejos de itinerarios urbanizados.
Su todoterreno se internó en un páramo casi totalmente desnudo y reseco. El ordenador le daba un tiempo de recorrido de una hora y media, sobre la base de la velocidad a la que estaba yendo. A su derecha, la noche estaba separada de la tierra por una fina línea nacarada.
Nueva York, Millennium Arena, 11 de febrero, 1.30
Steve Lester miró alrededor y rodeó el edificio hasta llegar a la escalera de incendios de la parte trasera. Estaba en una callejuela repleta de cubos de basura y bordeada de escaleras de incendios. Reconoció la del cine y empezó a subir con la mayor cautela, para que no chirriase. La ciudad aún estaba dormida; solo se oían las sirenas de las ambulancias y de la policía, que al refractarse en las paredes de los rascacielos multiplicaban hasta el infinito su grito metálico. El sufrimiento y el delito nunca duermen, pensó antes de bajarse la cremallera de la chaqueta y sacar el estuche de sus instrumentos.
Ya estaba frente a la puerta de hierro. Introdujo la llave en la cerradura y la giró despacio, una y dos veces. Ya estaba abierta. Respiró profundamente y encendió una linterna de leds que se había fijado a la chaqueta. Empujó y entró. La alarma empezó a marcar sus bip de advertencia: diez segundos. Desenroscó el tornillo de estrella central y levantó la tapa. Menos dos. Clavó el destornillador entre dos tornillos de contacto y provocó un cortocircuito. La alarma se bloqueó. Lester penetró en el interior. No había dado más de un paso cuando el sistema reinició su cuenta atrás. Una placa de refuerzo. Sacó la placa madre de su alojamiento con el destornillador, dejando a la vista un segundo circuito con toma USB. Enchufó su portátil y…
Tiempo agotado: ¡a correr!
Sin embargo, no pasó nada. Su PDA había descargado un potente virus en el circuito. La alarma estaba definitivamente fuera de combate. Lester recorrió un corto pasillo y se encontró frente al cristal de una garita, con un hombre armado frente a un grupo de pantallas de circuito cerrado. Supuso que también estaría la que detectaba una avería en el sistema de alarma, pero a ese problema ya se enfrentaría cuando se presentase. Circundó la garita de rodillas, y se colocó donde no pudieran verle. Escondido detrás de un pilar, se puso las gafas reveladoras de rayos infrarrojos justo a tiempo: medio metro más y habría interceptado una de las muchas barreras que le cerraban el paso. Pero ¿qué era aquel sitio? No podía tratarse de un simple centro de reclutamiento o de coordinación.
Necesitó casi cinco minutos para esquivar los rayos, arrastrándose por debajo o saltando por encima. Ya era libre de moverse, y de pensar.
En Janet.
Por qué en Janet, tras años de frialdad… ¿Qué hacía en aquel momento? ¿Dormía? ¿Estaba despierta pensando en él? ¿Dónde se encontraba? ¿Y si se había dejado el pellejo? ¿Le había querido alguna vez? ¿Podía fiarse de ella?
Tal vez sí, o más probablemente no. Janet se regodeaba en su poder sobre los hombres, y tal vez se regodease en verles destruidos por ese mismo poder. Era rica, soltera, guapísima, desconocida para la mayoría, y conocida solo por los que sabían cuánto valía y de qué era capaz.
Una puerta blindada.
Instrumentos para forzar cerraduras.
Clic, abierta.
También se había abierto la de la garita, con un clic más flojo. Mierda.
Se volvió hacia ella. El hombre le había oído, había sacado la pistola e iba hacia allá. Debía de haber desactivado el infrarrojo.
Había un despacho. Lester entró, cerró otra vez la puerta (haciendo girar la cerradura en silencio con su herramienta) y salió por la ventana a un pequeño balcón de hierro de la escalera de incendios. Cerró a su paso. Justo después oyó que el hombre jugaba con la cerradura y que se abría la puerta. Montó el silenciador en su Remington, ya lista para disparar. Durante un par de minutos no oyó nada. Después, los pasos del hombre al entrar. La puerta cerrada debía de haberle tranquilizado. Se paseó de un lado al otro de la sala. Después se oyó la cerradura, y pasos que se alejaban. Lester volvió a entrar, tras unos minutos de espera.
Un ordenador, la última barrera, el último duelo. Él, Steve Lester, contra una máquina: un duelo cuyo resultado era imprevisible, al menos a tan corto plazo.
ACCESO DENEGADO.
ACCESO DENEGADO.
ACCESO DENEGADO.
¡Maldición! Collins lo habría conseguido. Por eso le buscaban por todas partes, porque no había nadie como él para vencer cualquier protección y penetrar en cualquier laberinto informático. ¿Por qué se había esfumado? ¿Por qué se había alistado en una legión de caballeros negros? Siguió tecleando febrilmente, pero al final, frustrado, marcó el número de Marco Massari con pocas esperanzas. Por alguna razón desconocida, seguro que llegaba con retraso.
—Eh, Steve.
In time!
—Eh, March. ¿Dónde estás?
—A tiro de piedra. He establecido contacto con el Profesor.
—Great. Necesito a Collins. Now.
Silencio.
—Puedo intentar usar al Profesor de intermediario. No estamos muy lejos, quince o veinte minutos.
—Es cuestión de vida o muerte, March.
—Vale. Cuelgo y lo intento.
Steve Lester reanudó el asalto a las defensas del ordenador, que se negaban a ceder. Estaba sudado, tenso como una ballesta, con los músculos del cuello contraídos hasta el espasmo. De vez en cuando iba a la puerta y espiaba al hombre de la garita. Pasados tres minutos, vio parpadear la pantalla del teléfono sobre la mesa.
—Sí.
La voz de Collins, fría y baja.
—¿Qué quieres?
—Tengo que entrar en un ordenador, ahora mismo, Collins.
—Estoy fuera. Lo has entendido, ¿no?
—Lo he entendido, pero te necesito. Podrían matarme de un momento a otro.
—No más de dos o tres minutos. ¿Qué ves cuando te responde el ordenador?
—«Acceso denegado.»
—¿Hay un espacio o más de uno entre las palabras? ¿Y están las dos en mayúscula, o solo una, la primera, o las dos en minúscula?
—Espera… Dos espacios y dos minúsculas.
—Es un programa encriptado: Higgins 42 bis. Teclea: Ins 372033 f8 asterisco, asterisco. Si aprietas el enter debería salir «stand by». Entra enseguida (es cuestión de un segundo) con F5 barra, barra, barra. Debería salirte la lista de documentos. Cuando hayas leído el que te interesa, pulsa libra, doble barra…
—¡Espera, espera! —dijo Lester, angustiado, intentando seguirle el ritmo con el boli sobre una hoja.
—… F6 y F8 a la vez, o se darán cuenta de que alguien ha abierto los files. Después cierras y apagas de manera normal. Adiós.
—¡Espera! —volvió a decir Lester.
Comunicación interrumpida. F5 barra tres veces después de stand by.
Lester se preparó, con los dedos encima de los símbolos para pulsarlos en el momento oportuno. Le dio al enter, y justo después tecleó F5///. Vio abrirse la lista de los files encriptados.
Uno de ellos estaba marcado como «MA». ¿Millennium Arena?
Lo abrió. En el fondo oscuro de la pantalla apareció el reflejo de su cara estupefacta.
—¡Dios mío! —dijo.
Ain Jibril, norte de Marruecos, 9.00
El avión aterrizó en una pista de tierra, en medio de un pequeño altiplano bordeado por una línea de colinas cubiertas de vegetación baja.
Hombre a hombre, la unidad de combate bajó al suelo. Justo después, el coronel King abrió los candados de las cajas que contenían el equipo y distribuyó las municiones para pistolas, pistolas ametralladoras, fusiles láser, RPGS, bombas de mano, metralletas, cuchillos, cuchillos de lanzar y katanas japonesas.
Cada hombre recibió un GPS y una radio, sintonizada en una frecuencia fija. Algunos llevaban las piezas de ocho camillas desmontables dotadas de un sistema autónomo de propulsión, por si había algún herido a quien fuera necesario trasladar hasta la base.
King les enseñó a todos el objetivo: se dividirían en dos escuadras, para converger simultáneamente en la posición. Pillados en medio, los terroristas serían aniquilados. Tiempo máximo previsto para toda la operación: una hora y quince minutos; luego regresarían al avión, que despegaría inmediatamente. Se quedaría a bordo una unidad médica, para posibles emergencias.
—A los muertos se les abandonará —dijo el coronel—. No se dejará atrás a ninguno de los vivos. Yo encabezaré personalmente la escuadra violeta. Sorensen capitaneará la escuadra verde. Collins tendrá el mando de una pequeña unidad de reserva, con Dimitriades, Manera, Unluoglu, Vlad y Yuri. Nos seguirán a una distancia de unos trescientos metros, para acudir en ayuda de quien pudiera verse en dificultades. La escuadra violeta y la escuadra verde avanzarán a la misma distancia la una de la otra. Buena suerte.
Fue el primero en moverse. La escuadra salió en pos de él.
Avanzaron durante unos cuarenta minutos a paso rápido, casi de carrera, hasta que King dio el alto por la radio.
—El objetivo es aquel caserío que tenemos delante, entre los árboles. Es donde está la unidad de instrucción de los terroristas. Si les destruimos, habremos salvado la vida de cientos de personas inocentes. Ahora nos dispersaremos, y que cada uno intente volverse invisible.
Collins y los suyos esperaron antes de moverse, mientras las dos escuadras se esparcían por el terreno, avanzando en abanico.
—En aquel caserío hay algo raro —observó Sorensen.
—Sí —contestó Bonnier—, para ser un centro de instrucción de unidades terroristas parece muy tranquilo. —Llamó a King—. Bonnier. ¿No está demasiado tranquilo, coronel?
—Me he fijado —contestó King—. Estemos en guardia.
—No, mira, hay alguien —dijo Sorensen—. ¿Ves a aquellos dos con el pañuelo en la cabeza?
—Sí, les veo.
—Ahora silencio radio —dijo la voz de King, que justo después hizo señas a ambos lados para que convergiesen.
Las dos escuadras ya estaban a tiro del objetivo.
Bonnier se volvió de nuevo hacia sus compañeros, situados a unos metros.
—Aquellos dos tienen algo raro. Están…, cómo lo diría… rígidos.
Aún no había acabado de hablar cuando una ráfaga de metralleta dio en la roca tras la que se había apoyado, y las esquirlas le desgarraron el camuflaje, penetrando hasta la piel. Sintió que la tela se empapaba de sangre.
—Merde! —exclamó—. ¡A refugiarse, a refugiarse! ¡Ataque en marcha a las tres! ¡Fuego, fuego a discreción!
El grupo de Collins se detuvo. Manera miró alrededor, apuntando con la metralleta.
—Me parece que nos esperaban —dijo—. Pero ¿qué es este follón?
—Vamos detrás de aquellas rocas —dijo Collins—. Tratemos de no caer también nosotros en la trampa. ¡A moverse!
Nueva York, Millennium Arena, 16.30
El hombre del anillo de ópalo entró en el cine totalmente vacío, cerró la puerta y fue a sentarse en la segunda butaca de la séptima fila desde el fondo. Justo después bajó de lo alto una nueva pantalla, tapando la que estaba desgarrada, y apareció la imagen en vídeo del teatro de combate: las dos escuadras aproximándose al caserío, las unidades cerrando el círculo tras ellas, y un reducido pelotón que se movía por la retaguardia en dirección a las once. Había un dispositivo que alternaba los encuadres de varias cámaras de vídeo, las cuales, a su vez, tenían un mecanismo de rotación y varios objetivos.
—Señores —dijo, como si hubiera alguien escuchándole en la sala—, los dos grupos han entrado en contacto directo, y el combate está en su fase álgida. Los asaltantes parecen tener dificultades por haber perdido el factor sorpresa, pero son luchadores temibles y su resistencia será tenacísima. Sus adversarios han sido seleccionados con el mismo cuidado. Casi todos tienen motivos personales para odiar a muerte a quienes tienen delante. La situación hace que sea imposible abastecerles con nueva munición. Una vez que se les agoten, los combatientes deberán recurrir a las armas blancas; será la fase más dura y feroz de un combate cuyo desenlace, en estos momentos, es imprevisible. Aquí da fin mi cometido. Ahora el juego más apasionante de todos los tiempos está en manos de ustedes.
El hombre del anillo de ópalo calló y se levantó para observar durante un par de minutos el combate, que desde aquella distancia casi parecía virtual, una especie de juego de guerra; después se oyeron sirenas de policía, que se iban acercando, y el hombre pulsó un mando a distancia. La imagen se apagó, y la pantalla, al enrollarse hacia arriba, dejó a la vista el viejo lienzo estropeado. La sala se sumió en la oscuridad. El ruido de sus pasos se apagó.
Las sirenas se apagaron con una nota grave, mientras se oía un chirrido de neumáticos en el asfalto, y un ruido de botas militares chocando con el pavimento de fuera y el linóleo de dentro. La policía había irrumpido en la sala. Se encendieron las luces. Steve Lester corrió de un lado a otro para mirar por todos los rincones, pero el lugar estaba desierto.
—Vamos, arriba —dijo—. Puedo enseñaros pruebas de lo que os he dicho.
Los asaltantes echaron abajo una puerta blindada, oculta tras una cortina, y subieron corriendo por la escalera que llevaba a las plantas superiores.
—¡Está en el segundo piso! —gritó Lester.
Corrió escaleras arriba. La puerta estaba abierta. Entró, seguido poco después por los agentes. El ajetreo dio paso a un brusco silencio. En el segundo piso no había nada, ni la garita, ni el despacho, ni el ordenador. Nada. Reconocía, o le parecía reconocer, los espacios, pero no había nada más.
—No puede ser —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es increíble. Debe de estar más arriba. Quizá me haya equivocado.
Se lanzó de nuevo por la escalera, seguido por los asaltantes. Al abrir la puerta, solo encontró un trastero lleno de bártulos, muebles viejos, butacas desfondadas y un espejo roto.
El jefe de los asaltantes se acercó.
—¿Qué? Yo no veo nada.
Lester abrió los brazos.
—No me lo explico, a menos que hayan desmontado toda la estructura una vez llevada a término la operación.
—¿Qué operación?
—Una masacre —repuso Lester—. La masacre sin sentido de hombres extraordinarios.
—No entiendo nada —dijo el jefe.
—Lo siento —contestó Lester—, pero le aseguro que no estoy soñando, y que todo lo que he dicho era verdad.
El jefe sacudió la cabeza y se volvió hacia sus hombres.
—Aquí no hay nada que nos interese. Vámonos.
El Castillo, Almería, 10.00
Marco Massari escudriñó el pequeño valle hasta sus últimos rincones, observando atentamente los rastros del avión que había despegado de él, a la vez que intentaba discernir de qué capacidad podía ser el transporte aéreo. Estaba solo en medio de un paisaje vasto y yermo. Parecía que su todoterreno le esperase al borde del valle, como una fiel montura. Había intentado llamar otra vez a Manera, pero sin éxito. Mientras pensaba qué hacer, sonó su móvil.
—Eh, March.
—Eh, Steve. ¿Has encontrado a Collins?
—Sí, sí… Oye, que estoy en Nueva York y he descubierto algo increíble. Hay que bloquear la misión sea como sea. Va a haber una emboscada y una masacre.
—¡Caramba! Pero ¿no puedes pararlo? ¡Llama a la policía!
—La he llamado, pero ya no había nadie. No he podido demostrar ni una palabra de lo que les había dicho. Me han tomado por loco. ¿Tú desde allá no puedes hacer nada?
—Steve, estoy en medio de una especie de desierto, a setenta kilómetros de Almería. Puedo intentar llamar otra vez al Profesor, pero a estas horas ya estarán en plena operación y no me oirá, suponiendo que lo tenga encendido. Puede que ya esté muerto.
—Inténtalo, caray, que es nuestra única posibilidad.
—Vale, ya lo intento. Tú no te alejes más de diez centímetros de tu teléfono.
Marco Massari rezó a todos los dioses que conocía por que el móvil del Profesor estuviese encendido y audible. Acto seguido marcó el número con calma y precisión.
—¡Coño! —respondió la voz del Profesor—. ¡Por fin! ¿Con quién hablabas, condenado, con tu chavala?
—Con Lester. Escucha: estáis en una trampa. Tenéis que iros ahora mismo y…
Manera debía de haber orientado el teléfono hacia la fuente de los disparos, que ahora se oían estruendosamente.
—Llegas tarde. Esto es un infierno. Hemos caído como idiotas. Nos estaban esperando.
—Ya lo sé. ¡Si no os escabullís enseguida, os exterminarán!
—¿Cómo? —preguntó Manera—. Los nuestros están completamente rodeados. Collins, yo y otros cuatro o cinco estamos fuera porque íbamos de retaguardia. Estamos buscando la manera de abrirnos paso, pero no será fácil; somos muy inferiores numéricamente. En cuanto se nos acabe la munición, nos harán pedazos. Tú eres nuestro único contacto con el exterior. Anota las coordenadas, que son lo único que puedo darte: 32° 15' 13” latitud norte, 5° 23' 16” longitud oeste. ¡Rápido! Ya no podremos resistir mucho tiempo.
—Vale —contestó Massari, aunque en su fuero interno sentía que aquello terminaría mal.
La última palabra de Manera fue enmudecida por un granizo de fuego y una fragorosa explosión.
Massari empezó a dar vueltas como un león enjaulado. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? ¿A su dirección? ¿Al gobierno? ¿Al Ministerio de Asuntos Exteriores? No serviría de nada. Empezarían a debatir y a evaluar, y al final, cuando ya hubieran tomado una decisión, sería demasiado tarde, y se habría borrado cualquier huella comprometedora. ¡Cesare Novalis! Era el único capaz de actuar con bastante rapidez. Ya lo había hecho otras veces.
Contestó al tercer intento.
—Perdona, es que aún llevaba el casco. ¿Dónde estás? ¿Hay novedades?
—Demasiadas. Eres nuestra única esperanza, pero es una misión del tipo de aquella de Etiopía.
—Oye, que de eso aún estoy pagando las consecuencias. Déjalo correr.
—Tenemos un compromiso con los ingleses, y allá, además de Collins, están tu jefe, el Profesor, y un montón de chicos estupendos que van a ser masacrados. No sé cuánto tiempo podrán resistir; yo estoy en El Castillo, a setenta kilómetros al noroeste de Almería. ¿Tú dónde estás?
—En Gerona, para una demostración del nuevo MB340 S.
—Fantástico. ¿Está armado?
—Pues claro que está armado. ¿Si no qué les enseño a nuestros amigos?
—Perfecto. Despega inmediatamente. Yo te espero aquí, y te busco queroseno para ir y volver de Marruecos. No está lejos.
—Ni por asomo. Quítatelo de la cabeza, ¿me entiendes? ¡Quítatelo de la cabeza!
—Pues ya me las arreglo solo; tú haz lo que te parezca, pero no me dirijas nunca más la palabra; no me busques, ni me toques los cojones por ningún motivo. ¡Desaparece!
Ain Jibril, Marruecos, 10.30
Arrastrándose junto a Manera, Collins logró situarse detrás de una roca, mientras Vlad y Yuri les flanqueaban con las metralletas en las manos; el turco y el griego estaban justo detrás, con lanzacohetes y granadas.
—Massari ha tenido noticias, creo que de Lester. Estamos en una situación absurda. La CIA nunca ha encargado a nadie que nos enrolase, ni ha tenido nunca la intención de destruir un nido terrorista en este sitio.
—Por eso Lester quería forzar aquel ordenador… —dijo Collins—. Pero entonces ¿contra quién luchamos?
—No lo sé. Yo abriría un paso para King y los suyos. Así se lo preguntamos con una pistola en la sien. ¿Qué te parece? Por otra parte, nos las tendremos que arreglar nosotros solos. Le he pedido ayuda a Massari, pero está solo en medio de la nada, a setenta kilómetros de Almería. Yo no contaría con él.
—¿Qué hacemos? —gritó Collins, para hacerse oír por encima de una descarga de ametralladoras.
—Habría que convencer a los que nos disparan de que no tenemos nada contra ellos, pero el primero que asome la nariz está muerto. ¿Cuánto te parece que podrán resistir allá abajo los nuestros?
Un impacto de RPG alcanzó la roca, haciendo estallar la cima en miles de esquirlas incandescentes que llovieron por doquier.
—Fuck! —gritó Collins, y en cuanto se hubo disipado el humo—: Tenemos que abrir un pasillo y hacer salir a King y a los suyos. —Observó el centro del valle con los prismáticos—. El coronel está luchando bien, y han dejado secos a unos cuantos. Detrás también hay rocas para refugiarse. Llámales, que nos tenemos que coordinar.
Manera llamó.
—¡White Fox a King Arthur, responded!
—Aquí King Arthur —contestó el coronel—. Tenemos dos heridos.
—Nosotros estamos bien. Ahora lanzaremos un ataque para abriros una vía de salida a las diez. Detrás de aquellas rocas hay una hondonada. Es un buen refugio.
—Afirmativo. Avisadme al abrir fuego y cubridme los flancos mientras avanzo. Ah, y estad atentos a si veis alguna otra maniobra de distracción: ¡es Killer Whale!
—O sea, Sorensen —les dijo Collins a los suyos.
Dispuso a los hombres en una formación en cuña, para que los de fuera no corriesen el riesgo de pegar un tiro a sus compañeros: las armas más pesadas en el centro y las más ligeras en el exterior. Todos cargaron las armas y esperaron pegados al suelo la señal de ataque. Manera se acercó a Collins.
—¿Me permites una pregunta?
—¿Ahora?
—Sí. Dentro de cinco minutos podría estar muerto. ¿Por qué te enrolaste en esta expedición de locos?
—Por dinero.
—No me lo creo.
Collins habló por la radio.
—White Fox, preparados.
Después se volvió hacia él.
—Hace tres años, en Somalia, disparé por error contra tres de los nuestros. Friendly fire, es el término técnico. Nunca me lo he perdonado. Sus familias están destrozadas, en la miseria…
—King Arthur, preparados —respondió el coronel sobre el crepitar de una ametralladora.
Collins indicó la posición al turco, que preparó el lanzacohetes, y gritó:
—¡Ahora!
Se arrojó hacia delante, precedido por el turco y el griego. Unluoglu lanzó un cohete que dio en el nido de la ametralladora, mientras Dimitriadis barría el terreno de delante con su Gatling y los otros mantenían abierto el paso en los flancos. El ataque pilló por sorpresa a los adversarios y el coronel King logró llegar al paso llevando a sus heridos en camillas. Durante la operación cayeron otros dos, que fueron recuperados, y murió uno.
Los adversarios aún trataban de cerrarles el camino, pero Sorensen, que iba en cabeza del último grupo, reaccionó con tal virulencia y tal volumen de fuego que creó el vacío a su alrededor. Al final, cuando estuvieron reunidos en la hondonada de detrás de la roca, el terreno a sus espaldas estaba sembrado de muertos y heridos, y el olor de la cordita parecía impregnar hasta las rocas y los arbustos.
El fuego de los adversarios pareció perder intensidad, pero los hombres seguían en guardia, disparando contra todo lo que se moviese. Collins se acercó al coronel King.
—Señor coronel, ¿no le parece que nos debe una explicación?
—¿De qué explicación me habla?
—Bonnier, Sorensen, venid —gritó Collins—. El comandante tiene algo que comunicarnos.
—Pero ¿qué dice? —insistió King.
Le rodearon con las armas en alto.
—Es inútil que finja, coronel. Esto tenía que ser una misión relámpago: aniquilar un nido de terroristas peligrosos que estaban a punto de hacer saltar una central nuclear. Volver, cobrar, y aquí paz y después gloria. En vez de eso hemos acabado en una trampa y se ha vuelto del todo la tortilla. Tengo la sospecha de que la misión era eliminarnos a nosotros, no a los de allá fuera.
—¡Que vienen! —gritó Vlad.
—¡Quitádmelos de encima, coño! —respondió Collins—. Tenemos que resolver un problema interno.
—Bueno, King —dijo Sorensen—, ¿se decide a hablar o quiere ser fusilado por alta traición? Ciñéndonos al código militar, se entiende.
King hizo el ademán de levantar el cañón de su metralleta, pero Collins le disuadió con un simple gesto de la cabeza.
El combate recobró intensidad.
—Os juro que yo no sé nada. A mí me enrolaron como a vosotros. No me llamo King, sino Saunders. Estaba desesperado, sin ninguna perspectiva, y había sido expulsado del ejército. Me ofrecieron el mando de una operación secreta, ser rehabilitado y reincorporado al ejército, y cobrar una gran suma. Acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenéis que creerme.
—Comandante —gritó el turco—, las municiones empiezan a escasear.
—No me extraña. Disparáis como locos. ¡Fuego solo contra blancos seguros! —contestó Collins.
—¿A vosotros os parece que si supiera algo no habría traído más municiones? ¡También estoy aquí, con vosotros, caray! —gritó King—. Yo había organizado un asalto fulminante, no una guerra de posiciones.
—Tiene sentido —comentó Manera.
En ese momento llegó el spetnaz.
—Comandante, pasa algo raro… Parece que ellos también anden cortos de municiones, o que ahorran balas.
—Pero ¿qué coño pasa? —dijo Bonnier.
—Hemos llegado aquí en avión —dijo Manera—, como un equipo de fútbol que juega fuera de casa, pero no tiene gracia: es como jugar en un estadio vacío.
Nadie tenía ganas de reír. Collins clavó en él una mirada extraña.
El Castillo, Almería, 10.40
El MB340 S planeó por encima del pequeño cañón, levantó un poco el morro y aterrizó en menos de quinientos metros. Cesare Novalis levantó la cúpula de la carlinga, se quitó el casco y se deslizó hasta el suelo. No había nadie.
—¿Dónde estás? Sal, que he visto tu todoterreno allá detrás.
Massari apareció poco después en la pista de tierra, con su camioneta cargada de queroseno.
—Sabía que vendrías. Por eso he ido a comprar un poco de gasolina.
—Gilipollas. Si hubieras dado señales, a esta hora ya estaríamos volando.
—Intentaba seguir en contacto con aquellos desgraciados —repuso Massari—. Abre el tapón del depósito. Además, si tú no hubieras contestado como un cabrón, nos habríamos ahorrado media hora. Vamos, a ver si movemos el culo.
—Pero ¿tú crees que habría abandonado al Profesor? Sólo era una manera de decir que la operación me parecía arriesgada. Ya me conoces, ¿no? Suerte que el avión no lleva símbolos ni distintivo. Pero es un aparato nuevo. No es que haya muchos en circulación. No tardarán mucho en restringir las hipótesis.
—Mira, eso es lo último que me preocupa; este asunto es tan feo que le conviene a todo el mundo estar callado. De lo único que tengo miedo es de que nos los encontremos a todos muertos.
—Acabemos el abastecimiento y vayámonos de aquí. Me han detectado los radares; los satélites nos están viendo, y en cualquier momento se nos puede plantar en las narices la Guardia Civil.
—Tranquilo. Ya he tenido un cuerpo a cuerpo con un comisario suizo de seguridad pública. No le temo a nada.
El caza despegó en cuatro minutos, se enderezó como un misil, y en otros diez llegó a la cota de los diez mil metros.
—Ahora podemos estar un rato tranquilos —dijo Novalis.
Nueva York, 6.00
Steve Lester abandonó el aparcamiento donde esperaba desde hacía una hora, sentado en el coche, al ver salir a Janet de la boutique con los paquetes de sus compras y poner en marcha su BMW. La siguió hasta el aparcamiento de un centro comercial y se acercó a ella en el momento en que salía.
—Steve —dijo ella, impasible—, pareces un fantasma.
—Hace bastante que no duermo.
—Quizá sea mejor que nos veamos en otro sitio.
—Tu coche es perfecto —respondió Lester—. Sube otra vez y ponte al volante.
Janet quedó sorprendida, molesta incluso por el tono imperioso de su voz, pero subió otra vez al coche.
—Arranca —le dijo de nuevo Lester.
—Steve, sabes perfectamente que estoy acostumbrada a hacer lo que quiero y que no acepto órdenes de nadie; o me dices ahora mismo lo que buscas, o paro el coche y te hago bajar.
Lester la apuntó en un lado con una pistola con silenciador.
—Ahora sal del aparcamiento y sigue a la izquierda un par de kilómetros.
—No hagas chorradas, Steve.
—Janet, haz lo que te digo o te meto una bala en el cuerpo, como que hay Dios. Acuérdate de que no tengo nada que perder.
Janet obedeció, pero por su manera de apretar las mandíbulas Steve vio que estaba furiosa.
—Quiero que me lleves a la sede actual de Millennium Arena.
—No sé de qué hablas…
—Y tanto que lo sabes; como que formas parte de la asociación. —Janet se volvió hacia él de golpe—. ¿Sorprendida? No me extraña. Muy bueno lo de darme las llaves a sabiendas de que no conseguiría desconectar las alarmas óptica y láser, y sobre todo que nunca lograría entrar en la memoria del ordenador… ¿Aún más sorprendida? Ya, ya sé que no consta que haya abierto nadie aquellos files, pero es gracias a un programa ideado por un amigo mío que borra las huellas que dejan los intrusos. Bueno, no seré un genio de la informática, pero esta vez no me las he arreglado nada mal, ¿no te parece? ¿Qué, qué hacemos? ¿Quieres llevarme a donde te he pedido o prefieres morir?
Janet le miró un momento, con una expresión en la que Lester vio una determinación tranquila y letal.
—Vale —contestó—, pero recuerda que esto solo quiere decir una cosa: que si te vuelvo a encontrar en mi camino serás hombre muerto. Gilipollas. Y ya que estamos, quiero que sepas que solo dejé que me follases por exigencias de trabajo, y que me daba asco. Siempre vas vestido como un vagabundo, y tu colonia de cuatro chavos me hace vomitar.
Steve Lester no dijo palabra. Se limitó a clavar un poco más el cañón de la pistola en el flanco de Janet. Recorrieron unos quince kilómetros hasta frenar detrás de un almacén, cerca del puerto. Janet bajó.
—Por aquí —dijo.
—Recuerda —dijo Lester—: un movimiento en falso y estás muerta. O no habrá quien te mire el resto de tu vida. Después de lo que me has dicho, no creo que tuviera demasiados escrúpulos.
Janet entró por una puerta trasera a un pasillo que daba a una puerta blindada. La abrió con una tarjeta magnética. Era un ascensor que subió cinco plantas, pero al salir toparon de frente con dos vigilantes armados. Lester se colocó enseguida tras el cuerpo de Janet y les liquidó uno tras otro, como un rayo.
—¿Hay alguno más? —preguntó—. Dime la verdad o la próxima vez te mato primero a ti.
Su manera de abatir a los vigilantes convenció a Janet de que no vacilaría. Lester arrastró los cadáveres al ascensor.
—Por aquí —dijo Janet, girando a la izquierda.
Dieron unos diez pasos por el corredor, hasta pararse ante una puerta con combinación. Janet tecleó el código. Entraron. Estaban frente a un panel de control.
—Quiero saber qué es esta operación, en vista de que no tiene nada que ver con la CIA ni con ningún otro servicio de inteligencia que pinte algo. Quiero saber por qué tienen que morirse aquellos chicos en Ain Jibril, y quiero comunicarme con ellos.
Janet titubeó. Lester le apuntó al pómulo con la pistola.
—Ningún p. s. conseguirá devolverte un aspecto decente después de que esta bala te destroce el cráneo.
—Cabrón —dijo Janet, fulminándole con una expresión llena de saña.
Acto seguido encendió un gran monitor de plasma en el que apareció el campo de batalla de Ain Jibril.
—¿También quieres el audio? —preguntó, sarcástica.
—No, mejor que no.
—No es ninguna operación secreta de ningún estado, o de sus servicios secretos; tampoco es una incursión antiterrorista —dijo Janet—. Es una lucha de gladiadores… Sí, gladiadores del tercer milenio, aunque ellos no lo sepan. Dentro de poco se les habrá acabado la munición, y tendrán que luchar con armas blancas: sables y puñales. Por las colinas de alrededor, pero también en pleno campo de batalla, en función de lo que hayan pagado, hay espectadores, resguardados y escondidos dentro de las rocas. Cada uno de ellos ha desembolsado como mínimo medio millón de dólares para poder asistir al espectáculo más emocionante de todos los tiempos: un combate a muerte entre seres humanos. Son muchos, más de doscientos… El ser humano no ha cambiado nada en dos mil años, y si se pudiera volver a usar el Coliseo, lo llenaríamos hasta la bandera. No seas estúpido, Steve. ¿Te das cuenta del negocio?
Lester pareció vacilar.
—Pero ¿quiénes son los clientes? ¿En serio que hay tantos?
—Más de los que te puedas imaginar, e insospechados, muchos de ellos… De todo rango y procedencia social, y de todas las fes y religiones.
—Les quiero ver.
—Te lo desaconsejo. A partir de entonces, tu vida no valdría un céntimo. ¿Por qué no disfrutas del espectáculo? Desde aquí, maniobrando esta consola, puedes tener la misma visión que cualquiera de nuestros espectadores de primera fila.
Ain Jibril, Marruecos, 11.45
Bonnier enfocó con los prismáticos la figura de un jinete árabe que parecía dirigir la batalla de los suyos desde lo alto de una colina.
—Mira quién está allá arriba —dijo—: al-Massoudi.
—¿Qué has dicho? —preguntó Manera—. O sea, que es verdad.
—¿El qué?
—Nada.
Un impacto de RPG explotó a poca distancia de la ametralladora pesada. El artillero fue arrojado a un lado por el estallido, manando sangre por muchas heridas.
El coronel desplazó hacia la derecha a una unidad de asaltantes a fin de detener una maniobra envolvente de los adversarios.
—¡Por allá llegan otros! —gritó Collins, señalando a un grupo motorizado a la izquierda—. Y nosotros sólo tenemos munición para cinco o diez minutos.
—Ellos también la escatiman —dijo el griego—. Hay algo raro que no acabo de entender.
—¡Escuchad! —gritó el coronel—. O frenamos al grupo motorizado, o estamos perdidos. Dos unidades de asaltantes, con Collins y dos lanzacohetes, rodearán la posición y detendrán a los transportes de tropas. Si se nos echan encima, será el fin. Luego nos prepararemos para el encuentro decisivo, y que Dios reparta suerte. Estamos en inferioridad, pero les hemos causado muchas más bajas de las que hemos sufrido nosotros. Venga, que os cubrimos.
Collins se fue hacia la izquierda con los suyos, arrastrándose al amparo de una cresta, mientras los hombres del coronel sometían la zona crítica a una densa barrera de fuego. Manera no quitaba la vista de encima a al-Massoudi, que en aquellos momentos avanzaba a gran velocidad, desapareciendo continuamente entre los árboles, por lo que era difícil apuntar. Vio que en otros sectores del campo de batalla ya estaban luchando con armas blancas. A esas alturas, estaba claro que el enfrentamiento concluiría en un monstruoso cuerpo a cuerpo.
De repente Yuri gritó:
—¡Mirad! Se acabó. ¡Tienen un caza!
Todos se volvieron, mientras un pequeño caza gris sin insignias pasaba disparado como máximo a trescientos metros del suelo, con gran estruendo.
—¡Llegan los nuestros! —exclamó Manera riendo.
—Pero ¿qué dice? —replicó el coronel.
—Conozco este avión. Lo fabrica mi empresa, y también sé quién lo prueba. ¡Por fin tenemos la aviación!
Antes de que acabase de hablar, el MB340 S se lanzó en picado, barriendo el terreno ante la unidad motorizada con una ráfaga de ametralladora. Dos blindados saltaron por los aires, y los pedazos se dispersaron por un amplio radio. Sin embargo, justo cuando el avión desaparecía detrás de las colinas para situarse otra vez en posición de ataque, se oyó una voz estentórea, como la que había sonado en el campo de instrucción de El Castillo. Parecía salir por altavoces invisibles.
—Soy el teniente coronel Steve Lester, del servicio secreto británico. ¡Cesad inmediatamente el fuego! Os han engañado.
Cada vez eran más las unidades, de ambos lados, que al haberse quedado sin munición se enzarzaban en durísimos choques de arma blanca. La voz tronó de nuevo, más potente, debido a que se estaba agotando el tableteo de las armas automáticas.
—Os estáis matando los unos a los otros para divertir a los que os miran. En este mismo momento, vuestra sangre y vuestras heridas son un espectáculo para depravados que han pagado a cambio de asistir. Y han esperado ansiosamente a que se agotasen las municiones para disfrutar de la parte más emocionante: ¡veros luchar con armas blancas!
Las armas de fuego enmudecieron una tras otra. El silencio conquistaba el campo, paso a paso. Las palabras de Lester ya se oían en todas partes, fuertes y nítidas.
—Os enrolaron para que luchaseis como gladiadores sin saberlo. Yo os hablo desde Nueva York. Detened ahora mismo el combate. No es verdad nada de lo que os han dicho. ¡Nada!
Mientras se disipaba el eco de los últimos disparos, la voz de Steve Lester siguió repitiendo el mismo mensaje.
A bordo del avión, Massari vio lo que ocurría y detuvo a Novalis antes de que volviera a disparar con el cañón de proa.
—¡Para! ¡Mira! Ha cesado el combate. Está pasando algo… Tenemos que bajar. Mira: allá abajo hay otro avión. ¿Podrías aterrizar en aquella pista de tierra?
Novalis dio un amplio giro y se posó en la pista, junto al otro avión. Massari saltó al suelo. Echaron los dos a correr en dirección al campo de batalla. Cuando tuvieron a la vista el valle que rodeaba el caserío, se ofreció a su mirada un espectáculo increíble. Los combatientes ya estaban a pocos metros los unos de los otros, cara a cara, inmóviles y silenciosos. La voz en inglés decía:
—Estoy en la sala de control de este horrible juego de guerra, y sé dónde se encuentran los espectadores de pago de esta masacre, pero solo lo diré cuando todos, repito, todos, hayáis depuesto las armas. Para que no corra más sangre. Tengo las pruebas de su vergüenza, y les arrestaremos uno por uno para que respondan ante la justicia.
Justo en ese momento, sin embargo, Massari vio que un jinete árabe se lanzaba a un galope desenfrenado, con la espada desenvainada, hacia el refugio de donde estaba saliendo, totalmente al descubierto, Adriano Manera.
—¡Mira! —exclamó.
—¡Cuidado! —chilló Novalis, echando a correr hacia el Profesor.
Massari disparó con la pistola y dio al jinete en el brazo izquierdo, pero ya estaba sobre su adversario. Manera intentó parar el golpe con el fusil descargado, y desvió varias veces la hoja; después blandió su katana y se enzarzó en una furiosa liza con su contrincante. El jinete se dio cuenta de que había perdido, obligado como estaba a cubrirse las espaldas de los disparos de arma de fuego. Hizo ademán de alejarse, pero como Manera se había descubierto, se volvió, lanzó un cuchillo que acertó de lleno entre el hombro y el esternón y se dio a la fuga a todo galope.
Novalis, primero en llegar, sostuvo a su jefe cuando estaba a punto de caerse al suelo, y le acostó en la hierba seca, intentando restañar la herida. Massari disparó el resto del cargador en pos del jinete, hiriéndole en la pierna, pero no le impidió seguir su carrera hacia las colinas.
—Ahora te subimos al avión, Profesor —dijo Novalis—. En menos de una hora estarás en un hospital. Te salvarás.
—Me temo que es demasiado tarde —dijo Manera con un estertor—. Quiero pedirte algo.
—Todo lo que pueda.
—En el bolsillo interior del mono de camuflaje está mi poema en latín. Hazlo llegar a Amsterdam, a la comisión. Quizá esté a tiempo para la segunda sesión… Detrás está la dirección de una chica. Dile que la echaré de menos.
—La volverás a ver personalmente, y se lo dirás tú mismo.
Pero el Profesor ya no tenía fuerzas. Tras pasear a la redonda una mirada perdida, miró al amigo que le sujetaba.
—Ave, Caesar —dijo con su último aliento—, morituri te salutant.