Dimitri se encendió un pitillo y expulsó una densa nube de humo azulado.

Archanes, rumié para mí, un nombre realmente extraño, incluso para alguien como yo que lleva toda una vida deleitándose con la toponimia. Sugestivo, intrigante.

—Los estudiosos del folclore local explican que el nombre deriva del hecho de que el pueblo se halla al fondo de una depresión, rodeado de unas alturas, poco visible. Escondido. Pero también que encubre muchos lugares ocultos por la naturaleza cársica de su terreno. Por estos pagos circula una historia: a principios del siglo XIX llegó un escritor inglés y se puso a peinar las cuevas de las montañas circundantes, incluso el monte Juktas que, como seguramente sabes, tiene en su cima un santuario minoico. Buscaba el laberinto de Minos y tal vez también el Minotauro por la parte de Palia Chora. Figúrate. Un loco según algunos, un vidente decían otros. Un día entró en el mercado del pueblo, compró galletas, carne en salazón, nueces, almendras e higos secos, una cantimplora, velas de sebo y fósforos, llenó una espaciosa mochila y se fue. Se perdió en las entrañas del monte y fue dado por desaparecido. Cuando regresó, tenía la mirada de alucinado y el cabello totalmente blanco. Y ya no reconocía a nadie.

El camarero trajo otro ouzo y Dimitrios Kanellopoulos, veterinario de la pequeña ciudad y amigo mío de los tiempos de la universidad, se lo echó al coleto de un trago mientras yo continuaba con mi retsina. Actualmente los griegos poco menos que se avergüenzan de ella, pues dicen que está elaborada con los residuos de la producción vinícola, que la retsina mata cualquier otro sabor, pero yo no estoy de acuerdo: hay retsinas y retsinas. Está la buena y la corriente, y hay una clase que producen en Volos, burbujeante y espumosa, que, si se toma con hielo, está de muerte.

—Pero qué cosas —continuó Dimitri—, mira que encontrarse así después de tantos años en un lugar como este. Según tú, ¿cuántas probabilidades había?

—Una entre un millón. De hecho, la fecha de hoy es el número que juego a la lotería —respondí—. Pero es lo bueno que tiene la vida: que siempre te reserva sorpresas. Lo que quiere decir que este sitio, después de todo, no está tan escondido y apartado, si yo he logrado dar con tu paradero.

—Por pura casualidad: si el cocker del barman no hubiese tenido los cachorros, no nos habríamos encontrado. La zona de servicio es muy amplia y no vivo en el pueblo. Habría pasado por aquí dentro de un par de semanas y quizá ya no hubieras estado. O tal vez seguirías aquí: ¿cuánto tiempo piensas quedarte?

—Bueno, un par de semanas seguro: tengo que terminar de escribir mi ponencia sobre la campaña de excavación que el editor lleva esperando desde hace un mes, y no tardará en perder la paciencia y sentirse muy desilusionado. En resumen, la previsión es un par de semanas, pero la intención es no moverme hasta que la haya terminado, pues de lo contrario no la acabaré nunca.

—Estupendo. Te invito una noche a cenar a mi casa. Me pasaré alguna vez por aquí por el bar, para tomarnos algo juntos y charlar sobre los viejos tiempos. ¿Dónde te hospedas?

—En el Terramaris. Un nuevo y flamante hotel que está a cinco kilómetros de aquí.

—Lo conozco.

—Pero mañana iré a ver una casita que hay por la carretera de Iraklion y, si llegamos a un acuerdo, la alquilaré. No me gusta estar en un hotel, aparte del precio considerable. Con la introducción del euro, Grecia ya no es un lugar barato como en otro tiempo. Me parece caro como Italia.

Dimitri se quedó unos instantes absorto, luego dijo:

—¿Sabes que sigo pensando en Anna?

—No me extraña. Era una chica guapa e inteligente, y me parecía también que estabais bien juntos. ¿Cómo fue que os separasteis?

—Ella no quería instalarse en Grecia, en particular aquí. Vino conmigo y le gustó, pero solo para unas vacaciones, no para vivir. Al final me casé con una chica de mi pueblo y he tenido dos hijos. ¿Y tú?

—Estoy separado. Lisa y yo ya no teníamos mucho que decirnos y sin hijos es duro seguir adelante e inventarse algo de lo que hablar cada día. Pero quedamos como amigos. También echamos algún polvo de vez en cuando. En resumen, las cosas podrían haber ido peor.

Mientras hablaba reparé en un individuo que estaba sentado a una mesita un poco alejada, solo, que se tomaba un café a sorbitos y fumaba un cigarrillo de un perfume especial. El aroma me hacía recordar el Turmac rojo, pero ni siquiera sabía si se seguía comercializando; hacía tiempo que no lo veía. Me parecía que no me quitaba los ojos de encima.

—¿Sabes quién es ese tipo de la chaqueta clara? —le pregunté a Dimitri.

—Últimamente frecuenta estos lugares, pero le habré visto un par de veces. En cualquier caso, no es de aquí, es un forastero; hay bastantes, ingleses, alemanes, franceses en su mayoría. Apasionados de la Antigüedad, tipos extraños: andan por las montañas en busca de cacharros rotos y de piedras viejas. Creta es una tierra tan antigua y en gran parte misteriosa todavía… ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque no me quita ojo. Y no es la primera vez. También ayer, mientras me tomaba un café en la plaza, me observaba.

—Será una impresión tuya. ¿Por qué habría de hacerlo?

—No es una impresión, me está mirando también ahora.

Lo veo reflejado en los ventanales del bar.

—Tal vez le recuerdas a alguien, o puede que le gustes, quizá es gay —dijo con una sonrisa.

—No digas memeces.

—Era broma… Bueno, tengo que irme. Nos hablamos, ¿de acuerdo?

—Descuida.

Dimitri se levantó, se fue hacia su Land Rover y tomó la carretera de la montaña. Se levantó un viento fresco que hacía estremecerse a uno, por lo que entré en el bar. Poco después me siguió también el hombre de la chaqueta clara y fue a sentarse en un rincón para leer el periódico. Me sentí incómodo.

La casa era bonita, encalada, con un huertecito y un jardín delicioso con romeros, pitosporos, un bellísimo laurel, unos cuantos olivos viejos, un granado frutal y otro de flor, un níspero y un madroño. Los naranjos y los limoneros expandían un intenso perfume a azahar que me resultaba difícil distinguir del de un viburno tan cargado de flores que las ramas se curvaban bajo su peso. Lo que yo necesitaba. Los dueños de la casa me dejaron las llaves al partir a Atenas, donde pensaban pasar el verano. Extraña decisión; pues de haber tenido yo una casa así, sin duda no me habría ido a esa ciudad siempre atestada de tráfico para morirme de calor en junio y julio.

Llamé a un taxi para trasladar mi equipaje del hotel y atravesé el pueblo para llegar a mi nueva residencia. Era sábado por la tarde y había bastante gente en la plaza. El taxi redujo la velocidad y durante unos instantes vi a un hombre vestido con el traje tradicional cretense: botas, pantalones bombachos, faja a la cintura, camisa a rayas con las bocamangas dobladas. Tuve la clara sensación de haberlo visto antes, pero no tenía ni idea de quién era ni cuándo lo había visto. Él se sintió observado; durante unos segundos me miró fijamente y yo leí en su mirada la misma expresión inquieta de quien reconoce pero no consigue recordar la identidad y las circunstancias de un encuentro anterior. O tal vez de quien se siente reconocido donde y por quien no hubiera querido. Pedí al taxista que detuviera la marcha, pero el hombre había desaparecido en medio del gentío.

¿Qué diablos estaba pasando? Había ido a instalarme en un pueblo fuera del mundo donde todos debían ser extraños y en pocas horas me había encontrado a un viejo amigo. De acuerdo, el mundo es un pañuelo, como suele decirse, pero ¿y los otros? El que me observaba y ahora este al que me parecía conocer y que debía de haber visto en algún maldito lugar, pero no sabía dónde y cuándo.

Traté de convencerme de que debían de ser impresiones mías, tal vez el cansancio o quizá el peso de mi vida vana e inconsistente que comenzaba a dejarse sentir a los cincuenta años cumplidos. Muchos intereses, muchas curiosidades, pero ningún verdadero objetivo en mi existencia, aparte del trabajo. ¿Qué significaban esas extrañas presencias en Archanes? Y el hombre de las botas… Sabía quién era yo, tenía una certeza casi absoluta de ello.

Tenía que ponerme a trabajar de nuevo; todo pasaría. Me había ocurrido ya otras veces: en períodos de depresión cosas de escasa relevancia se agigantaban hasta hacerse insoportables.

Entré por fin en casa, descargué el equipaje y pagué el taxi; luego, con calma, me dediqué a ordenar mis cosas, a examinar con atención el edificio, el huerto, el jardín; en suma, el ambiente donde pasaría mis vacaciones de trabajo en un pueblo llamado Archanes, a treinta kilómetros de Iraklion, Creta, en un lugar oculto. Desde la ventana del dormitorio se veía el monte Juktas y las nubes negras que lo dominaban. El tiempo empezaba a empeorar.

Hacia el atardecer cerré las ventanas y encendí la luz. Comenzaba a llover, cada vez más intensamente, una lluvia fuerte que repiqueteaba sobre el tejado y los cristales, empujada por impetuosas rachas de viento. En el otro lado de la carretera veía curvarse, sobre una colina, dos jóvenes cipreses a cada ráfaga hasta tocar el suelo con la punta.

Mentre il cipresso nella notte nera

scagliasi al vento, piange alla bufera.

Me volvían siempre a la mente estos versos cuando veía arreciar un temporal. Una reminiscencia escolar.

La bombilla palpitó, el filamento permaneció incandescente unos instantes incluso después de que se hubiera ido la luz, luego todo se sumió en la oscuridad. Encendí una de las velas que descansaban sobre la repisa de la chimenea y la llamita iluminó un poco la estancia.

De vez en cuando pasaba un automóvil por la carretera y el reflejo de los faros proyectaba como una leve claridad espectral contra el techo.

Vi algo. Una sombra a través del velo acuoso que corría por el cristal de la ventana. Un coche. Se paró. Era un viejo Mercedes, uno de esos con la calandra del radiador amplia e imponente como la fachada de una catedral. Estaba aparcado del otro lado de la carretera, con el motor encendido y los parabrisas que se movían arriba y abajo de un modo alterno y regular. En su interior se entreveía la forma oscura del hombre al volante.

¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Sabía ya que me había trasladado? ¿Era el elegante parroquiano que fumaba tabaco turco? ¿O el hombre de la faja y de las botas? ¿O quizá era Dimitri? Pues no, Dimitri tenía un Land Rover, no un viejo Mercedes. No sé por qué, pero en aquella atmósfera estaba tan turbado que en un determinado momento decidí salir e ir a ver quién era y qué era lo que quería.

Cogí un sombrero y abrí la puerta que daba al jardín y luego a la carretera, pero en ese mismo instante el Mercedes arrancó y se alejó lentamente, desapareciendo como un fantasma tras la cortina de agua que caía del cielo.

La luz volvió al cabo de media hora y dediqué el resto de la velada a acomodarme en mi nueva residencia. Me preparé dos huevos para cenar y luego estuve viendo un rato la tele. Estaba demasiado cansado y poco concentrado para ponerme enseguida a trabajar. Cuando me acosté no pude dejar de pensar en aquellos dos hombres. Al primero no lo había visto nunca, pero al segundo me lo había encontrado en alguna parte: ciertamente no en Creta, ni en Grecia y tampoco en Italia. Aquel rostro estaba fuera del contexto en el que lo había conocido, lo cual me hacía imposible, por el momento, identificarlo. Me dormí pensando que en realidad la cosa tenía una importancia secundaria y que no había nada por lo que debía sentirme preocupado. El del Mercedes negro se había parado para telefonear o para esperar que el temporal disminuyese de intensidad.

El día siguiente se anunció espléndido, el aire estaba terso y cada mínimo detalle del paisaje se recortaba con nitidez cristalina. Alquilé un pequeño todoterreno y me fui a la montaña. Si no recordaba mal, se podía llegar en coche hasta casi la cima del monte Juktas, y con aquel cielo límpido el panorama de la cumbre debía de ser de quitar el hipo.

El viento barría la cima del Juktas, pero desde allí arriba podía dominarse dos tercios de la isla. Por una parte, el monte Ida con las peñas grises que salpicaban el verde de los prados y de los bosques; por la otra, el mar con matices que iban del azul intenso al verde oscuro en las cercanías de la costa. Las olas rompían en cresta regando de espuma blanca la extensión marina. En torno a mí, la vegetación de alta montaña relucía aún por la lluvia de la noche y las extensiones de purnari, la encina enana de hoja perenne, creaban la impresión de un paisaje miniaturizado. Más abajo, los prados estaban constelados de flores silvestres de colores tan intensos que se hubieran dicho irreales. Sobre todo las amapolas. Las amapolas de Creta no son simplemente rojas, sino de un color carmín muy intenso, y cuando el sol atraviesa los pétalos producen el efecto de la seda mojada. Enfrente de mí, al otro lado del valle, por la parte de Palia Chora, se veía un caserío aislado y, delante, un retama arbórea de un tamaño excepcional, con una explosión de flores de un color amarillo sol. Tenía que volver al trabajo o ya no haría nada. Recogí solo algunas semillas de pino de montaña para llevármelas a casa y hacerlas germinar en mi invernadero. Regresé a la hora de comer y me detuve de nuevo en la taberna para tomar un bocado. Ninguna cara extraña esta vez. Nadie que me observase de reojo. Solamente una llamada de teléfono de Dimitri que me invitaba a cenar el sábado siguiente.

Pasaron así tres días tranquilos de trabajo y de paseos solitarios por la montaña, reconocimientos más naturalistas que arqueológicos, como sucedía de ordinario cuando me consideraba de vacaciones. Pero si me encontraba a alguien, a un pastor o un viñador, le preguntaba por el inglés que se había perdido en las entrañas de la montaña, por la zona de Palia Chora, a principios del siglo XIX, y me encontraba ante relatos diversos y variadamente fantasiosos. Tal vez no fuese más que una leyenda, pero empezaba a pensar que había algo de cierto en ella y elaboraba conjeturas sobre dónde podía estar la entrada de la cueva. Varias veces tuve la impresión de que me observaban, pero pensé que seguía siendo una paranoia mía la que me hacía ver o sentir lo que no existía.

El sábado por la tarde, antes de la puesta del sol, volví al valle, al oeste del Juktas, para sacar unas fotos al santuario minoico y para hacer también alguna foto, antes de que comenzase a florecer, de la increíble retama arbórea que había entrevisto cerca del caserío que había en la ladera oriental del valle. Aunque me negaba a admitirlo, en mi fuero interno pensaba que mis pasos podían llevarme a una zona de matorral que tal vez escondía la entrada de la cueva del inglés.

Dejé la pequeña Suzuki en un calvero en medio de la cuesta y empecé a trepar hacia el caserío por un sendero más bien pronunciado. Imaginé que la carretera de acceso estaba del otro lado, porque por aquel sendero solamente se podía subir a pie. En un determinado punto me detuve para recuperar el aliento. En ese momento el sol que tocaba el horizonte iluminó el tejado del caserío y la fronda florida de la retama arbórea se incendió con un esplendor tal que me dejó en un estado de atónita contemplación durante unos instantes. Inmediatamente después saqué la cámara y me puse a encuadrar la escena en el objetivo y a hacer algunas fotos, pero un ruido cercano de hojas secas pisoteadas me hizo darme la vuelta justo a tiempo de ver ante mí a dos individuos de aspecto poco tranquilizador. Uno de ellos trató de arrebatarme la cámara fotográfica, el otro hizo lo posible por aferrarme por un brazo, pero yo me lancé a la carrera por entre la maleza. Sentía que me pisaban los talones y, poco después de haber hecho una maniobra de distracción a media cuesta, me arrojé hacia abajo con la intención de alcanzar mi coche.

Los dos hombres no aflojaban y yo corría cada vez más rápido, a toda velocidad, arañándome los brazos y la cara con los duros y espinosos arbustos del matorral. Durante un instante, entre las ramas y las hojas secas, vi algo, una hendidura en la roca, ¿o quizá una abertura?

Llegué casi de improviso al calvero, pero estaban demasiado cerca para que me diese tiempo de poner el coche en marcha, por lo que tuve que proseguir mi carrera esperando llegar a la carretera municipal, en la que había un mínimo de tráfico y donde quizá aquellos dos desistirían en su persecución.

No podía más, las rodillas me flaqueaban y me faltaba el aliento. Era tal mi cansancio y el padecimiento que pensaba en rendirme. ¿Qué podía ocurrirme peor que un infarto? Llegué a la carretera y estuve a punto de que me embistiera una furgoneta, que se desvió bruscamente y se alejó haciendo sonar el claxon. No me atrevía a volver la cabeza, pero ya daba igual porque mis energías habían tocado fondo y me había puesto a andar al paso.

No ocurrió nada. Nadie me perseguía ya, cosa que se me antojaba tan extraña que casi pensaba que lo había soñado todo. Sin embargo, los arañazos que tenía en la cara y en las manos y la ropa desgarrada me recordaban que todo había sido absolutamente real. Por fortuna había salvado mi cámara, recién estrenada. Me sentía como ese inglés que se había perdido en las entrañas del monte y había emergido de nuevo con el pelo blanco y la mirada alucinada, y cuando de improviso oí que me dirigían la palabra precisamente en esa lengua estuve a punto de que me diera un síncope: «Would you mind taking a ride?». (¿Le importaría dar un paseo?)

Ya estaba oscuro y no conseguía ver bien la cara de mi benefactor, pero respondí sin vacilar: «Sure, thank you», y subí al Peugeot gris sin preguntarme por qué demonios alguien tenía que recoger en la carretera a un desconocido hecho unos zorros que inspiraba lástima, lleno de desgarrones y arañazos.

Había una razón, en efecto. Y el aroma a Turmac rojo que impregnaba el habitáculo no me dejó ninguna duda al respecto.

Era él.

El hombre que me miraba en el bar de la plaza mientras yo charlaba con Dimitri.

—¿Quién es usted? —le pregunté.

—Uno que le anda buscando desde hace un rato.

—Y que anda por ahí normalmente con un viejo Mercedes negro.

—Alguna que otra vez.

—¿Y por qué me busca si puede saberse?

—Porque fue usted el último que vio a Jamal Hassani y el último que habló por teléfono con él.

—Pero ¿qué dice?

—¿Es que no es cierto?

—Bueno, yo creo que es asunto mío, pero sí le vi, y hablé por teléfono con él, pero no sabía que había sido el último. Pero ¿por qué lo dice? ¿Qué significa? ¿Que está muerto?

—No creo. Mejor dicho, creo que está vivito y coleando, pero nos gustaría tener noticias más concretas de él. Por eso no le hemos perdido de vista. ¿Qué se ha hecho en la cara y en los brazos?

—Oiga, todo este asunto no me gusta nada y quisiera bajarme en cuanto entremos en una población. Yo no sé quién es usted, y esos dos gorilas a los que ha ordenado que me sigan casi me han provocado un infarto. Esta es la razón de que esté hecho un cristo lastimoso. Suerte que estoy bastante entrenado y…

—Mire, yo no le he ordenado a nadie, a parte de mí mismo, que le siga.

—Pues entonces…

—Hay gente muy celosa de la propiedad privada por estos parajes, ¿no lo sabía?

—No. Ahora lo sé.

—Bien. Le esperaban para cenar, ¿no?

—Y encima esto… Pero entonces…

—Dentro de poco sabrá algunas cosas y nosotros, espero, sabremos otras. Dimitri Kanellopoulos no ha ejercido nunca de veterinario, es un inspector de la Interpol y en estos momentos está colaborando con nosotros.

—¿Ustedes?

—Nosotros los del M16. Y también con los grupos de ustedes especializados en la protección del patrimonio arqueológico.

—Los conozco, también he trabajado con ellos.

—Me llamo George Stanton, pero podría también llamarme de otro modo.

—Seguramente.

—Bien —concluyó Stanton—, casi hemos llegado.

Salimos por la carretera municipal y enfilamos por un sendero rural que llevaba a una granja aislada y aparentemente deshabitada. Stanton abrió la puerta y yo le seguí al interior. Nos encontramos en una habitación más bien amplia con una mesa, algunas sillas y una cocina con unos hornillos. Dimitri estaba tratando de asar carne y se volvió para saludarme:

—Mala hierba nunca muere, amigo mío.

—¡Qué gran hijo de puta! —repuse yo.

—¿Hassani? Cierto que le conocí: era un funcionario del Servicio de Antigüedades en Iraq en tiempos de la Primera Guerra del Golfo. Pero ¿por qué les interesa y a qué viene tanto misterio? Me parece estar participando en una investigación policial de serie B.

—En cambio, te aseguro que es de serie A. Con mucho gusto te escucharé —respondió Dimitri—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Sabes que soy una persona formal y por tanto te pido que confíes en mí.

—Pero no sabía que llevabas una doble vida.

—¿Y en qué cambia eso la cosa? Todos tenemos una doble o triple vida, quien más quien menos. Responde a las preguntas que te hagamos y te aseguro que al final te diremos lo que es posible revelarte. Es algo que tiene que ver con tu trabajo y puedes sernos de gran utilidad. No calles nada: cada detalle puede ser precioso y ayudarnos a resolver un problema muy grave.

Asentí con la cabeza.

—Bien. Así que no le habías visto nunca…

—Bueno… Me lo encontré hace años cuando era un modesto inspector del Iraq Museum y yo un joven investigador. Estaba realizando un reconocimiento en el desierto por la parte de Faluya junto con un grupo de amigos y colaboradores. Era agosto y habíamos estado durante diez horas bajo un sol de justicia comiendo sin parar sandías para evitar la deshidratación. No sé si lo has experimentado nunca, pero cuando, en condiciones de temperaturas altísimas, se come sandía, la cantidad de agua que se necesita disminuye drásticamente en un cincuenta por ciento. El problema está en encontrar sandías, lo cual no siempre es fácil.

—Estoy de acuerdo —intervino Stanton, que estaba tomando apuntes sin demasiado convencimiento. Mis digresiones alimentarias no le interesaban.

—En cualquier caso, dábamos lástima de lo sucios que estábamos —proseguí— y, como no teníamos un hotel en el que arreglarme, me presenté a la cita más o menos tal como estaba: cubierto de polvo, con el pelo alborotado y la cara quemada por el sol. Me había citado para las seis de la tarde casi sin previo aviso, o lo coges o lo dejas, y había tenido que darme prisa. Había solicitado autorización para ver una tablilla en escritura cuneiforme recién hallada y ese encuentro era crucial para obtenerla. Llegué jadeando, pero de todas formas tuve que quedarme un rato en la sala de espera: ni que me recibiese el ministro en persona…

Dimitri se levantó un momento para dar la vuelta a las salchichas en la sartén.

—Está casi listo —comentó satisfecho—, somos todo oídos.

—Recuerdo que en la pared de enfrente había un retrato de Saddam Hussein que me miraba con el ceño algo fruncido desde una foto oficial que lo reproducía de modo insólitamente realista. Parecía decir: «Cuidado, que no te quito ojo de encima». Cuando llegó mi turno, entré saludando con la mejor sonrisa de que era capaz: «Pido disculpas por el estado en que me presento, pero vengo del desierto… Tengo los zapatos cubiertos aún de polvo…». «No se preocupe —respondió Hassani—, los arqueólogos siempre andamos cubiertos de polvo: es nuestro trabajo. Lo de los zapatos puede remediarse en un instante.» Llamó a alguien, Ahmed o Mohammed, ya no recuerdo, pero, en cualquier caso, no había terminado de pronunciar el nombre cuando apareció como por arte de magia un limpiabotas con un precioso taburete de latón repujado y se puso a lustrarme los zapatos.

—Es mi pasión hacerme lustrar los zapatos —comentó Stanton—, hace que te sientas un rey.

—Sí, pero al final el efecto era desastroso: esos dos zapatos impecables y deslumbrantes contrastaban de un modo insoportable con el resto de mi impresentable atuendo, pero di las gracias por la cortesía y fui al grano: «Como usted sabe, querido colega, he presentado una solicitud a la dirección de este museo para tener acceso a la tablilla SK18 del fondo Woolley y tengo muchas esperanzas de que dicho encuentro resulte decisivo. Para mí es fundamental consultar el original por motivos que puedo explicar si dispone de algunos minutos…

»Hassani me interrumpió para hacerme saber todas las dificultades que comportaba acceder a semejante solicitud. Ganaba tiempo, decía que la cosa dependía de sus superiores, se las daba de tipo importante, de señor de los archivos. En resumidas cuentas, el típico tipo que no está satisfecho precisamente de su trabajo o de su posición y descarga sobre los demás sus frustraciones para hacer ver que existe y que es importante.

»—Venga conmigo —dijo acto seguido—, quiero que se dé cuenta personalmente de ello.

»Me levanté y fui tras él atravesando las salas hasta llegar a la del tesoro de Ur. A mi derecha, dos celadores estaban desmontando la vitrina que contenía el yelmo de oro del rey y me quedé unos instantes contemplando ese esplendor con el aliento en suspenso. Hassani se dio cuenta y se detuvo a su vez.

—¿Has dicho el yelmo de Ur? —me interrumpió Dimitri mientras me servía dos salchichas en el plato y me llenaba el vaso, ¡sorpresa!, de retsina helada y espumante de Volos.

—El mismo. Lo he tocado con estas manos. Estaba allí a medio metro de mí, resplandeciente y soberbio. Pregunté y obtuve el permiso de tenerlo entre las manos aunque solo fuera durante unos pocos segundos y os aseguro que fue una emoción extraordinaria. Me hubiera gustado no separarme más de él…

—¿Adónde lo llevaban? —preguntó Stanton como despertándose de sus apuntes.

—A alguna parte —respondí—. Estaban montando unos vidrios antibalas. Luego me pidió que le siguiera, pues quería enseñarme los archivos.

—Por tanto usted no sabe qué fue del yelmo mientras seguía a Hassani.

—Debieron de guardarlo en el sótano de la Banca Nacional en espera de que estuviese lista la nueva vitrina. ¿Cuál es el problema?

Dimitri nos había servido la carne con patatas y ensalada y durante un rato estuvimos charlando, divagando de un tema a otro, aunque yo en ese momento me sentí de improviso asaltado por un recuerdo que me había fascinado, pero que no consideraba que pudiera interesar a mis interlocutores: la escena se volvió tan vívida en mi mente que me parecía estar en esa sala del Iraq Museum con el yelmo de oro entre las manos. El vigilante me miraba con un ligero embarazo en espera de que se lo devolviese, lo cual hice de inmediato. Pero mientras tanto otra cosa había atraído mi atención. «¿Qué es eso?», pregunté. «¿A qué se refiere?», respondió Hassani sondeando con la mirada las otras piezas espectaculares del ajuar real. «La planta», dije, indicando una especie de planta trepadora que se veía detrás del vidrio de una puerta-ventana que daba al jardín y que a primera vista se habría dicho una leguminosa. Era absolutamente espectacular: de aspecto sumamente elegante, hojas muy finas de un color verde claro semejante al de la mimosa y unos enormes racimos de flores en cascada. Pero lo que asombraba era el tamaño: cada racimo era de unos cuarenta centímetros de alto. «No he visto nunca una maravilla semejante —había observado estupefacto—. Y diría que cuando estuve aquí la última vez no estaba.» «Así es, en efecto. La planté yo. Está acostumbrada a unas condiciones tan extremas que cuando tiene agua y terreno se desarrolla de un modo casi anormal. Está prácticamente extinguida. Quedan muy pocos ejemplares en lugares casi inaccesibles del interior de Argelia. A decir verdad, la planta que vi en el Haggar parecía muerta, pero al pie del tronco había algunas vainas y recogí las simientes, seguro que podían estar en condiciones de resistir durante años al clima riguroso de esa región sin perder la capacidad de germinar. De todas formas, felicitaciones por el espíritu de observación.» «Soy un apasionado de las plantas y de la naturaleza.» «¿De veras? Yo también.» Me acerqué a la ventana para mirar mejor: «Dios mío, esta no es una planta, sino una máquina de guerra». «En efecto —me dijo Hassani—, vive en lugares en los que no crece nada más, entre rocas y arenas abrasadas por el sol, y ha tenido que desarrollar medios de defensa muy sofisticados para sobrevivir, como las espinas ganchudas dispuestas en espiral en torno a cada rama, incluso en torno al tallo del racimo, lo que la hace única en el mundo. Piense que para extraer del terreno cada mínimo residuo de humedad sus raíces consiguen desarrollar una presión negativa de doscientas atmósferas. Se llama Acanthia Ferox

La voz de Dimitri me devolvió a la realidad desde ese involuntario flashback de la memoria.

—¿En qué estás pensando?

—¿Sabes?, Hassani era un apasionado de la botánica como yo, y este interés común me abrió las puertas de los archivos cuneiformes. Durante un buen rato estuvimos hablando más de plantas que de tablillas, tanto que si alguien nos hubiese escuchado nos habría tomado más por dos botánicos que por dos arqueólogos. Se veía perfectamente que mi colega no tenía nunca ocasión de intercambiar dos palabras con nadie que compartiese su pasión. Finalmente, cuando le recordé la razón de mi visita y repetí la solicitud de consultar la Woolley SK18, respondió: «Por supuesto, ningún problema. Ahora le abro el armario blindado».

—Poder de las afinidades electivas —comentó Dimitri.

—Ya —observó Stanton—, luego volvió a Bagdad por tercera vez, ¿no es así?

—Caray, si que saben cosas…, sí, después de dos años. Oficialmente como miembro de la delegación italiana en el congreso sobre Babilonia, pero en realidad para llevar a cabo una investigación sobre las desapariciones de restos arqueológicos de los museos nacionales durante la Primera Guerra del Golfo. Mi intervención versó sobre un pasaje de la Epopeya de Gilgamés y después, en el momento de la cena social, tuve ocasión de ver de nuevo a Hassani. Se había vuelto alguien importante: el director general de las colecciones epigráficas, lo que significaba la responsabilidad de la conservación y del estudio de decenas de miles de tablillas en sumerio y acadio. Llevaba un traje sastre y una corbata italiana de un gusto excelente: el cambio era evidente. Cuando llegó la hora del café, fui a saludarlo y le dije que había oído rumores de sustracciones de muchos objetos, algunos de cierta importancia, de varias colecciones, sobre todo periféricas. Él respondió con un tono fuertemente emocionado: «Lamentablemente es cierto. Hasta este momento se habla de miles de piezas, algunas de notable importancia. Estamos tratando de hacer un catálogo y de difundirlo a los principales centros universitarios y de investigación para que cualquiera que tenga alguna noticia de ellos pueda hacérnosla saber. Por desgracia no contamos con medios ni con hombres para contener esta hemorragia. Es nuestra memoria histórica la que nos es sustraída, y nos sentimos impotentes. Esto es un crimen contra la humanidad entera, créame». Estaba angustiado y, debo decir, casi irreconocible respecto al pequeño funcionario frustrado y engreído que había conocido dos años antes. Pensé que había sido yo quien se había equivocado. Un hombre amante de la naturaleza y que la conoce a fondo no puede ser un mediocre. Además, la asunción de responsabilidades importantes puede cambiar a un hombre y despertar en él una capacidad de decisión insospechable, autoridad y carisma. Yo me ofrecí a colaborar y me puse a disposición para alguna investigación en la que pudiera resultar útil, pero no lo volví a ver más durante varios años. Ir a Iraq se volvió cada vez más difícil, por no decir imposible.

—¿No has vuelto más allí? —me preguntó Dimitri.

—Una sola vez, la última. Justo antes del comienzo de la Segunda Guerra del Golfo: se mandó a Bagdad una task force de arqueólogos y de técnicos de la restauración con la misión de ayudar a las autoridades locales a salvar lo salvable. Fui a Bagdad por un par de semanas. Hassani llenaba cajas, las sellaba y las hacía trasladar bajo escolta, creo que al Banco Central iraquí, que fue muy pronto tomado por los norteamericanos. Trabajaba día y noche, incansable, y les pedía igual esfuerzo a sus colaboradores. Recuerdo que ciertos días se empezaba a las cinco de la mañana y se paraba a medianoche o incluso más tarde con dos breves descansos para tomar un bocadillo y un vaso de cerveza. A veces se venía abajo por el cansancio y se dormía en un sofá o catre de tijera porque no se veía con fuerzas para seguir. Unas pocas horas de sueño interrumpido por el ruido de las ráfagas de las armas automáticas y luego vuelta a empezar. Volví a Italia con un convoy de la ONU directo a Ammán, convencido de lo mucho que se perdería y que tal vez no recuperaríamos nunca.

»Me lo encontré de nuevo en casa de mi director en Roma, el profesor Gallerani, cuando aparecieron en televisión las imágenes del saqueo del Iraq Museum y del incendio de la Biblioteca Nacional en los primeros días de la ocupación de Bagdad. Lo vi palidecer y llenarse sus ojos de lágrimas. No podía creer que objetos de un valor histórico y artístico inestimable hubiesen desaparecido en la nada: el busto de cobre de Sargón, la dama y el vaso de Warka. Yo mismo estaba trastornado, yo que había tenido en mis manos el yelmo de Ur, cuyo destino parecía igualmente desconocido. Traté, de todos modos, de darle ánimos: “Nadie es tan loco para comprar objetos reproducidos en cualquier texto de historia del arte. Gastar millones y millones de dólares para luego tenerlos encerrados en una caja fuerte. Es inconcebible… Ya verá como vuelven a aparecer cuando haya pasado la tormenta”». Pero, mientras lo decía, sentía en mi fuero interno que las posibilidades de una recuperación debían de ser bastante escasas.

Stanton extrajo de un bolsillo interior de la chaqueta una pitillera de plata y se encendió uno de sus cigarrillos ovalados y perfumados.

—¿Sólo volvió a verlo en esa ocasión?

—Sí, sólo esa vez.

—Nos consta que le telefoneó antes de desaparecer y le pidió algo.

—Es cierto.

—¿El qué?

—Semillas, semillas de la Acanthia ferox, una planta muy rara.

—¿Estás seguro de lo que dices? —intervino Dimitri.

—Segurísimo. Él tenía un ejemplar en el jardín del museo y me permitió recoger unas vainas.

—¿Adónde se las mandó? —preguntó Stanton.

—Al Líbano, a una lista de correos. Pero ¿por qué tanto interés por Jamal Hassani?

—Porque desapareció la noche del trece de abril del dos mil tres, por consiguiente pocas horas después de vuestro encuentro en Roma en casa del profesor Gallerani, y nadie sabe dónde ha acabado.

—Tal vez ha vuelto a Bagdad, donde muere tanta gente hoy en día. Es probable que le haya ocurrido una desgracia. Lo siento mucho, pues era un colega valioso, con un apego extraordinario a su trabajo.

—Nadie ha dicho que esté muerto. Es más, estoy seguro de que está vivo y bien.

—¿Qué trata de decir?

—Kanellopoulos y yo pensamos que se encuentra aquí, en Creta.

—¿Y de qué lo deduce, del hecho de que esté yo también?

Pero ¡si yo trabajo aquí, demonios!

—No, no es por eso. Hemos seguido el rastro de su teléfono móvil, pero a los dos días de llegar aquí lo apagó y no lo ha vuelto a encender, o bien ha activado otro inscrito con un nombre falso. Es evidente que no quiere que le intercepten.

—No han respondido a mi pregunta: ¿por qué quieren darle caza?

Stanton y Dimitri se miraron el uno al otro en silencio durante unos instantes, luego Dimitri hizo un gesto con la cabeza y Stanton respondió:

—El cuadro de nuestra hipótesis es el siguiente: el saqueo del Iraq Museum se produjo entre los días ocho y trece de abril…

—¡Pero esto es absurdo! La tarde del trece él estaba en Roma conmigo, en casa del profesor Gallerani.

—Pero la noche entre el doce y el trece estaba aún en Bagdad. La cosa huele a coartada, sobre todo si vuestro encuentro no era esencial —dijo Dimitri—. ¿Recuerdas el motivo por el que había ido a Roma?

—No lo sé. Simplemente telefoneó a Gallerani diciendo que estaba de paso y que le gustaría saludarle.

—¿Y no te pareció sospechoso? Este señor recorrió, en coche, la carretera entre Bagdad y Ammán, pongamos que en la noche del doce al trece, y se embarcó en el vuelo de Alitalia de las siete de Ammán a Roma: cosa que, en efecto, hizo. Hemos comprobado la lista de pasajeros…

—Llegó a Roma —prosiguió Stanton—, se deshizo en lágrimas ante la televisión al ver los destrozos, se despidió y desapareció definitivamente.

—Hassani es un experto conocido, un hombre leal a su misión, un defensor de la cultura, y puedo decir también que un amigo.

—Lo siento, pero demasiados indicios nos llevan a él. Tenemos pruebas consistentes —confirmó Dimitri—. Y además…

—¿Y además qué?

—El yelmo de oro de Ur ha sido sustituido por uno falso, pero el resto del ajuar es original.

—No es posible.

—Nos dimos cuenta al analizar la composición del metal y explorar la superficie del objeto al microscopio. La cosa es sumamente secreta porque tenemos aún la esperanza de recuperar el original.

—Y otra cosa —prosiguió Stanton—. ¿Qué hacía usted por la parte de Palia Chora esta tarde? ¿Y cómo ha acabado en semejante estado?

—Me parece obvio: trataba de birlar el tesoro del museo robado por Hassani, me han cogido con las manos en la masa y he tenido que poner pies en polvorosa corriendo por entre la maleza.

—No se haga el gracioso —replicó Stanton con cara de pocos amigos; también la mirada de mi amigo Dimitri adoptó una expresión poco alentadora.

—¡Es usted quien no debe hacerse el gracioso, demonios! ¿Cómo es posible?

—Me lo permito porque recibimos la última señal del móvil de Jamal Hassani desde esa zona. Y mira por dónde usted acudía a menudo a ese lugar sin una razón plausible.

—Eso lo dirá usted.

—Pues entonces deme una razón plausible.

—Le daré dos —respondí—, la primera es que estaba haciendo un reconocimiento. Buscaba la entrada de la cueva en que desapareció durante varios días ese escritor inglés en mil ochocientos catorce. Misterios de este tipo siempre me han fascinado.

—Interesante. ¿Y la segunda?

—Quería fotografiar una planta. Un ejemplar estupendo de retama arbórea con una floración espectacular.

—Vamos, hombre, invente algo mejor.

—Le aseguro que es así y…

—Un momento —me interrumpió Dimitri—, ¿qué has dicho?

—He dicho «una retama arbórea».

Dimitri meneó la cabeza.

—No es posible, amigo mío, la retama arbórea no florece hasta dentro de dos meses.

Su frase me dejó helado. Durante unos momentos nos quedamos todos en silencio mientras yo pensaba. Esa explosión de flores amarillas, la intensidad luminosa y chillona del oro, el verde muy tierno y engañoso de las hojas, el aspecto esplendoroso… Oh, Dios mío…

—¿En qué estás pensando? —me dijo Dimitri haciéndome volver a la realidad.

—Tienes razón —respondí—, no puede ser una retama. Es alguna otra cosa…

En aquel momento volví a ver el rostro del hombre que había advertido en el mercado, el hombre calzado con unas botas y faja en la cintura. No era cretense, era iraquí: se había quitado el bigote y casi afeitado el pelo largo y llevaba gafas oscuras. Ahora estaba seguro de ello: era Jamal Hassani, así como la planta que ahora podía agrandar en el display de la cámara digital ciertamente no era una retama, ¡era una… Acanthia Ferox!

Ha pasado bastante tiempo desde aquella noche.

Más de cuatro años.

Stanton y Dimitri llevaron a cabo la operación. Al día siguiente comenzaron el acecho y los teleobjetivos de sus cámaras no tardaron en fotografiar al hombre de las botas y la faja en la cintura que me había encontrado en el mercado. El movimiento siguiente fue la incursión en el caserío de Palia Chora y la detención de Jamal Hassani, traicionado por la Acanthia Ferox, y por mí mismo, a cambio de la garantía de que participaría, bajo cobertura e irreconocible, en la irrupción e inspección del caserío. Estoy, por tanto, prácticamente seguro de que el yelmo de oro fue recuperado, pero que las otras piezas del tesoro de Ur no fueron nunca encontradas. Desde hace algunos días un pensamiento penetrante como una carcoma agobia mi mente y he de ponerle fin o me volveré loco. ¿Por qué vino Hassani a esconderse a Creta? ¿Y qué sabía de Palia Chora? ¿Se había establecido en ella por casualidad o por un motivo muy concreto? Sin duda quería quedarse largo tiempo si se había procurado con notable riesgo la compañía de su planta favorita.

Desde entonces he vuelto varias veces a Archanes, tanto es así que Dimitri se ha cansado de mandar que sigan mis pasos y se limita a ofrecerme retsina y aceitunas cada vez que finge encontrarse conmigo por casualidad.

Hará cosa de dos semanas, poco después de Nochebuena, conseguí dar con la persona que había alquilado a Hassani el caserío de Palia Chora. Estaba ausente desde el día en que le había entregado las llaves de casa para irse a asistir a su viejo padre moribundo en Carpathos. Le dije que estaba interesado en alquilar la casa, si estaba libre, y tuvimos una larga conversación. Entre otras cosas, me dijo que el viejo casero le había preguntado varias veces por la cueva del inglés. Luego un día desapareció sin pagar la última mensualidad.

Por esto me encuentro aquí, en una fría jornada de enero, en medio de la maleza, ante la hendidura que vi al huir. Como pensaba, es la entrada de la cueva del inglés. Allá arriba, en la cima de la colina, la planta feroz cubierta de espinas ganchudas se retuerce al viento frío del norte.

Dentro de un momento entraré en esta galería subterránea secreta. En Palia Chora, cerca de Archanes, Creta, 12 de enero de 2010, a las cinco de la mañana.