Desde que había vuelto de mi último viaje a Grecia tenía un sueño recurrente. Me encontraba ante el templo de Zeus en Olimpia, con sus columnas derruidas y los pedruscos alineados horizontalmente uno tras otro como troncos de árbol cortados a pedazos con una motosierra. Cubiertos de incrustaciones, rodeados de la vegetación seca de julio. El canto de las cigarras aislaba aquel lugar del resto del mundo como si aquella vibración tan poderosa tuviera un significado, como si aquel grito estridente reprochase a Zeus su mayúsculo error: haber concedido la inmortalidad al amante de Eos, la Aurora, al muchacho hermosísimo, olvidando concederle la eterna juventud, condenándolo a unas repugnantes arrugas, a la vista eterna de unas carnes flácidas y de unos miembros decrépitos. Transformado por piedad en una cigarra que espera a que pase la noche para admirar el rostro de su amada. Para luego gritar, estridente, todo el día, su desesperación hasta el ocaso.
El mediodía abrasador, el fulgor cegador, el desierto de piedras. Estaba solo ante aquella majestuosa ruina. Nadie andaba por aquellos parajes a la hora de la canícula.
Pero de golpe las cigarras callaban, un silencio abismal subía del valle, el aire era recorrido por un zumbido continuo, casi eléctrico, y las ruinas se animaban, los pedruscos se superponían uno a otro como levantados por una fuerza descomunal e invisible. Lentamente giraban suspendidos en el aire en una danza irreal buscando el encaje justo, la coincidencia con las asperezas del bloque de abajo. Una a una las columnas se erguían poderosas, estrechándose de forma gradual, a medida que crecían, hasta recibir el capitel que las remataba y coronaba. Luego subía el arquitrabe y seguidamente el tímpano que se poblaba de estatuas…
Detrás de mí, a mi derecha, salían por las puertas abiertas de par en par del museo con sus prótesis de metal para reemplazar las articulaciones perdidas, con los cráneos calvos, sin los yelmos crestados, con los orificios abiertos en el pecho allí donde estaban las corazas y los talabartes esplendentes. Caminaban deprisa y fatigosamente entre la extensión de ruinas, trepaban sobre las columnas en aquel aire detenido, bajo el cielo de metal candente, hasta ocupar su sitio.
Allí reencontraban su carácter imponente, la esplendorosa armonía de la que el artista divino las había dotado. Su epidermis de mármol adquiría poco a poco color; la indumentaria, los cabellos, los ojos se revestían de vivos colores o de tonalidades apagadas. Enómao mostraba su arrogante desnudez; Estérope, por otro lado, parecía apartar la mirada y se erguía inmóvil, mientras el auriga, comprado, de rodillas cerca de la rueda del carro, preparaba su trampa mortal.
Sí, el enorme santuario se recomponía ante mí en toda su grandeza. Lo veía, podía tocarlo, sentir su calor y su irregularidad, y también podía percibir el olor, un olor a piedra porosa al que se sumaban los aromas del valle y del bosque sagrado de pinos y de olivos. De algún modo me daba cuenta de que estaba soñando, pero también advertía una fuerte sensación de realidad, sentía que era verdad lo que estaba viendo, tan nítida y fuerte era la visión.
Ahora bien, ante mí, con un leve y continuo chirrido, los pesados batientes de bronce se abrían hacia dentro, me invitaban a entrar y yo subía las gradas del podio, atravesaba la columnata observando por un momento desde abajo la escena amenazadora del tímpano, el elegante peplo de Atalanta, la jabalina mortífera empuñada por la mano de Enómao. El interior estaba iluminado por una vaga luz que penetraba por la gran claraboya situada en el centro de la cubierta y, mientras la mirada se acostumbraba a la semioscuridad de la cella, se me aparecía en todo su regio poder el dios supremo, gigante sentado, con el cetro en la mano, el águila a los pies, rapaz, el torso musculoso y pulimentado, de marfil, el rostro sublime enmarcado por unos tupidos rizos, con una barba florida. Me miraba fijamente con una mirada tan intensa y penetrante que parecía vivo. Y lo estaba.
Pero aquí se manifestaba el sueño en su dimensión irreal, cuando él alzaba el brazo izquierdo para indicar a Oriente y en la base del trono relampagueaba intermitente una inscripción luminosa como en los rótulos publicitarios.
¡Grotesco! Y todavía hoy, cuando ese sueño vuelve a agitar mis noches, no consigo leer lo que dice. Mi éxtasis se transmuta en irritación como cuando uno siente que le toman el pelo. La visión épica se transforma en comedia, y sin embargo caigo cada vez en ella.
No soy alguien que crea en los cuentos de hadas. He pasado de los cuarenta años y soy el director de un museo de provincia en el interior genovés. Cierto que no es el British Museum ni tampoco los Museos Vaticanos, pero es una colección digna y de cierta importancia. Me colocaron allí porque en la universidad no había ningún puesto y mi tutor tomó una ayudante muy guapa que le daba satisfacciones que yo no podía procurarle. Huelga decir que el viejo le había allanado de todas las maneras posibles el camino la había colocado en la cátedra en un par de años escribiéndole también los artículos y el libro que había de presentar a concurso.
No me lo tomé a mal. Quizá en su lugar yo habría hecho lo mismo. Soy soltero, single, como se dice ahora, pero me las apaño bastante bien. Siempre tengo alguna amiga que es amable conmigo, y cuando empiezan a tener pretensiones ahueco el ala. No soy el típico tipo que se casa, que se pone a cambiar pañales, que se acuerda del día de su cumpleaños y todo lo demás. Por otra parte, no tengo ya ni a mi padre ni a mi madre. Los perdí a los dos en menos de un año. Estoy solo, pero tengo pasión por mi trabajo; me dedico a él en cuerpo y alma, lo cual me satisface.
En mi museo no hay importantes colecciones de estatuaria griega o de preciosas cerámicas. Unas pocas estelas ligures, algunas tumbas con su modesto ajuar, inscripciones funerarias romanas con algún bonito retrato republicano, piedras miliares y una discreta colección de monedas, tanto republicanas como imperiales. Pero en la universidad estudié sobre todo arqueología e historia del arte griego, que continúo cultivando porque son la pasión de mi vida aunque en mi museo no haya prácticamente casi nada de ese tipo. En particular he estudiado a fondo los aspectos tecnológicos de las realizaciones artísticas, penetrando en los más recónditos secretos de los antiguos maestros.
¿Acaso por eso tengo ciertas alucinaciones oníricas? Me lo pregunto.
Nuestro cerebro es una máquina extraña: de estudiante escribí la tesis de fin de carrera sobre la retratística de Zeus, cómo había sido representado a lo largo de los siglos el rostro del padre de los dioses, y había llegado a la conclusión de que también el Dios Padre de los cristianos estaba en deuda con el señor del Olimpo en cuanto a iconografía. Esa idea determinó mi interés, como se dice en mi tierra, que era precisamente él, el Zeus de Olimpia, el coloso creado por Fidias en marfil y oro, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Por otra parte había creado una imagen digital, una especie de esquema de los puntos de fuerza del coloso que, por sus características constructivas, debía presuponer a nivel de ingeniería un cálculo estático extremadamente complejo y sofisticado.
Y he aquí que, después del borrón y cuenta nueva de los cuarenta, sueño con estas cosas. Mi mente, libre por la noche para moverse como se le antoja, me da la medida clara de lo obsesiva que es esta pasión mía. Algo que con los colegas no admitiría nunca, porque me haría parecer un diletante, uno de los que leen historias de arqueología fantasiosa —el Grial, la Gran Pirámide— y se traga toda la pacotilla televisiva y periodística que es suministrada hoy en día a los ingenuos.
También yo he subido al Olimpo. No tengo ningún problema en admitirlo. Y a punto estuve de coger una pulmonía. Un día de marzo en el que después se estropeó el tiempo y que poco faltó para que me quedara en el sitio. No he tenido ciertamente epifanías. Solo nubes bajas, viento helado y aguanieve. Se acabó el tema.
Por entonces me encontraba, desde hacía algunos días, en Estambul, una de mis ciudades favoritas; es más, tal vez la que más amo, por su atmósfera, por la fascinación que ejerce en mí, por su extraordinaria belleza. Estuve por primera vez de joven, de estudiante universitario, con los amigos, y me enamoré de ella: un hotelito barato pero en pleno centro, y luego el caminar por las callejas abarrotadas, en medio del estruendo de los mercados, de las bocinas, de los vendedores de roscas, de los limpiabotas y de los comerciantes que te invitan a comprar sus productos. Sí, pensé que un buen baño en la metrópolis del Bósforo, en la más grande ciudad islámica de Europa, me quitaría de la mente ciertos recuerdos de maníaco que ya tenían las características de una verdadera fijación. La voz del muecín desde los minaretes, las mezquitas a la luz de la luna, el Serrallo, la Sublime Puerta, el çay hirviendo y perfumado, el sish kebab…, en suma, todo cuanto puede haber de anticlásico se halla concentrado en esta metrópolis espectacular: por tanto recuperaría el equilibrio.
A decir verdad, había habido también otro motivo de no menos peso que me empujaba al Bósforo: tenía una vieja pasión en la ciudad, Leyla, a la que había conocido en la universidad para extranjeros de Perugia durante un breve puesto interino de docente. Entonces tenía poco menos de treinta años, ella veinte. Había habido entre nosotros una historia más bien intensa. Yo había estado a punto de enamorarme, mejor dicho, me había enamorado como de costumbre, pero luego me había echado atrás, como suelo hacer también. Me había quedado, sin embargo, un remordimiento, una nostalgia, que me dominaba de vez en cuando y no me dejaba durante días o semanas. Quién sabe, quizá había ido a Estambul con la esperanza de volver a verla, o mejor, más que una esperanza: ella me había escrito una carta pidiéndome mi parecer acerca de algunos problemas de carácter científico relacionados con un pergamino que estaba estudiando, uno de los muchos tesoros de la biblioteca del Serrallo, y yo le había respondido con una carta más detallada de lo que se me pedía. Me había llevado su número de teléfono y tenía la intención de llamarla, pero cuando lo hice me respondió una voz masculina y colgué. Quizá se había casado. Mejor dicho, seguro. Lástima.
Me fui hacia la plaza Sultan Ahmet a digerir el desencanto, entré en los jardines de Topkapi y me acerqué al café del Museo Arqueológico, un local al viejo estilo, muy acogedor, con las mesitas sobre la gravilla, a la sombra de los plátanos. Recordaba aún un poco el turco, y mientras esperaba un café me puse a hojear Milliyet confiando para mis adentros, aunque no quería admitirlo, en que también ella pasara por allí al entrar o salir del edificio en el que trabajaba. Ciertamente debía de ser todavía hermosa, es más, quizá lo era aún más: una mujer que ha pasado los treinta está en la plenitud de su atractivo.
De pronto oí una voz a mis espaldas.
—¿Puedo sentarme?
Increíble. Era ella.
—Leyla, pero ¿qué es esto, magia?
—No —respondió—, es algo de lo más natural. Trabajo aquí y tomo café a esta hora. Todo el que viene aquí me encuentra. Como ves, nada de milagros. Tu carta me fue de gran ayuda, pero nunca habría esperado que vinieses personalmente.
—¿Cómo estás? Te encuentro magníficamente.
Era una banalidad, pero no me salió nada mejor.
—Bien —respondió ella—. ¿Cómo es que has decidido venir a Estambul? ¿Y cómo es que no me has dicho nada? Ni siquiera me has telefoneado.
—Necesitaba un poco de descanso y esta ciudad me relaja, y luego… tenía ganas de volver a verte. ¿Sabes?, te llamé hoy. Me respondió tu marido.
Ella sonrió.
—No es mi marido. Es mi hermano: cuando pasa por Estambul se queda en mi casa. Ya sabes, en mi familia el hecho de que yo viva sola en una ciudad es motivo de escándalo. Él, por lo menos, no me da la tabarra y eso hace que no me sienta culpable.
Seguía estando muy guapa: ojos de mirada profunda, verdemar, tez pálida, pelo muy negro y un cuerpo aún perfectamente excitante. Me había dicho en una ocasión que era de origen circasiano, como las concubinas favoritas de los sultanes.
—¿Quieres decir que no estás casada?
—No lo estoy.
—¿Divorciada?
—Tampoco. ¿Y tú?
—Sigo como siempre. ¿Cenas conmigo esta noche?
—Si consigo liberarme de un compromiso. ¿El número de tu móvil sigue siendo el que me diste por e-mail?
—El mismo.
—Pues, entonces, ya te diré algo. Ahora he de volver al trabajo.
Había notado en su rostro una sombra de preocupación. Tal vez no estaba bien, quizá alguien de su familia tenía problemas.
Vino a cenar. Había elegido el pequeño restaurante de la placita de delante de la Torre de Gálata. Me parecía estar en casa en aquella parcela de territorio que había sido genovesa, hasta con un palacio del podestá.
La vista era espectacular: el sol descendía entre los minaretes de las mezquitas, justo frente a nosotros, y las luces del puente de Gálata se reflejaban en el Cuerno de Oro. Una tarjeta postal, si se quiere: pero para mí seguía siendo como si viese aquella maravilla por primera vez.
Había aún una sombra en su mirada.
—¿No te encuentras bien, Leyla?
—No es nada. Estoy bien.
—Pero sucede algo.
El camarero trajo los entrantes y una botella de Kavalidere fría.
—Sí, estás en lo cierto. Tengo un problema. Han desaparecido unos documentos de la biblioteca de Topkapi. A decir verdad ha desaparecido justo el documento del que te hablé en mi carta.
—¡Caramba! ¿Y esto puede perjudicarte?
—Sí. Y no sabes cómo. Aquí no se andan con bromas: quien se equivoca, la paga. Y duramente.
—¿Y qué tipo de documento es? Quiero decir, ¿forma parte de un fondo particularmente valioso?
—Yo no diría eso. En apariencia se trata de una pieza de escaso valor. Tenemos muchos otros que podrían excitar la avidez de un ladrón.
—No me tengas sobre ascuas. En tu carta me decías que se trataba de un esbozo poco significativo, aparte de determinadas marcas y letras del alfabeto griego que hacían pensar en un documento de naturaleza completamente distinta, pero probablemente de notable importancia. Entonces ¿de qué se trata concretamente?
—De un pergamino con dibujos, de época bizantina. Ejercitaciones de un pintor de arte sacro que pinta santos y vírgenes. Bonitos colores y bonita factura, pero nada excelso: un buen artesano… A decir verdad, el pergamino fue reutilizado por el pintor bizantino, pero ya contenía imágenes, si puede decirse así, esas de las que te hablaba en la carta. Unos dibujos difíciles de interpretar, estudiados por uno de nuestros internos hace algún tiempo pero no publicados. Parecen estructuras arquitectónicas de madera, vigas y tablas que componen como partes de un armazón. Sabiendo que eres persona experta en la técnica de los antiguos griegos, pensé en consultarte, eso es todo.
—¿Un armazón? ¿Y de qué tipo?
Tomó una servilleta de papel de la mesa y comenzó a dibujar en ella con bolígrafo.
—Más o menos así —dijo mostrándome el esbozo—. Mi impresión fue que se trataba de estructuras de un andamiaje creadas por un artista para ejecutar una obra de arte. Quizá un fresco, o un mosaico, quién sabe.
—¿Estás segura de que el pergamino fue robado? ¿No podría haber sido prestado por alguien para…?
—No está disponible para préstamo.
—¿Y eso qué cambia? La gente se lo lleva a casa y luego lo devuelve sin que nadie se dé cuenta. Es lo más cómodo. Ya verás como dentro de unos días volverá a su sitio. Y seguramente se trata de alguno de tus compañeros. No es gente de fuera.
—Este es el problema. Las personas que tienen acceso a esta sección de la biblioteca pueden contarse con los dedos de una mano. Los conozco a todos: no harían una cosa así ni por todo el oro del mundo, créeme. Me tienen mucho afecto y saben que una cosa de este tipo me crearía serios problemas.
—En cualquier caso, no hay alternativa: ha sido uno de ellos. Y si quieres considerar la hipótesis de un hurto, trata de indagar sobre su vida privada. Tal vez alguien juega y pierde dinero o ha contraído deudas para pagar un préstamo o a una amiga con muchas pretensiones.
—Lo probaré, aunque me parece ridículo empezar a hacer de detective.
—No tienes otra elección. Si avisas a la policía, te buscarás problemas.
—Ya… —dijo agachando la cabeza.
Le puse de beber y cambié de tema para distraerla y efectivamente pareció que, con la cena y la charla, su humor cambió notablemente; se volvió más expansiva, quizá también a causa del vino, que, tan fresco, no hacía sentir la graduación alcohólica y se volvía traicionero.
En el taxi se dejó besar con cierto arrebato, pero cuando traté de subir con la mano por sus piernas se puso rígida y tuve que detenerme. Tal vez le había venido a la mente que nos habíamos separado, mi cobardía, mi incapacidad de asumir las responsabilidades propias de la devoción y de la pasión que ella me había consagrado, a pesar de provenir de una familia muy religiosa y tradicionalista. Su don no era comparable al de ninguna otra mujer que hubiese conocido con anterioridad. Tuve también, por un instante, una sospecha que me turbaba profundamente, pero preferí no afrontarla y no pensar en ello para no sentirme peor de como ya me sentía.
Antes de bajar me rozó los labios con un beso muy leve y, mostrándome de nuevo el dibujo hecho en la servilleta de papel, dijo:
—Lo olvidaba, las cartas del alfabeto griego en esos dibujos estaban rubricadas. ¿Te dice algo?
—Es muy probable que se trate de una numeración: las cartas del alfabeto, empleadas por sí solas, son números, como sabes. Y si están rubricadas significa que nos encontramos ante algo importante.
—Ya, interesante.
—¿Puedo quedármela? —pregunté alargando la mano hacia la servilleta.
—Claro, pero quédatela a beneficio de inventario. No es precisa al ciento por ciento —respondió ella.
Se apeó del taxi y se acercó a la puerta del inmueble en el que vivía, en el barrio de Istikal. Abrió con la llave y desapareció en el oscuro zaguán.
A la mañana siguiente tuve una idea. Contrariamente a lo que le había dicho para tranquilizarla, estaba absolutamente seguro de que se trataba de un robo y de que era obra de uno de sus colaboradores. Si además el ladrón había tenido necesidad de obtener alguna ganancia con ello y si los dibujos, si de esto se trataba, habían sido vendidos, había un viejo conocido mío en la ciudad que podría darme un soplo: Abdullah Unluoglu, un receptador que vivía por la parte de los Grandes Baños.
Lo busqué en el bazar donde tenía una tienda de anticuario en Sandal Bedesten.
—¡Mi viejo amigo italiano! —exclamó tendiendo los brazos—. ¿Qué te trae por aquí?
No había cambiado en absoluto desde la última vez que le había visto, y habían pasado unos pocos años. Seguía entrado en carnes, cráneo completamente rasurado, reluciente como una bola de billar, bigotes que le cubrían totalmente el labio superior y el mismo terno —al menos eso se hubiera dicho—, con una grueso reloj de bolsillo metido en el chaleco.
Pidió enseguida un par de çay que nos sirvieron en los mismos vasos de siempre, fileteados en oro sus platitos de cerámica blanca y roja y con dos azucarillos a un lado.
—¿Cómo andan las cosas? —pregunté.
—Bien. Pero no es como en los viejos tiempos. No se encuentra ya nada bueno. Las últimas cosas las han arramblado los coleccionistas. Ahora solo entra material ruso y búlgaro, los típicos iconos…
—… falsificados.
—Bueno, también estos. Pero alguna cosilla hay todavía, sobre todo para los viejos amigos como tú.
—Me la jugarías. Lo hiciste la última vez.
—Pero ¿qué dices? Siempre te he tratado como a un hermano.
—Como Caín a Abel…, pero dejémoslo estar. Te brindo la posibilidad de redimirte. Estoy buscando pintura bizantina. En pergamino. ¿Tienes algo interesante?
Me sirvió otra çay.
—Déjame echar una ojeada.
Desapareció en la trastienda.
Fuera, a lo largo de la calle cubierta, el gentío era cada vez más denso porque se acercaba la hora punta: mozos de cuerda curvados bajo el peso de grandes fardos de tela, otros que tiraban de carritos con sacos de semillas oleosas, de nueces, de fruta seca, de especias. En medio de un confuso vocear se mezclaban las llamadas de los vendedores de ayran y de granadina, de limonada y de roscas con semillas de hinojo, y los tonos más contenidos de los comerciantes que trataban de atraer a los turistas a su tienda: «Just to look», sólo para echar un vistazo. El sol, alto ahora, penetraba por las claraboyas proyectando haces de luz sobre las mercancías variopintas, sobre la multitud de clientes y de turistas en pantalón corto, y hacía brillar el polvillo que se alzaba del suelo.
Pensé que no había grandes probabilidades de dar en el blanco, pero quise intentarlo. Por Leyla. Se lo debía.
Abdullah volvió a asomarse por la trastienda y me expuso sobre el mostrador unas pocas cosas: hojas de evangeliarios, de responsorios, partituras miniadas de música sacra. Por lo general objetos decimonónicos. Les eché una mirada distraída.
—Yo no me refería a estas cosas que tienes en la tienda, sino a las que tienes donde tú ya sabes.
Me echó una mirada de reojo.
—Para esas hace falta bastante dinero, amigo, y en esa suma va incluido también mi riesgo.
—Hay dinero —respondí tratando de disimular un temor repentino que se estaba apoderando de mi estómago.
—¿No me estás tomando el pelo?
El bullicio del bazar llegaba ahora hasta mis oídos como un lejano zumbido. Mi cerebro seleccionaba tan solo las percepciones esenciales, y esas percepciones me alarmaban, me advertían que no quería saber nada de ese tipo de negocios demasiado grandes y peligrosos para el encargado de un pequeño museo de provincias. El resto se desvanecía en la lejanía…
Pero Abdullah esperaba una respuesta. Había desaparecido de su rostro toda expresión bonachona y bromista. Yo veía solo la sospecha y una buena dosis de desconfianza.
—No. Lo estoy diciendo en serio —le tranquilicé.
Y debí de resultar bastante convincente porque enrolló sus pergaminos diciendo:
—Está bien. Pero cuidado con lo que haces. Aquí no se bromea.
—¿Y quién bromea? —respondí con descaro—. Yo hablo en serio.
—Mejor así.
—Además, no nos metamos en guerras, hay que discutir solo de negocios.
—Hay negocios y negocios: cuando se sube de nivel y de riesgo, todo sube de precio. ¿Me he explicado?
—Te has explicado muy bien. ¿Cuándo, pues?
—¿Esta tarde te va bien?
Asentí.
—¿Dónde te hospedas?
—En el Pirlanda, cerca de Yerebatan Saray.
—Sé dónde está el Pirlanda. A las once un muchacho con un carrito de fruta seca estará delante del hotel. Cuando veas que recoge la mercancía y se va con el carrito, síguelo. Te llevará a donde está la cosa. ¿Un poco más de çay?
—No…, no, gracias —respondí con cierta tristeza en la voz. Tenía la clara impresión de que iba a meterme en la boca del lobo y sobre todo de estar llevando a cabo una acción indigna.
Pasé el resto de la jornada callejeando. Me sentaba de vez en cuando en un café al aire libre para tomar algo y matar el tiempo mientras meditaba. Pensaba para mis adentros que todavía podía echarme atrás, que afrontaba un azar, quizá un peligro serio, sin tener la más mínima idea de lo que iba a mostrarme Abdullah. ¿Qué haría si no tenía lo que andaba buscando? ¿Y qué haría si lo tenía? Pensé que en aquel punto era mejor ir a ver los papeles de Abdullah y que en el fondo no había ningún peligro real. Era un simple traficante como tantos y la apuesta en juego no podía ser más que de algunos miles de euros.
Las once.
Retiré los visillos de la ventana y miré fuera. El muchacho había guardado su mercancía dentro de los cajones y luego había cerrado la tapa echando el candado. Me puse la cazadora de cuero y bajé a la calle. Solo había unos pocos paseantes y algún que otro turista sentado en las terrazas de los cafés, disfrutando de la brisa tibia de septiembre. Respondí con un gesto al saludo del recepcionista mientras atravesaba el vestíbulo del hotel y salí a la calle justo en el momento en que el chico se ponía en marcha tirando del carrito montado sobre dos ruedas de bicicleta. Ni siquiera me miró y probablemente no sabía que yo le estaba siguiendo a cierta distancia. Atravesamos la plaza del hipódromo y tomamos por la otra parte la bajada que lleva hacia las murallas del Bósforo. El muchacho se detuvo delante de una casucha del viejo Estambul, de madera gris, se sacó del bolsillo una llave de hierro, abrió la puerta y la cerró inmediatamente después tras él.
Me quedé parado sin saber qué hacer, mirando a mi alrededor en busca de una señal cualquiera, cuando una voz detrás de mi hizo que me sobresaltase:
—Ven, por aquí.
Abdullah se había materializado a mis espaldas y ahora subía las escaleras del lateral de otro edificio con insospechada agilidad. Fui detrás de él y esperé a que abriese la puerta.
Nos encontramos en un ambiente más bien espacioso y desnudo con algunos armarios apoyados contra las paredes: del techo revestido de madera pendía una bombilla sin pantalla y en medio de la estancia había un viejo escritorio modernista de cajones con el tablero central de tafilete verde rasgado y raído.
No había nada más en la estancia, al menos por el momento.
—¿Te importaría decirme lo que andas buscando? —preguntó de pronto Abdullah—. Así nos evitaremos perder tiempo.
—Nada en particular: pintura bizantina en pergamino, a ser posible de buena época.
—No sabía que te interesase, pero algo tengo.
Abrió uno de los armarios y se puso a sacar carteras que apilaba una encima de otra sobre su brazo izquierdo extendido.
Abdullah dejó el rimero de carpetas sobre el escritorio modernista y comenzó a abrirlas, una por una. Eran piezas espectaculares, en general sacadas de obras desmembradas procedentes seguramente de monasterios antiquísimos. Comenzó a desplegar ante mis ojos todos sus tesoros, piezas de un valor tan extraordinario que me convencieron de lo que siempre había pensado: que él no era más que la terminal de una organización muy poderosa que tal vez llevaba a cabo robos por encargo.
Observé cada una de las piezas con atención, pero no había nada que se pareciese a lo que buscaba. Echar marcha atrás en aquel momento y en aquella situación podría haber resultado peligroso. Dije:
—¿Esto es todo lo que tienes que mostrarme? ¿No tienes nada más?
—Pero si te he enseñado unas obras maestras, auténticas maravillas. ¿Qué más quieres?
—Te seré sincero. Mucho me temo que estas piezas sean de un valor exorbitante.
—No me hagas cabrear. ¿Es que pensabas que te enseñaría souvenirs de cuatro chavos?
—No, pero supongo que tendrás también algo de un precio medio. Mira, he de hacer un regalo a una persona importante en Italia y no puedo regresar con las manos vacías. ¿Me entiendes ahora?
Abdullah se pasó una mano por la cabeza pelada.
—Tal vez…, sí, quizá tenga algo que podría interesarte.
Volvió al armario y, tras rebuscar en un compartimento alto, sacó una carpeta de cartón azul cerrada con un pequeño botón a presión. Cuando vi lo que contenía, comprendí que había dado en el blanco. En ese mismo momento tuve como una visión: la imagen nebulosa que había visto en la servilleta de papel se superpuso a la que tenía delante y esta fue a superponerse como un barniz transparente a otra imagen que estaba impresa en alguna parte de mi mente, pero fue un relámpago tan rápido que no conseguí fijarlo en la memoria. Maldita sea.
Lo mismo me sucedía también en sueños y me había ocurrido en una ocasión mientras estaba bajo los efectos de la anestesia durante una intervención quirúrgica. Di con la solución de un gran problema filológico al que llevaba dándole vueltas en vano desde hacía meses. Pero fue tan rápida y cegadora que no conseguí fijarla en la memoria. Como ya he dicho: extraña máquina el cerebro.
—En mi opinión, se ha tratado de un error —dijo Abdullah—. Sacaron el sobre equivocado. Esto no tiene ningún valor, pero estas partes pintadas en la parte superior son notables y tienen cierto sabor.
—¿Cuánto cuestan?
—Dos mil dólares.
—Es una bonita cifra para un pergamino reutilizado.
—Es lo que valen. Aquí no estamos en el bazar. El precio no es negociable.
—Puedo darte mil ahora. El resto mañana en cuanto abran los bancos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Abdullah—. Te extiendo una factura por la compra de una alfombra.
—Entonces ¿puedo llevarme este pergamino? —dije al tiempo que sacaba mil dólares que llevaba en efectivo.
—Mañana en el bazar. En cuanto abra. A las ocho en punto. Estos me los quedo en prenda.
Lo dijo con un tono tan decidido y alejado de la máscara jovial que ostentaba habitualmente en su tienda que ni siquiera me atreví a replicar.
Caminé a buen paso con las manos en los bolsillos a pesar de la subida y llegué a la bocacalle noroeste de la plaza Sultan Ahmet a eso de medianoche. Por una parte estaba preocupado porque no tenía nada en mis manos, pero por la otra me sentía feliz porque pensaba que el asunto a fin de cuentas había concluido y al día siguiente podría devolverle a Leyla los documentos que faltaban de su colección. La informaría, en cualquier caso, de que había en curso un intento de robo de otra pieza que por el momento se había salvado por un error del ladrón.
Me senté en el café enfrente de Yerebatan Saray para poner orden en mis ideas mientras el camarero pasaba el paño por las mesitas y vaciaba el cenicero. Yo seguía rumiando: ¿qué era esa especie de fulguración que me había venido al ver el dibujo? ¿Por qué aquella extraña estructura reticulada en el pergamino me había traído a la mente otra cosa? Algo sumamente importante, si me causaba tanta agitación. Estaba tan emperrado en llegar hasta el final de aquel enigma que ni me di cuenta cuando el camarero apagó las luces del local y me dejó en la oscuridad. Al diablo, no lo conseguía. Si lograba dormir bien, quizá se me ocurriría alguna idea al día siguiente.
Es una teoría mía: cuando uno se duerme con un problema, a menudo en el momento del despertar se le ocurre la idea acertada. De ahí el dicho de que la noche es buena consejera, pero no es así. Lo que sucede es que, antes de dormirse, el cerebro es programado por la mente para resolver el problema y durante toda la noche no hace más que sopesar cada posibilidad hasta encontrar una vía de salida y fijarla en la memoria. Al despertar se tiene la impresión de una repentina revelación, cuando no es sino la conclusión de un trabajo que ha durado toda la noche.
Aferrado a esta convicción, me encendí un pitillo y me encaminé lentamente hacia el Pirlanta.
Dormí bastante tranquilo y me desperté un poco antes de que sonase el despertador que había puesto a las siete. Miré afuera: una ligera neblina fluctuaba sobre los tejados del centro antiguo, una leve calima hecha de vapor acuoso y de los muchos humos que la ciudad exhalaba durante la noche. Se apagaban las luces, el tráfico aumentaba de intensidad casi a cada instante y el gentío comenzaba a abarrotar las calles yendo hacia mil ocupaciones que permitían a cada uno vivir a duras penas.
Poco después también yo me dirigía directamente hacia el bazar, hacia la entrada de la columna quemada. Compré una rosca de pan con sésamo para desayunar y me encaminé hacia mi cita embargado de una leve inquietud. Tomé la Sandal Bedesten y me bastaron unos pocos pasos para llegar a la tienda de Abdullah Unluoglu. Estaba cerrada.
Tendría que habérmelo imaginado: ¿cómo había podido fiarme de él de ese modo?
Me acerqué a la tienda de al lado y pregunté si sabían a qué hora llegaba habitualmente el señor Unluoglu. Me dijeron que siempre estaba allí a esa hora y que, si no estaba, era porque debía de haberle pasado algo. Esa aguda sensación de desencanto hizo dispararse, por alguna razón, el contacto de mi memoria y recordé. La mía era sobre todo una intuición, pero una vez que llegara de nuevo a mi habitación del hotel y pudiera disponer de mi ordenador, comprobaría enseguida si era fundada o no. Un descubrimiento sensacional, una revancha triunfal sobre aquellos que me consideraban, equivocadamente, un mediocre. Si no andaba errado, haría uno de los descubrimientos más grandes de todos los tiempos. Los periódicos hablarían de él en todo el mundo, las más importantes cadenas de televisión me entrevistarían y… Una voz me sacó de mi absorto fantasear:
—Bay Effendi, bay Effendi!
—¿Qué pasa? —pregunté dándome la vuelta. Me encontré delante a un muchacho de unos quince o dieciséis años—. ¿Qué quieres? —insistí.
Me alargó un sobre.
—El señor Unluoglu dice que es mejor así.
Abrí. ¡Contenía los mil dólares!
—Pero… ¿qué significa esto? Oye, detente, ¿dónde está Abdullah? ¡He de verle! ¡Espera!
El muchacho ni siquiera se dignó escucharme, y en dos zancadas desapareció entre la multitud que atestaba ya el bazar.
Traté de perseguirlo, pero era como buscar una aguja en un pajar. Desistí y volví hacia la tienda de Abdullah. Había decidido esperarlo. Antes o después tendría que dar señales de vida. Fui a sentarme a un café situado en una posición estratégica desde la cual podía controlar la entrada de la tienda, mandé al mozo a comprarme el periódico, pedí algo de beber y me quedé allí, con el periódico en la mano en espera de que sucediese algo. Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada.
Hacía ya dos años que fumaba con moderación: dos o tres cigarrillos como máximo al día, pero aquel día no conseguí controlarme. A mediodía el cenicero estaba lleno. Me instalé en un café durante toda la tarde decidido a no moverme hasta que reapareciese Abdullah, pero llegó la hora del cierre y la tienda de mi suministrador permanecía obstinadamente cerrada. La única en mi campo visual.
Durante todo el tiempo estuve rumiando cada posible explicación para aquella repentina marcha atrás, pero la única respuesta que se me ocurría era la peor: alguien se había dado cuenta de que el valor no estaba en las miniaturas bizantinas de oros y de colores rutilantes, sino en aquellos modestos esbozos técnicos, apenas perceptibles y desvaídos por el tiempo, y no estaba dispuesto en absoluto a desprenderse de ellos.
De un solo golpe se desvanecían dos maravillosas oportunidades: devolver a Leyla lo que le había sido robado, reconquistar su consideración, y quién sabe, si también su amor, y convertirme en el más famoso arqueólogo del mundo. Pero precisamente mientras dejaba una propina en el platillo y me disponía a levantarme oí a alguien sentarse en la mesita de detrás de mí y una voz desconocida decir en un excelente italiano:
—No se vuelva, se lo ruego. Sé que está usted esperando a Abdullah Unluoglu. No vendrá, ni hoy ni mañana. Tal vez no venga nunca más. Hágame caso, regrese a casa y déjelo correr, o bien disfrute de sus vacaciones y olvide toda esta historia.
—Pero yo he dejado una cantidad en prenda y tengo derecho a que se me dé lo que he comprado. Encontraré a Abdullah y le pediré que respete nuestro acuerdo.
El hombre de detrás de mí no dijo nada.
—¿Ha oído lo que le he dicho?
No obtuve respuesta. Entonces me volví. No había nadie: la persona que me había hablado se había esfumado como un fantasma. Me levanté y me fui.
Tras salir del bazar pasé por delante de la Suleymaniye, desde cuyos minaretes el canto del muecín llamaba ya a la oración vespertina, bordeé el Divan Yollu y giré a la izquierda, hacia el hotel, pasando por delante de uno de mis lugares favoritos en Estambul: el café de detrás del cementerio. Uno de esos cementerios otomanos monumentales con las estelas esculpidas y rematados de turbantes de todas las formas que indican el rango y la posición social del difunto. Llamé a Leyla al móvil y me cité con ella en un restaurante que se hallaba bajo las vigas del puente de Gálata, con vistas al Bósforo y al Cuerno de Oro y donde el pescado es siempre fresco.
Llegó muy elegante, con una túnica de Fendi y un bolso de Prada, me besó en ambas mejillas y yo la hice tomar asiento en la mesita que había reservado.
—No puedes hacerte una idea de lo que me ha sucedido —comencé diciendo mientras el camarero servía los entrantes.
—Ni siquiera me has dicho si te gusto… —me interrumpió ella, desilusionada.
—Estás resplandeciente, perdóname. Pero lo que me ha sucedido es tan extraordinario que no he podido contenerme y contártelo enseguida.
—Bien, pues continúa: soy toda oídos.
Estaba realmente estupenda: un maquillaje ligero le alargaba sus grandes y relucientes ojos, un rojo color granada realzaba aún más sus labios bien perfilados y la compostura de su pose hacía todavía más deseable lo que podía admirarse de sus piernas. Durante un instante pensé en lo estúpido que había sido al renunciar a todos esos tesoros por cobardía. Pero ella estaba esperando a que yo siguiese con lo que quería contarle.
—La otra tarde te vi tan preocupada que me puse manos a la obra. Conozco a varios traficantes de obras de arte de ese tipo después de tantos años frecuentando esta ciudad, pero hay uno que a mí me parecía que podía ser el hombre que andaba buscando. Aunque se mostró elusivo y fingió no saber de qué iba la cosa, al final, por pura casualidad, cuando yo ya no sabía qué vía intentar, los he visto.
—¿El qué?
—Tus dibujos.
—No me tomes el pelo.
—Te digo la verdad. Estaban en un lugar apartado. Llegué hasta allí siguiendo instrucciones precisas y al final los vi. Él ni siquiera quería enseñármelos, por estar clasificados como de escaso valor. Al menos eso me dijo.
Leyla se puso seria y prestó atención.
—Vamos, sigue.
—Bueno, negocié. Dos mil dólares. Mil a tocateja y los otros al día siguiente.
—¿Así que los has recuperado?
—No, lamentablemente, y aquí está lo increíble. Esta mañana a las ocho estaba citado con la persona que debía entregármelos pero en su lugar se ha presentado un muchacho que me ha dado un sobre que contenía mis mil dólares. Me ha dicho que el asunto no podía llevarse a cabo y ha desaparecido. Y como yo no me iba, alguien a quien no he visto la cara me ha dicho que lo dejara correr, que no pensara más en ello.
—Y tú ¿cómo te lo explicas? —preguntó Leyla.
—No lo sé. Es extraño. Es evidente que alguien ha cambiado de parecer. Y no es menos evidente que esos documentos se han convertido de improviso en algo mucho más importante. ¿Te has hecho ya una idea de quién puede haberlos sustraído? El hombre que me los ha vendido dijo que se los llevaron por error, que lo que querían era otra cosa. ¿No te dice nada esto?
Ella me miraba y me sonreía, como si estuviésemos hablando de otra cosa.
—Qué extraño eres. Nunca acabo de conocerte. No te creía capaz de afrontar situaciones tan difíciles. No debe de haber sido fácil. En todo caso, te estoy agradecida por lo que has hecho por mí.
—No he hecho nada, lamentablemente. Y pensar que he estado tan cerca. Pero ¿por qué no respondes a mi pregunta?
—Quizá sí sé lo que andaban buscando…
Noté el latido de mi corazón acelerarse por la emoción que las palabras de Leyla despertaban en mí; además me sentía perdido ante ella, tan guapa, y sin embargo distinta de la mujer que había conocido en Perugia. Había algo en su modo de actuar que me inquietaba. Era como si hubiese aprendido a defenderse y también a ofender, si era necesario; su belleza ya no era solamente un maravilloso adorno de la persona: era un arma afilada e insidiosa que en cierto sentido infundía temor. ¿O acaso era solamente mi sentimiento de culpa el que me hacía sentir vulnerable? La miré fija e intensamente a los ojos para tratar de comprender si había algo de ella que en aquel momento se me escapaba.
—… hay un documento descubierto recientemente en una sección poco explorada de la biblioteca del Serrallo…
—¿De qué se trata?
—No lo sé. Es muy antiguo y está todavía sellado. Me lo entregó personalmente el director en presencia de dos testigos que comprobaron la incolumidad de los sellos. Puede que quieran preparar un gran acontecimiento mediático. Turquía es candidata a entrar en la Unión Europea y quiere acreditar a nivel internacional la imagen de un país importante, de antigua tradición, custodio de unos tesoros culturales inestimables. Sí, yo creo que un objeto de este tipo podría ser robado por parte de alguien malintencionado… para luego pedir un rescate, imagino.
Me di cuenta de que el camarero estaba erguido, de pie a escasa distancia de nosotros, en silencio, sin atreverse a interrumpir nuestra conversación que intuía muy intensa y confidencial. Le dije:
—¿Hay patligian al horno con salsa de carne?
El camarero asintió.
—Pues me tomaré unos y trae un Doluça en jarra.
Esperé a que se hubiese alejado y pregunté de nuevo:
—Pero ¿por qué un hallazgo semejante no se guarda en la caja fuerte?
—Está en la sección blindada de mi biblioteca, en efecto.
—¿Y el documento que falta estaba en la misma sección blindada?
Leyla asintió.
—¿Y qué relación existe entre ambos documentos?
—Provienen de la misma sección de la biblioteca del Serrallo. Presumiblemente están relacionados.
—Ahora tienes que explicarme una cosa.
—Digamos que podría si lo considero oportuno.
—Naturalmente —repliqué yo turbado por una respuesta tan gélida. Pero proseguí, tratando de disimular mi desencanto—: Si el documento robado se encontraba en una sección blindada, será suficiente con saber quién tenía las llaves.
—La cosa no es tan simple. Se estropeó el sistema de alarma y durante un tiempo se movieron varias personas por esa sección.
—Y tú ¿dónde estabas?
—En Europa, en un congreso de museografía.
—Por tanto no eres responsable.
—Yo siempre soy responsable.
—¿Cómo es ese documento? Quiero decir, ¿cuál es el aspecto exterior que presenta? Y el sello, en particular, ¿cómo es?
Leyla abrió el bolso, sacó un sobre y me lo alargó. Había dos fotografías: una del documento —un cartapacio de pergamino— y otra del sello. Me detuve en aquella examinándola con una lupa que siempre llevo en el bolsillo interior de la chaqueta. ¡Y finalmente todo estuvo para mí maravillosa e increíblemente claro! La fulguración que ya había tenido, tan rápida que no se había fijado en la memoria, se convirtió ahora en una plena y adquirida consciencia.
Concentré entonces mi atención en el sello. Era un monograma constituido por seis letras del alfabeto griego: lambda, alfa, ípsilon, sigma, omicron, ípsilon: Λαυςου, «de Lauso». El nombre del ministro de Teodosio, el único hombre, en la época del cristianismo triunfante, al que se permitía tener, en la sagrada capital de Constantinopla, una galería con las obras maestras de la Antigüedad, escandalosas imágenes desnudas de atletas y de dioses que en cualquier otro lugar habrían sido destruidas o dañadas.
Desde que había visto aquella imagen dibujada por Leyla en una servilleta de papel del café del Museo Arqueológico mi cerebro no había hecho sino sopesarla y analizarla de continuo superponiéndola a un programa gráfico mío que había trazado una hipótesis tan audaz que ni siquiera antes yo le había atribuido un valor real. Hasta que las dos imágenes gráficas, la del pergamino y la de mi ordenador, coincidieron perfectamente. Leyla tuvo que notar en mi mirada una excitación tan fuerte como para provocar su asombro y su curiosidad. Me miró fija e intensamente con esos ojos suyos verdes de circasiana, acercó su rostro al mío y dijo:
—¿Qué te pasa, Flavio? Dime qué te pasa por la cabeza, porque me parece que has vuelto atrás en el tiempo…, cuando estábamos juntos. Todavía recuerdo muy bien el mismo brillo en tu mirada cuando hacías un descubrimiento, cuando conseguías resolver un enigma que te había estado atormentando durante mucho tiempo.
Me pareció que había leído en mi mente, que había comprendido con exactitud la hipótesis loca que había concebido y en la que ya creía ciegamente.
—El sello del segundo documento, este de la foto, es el de Lauso, el ministro de Teodosio, el más grande coleccionista de obras de arte clásico del mundo antiguo. Ese documento podría contener indicaciones referentes a la pieza más extraordinaria y espectacular de su colección. ¡Un objeto por el que mucha gente estaría dispuesta a arriesgar su vida!
Leyla puso unos ojos como platos.
—No logro seguirte. ¿De qué estás hablando? Dime qué es ese tesoro inestimable.
Estuve en un tris de revelarle mi secreto, pero me contuve.
—No puedo. Aún no. Pero si vienes conmigo al hotel te enseñaré el programa informático que he puesto a punto y que me ha permitido llegar a esta conclusión. Entonces también tú contarás con los elementos para juzgar y decidir si quieres ayudarme en la investigación de este enigma.
—Si lo que dices es cierto —dijo Leyla—, estás a punto de hacerme partícipe de un secreto muy valioso. Te estoy agradecida porque este es un gesto, un gesto…, no sé cómo decirte.
—¿De amor? —repliqué.
—Tal vez —respondió Leyla, de improviso pensativa.
Llegamos al hotel en taxi, pero Leyla no quiso seguirme.
—No puedo subir con un hombre a una habitación de hotel a esta hora. Es extremadamente inconveniente y mi reputación se vería afectada. Mejor en mi casa… Te espero allí.
Subí deprisa a mi habitación, abrí la puerta y me quedé inmóvil en el umbral contemplando el tremendo desorden. Alguien había estado inspeccionando la habitación de arriba abajo, había puesto patas arriba la cama, destripado el colchón cuyo contenido estaba esparcido un poco por todas partes, vaciado en el suelo los cajones, descerrajado la pequeña caja fuerte de dotación dentro del armario. También mis trajes colgados en orden habían sufrido la misma suerte. Dos chaquetas de Romeo Gigli habían sido reducidas a tiras para buscar dentro del forro y del relleno de las hombreras. Un trabajo minucioso y devastador. Obviamente el ordenador había desaparecido.
—Dios mío… —murmuré apoyándome en la pared.
Era una escena vista mil veces en el cine en las películas de acción y sin embargo, en directo, me trastornó tan profundamente que creí iba a desmayarme. Sentía que las piernas me flaqueaban y tuve que respirar hondo varias veces para recuperar el control de mí mismo. Hice amago de bajar, pero me di cuenta de que seguramente la entrada del hotel debía de estar vigilada. Bajé por la escalera de servicio directo al semisótano del garaje y, mientras lo hacía, llamé a Leyla con el móvil.
—Leyla, escucha: he tenido un problema. Sal de ahí inmediatamente. Yo me acercaré a la parte de atrás y trataré de esconderme en las callejuelas del viejo centro. Estate en media hora delante de la vieja estación del Orient Express. Si yo no estoy, da una vuelta y regresa pasados veinte minutos, pero no te detengas en ningún momento. Cuando me veas, abre la puerta. Yo saltaré dentro, pero tú no te pares. ¿Entendido?
—Sí, pero ¿qué ha pasado?
—No dispongo de tiempo. Haz lo que te he dicho.
La comunicación se interrumpió porque estaba ya dentro del subterráneo, donde desaparecía la señal. Salí rápidamente por el ascensor y me dirigí hacia la salida de peatones del garaje. Parecía que iba todo bien, pero cuando estaba a punto de salir vi un coche negro que aparcaba delante de la salida y paraba el motor. Tenía todo el aire de esperar a alguien y me pareció que había muchas probabilidades de que ese alguien fuese precisamente yo. Quizá había otro coche parecido vigilando la entrada principal. Me acordé de que había estado en aquel hotel siendo estudiante, cuando era aún un lugar de hospedaje muy económico frecuentado por muchachos con pocas pretensiones, y que había dormido en la azotea. No nos habían cobrado casi nada porque nos acomodábamos en el mismo suelo con el saco de dormir a pelo, pero la vista era de quitar el hipo. Si la azotea estaba aún, tal vez podría encontrar la manera de alejarme. Volví al ascensor y subí al último piso.
La terraza estaba, en efecto, aunque un cartel advertía: NO ADMITTANCE: DANGER. La puerta seguía siendo la misma y la abrí sin dificultad. Se presentó ante mí el espectáculo de las cúpulas iluminadas de Sultan Ahmet por una parte, de Santa Sofía por la otra y, hacia la izquierda, la mole imponente de la Nuruousmanye Camy y de la Suleymaniye. Pero no había tiempo para dedicar a las maravillas. Llamé a Leyla con el móvil.
—Soy yo, Flavio. Había un coche atravesado delante de la salida del garaje. Estoy tratando de escapar por otro lado…
—¿Estás bien? —preguntó angustiada la voz de Leyla. Y ese tono suyo de preocupación me gustó.
—Sí, por ahora todo va bien. ¿Sigues en el taxi?
—Sí, pero por poco rato. Me voy a casa y cogeré mi coche; es un Toyota Corolla gris metalizado.
—Está bien. Estamos en contacto.
—Ten cuidado —alcanzó a decir antes de que cortase la comunicación.
Llegué al borde este de la terraza y miré abajo: el coche seguía allí y en su interior vi las ascuas de un cigarrillo emitir un leve halo rojo. Si no recordaba mal, del lado sur descendía una vieja escalera antiincendios que terminaba en un oscuro callejón.
Estaba aún, gracias a Dios, pero se hallaba en peor estado de lo que recordaba. Impedía el descenso una barrera de contención con un aviso de peligro. Entre los dos males, opté por el que me parecía el menor y con extrema cautela desplacé la barrera y empecé a bajar. La escalera estaba realmente en mal estado, herrumbrosa en todas partes y con los peldaños corroídos por la humedad y la salinidad. Por su aspecto, se hubiera dicho que no había recibido ningún mantenimiento desde los tiempos en que yo frecuentaba la universidad y daba vueltas por el mundo con muy poco dinero en el bolsillo.
Peldaño tras peldaño me acercaba a la salvación, pero tenía que estar atento también a no hacer ruido; cualquier chirrido o sonido anómalo llamaría la atención y mi evasión podría acabar de la peor manera. Se había levantado ya un viento frío de tramontana que penetraba por entre las ropas y helaba mis miembros, pero apreté los dientes y seguí bajando. Unos pocos peldaños más: seis o siete. Pero de pronto el viento y la fuerte humedad de aquella noche de finales de septiembre pudieron con mi constitución y estallé en un estruendoso estornudo. Oí decir en turco: «¡Por ahí!». Era consciente de que estaba metido en un aprieto y me dejé caer al suelo desde el punto en que me encontraba. Sentí un gran dolor en la rodilla izquierda, pero conseguí levantarme y eché a correr en dirección al puente de Gálata atravesando las callejas del centro antiguo.
Oí un ruido de pasos de alguien que corría a poca distancia de mí y sentí que se acercaba. Maldije la costumbre sedentaria que había adquirido desde hacía algunos años y que me impedía correr más rápido, pero el miedo daba alas a mis pies y me acercaba a cada paso a ese momento en que, como se dice en mi tierra, «se supera la pájara», o sea que vences la crisis respiratoria y obligas a tus pulmones a dilatar hasta el último alveolo y a bombear todo el oxígeno que necesitas desesperadamente. Demoré la marcha algunos segundos para mirar el reloj; quizá Leyla se estaba acercando al lugar de la cita. Tal vez consiguiera saltar dentro de su coche.
Tomé una calle en pendiente a gran velocidad. Estaba pavimentada con adoquines de basalto negro más bien desgastado por el uso y me di cuenta enseguida de que era muy difícil mantener el equilibrio. El aire húmedo de la noche lo volvía resbaladizo y a punto estuve varias veces de caer aparatosamente. De haberlo hecho a esa velocidad y con la pendiente habría ido rodando hasta el centro del Cuerno de Oro.
No podía demorar mi carrera drásticamente: tenía que encontrar un anclaje. Había una farola delante de mí, a mi izquierda, así que dirigí mi carrera en diagonal hacia ella y utilizándola como perno me aferré a ella con la mano y giré. Me detuve con la espalda pegada contra el muro de una casa que hacía esquina mientras mis perseguidores desembocaban por una calle lateral a mis espaldas. No podían verme y continuaron su carrera hacia abajo en dirección a la orilla del Cuerno de Oro. Yo retomé de inmediato la mía hacia la vieja estación orientándome intuitivamente y atajando transversalmente el barrio que estaba recorriendo. Me dolía el bazo, el cansancio se dejaba sentir y el viento húmedo y fresco coagulaba el sudor en mi espalda. Me estaba buscando un lío.
Fui a parar a un descampado un poco al norte de la Selimye Camy. Era afortunado: tenía delante de mí, a doscientos metros, al aire libre, la estación. Hice acopio de todas mis fuerzas y eché de nuevo a correr, pero no tenía ya fuelle y arrastraba las piernas. De haberlos tenido a mis espaldas en ese instante, me habrían echado el guante sin esfuerzo. Por la manera en que se movían me había parecido que estaban más entrenados que yo. Mi única ventaja era el miedo.
Comenzó a caer una llovizna fina y ligera, pero insistente, y el asfalto se puso brillante como un espejo. Pasaban pocos automóviles, sobre todo taxis, que desfilaban a mi izquierda en dirección al Pierre Loti. No los perdía de vista esperando ardientemente ver el Toyota gris metalizado de Leyla, el ángel de la noche que debía salvarme, y no me atrevía a darme la vuelta por temor a ver aparecer a mis espaldas a los perseguidores.
Me puse a caminar despacio para no atraer sobre mí la atención y recuperar el aliento, y en pocos minutos fui a parar a la plaza de la estación del Orient Express.
Estaba vacía.
No había un alma. Consulté la hora: habían pasado veintiún minutos desde que me había separado de Leyla. Me acerqué a un edificio y eché un vistazo a la parte de atrás para tranquilizarme, pero lo que vi no era en absoluto tranquilizador. Los dos o tres que me perseguían (pensé que eran ellos, ¿quiénes si no?) estaban subiendo a un Anadol negro que me pareció el mismo que obstruía el callejón de detrás del Pirlanta.
No tenía escapatoria. Era mejor salir corriendo enseguida y esconderme. Telefonearía a Leyla para quedar en otro lugar.
Me llevé la mano al bolsillo para buscar el móvil y me entró el pánico: ¡no estaba! Hurgué en todos los bolsillos, pero sin resultado: debía de haberlo perdido quién sabe dónde mientras corría desenfrenadamente por aquellas callejas de la ciudad vieja. Debía interceptar a Leyla como fuera; de lo contrario corría el riesgo de perder el contacto con ella.
Justo en aquel momento asomó el Anadol negro en la plaza y la recorrió lentamente de un extremo al otro mientras mantenía las ventanillas bajadas. Permanecí pegado contra la pared en la única zona de sombra en espera de que terminasen de cruzar por el Cuerno de Oro. Pero cuando se disponían a salir por la otra parte llegó el coche de Leyla: un Toyota gris metalizado que no podía ser sino el suyo. Estuve indeciso durante unos instantes, pero el hecho de que no tuviese el móvil me indujo a arriesgarme. Me encaminé hacia el centro de la plaza, y cuando estuve a escasa distancia del Toyota que parecía maniobrar para aparcar, se abrió la puerta trasera de la derecha. Leyla me había visto por el retrovisor y me facilitaba la subida. Me acerqué muy rápido, salté dentro y el Toyota volvió a partir haciendo chirriar los neumáticos mientras yo dejaba escapar un gran suspiro de alivio.
—¡Por Cristo bendito, un poco más y me estalla el bazo! —exclamé—. Esos bastardos me han hecho correr como un loco. Por desgracia he perdido el móvil. Debe de haber sido cuando me he lanzado desde la escalera por la parte de atrás del Pirlanta. Tal vez podemos volver a pasar por ahí y ver si consigo encontrarlo.
Leyla no respondió y entonces me pareció extraño que tampoco me hubiese dicho nada mientras subía al coche. Miré al retrovisor ya temeroso de descubrir lo que en un instante había intuido.
No era Leyla.
Aquellos no eran sus ojos negros ni su pelo recogido en la nuca.
—No creo que podamos pasar por el hotel, señor, no hay tiempo. Nos esperan en otro sitio.
Tampoco la voz era la suya, obviamente. Mientras ralentizaba para girar en un cruce, traté de abrir la puerta y lanzarme afuera. Pero estaba bloqueada, naturalmente. Y también estaban bloqueadas las ventanillas.
—Estate sentado tranquilo y no se te ocurran extrañas ideas —añadió—. No me gustaría plantarte una bala en la frente.
Y me enseñó la pistola que descansaba en el asiento delantero.
Me encogí mascullando amargamente y tratando de comprender adónde me estaban llevando. El Toyota se dirigió hacia el noroeste, hacia la puerta de Edirne que se abría en las murallas de Teodosio. Llegó a un claro de la parte del London Camping y tomó en dirección a Yesilkoy, recorriendo una blanca carretera rural durante varios kilómetros hasta terminar el recorrido delante de un cobertizo con aspecto de almacén. Se abrió la puerta y el coche entró deteniéndose casi enseguida. Me hicieron bajar y fui conducido a una mesa donde estaba sentada una persona a la que no conseguía verle la cara.
La luz de la mesa, en efecto, estaba apuntada hacia mí y la lámpara era muy potente. También esta era una escena que había visto muchas veces en las películas.
—¿Quiénes sois? —pregunté enseguida—. ¿Qué le habéis hecho a mi chica? ¿Qué queréis de mí?
—Soy yo quien hace las preguntas y usted debe limitarse a responder —dijo un hombre con un tono que me hizo temblar.
¿Dónde me había metido? ¿Cómo podría salir de aquel maldito embrollo? A ratos tenía la impresión de vivir una pesadilla y que antes o después tendría que despertarme. Pero todo era tremendamente real en aquel sitio y el lugar estaba tan aislado y a trasmano que nadie vendría nunca en mi auxilio.
—Usted trató de comprar ayer un pergamino en el establecimiento de Abdullah Unlouglu… —empezó diciendo en un inglés pasable.
—No he hecho nada extraño. Unlouglu siempre se ha dedicado a vender y un montón de gente le ha comprado, yo también. Precisamente le he estado buscando, pero sin resultado. Esta mañana alguien me ha devuelto el dinero y no tengo ningún pergamino. Si lo quiere, pídaselo a Abdullah. Y ahora, si tiene la bondad de pedirme un taxi…
El hombre que estaba detrás de la lámpara alargó una mano fuera de la oscuridad y dejó dos fotografías en la parte iluminada de la mesa.
—Difícil, vistas sus condiciones actuales.
Giré la foto hacia mí: era lo que me temía. Abdullah estaba retratado tirado en el suelo en medio de un charco de sangre.
—Tan sólo dos personas pueden tener el pergamino: usted o él. Y él no lo tiene. La conclusión me parece obvia.
—¡Un carajo obvia: lo tendrá el que le ha disparado!
—Le disparamos nosotros. Podemos asegurarle que no lo tenía.
Me sentí perdido, noté un desagradable hormigueo bajo el cuero cabelludo y un escalofrío recorrió mi espalda. Estaba en manos de unos locos que podían matarme sin pensárselo un momento. Enseguida cambié de registro:
—Oiga, me gustaría olvidarme de toda esta historia. He tratado de comprar algunos pergaminos, pero Abdullah no me los ha vendido. No sé nada más. Ustedes han destripado mi colchón, puesto patas arriba mi habitación. Si quieren, me dejaré cachear. Yo no los tengo, ¿cómo quieren que se lo diga?
El hombre cambió de tema.
—¿Para qué quería esos pergaminos?
—Colecciono pintura bizantina. Abdullah me ofreció esas pinturas porque eran de buena calidad, y además tenían un precio asequible porque el pergamino había sido reutilizado. Eso es todo.
—Sabe muy bien que no es todo.
Ya: se había apoderado de mi portátil, pero ¿cuánto habían llegado a comprender de mis apuntes? ¿Quizá muy poco? ¿Quizá demasiado? Traté de no descubrir mis cartas.
—Para mí es todo. Pero si quiere decirme a qué se refiere, quizá podríamos llegar a entendemos.
—No trate de hacerse el listo. Sabemos que usted ha descubierto algo en ese pergamino. Algo que no tiene nada que ver con las pinturas. Usted no quería comprarlo por las pinturas, sino por lo que se esconde debajo de ellas. ¿De qué se trata?
Habían conseguido descubrir bastante. De nuevo intenté una débil defensa:
—No sé de qué hablan. Los dibujos son…
—¿Qué?
—Esbozos carentes de significado, tanto es así que el pergamino fue reutilizado. Dígame qué ha hecho con la chica.
—Eso a usted no le importa.
—Claro que me importa. Es mi chica y teníamos una cita, pero usted me ha perseguido como a una bestia y luego ha cogido su coche. ¿Qué ha hecho con ella?
—Digamos que hemos de hacerle algunas preguntas.
Decidí echarme un farol, pensando que si cedía mi secreto no tendría ya nada que ofrecer a cambio. Respondí:
—Si supiese algo se lo diría a cambio de su libertad, pero no sé nada. Le ruego que me crea. Por favor…
—Hay algo que puede decirnos: ¿quién es el que le ha devuelto el dinero?
—Un muchacho de unos dieciséis años.
—Obviamente alguien lo envió: ¿tiene idea de quién?
—No. No era el hombre con el que negocié, Abdullah, estoy seguro. Solo sé que hablaba muy bien italiano.
No oí ninguna respuesta a mi declaración y tuve el tiempo de preguntarme si había hecho bien o mal en decir lo que había revelado. Permanecí en silencio ante la luz encendida y las fotos del cadáver de Abdullah esparcidas sobre la mesita.
Repetí:
—Le he dicho todo lo que sé. Por favor, déjeme ir y suelte a la muchacha: ella no tiene nada que ver en esto. Es solo mi… novia.
De nuevo no obtuve respuesta, y el silencio me turbaba más todavía. Me preguntaba qué estaba sucediendo cuando oí un nuevo chirrido metálico y luego el ruido de un coche que se ponía en marcha y se alejaba.
Me levanté y me acerqué a la mesa. No pasó nada. Entonces giré lentamente la lámpara e iluminé una silla vacía; detrás, un gran espacio desierto. No había nadie.
Me precipité hacia el portón, pero estaba obstruido con una barra por el exterior. Corrí a otra puerta, pero también estaba atrancada. Me hallaba prisionero y solo. Habría podido gritar, pero ¿quién me habría oído? Había visto perfectamente al llegar que la construcción a la que me estaban llevando se hallaba totalmente aislada. Eran las cuatro de la madrugaba. Estaba exhausto, vaciado, desalentado. El cansancio prevaleció y me dormí sobre un montón de serrín. Un sueño pesado y turbio poblado de todo tipo de pesadillas. Durante un instante volví a ver el estúpido letrero cambiante de neón en el frontis de un pedestal, pero no conseguí captar su significado, como no lo había conseguido con anterioridad. Luego soñé que estaba en un hospital y que alguno de los pacientes se quejaba. Me molestaba, no me dejaba descansar. En un determinado momento grité: «¡Basta!».
Y me desperté.
Los primeros instantes fueron muy dolorosos porque no tuve más remedio que reconocer que la horrible situación que estaba viviendo al adormecerme no había cambiado en absoluto…, aparte de una cosa: ese quejido. Continuaba insistente, aunque de forma queda. Es más, me sorprendía que un sonido tan débil pudiera sacarme del sueño en el que había caído.
Se filtraba un poco de luz por debajo de los portones y de las hendiduras de la pared y las vertientes del tejado. Había dormido menos de una hora.
Tenía que averiguar de dónde provenía el quejido e inspeccioné todo el edificio sin resultado. Subí también a un par de altillos en los que había amontonadas unas cajas que debieron de contener recambios para excavadoras. Bajé de nuevo a tierra y llamé:
—¿Hay alguien ahí?
Me pareció oír un grito.
—¡Ayúdame!
Era una voz que yo creía reconocer. ¿Era posible? Respondí levantando la voz tanto como pude:
—¡Leyla!
Me respondió:
—¡Flavio!
Traté de localizar el punto del que provenía la voz de Leyla y concentré mi atención en un par de pallets cargados de cajas de recambios. Estaban llenas y eran muy pesadas. Por eso la voz llegaba hasta mí tan debilitada.
Comencé a retirar las cajas una por una, luego los pallets, y me encontré frente a una trampilla cerrada con un candado.
Era un candado de barra, más bien recio. No podía pensar en romperlo. Miré alrededor, pero no vi nada que pudiera servirme para forzarlo. Era evidente. No me habrían dejado moverme libremente en aquel lugar sin estar seguros de que la situación no cambiaría ni un milímetro en su ausencia.
¿Y los recambios? Observé la trampilla y vi que los goznes eran bastante más débiles que el candado: tal vez podría actuar sobre ellos si lograba dar con un instrumento adecuado. Cierto que ello no significaba la libertad, por desgracia, pero al menos volvería a abrazar a Leyla y estaría con ella, lo cual en aquel momento me urgía más que ninguna otra cosa.
Me apoyé en la trampilla y grité:
—¡Leyla, tranquila, amor, estoy tratando de encontrar la manera de reunirme contigo!
¿«Amor»? No me acordaba de haber pronunciado nunca esa palabra cuando estábamos juntos y me asombré de haberlo hecho justo en ese momento.
Ella respondió:
—¡Date prisa, por favor!
Me dirigí hacia las cajas con las piezas de recambio y comencé a abrirlas una por una. La primera contenía tornillos, pernos y guarniciones; la segunda, cantoneras molduradas de soporte para estructuras de hierro, tal vez para estanterías. La tercera, juntas tubulares probablemente para tenso estructuras. No había grandes posibilidades. Mi ansiedad no hacía sino crecer a medida que abría aquellas cajas y examinaba su contenido. La luz aumentaba y temía que esto hiciera regresar a mis carceleros. También tenía hambre y sed porque ese cobertizo enchapado se estaba recalentando y yo sudaba la gota gorda.
Abrí la cuarta. Bajo una capa de papel oleoso con la marca Turk Traktor vi apiladas ordenadamente unas bielas de tractor. Cogí una, metí el extremo por la expansión semicircular debajo del gozne de la trampilla e hice palanca con todo mi peso. El gozne se deformó pero no cedió. Tenía que alargar el brazo de la palanca para que me fuera de más ayuda. Volví a la caja de los tubulares para tenso estructura, cogí uno y lo introduje en el extremo libre de la biela. Obtuve así un brazo de palanca cinco veces superior. El gozne comenzó a chirriar hasta que cedió.
Pasé al otro lado y realicé la misma operación hasta que también el segundo gozne saltó en pedazos y pude abrir la trampilla. Leyla estaba debajo de mí, con lágrimas en los ojos.
Ingenié un medio para bajar a base de los flejes de embalaje entrelazados. Los até a la trampilla y descendí. Nos arrojamos el uno a los brazos del otro y nos quedamos así un largo rato. La sentía cerca, parte de mí, me gustaba su abandono, aquel apasionado abrazo que me transmitía su calor y una fascinación que había olvidado durante tanto tiempo. Me tuve que forzar para separarme de ella y tratar de retomar las riendas de la situación.
Alcancé de nuevo la planta baja y ayudé a Leyla a subir. Sabía que sus manos delicadas sufrirían heridas al agarrarse a los flejes duros y cortantes y miré alrededor para ver si podía encontrar algo con que protegerla. Un periódico. Separé las páginas una a otra e hice con ellas algo parecido a unos guantes con los que le fajé las manos, luego la ayudé a subir empujándola desde abajo y, apenas hubo alcanzado la trampilla, subí yo. Finalmente estábamos juntos de nuevo.
—Pero ¿qué ha pasado? —le pregunté en cuanto consiguió recuperar el aliento.
—Al dar la vuelta para venir a recogerte a la estación he tomado una de las callejuelas de detrás de la Selimye y me he visto bloqueada por ambos lados. La cosa les ha salido redonda: se han apoderado de mi Toyota y me han metido a mí en uno de sus coches. En poco rato me han traído a este lugar.
—Es extraño. No comprendo por qué nos han encerrado en el mismo edificio. Evidentemente lo que les interesa tiene que ver con nosotros dos.
—Ya.
—El pergamino. ¿Has reconocido alguna voz, algún gesto que te permita identificar a alguien?
—Nada de nada.
—¿Sabes que se han cargado a Abdullah Unlouglu?
—No, no lo sabía. Vaya cerdada.
—Sí, y no quisiera acabar implicado en el asunto. Soy uno de los últimos que le vio… Escucha, tenemos que largarnos antes de que vuelvan.
—¿Y cómo? ¿Has visto alguna vía de salida por casualidad?
—Me temo que, si la hubiese, no me habrían dejado libre aquí dentro.
Leyla comenzó a inspeccionar las paredes para comprobar si había alguna posibilidad. De pronto se detuvo delante de una hendidura.
—¡Demonios, mira!
—¿El qué?
—Ahí fuera está mi Toyota. Si pudiésemos salir, estaríamos salvados: tengo una segunda llave en el cinturón de los vaqueros. La llevo siempre por precaución.
—No sé…, quizá podría usar la biela que he empleado para hacer saltar los goznes de la trampilla. Tratar de ensanchar esta hendidura…
Oí en ese momento el ruido de un motor de automóvil y el chirrido de los neumáticos que se detenían en la gravilla.
—Demasiado tarde, ya están aquí.
Leyla corrió a mi lado y se agarró de mi brazo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
Tuve una idea.
—¿Conoces la historia de Ulises y Polifemo?
—Por supuesto. Pero no veo ovejas ni carneros aquí.
—Ya lo sé. Me refería a que, en cuanto abran, nos escurriremos fuera y trataremos de bloquear la puerta. Tú corre al Toyota, ponlo en marcha y saldremos pitando.
Leyla asintió. Retiró la llave del cinturón y me apretó con fuerza el brazo.
—Ponte detrás de mí —dije.
Alcancé el punto en el que estaban apiladas las grandes cajas con los recambios y me introduje junto con Leyla entre los dos pallets más grandes. El espacio a duras penas era suficiente: me veía obligado a contener el aliento.
Oí girar la llave en la cerradura, e inmediatamente después entraron dos hombres, los mismos que me habían secuestrado delante de la estación del Orient Express.
Miraron a su alrededor durante unos instantes, vieron la trampilla desgoznada y corrieron hacia aquella parte. Yo apreté la mano de Leyla diciendo:
—¡Ahora, corre!
Leyla se lanzó hacia el exterior, yo la seguí y enseguida traté de apuntalar la puerta encajando la biela por debajo del batiente. Luego corrí hacia el Toyota que Leyla había puesto en marcha y salté dentro volando. El coche salió como un rayo lanzando con violencia la gravilla contra la pared del almacén que resonó como bajo una granizada.
Miré atrás: habían conseguido abrir el portón y estaban saltando al coche. Traté de calcular la distancia que mediaba entre ambos vehículos: no más de trescientos o cuatrocientos metros. Sería suficiente cualquier obstáculo en nuestro camino para que nos alcanzaran. Ni yo ni Leyla teníamos ya nuestro móvil: yo lo había perdido, a Leyla se lo habían quitado. No podíamos pedir ayuda y no había esperanza de que alguien acudiese a echarnos una mano.
—¡Tratemos de intercambiar el asiento! —grité—. ¡Yo pasaré por detrás de ti, y tú deslízate por entre el volante y yo!
Leyla obedeció e hizo lo que le había pedido. Mientras se deslizaba por delante de mí hacia el asiento de la derecha el contacto tan próximo de su cuerpo me produjo un estremecimiento a pesar de la situación absurda en la que me encontraba. Cogí el volante y conseguí mantener el coche dentro de la carretera. Sabía qué hacer para no volver a caer en manos de aquellos dos.
Apreté el acelerador a fondo y me dirigí hacia la nacional manteniendo casi invariable mi distancia de los perseguidores.
—¡Si conseguimos llegar al London Camping estamos salvados! —dije—. Sé dónde no podrán encontrarnos nunca.
—Pero ¿qué querían de ti? —preguntó Leyla—. ¿Te han preguntado algo concreto?
—Me han preguntado que para qué quería el pergamino.
—Era de suponer, ¿y tú qué les has dicho?
Un enorme camión asomó por mi izquierda desde un cambio de rasante cortando la curva y rozando el lateral del coche a no más de medio metro de distancia, y por si fuera poco sonó un claxon que parecía una trompeta del Juicio Final. Se me heló la sangre en las venas, pero corregí la trayectoria y conseguí recobrar el control. Esperaba que les fuese peor a mis perseguidores, pero no tardé en volver a verlos por el retrovisor viniendo a toda pastilla.
—Les he dicho que me interesaban las pinturas bizantinas, pero no se lo han tragado. Se han llevado mi portátil y me pregunto cuánto habrán conseguido entender de mis archivos.
Estábamos ya a la altura del London Camping y me metí en el aparcamiento parando el coche detrás de un grupo de matas de oleandro. Hice bajar a Leyla, la tomé de la mano y comencé a correr en dirección a una construcción baja del fondo, manteniéndome al abrigo detrás de un seto.
—¿Adónde vamos? —preguntó Leyla jadeando.
—Estuve en este camping la última vez hará unos veintitrés años. Espero encontrarlo como lo dejé.
Llegamos al edificio donde estaba la lavandería. Recordaba que detrás había un volquete casi completamente enterrado en el que arrojaban los cartones de los embalajes.
Corrí en torno al edificio y llegué al volquete: ¡aún estaba! Y seguía siendo utilizado para el mismo fin.
Me arrojé dentro arrastrando conmigo a Leyla y nos escondimos entre los cartones esperando inmóviles y en silencio. Un pequeño respiradero nos permitía echar un vistazo a lo que estaba sucediendo. Pasó un rato: unos diez minutos durante los cuales me imaginaba que los perseguidores habían seguido nuestros pasos hasta el camping y probablemente localizado el Toyota. Ahora debían de estar dando vueltas buscándonos. Nos quedamos inmóviles durante casi media hora. Si no conocían la existencia del volquete terminarían la inspección y se largarían. Al menos es lo que esperaba. Pero debía asegurarme de ello así que, con extrema cautela, levanté primero la cabeza y luego el resto del cuerpo hasta acercarme al borde del volquete.
Por fin los vi: con vaqueros, chupa y gafas oscuras, caricaturas de chulos de miniserie televisiva, se movían inquietos entre las tiendas de campaña a una distancia de una veintena de metros el uno del otro. Llegaron hasta el edificio de la lavandería y yo me preparé para sumergirme de nuevo entre los cartones, pero se detuvieron allí. Se reunieron cerca de la esquina norte del edificio, se consultaron unos instantes y volvieron hacia el aparcamiento. Estábamos salvados. Le hice una indicación a Leyla de que se incorporase y se acercara al borde del volquete.
—Parece que se están yendo.
—Ojalá… —susurró ella.
Pude seguirlos desde mi observatorio hasta que llegaron al aparcamiento. Allí los perdí de vista, pero oí el ruido de un motor que se encendía y luego se perdía en la lejanía. Esperamos un poco más para estar seguros de que no era una trampa para hacernos salir al aire libre, luego salí yo solo para hacer un reconocimiento del terreno. Llegué al aparcamiento manteniéndome al abrigo de un seto y vi que el Anadol negro había desaparecido. El Toyota, en cambio, permanecía en su sitio. Fui a llamar a Leyla, pero cuando ella iba a sentarse en el asiento del conductor la detuve.
—Este coche resulta demasiado visible y apuesto a que nos saldrán al paso después de haberse asegurado de que no hay escapatoria. Tomemos un autobús. Volveremos para recuperar el coche tan pronto como sea posible.
Leyla convino en que la mía era una sabia decisión y se convenció definitivamente cuando vio el Anadol negro parado en un aparcamiento al aire libre a cinco kilómetros del camping en dirección a Estambul.
—Si hubiéramos cogido el Toyota, los tendríamos pisándonos los talones —dijo.
No respondí porque desde hacía un rato me rondaba por la cabeza una extraña idea.
Leyla se dio cuenta.
—¿No estás de acuerdo?
—Oh, sí, sin duda. Es más, casi seguro que nos encontrarán de todas formas, dondequiera que yo vaya.
—No comprendo. ¿Qué pretendes decir?
—Trato de decir que, en mi opinión, tú estás detrás de toda esta historia.
—Lo dices en broma… —dijo Leyla mirándome incrédula.
—En absoluto. En primer lugar, diste señales de vida después de muchos años sin un motivo aparente.
—Necesitaba hacerte una consulta, quizá también oírte. ¿Te parece extraño?
—Un poco extraño, sí…
—Y sin embargo también tú me has dado muestras de sentir algo por mí…, a menos que esté equivocada.
No recogí la provocación y continué con mi requisitoria:
—Luego el hecho de que me hayas metido en esta historia del pergamino.
—Fuiste tú quien me preguntó qué me pasaba.
—Es cierto. Pero habría que estar ciego para no notar tu cambio imprevisto de humor. Querías que te preguntase qué te pasaba porque tenías preparada ya la respuesta.
—Estás loco…
—¿Y qué me dices del coche, eh? Lo tenías aparcado en tu casa, obviamente, por la parte de Istiklal çaddesi. Entonces, veamos, ir hasta ahí desde mi hotel, en taxi, te habrá llevado por lo menos veinte minutos. Alguien te agrede y te secuestra: harían falta, digo yo, por lo menos entre cinco y diez minutos para apresarte, inmovilizarte y meterte en otro coche. Luego el que conduce el Toyota viene en tu lugar a la cita conmigo para lo cual, si no vuela, habrá necesitado por lo menos otros quince minutos. ¿Cómo se las ha arreglado tu coche para estar delante de la estación del Orient Express en media hora escasa? ¿Y quién le ha dicho que yo estaría allí?
—¿Cómo puedo saberlo? Habrán tomado un atajo. Y, por lo que yo sé, puede haber sido el taxista que nos ha oído hablar.
—Y, por otra parte, la historia de la llave: quien te ha cogido el Toyota tenía la llave. ¿Quién se la ha dado sino tú?
—¡Hasta un estúpido comprendería que me la han cogido! —explotó ella.
—¿Y cómo es que tenías otra contigo? La llave de reserva la guarda uno siempre en casa. No tiene sentido llevarla encima. Y esto no es todo. La muerte de Abdullah Unluoglu es una puesta en escena para asustarme. Cuando te he confeccionado los guantes para que subieras a la superficie y no te cortaras las manos con los aros he mirado el periódico. No había ninguna noticia de un homicidio.
—Es evidente. Todavía no han descubierto el cadáver.
Leyla rebatía punto por punto, pero estaba comenzando a perder el control de los nervios. Continué hostigándola.
—Admitamos que el homicidio de Abdullah sea cierto: según me han dicho esos tipos, lo han matado ellos. ¿Y por qué motivo? Porque el pergamino contenía informaciones muy importantes de las pinturas. Me lo han hecho comprender muy bien, y por tanto lo sabían. Y como no se lo he dicho yo, debes de habérselo dicho tú. Los documentos de mi ordenador están en un lenguaje muy difícil de descifrar.
Esta vez Leyla no respondió ni replicó de ningún modo. Pero no porque no supiese qué responder. El motivo era otro: no lo hacía porque estaba pensando. Pero ¿en qué? No quería dejarles tiempo para organizar una reacción.
—Sólo me gustaría saber qué les has dicho —continué impertérrito—, ya que no te he explicado aún mi teoría. Tal vez ese otro documento de tu biblioteca no está precisamente intacto. ¿Conseguiste ver lo que contiene sin romper los sellos? ¡Habla, maldita sea, no me tengas en esta situación absurda!
Había levantado demasiado la voz y un par de pasajeros se había vuelto hacia mí con aire molesto. Asentí para excusarme y proseguí en tono más bajo. Leyla continuaba meditando en silencio, lo cual me fastidiaba. Seguí adelante con mi requisitoria:
—Y luego, ¿sabes qué te digo? Que en el período que me has dicho no hubo ningún congreso de museografía en Europa: lo he averiguado en internet. Por tanto has mentido también sobre esto como probablemente sobre quién sabe cuántas otras cosas.
—Es cierto —respondió Leyla—. Sobre eso he mentido, tuve que ausentarme de la oficina por asuntos propios que no te incumben. —Me miró fijamente como si le hubiese dicho cosas que no le interesaban en absoluto, luego preguntó—: Has dicho que cuando estabas en el café del bazar alguien al que no viste la cara te dirigió la palabra.
—¿Qué tiene esto que ver con lo que…?
—Tiene que ver y no sabes cuánto. Escúchame bien y trata de recordar. ¿No notaste nada de particular en su voz?
—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Te estoy acusando de traición y tú quieres saber qué voz tenía ese capullo?
—Un acento, una inflexión, una pronunciación particular. ¿Nada? ¿No notaste nada? Y sin embargo estoy segura de que recuerdas bien esa voz.
—Como si acabara de oírla —respondí.
—¿Entonces?
—Hablaba muy bien italiano y redondeaba ligeramente la r.
—Habría tenido que comprenderlo enseguida.
—¿Te molestaría hacerme entender algo también a mí?
—Mi hermano. Era sin duda él. Él lo sabe todo: es la única persona en el mundo a quien me confío. Es una debilidad, lo sé, pero la soledad es una mala cosa.
En aquel mismo instante volví a oír la voz de aquel hombre al teléfono, cuando llamé por primera vez al número de Leyla. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
El autobús había atravesado ya las murallas de Teodosio y se estaba acercando a la universidad.
—Tal vez sea mejor que nos bajemos en la primera parada —dije—. Al menos podremos decidir adónde nos conviene dirigirnos.
Encontramos un café un tanto apartado a unos pasos de la parada del autobús y pedimos algo. Estábamos agotados y hambrientos.
El çay hirviendo y unas roscas de sésamo constituyeron un momentáneo alto el fuego, pero los dos éramos conscientes de que teníamos que descubrir en ese momento nuestras cartas.
—Entonces, si no he comprendido mal, te confiaste a tu hermanito diciéndole que ese pergamino en realidad escondía algo mucho más importante que los santos y las vírgenes que hay pintados en él…, pero ¿por qué, digo yo, qué necesidad tenías de hablarle a él de eso?
—Ya te lo he dicho. Estoy sola, mi familia prácticamente me ha repudiado y él ha sido siempre el único que ha mantenido contacto, que me muestra afecto y comprensión… Yo siempre se lo he contado todo. Pensaba que le haría comprender a mi familia que yo era una persona de valía, que tal vez si me convirtiese en alguien importante…
—No comprendo…, tantas historias simplemente porque vives sola en Estambul. Cielo santo, pero esto es Turquía, es un país laico. Hay un montón de mujeres aquí en Estambul que conviven sin estar casadas, lo sé…
—No he dicho nunca que convivo con alguien.
—Entonces ¿cuál es el motivo de tanta hostilidad por parte de tus familiares?
—No los conoces —repitió—. Son terribles. Mi padre quería…, pero dejémoslo estar. Y ahora también Osmán me ha traicionado. No sé con quién. Yo a esos nunca los he visto, te lo juro. Puedo imaginar que se trata de traficantes importantes, gente que roba a comisión y que está dispuesta a arriesgar. Aquí las leyes son muy severas.
—Pero habrá habido un motivo. Uno no hace una cerdada de este tipo a su propia hermana sin una razón. Te ha puesto en manos de unos criminales: ¡menudo bastardo!
Leyla inclinó la cabeza. Embarazo, vergüenza, ciertamente dolor. Pero yo seguía sin comprender.
—Jugaba… —dijo con gran dificultad— y perdía. Grandes sumas.
—Es lo que te había sugerido, en cierto sentido.
—Ya. Tú siempre tienes razón.
Lo dijo con un tono melancólico que me conmovió. Y, en esa emoción inesperada, me pasó por la mente la extraña inscripción que en sueños había visto en la base de la estatua del templo y, por primera vez, conseguí leerla, en caracteres luminosos, en el neón. Corría de izquierda a derecha como en los rótulos publicitarios: RAHATSIZ ETTIGIMIZ IÇIN ÖZÚR DILERIZ SIGIN IÇINÇALISIYOURUZ.
—¿Qué significa en turco Rahatsiz ettigimiz için özur dileriz sigin içinçalisiyouruz? —pregunté de improviso.
Leyla me miró como si estuviese loco.
—Pero ¿qué dices? ¿Es que estás chiflado?
—Por favor, dime lo que significa. Es importante.
—Va…, me parece ridículo. Pero si tanto te interesa, significa: «Trabajamos para ustedes, disculpen las molestias».
—Pero ¡cómo! ¿Eso es todo?
—Todo, ¿por qué lo dices?
—Pero no es posible. Es una inscripción que se me aparece en un sueño recurrente desde hace algún tiempo, dentro de un templo griego. No puede ser una simple banalidad.
—Lo siento. Tu oráculo es un estúpido aviso callejero. Pero ¿qué tiene esto que ver?
—Tiene que ver, tiene que ver…
Me di cuenta de que nuestra conversación estaba deslizándose hacia el terreno de lo irreal. Tenía que hacerla volver al cauce de lo racional o comenzaría realmente a dar muestras de estar chiflado.
—Escucha, recapitulemos, por favor, si no me volveré loco. Así pues, hace algún tiempo tú comenzaste a examinar con cierta atención un par de documentos de la biblioteca del Serrallo y te quedaste impresionada. Existían elementos que te hacían pensar en la posibilidad de un gran descubrimiento. Caes en la cuenta de que yo soy un especialista en tecnologías constructivas de la Antigüedad y piensas que podría echarte una mano, ¿no es así?
—Así es —hubo de admitir Leyla.
—En ese momento decidiste volver a ponerte en contacto conmigo, fingiendo algo parecido a reavivar una vieja pasión.
—Cosa en la que no has creído nunca, si no he entendido mal.
—¿Es que hubiera debido?
—Dejémoslo estar —lo dijo de nuevo con un tono melancólico que me impresionó—. Continúa.
—El dibujo que me trazaste en la servilleta de papel me impresionó fuertemente y tú te diste cuenta. Y cuando vi el original de Abdullah, aún más.
—Pero no has descubierto tus cartas.
—No por desconfianza o por otra cosa, sino porque no estaba aún seguro. Por eso te invité a mi hotel: para enseñarte los gráficos que había realizado en el ordenador. El resto ya lo sabemos.
—Ya. Y yo que pensaba que querías ponerme a prueba.
—Pensaste acertadamente… ¿Cuándo hablaste de ello con tu hermano?
—La primera vez después de escribirte y de recibir tus primeras respuestas. Me había parecido que el pergamino del documento número dos tenía para ti una importancia especial.
—La tenía, en efecto.
—Y mi hermano pensó probablemente que tenía un valor comercial, mientras que para nosotros solamente tenía un valor de conocimiento.
—Ni que decir tiene —repliqué—. En realidad tu hermano acertó, aunque no tuviese ni idea de en qué radicaba ese valor. En mi opinión, en ese momento se apoyó en alguien, en un grupo de traficantes peligrosos que lo dejaron de lado asumiendo ellos totalmente la operación. Tal vez el pobre Abdullah se ha dejado verdaderamente el pellejo y está en alguna parte del fondo del Bósforo con una piedra atada a los pies.
Me miró angustiada.
—¿De veras crees que mi hermano está en peligro?
—No lo sé. Pero les he dicho a esos dos que la persona que ha hablado conmigo en el bazar y que sabía del pergamino se expresaba muy bien en italiano. Inmediatamente después han desaparecido y la cosa no hace prever nada bueno. Tal vez estamos construyendo un castillo de fantasía sin fundamento. Una cosa es cierta: mientras estemos a tiempo debemos unir nuestros conocimientos. Debemos fiarnos el uno del otro. Jugar a cartas descubiertas y ganarles a todos en cuanto al tiempo se refiere, si lo conseguimos.
El ruido del tráfico en el exterior estaba ya en su punto álgido. Era la hora en que el mercado está abarrotado, al decir de los antiguos, y la ciudad es un hervidero. Por un instante perseguí un pensamiento fugitivo… Me devolvió a la realidad la voz de Leyla:
—Empieza tú —dijo perentoria—. ¿Qué es ese armazón de maderos y tablas representado en el pergamino del documento número dos?
Dudé por un momento y estuve a punto de decirlo todo, pero un resto de prudencia me retuvo.
—Escúchame —respondí—. Te lo diría ya, pero, créeme, es mejor que no, pues saberlo podría ser peligroso para ti y no tendría sentido hasta que yo no esté seguro de ello. Correr un riesgo por algo tiene un sentido, correr un riesgo incluso grave por nada es de estúpidos. Por tanto te pido que confíes en mí…, desde todos los puntos de vista. No sé ni quiero saber nada de tu vida privada, pero te ruego que creas que te quiero, que haría por ti cualquier cosa, y que quisiera no haberte dejado marchar nunca.
Leyla bajó la mirada. ¿Tal vez para esconder su reacción emotiva a mis palabras? No habría sabido decirlo, pero me gustaba pensarlo. Repetí:
—Te pido que confíes en mí, que me muestres ese documento para que yo pueda ver si se corresponde con el que pienso y espero. Te diré el resto y te aseguro que habrá valido la pena.
Leyla se quedó en silencio.
—Te lo ruego —insistí.
Leyla alzó la mirada.
—Está bien —dijo con voz firme—. Pero no me pidas nada más.
No traté siquiera de interpretar aquellas palabras para no leer en ellas un significado desagradable que no quería conocer. Asentí en silencio.
—Bien. Ahora trata de recordar qué contiene el documento número uno. Porque tú lo has visto, ¿no es cierto?
—Sí, he conseguido leer parte del contenido sin romper el sello abriendo las aletas laterales del sobre y usando una luz y unos espejos, por lo que está aún intacto como has visto en la fotografía.
El latido de mi corazón se aceleró de improviso a un ritmo tan elevado que sentí que me sofocaba. Leyla se dio cuenta.
—Cálmate —dijo—. No es gran cosa. Si conseguimos llegar a mi casa, te enseñaré una reproducción.
—No te andes con rodeos, demonios, al grano: ¿qué hay en ese maldito documento?
—Hay una planta de un edificio…, parece una iglesia.
—Es decir, ¿una sala en el centro y una exedra en unos de los lados cortos?
—Yo la había tomado por un ábside: ¿cómo lo sabes?
—¿Es así?
—Exactamente así.
—Continúa, por favor.
—En los lados largos hay una serie de hornacinas con un cuadrado en el centro de cada una señalado por una letra del alfabeto.
—¿Hay algo también en la exedra?
—Sí. Otro cuadrado. Mucho más grande, que me ha hecho pensar en un altar…
—Entonces no es un cuadrado, sino un rectángulo.
—No. Es un cuadrado, estoy segura. Un cuadrado marcado mediante una letra.
—¿La zeta?
—Sí, así es. Es una zeta.
—Entonces debemos ir, debo ver ese documento a toda costa. A mi juicio, no es una iglesia, sino una casa privada, y creo también saber de quién era: el mismo hombre que dejó su nombre en el sello del documento.
—¿Lauso?
—Él exactamente.
Leyla se quedó pensativa durante un rato, evidentemente atormentada entre impulsos diversos. Al final me miró fijamente de nuevo a los ojos y dijo:
—Está bien, pero quiero tu palabra de que el sobre y el sello permanecerán íntegros.
—Tienes mi palabra. Te juro que no haría nada que pudiera perjudicarte. En el fondo, mi aventura con Abdullah tenía la finalidad de recuperar un objeto que tenía que salvar tu posición.
—Entonces, vayamos. Pero antes tengo que encontrar un móvil: no puedo estar sin él. Estos mal nacidos me lo han quitado.
—También yo necesito uno —respondí, y la seguí a pie hasta una tienda sin dejar de mirar alrededor ni un momento. Temía que en cualquier instante aparecieran de nuevo nuestros perseguidores. Estaba tan tenso y asustado que no pensé que fuesen más inteligentes y capaces de una opción diferente.
Entramos en una tienda y compramos dos teléfonos último modelo con cámara de vídeo. Luego tomamos un taxi y nos dirigimos hacia el centro. Comencé a sentirme de nuevo más excitado que asustado: la idea de ver el primer documento mantenía completamente ocupada mi mente. No conseguía pensar en otra cosa. Solo la voz de Leyla que estaba telefoneando en un tono bajo me hizo volver a la realidad y logré captar del turco sus dos últimas palabras —«Sí, querido, siempre pienso en ti…»—, porque en otro tiempo me las decía a mí, y me hirieron. ¿Qué estaba pasando? ¿Podía pensar que me había sido fiel sin objeto ni motivo durante todo aquel tiempo?
¿Que no tenía una historia con alguien? Me había dicho que no tenía marido, no que no tuviese relaciones sentimentales. Me vinieron a la memoria escenas que había vivido con ella, imágenes de su intimidad y me sentí turbado, confuso, e infinitamente irritado conmigo mismo. Tuve que admitir que aquellos celos absurdos a destiempo eran un sentimiento que en aquel momento se había impuesto a todo lo demás. Me sentía psicológicamente inestable y la cosa me causaba cierto fastidio.
¡Bien, ya se me pasaría, qué diablos!
—¿Te ocurre algo? —me preguntó Leyla.
—No, nada, pensaba.
—También yo —respondió Leyla con un suspiro. Luego marcó otro número e hizo una segunda llamada. Conseguí comprender que hablaba con una mujer y también percibir su voz al teléfono.
—Nos detendremos en casa de una amiga mía, por si alguien nos espera en mi casa —dijo inmediatamente después.
—Buena idea. Pensaba sugerírtelo.
Leyla dijo algo al conductor, se abandonó contra el respaldo del asiento y apoyó la cabeza sobre mi hombro como para descansar. Yo le pasé la mano alrededor de la cintura y la estreché delicadamente contra mí. Usaba el mismo perfume oriental de cuando la había conocido.
Alcanzamos nuestra meta al cabo de una media hora: un chalet de ladrillo y tablas de madera, bien cuidado, con un jardincillo alrededor y un huertecito a uno de los lados con algunas tomateras y albahaca. La amiga de Leyla era una joven de unos treinta años llamada Fatma, una compañera suya de instituto, muy delgada pero bonita, empleada en el hospital municipal. Vino a abrimos y calentó para nosotros algo que tenía en el frigorífico: Leyla debía de haberle dicho que no habíamos comido casi nada en las últimas veinticuatro horas.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Fatma.
No había contado con su curiosidad. Leyla le explicó algo en voz baja de lo que conseguí captar solo las últimas palabras:
«… ve tú a su casa. Dile que estaré fuera hasta tarde…, que nos veremos mañana por la mañana», luego otras frases que no conseguí entender. Fatma escuchó con atención como si tuviese que memorizar unas instrucciones, luego cogió un mazo de llaves que Leyla le alargaba y salió. Un minuto después oí cómo ponía en marcha su coche y se alejaba en medio del tráfico.
—¿Adónde ha ido? —pregunté.
—A mi casa, a coger las llaves y la ficha para desconectar la alarma. En cuanto oscurezca iremos a la biblioteca.
—Que Dios nos asista —dije para mí.
Tras terminar de comer, Leyla se sentó en un sillón y se amodorró. Yo estaba demasiado tenso para adormecerme y me quedé mirándola largamente, no sé durante cuánto tiempo, pero cada minuto que pasaba me sentía más cerca de ella, pero también menos seguro en cuanto a sus sentimientos respecto a mí. Pensaba en aquel beso que le había dado en el taxi y que ella había devuelto con cierto calor, quizá solo en un momento de abandono. ¿O había sido algo más? ¿Y aquellos fragmentos de frases que conseguía captar de vez en cuando y que me turbaban? Pensaba en lo que sucedería de ahí a unas pocas horas: tal vez un gran y extraordinario descubrimiento, o quizá todo acabase como una pompa de jabón y yo partiría de ahí en dos o tres días y no volvería a verla nunca más…
Y sin embargo ella parecía tranquila. Después de todo aquel trastorno dormía con una respiración larga y regular que le levantaba rítmicamente el pecho redondo debajo del fino jersey. En un momento determinado dejé una nota sobre la mesa y salí a dar un paseo y a fumar un cigarrillo sentado en un banco de la orilla del Bósforo.
Mi humor iba y venía: unas veces me sentía excitado e impaciente por resolver mi rompecabezas, otras cansado, desconfiado y deprimido, y habría querido estar en mi museo de provincias clasificando y haciendo fichas de restos de escaso valor.
Cuando regresé, había pasado un buen rato y había oscurecido. Leyla se había despertado y estaba preparando un çay. Fatma entró al poco.
Las dos muchachas se saludaron. Fatma extrajo del bolso un sobre y se lo entregó a Leyla.
—¿Ha ido todo bien? —pregunté.
—Parece que sí —respondió Leyla—. Ha seguido mis instrucciones, ha entrado por la puerta de servicio y no ha visto a nadie por ahí. Creo que podemos estar tranquilos.
—Tranquilos… —repetí maquinalmente—. ¡No es cosa fácil!
—Yo sugiero que vayamos —dijo Leyla.
—¿Ahora?
—¿Y cuándo si no? Si entro ahora y alguien me ve es un horario aún decente, pero si espero a que sea muy tarde la cosa se volverá sospechosa.
—Tienes razón. Movámonos.
Nos despedimos y dimos las gracias a Fatma, que nos abrazó y besó repetidamente como si intuyese algo, luego nos dirigimos hacia la biblioteca. La ciudad estaba llena de luces y de tráfico, resonaban mil rumores y llamadas, y poco después desde los altavoces de los minaretes se difundió también la voz de los muecines que llamaban a la oración. En los escaparates de los restaurantes el adana kebab giraba lentamente en el asador desprendiendo grasa de oveja.
Aparcamos en el fondo de la plaza de Santa Sofía porque Leyla tenía su etiqueta identificativa y aquello me infundió cierta dosis de optimismo. Nadie que no estuviese autorizado podía llegar a la basílica de Justiniano sin que fuera parado por la policía. Leyla desapareció por una puerta lateral de Topkapi y yo me quedé en el coche con las ventanillas bajadas fumando y mirando alrededor para ver si había alguien y conseguía descubrirlo. Pero pensaba también que, de haber habido alguien, probablemente tendría la astucia de no dejarse ver.
Leyla regresó al cabo de media hora escasa. Parecía verdaderamente que todo fuese a ir como una seda. Se metió rápido en el coche y cerró la puerta.
—¿Lo tienes? —pregunté ansioso.
—Claro que lo tengo. Aquí está.
Abrí su bolsa y extraje el precioso hallazgo. Era un sobre de cuero, muy antiguo, atado con un cordón que pasaba por dentro de un ojal sellado con una sustancia parecida al lacre, pero que habría podido ser también pez o asfalto. Dos aletas laterales estaban dobladas por debajo de la parte cerrada por el sello.
—¿Tienes algo con que sacarlas? —pregunté indicando las aletas.
—Ya lo hice una vez. También ahora seré capaz —respondió tranquila Leyla.
Tomó de su bolso un peine, metió el mango de plástico dentro de una de las aletas y la hizo salir por debajo de la falda doblada y sellada; acto seguido repitió la misma operación con la otra.
—¿Ves? —dijo, manteniendo levantada la falda sellada con el mismo utensilio—. Se consigue ver una parte del documento, la que te describí.
Encendió la linternita que colgaba de su llavero e iluminó el interior. Efectivamente se distinguía, aunque con esfuerzo, el dibujo que me había descrito, con la exedra, las hornacinas laterales y las letras del alfabeto.
—Hay que sacarlo —dije—. Hemos de abrirlo.
—Lo he probado ya, pero no sale, aunque debería haber espacio.
—¿Por qué no sale?
—No lo sé —respondió Leyla—. Parece pegado por la parte de abajo al cuero del estuche. Quizá por la humedad. O una gota de pega utilizada por el sello puede haber caído por descuido en la parte inferior del sobre; cuando metieron el pergamino se pegó. He intentado tirar: se corre el riesgo de arrancarla y la violación del documento resultará evidente en el momento de la apertura oficial. Ello me acarrearía problemas. Ya te lo he dicho: estoy metida hasta el cuello. No puedo empeorar la situación.
—Dame tu lima de uñas.
—¿Qué quieres hacer?
—Dame la lima, por favor. No pasa nada.
Leyla se convenció y sacó de su neceser la lima de uñas que metí debajo del pergamino comenzando a moverla hacia delante y hacia atrás: sentía que mordía algo y la mantuve apretada hacia abajo para no hacer mella en el documento. Procedí con tal cautela que necesité un cuarto de hora para despegarla, pero al final el documento salió dócilmente por un lado del sobre.
—Por fin —dije.
Leyla volvió a encender la linternita y yo desplegué el documento: un pergamino doblado en cuatro.
—Mira —dije indicando algunos signos en la parte inferior de la hoja—. El segundo documento era la continuación de este. ¿Ves? Esta es la parte superior del armazón… La que sostenía la cabellera…
—¿La cabellera? ¿Qué cabellera?
—La cabellera del dios, Leyla. Ahora estoy absolutamente seguro: el armazón dibujado en este pergamino y en el otro que han robado es la estructura que sostenía la más famosa obra maestra de la Antigüedad, la estatua más asombrosa nunca realizada, la quinta maravilla del mundo antiguo, un gigante de marfil y de oro sentado en el trono: ¡el Zeus de Fidias!
Leyla me miró estupefacta.
—Por Alá, clemente y misericordioso, ¿estás seguro de lo que dices?
—En un noventa por ciento —respondí—. He estudiado ese dibujo durante días y noches. Lo he reproducido en una imagen digital, me he imaginado los puntos de contacto con una superficie virtual externa cuya retícula estructural he reconstruido. Y he obtenido el esquema plástico de una enorme estatua sentada en el trono. Luego he ido a Olimpia, he colocado imaginariamente esa estatua en el interior del gran templo hundido y ya no he tenido ninguna duda.
Leyla sonrió de improviso.
—¿Y ha sido allí donde has visto ese letrero en turco: «Trabajamos para ustedes, disculpen las molestias»?
También yo disolví por un instante la tensión y sonreí.
—Lo vi en sueños, obviamente… Sí, así es. Y no consigo explicarme la razón.
—Tampoco yo —repuso Leyla.
Pasé el dedo por el cuadrado dibujado en medio de la exedra marcado con la letra zeta.
—¡La Zeta de Zeus! —exclamé—. Esta es la planta de la casa de Lauso donde existía la mayor galería de arte antiguo de su tiempo. Los cuadrados son las bases de las estatuas, el de la exedra es el pedestal del Zeus de Fidias.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Alguien vio esa estatua en la colección de Lauso hacia finales del siglo IV… Como sabes, Teodosio el Grande declaró el cristianismo religión de Estado y promulgó leyes que castigaban con la pena de muerte a todo aquel que fuera sorprendido haciendo sacrificios a los dioses paganos. Bajo su reinado el santuario oracular de Delfos fue cerrado, y también el de Olimpia, y los juegos fueron definitivamente abandonados. Pero en aquel tiempo el Zeus ya no estaba en su santuario. Había sido desmontado y llevado a Constantinopla, aunque solo fuera porque tenía un valor enorme. Solamente el oro del que estaba hecho en parte pesaba casi media tonelada.
»De algún modo Lauso debió de impedir su destrucción. Por otra parte, también el Hércules de Lisipo, un coloso de nueve metros de altura, construido para Tarantos y llevado primero a Roma y luego a Constantinopla, sobrevivió como meta dentro del hipódromo hasta la invasión de los cruzados en 1204. Fueron ellos quienes lo fundieron para hacer monedas con las que pagar a la flota veneciana. Si el Hércules sobrevivió durante nueve siglos, ¿por qué el Zeus no podría haber sobrevivido también?
—¿No estarás pensando que todavía existe? Es imposible.
—Nada es imposible. Todo depende de lo que podamos deducir de este primer pergamino. Podría ser, en el fondo, el mapa del tesoro, ¿comprendes?
—Pero ni siquiera sabemos dónde se encontraba la casa de Lauso.
—No es exacto, estaba en las cercanías del hipódromo, por la parte norte. ¿Ves aquí? Esta línea podría ser el muro externo del hipódromo.
Mientras tanto copiaba en un cuaderno de notas el esquema representado en el pergamino.
—Podría ser también alguna otra cosa. —Leyla estaba tensa, nerviosa—: Oye, he de devolverlo a su sitio. Si alguien se diera cuenta de que falta, para mí sería el final.
—Está bien. Espera solo un momento.
Puse en el móvil la función de la cámara fotográfica e hice varias fotos al pergamino. Luego volví a doblarlo cuidadosamente y lo metí dentro de su sobre colocando de nuevo las aletas debajo de la lámina sellada. Quedó perfecto: imposible sospechar que se había manipulado el documento.
—Ahora puedes devolverlo a su sitio —dije—. Lo que quería saber ya lo sé. Mientras tanto, estiraré un poco las piernas. Necesito tomar un poco el aire. Nos veremos delante del quiosco de la prensa.
Leyla cogió la plica y, mientras se alejaba hacia Topkapi, yo salí del coche y respiré a pleno pulmón el aire fresco de la tarde. La plaza estaba ya medio vacía. La mayor parte de la gente se había ido a cenar y no andaban por ahí más que algún turista que paseaba por la plaza Sultan Ahmet.
También yo me dirigí a aquella parte, pero instintivamente, a la altura del viejo Lale Restaurant, tiré derecho atravesando la plaza por su lado más corto. Había en aquel punto, entre los edificios del lado norte y yo, unos plátanos de sombra y fresnos que dificultaban la vista, pero entreveía más allá del espeso follaje de los árboles un reflejo luminoso palpitante y colorido, y me acerqué más atraído por esa extraña luz centelleante. Dejé atrás los plátanos y me quedé deslumbrado y extático a la vista de lo que se manifestó de improviso ante mí. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Durante algunos instantes tuve la clara impresión de estar sonando y de que de un momento a otro me despertaría y todo habría desaparecido: Leyla, los pergaminos, las persecuciones en coche, y que volvería a encontrarme en mi cuartito de soltero en una pequeña ciudad de Liguria, porque lo que tenía delante no era creíble, es más, era la típica aporía, una contradicción que solo en sueños podía hacerse realidad.
Y en cambio el sonido del móvil me devolvió a la realidad y me hizo tomar consciencia de que estaba bien despierto y que era capaz de entendimiento y de voluntad.
Era Leyla.
—¿Dónde estás?
—¿Todo bien?
—Sí, lo he dejado en su sitio. Al menos esto está solucionado. Bien, ¿dónde estás?
—Estoy detrás del Lale Restaurant, hacia los jardincillos. Ven enseguida aquí. Corre.
—Pero ¿qué sucede?
—Si no lo ves, no lo creerás. Corre, te digo.
Leyla se reunió conmigo en cinco minutos y también ella se quedó de piedra en un primer momento, luego se echó a reír.
—Pero si es tu sueño, ¿no es así?
—Exactamente. El mismo: «Trabajamos para ustedes, disculpen las molestias». ¿No?
—Sí, pero ¿qué quiere decir?
—Bueno, yo no diría que es una coincidencia.
—¿Qué es, pues?
—¿Qué si no? Lo único que sé es que esto lo vi en sueños dentro del templo de Zeus en Olimpia y ahora se me aparece precisamente aquí, justo donde debía de alzarse la casa de Lauso.
—Yo digo que estás loco. Este es el letrero más común que pueda imaginarse y ¿tú lo lees como un oráculo?
—Es el lugar el que no es corriente. Voy a ver.
—Está delimitado por barreras.
—¿Y qué?
—¿Estás decidido?
—Como puedes ver, sí. El que me quiera, que me siga.
Leyla sonrió.
—Déjate de cuestiones amorosas. Digamos que te sigo porque quiero ver cómo acabará todo esto.
Miré alrededor, luego salvé las barreras de contención y ayudé inmediatamente después a Leyla a hacer lo propio. Estábamos en el otro lado, en medio de una obra.
No se comprendía muy bien qué estaban construyendo, pero había una excavación más bien profunda que interceptaba unas antiguas estructuras.
—¿Qué están haciendo aquí? —pregunté.
—No lo sé. Creo que están construyendo un aparcamiento subterráneo.
—¿En plena zona arqueológica?
—Estambul es como Roma: no hay manera de evitarlo. Y la ciudad necesita estructuras receptivas. Pero creo que los arqueólogos ya han sido convocados para los levantamientos.
—Bueno —respondí—. Procedamos.
—Te das cuenta de que existe una posibilidad entre mil de llegar a algo concreto, ¿verdad?
—Esto no tiene importancia… Así pues, veamos…
Miraba el mapa que había reproducido del pergamino y trataba de reconocer el enredo de estructuras de todo tipo, antiguos elementos arquitectónicos reutilizados en épocas posteriores, hundimientos, muros superpuestos en varias épocas que se entrecruzaban creando un laberinto indescifrable.
—¿Entiendes tú algo de todo esto? —preguntó Leyla mirando a su alrededor y echando también una mirada al exterior.
—Debería —respondí mientras seguía explorando aquel lío de escombros, moviéndome con dificultad por entre los maderos de los andamios y de las herramientas esparcidas por todas partes en la obra y tratando además de no hacer ruido. Estaba a punto de rendirme cuando un relámpago de luz intermitente del letrero puso en evidencia una continuidad que antes no había conseguido distinguir. Y también esto me pareció un aviso.
—¡Aquí está! —exclamé.
—¿El qué? —preguntó Leyla volviéndose hacia mí.
—El muro. Mira: ese de ahí es el muro de la casa de Lauso. Ese que flanquea el hipódromo. La época es esa. Como ves, forma parte de la infraestructura del hipódromo. —El muro era visible en el fondo de una zanja a una decena de metros por debajo del nivel de la calle—. Esto significa que si retrocedemos hacia el norte una veintena de metros, nos encontraremos a la altura de la exedra.
—Pero entonces estás convencido de conseguirlo…
—La arqueología es una ciencia exacta, querida. Al menos hasta el punto en que los arqueólogos llevan sus conclusiones.
—Ya —hubo de admitir Leyla—. Y que es exactamente el punto en el que nos encontramos. Tú estás sacando conclusiones…
—Que serán desmentidas o confirmadas dentro de poco —respondí avanzando resueltamente hacia la parte norte de la obra.
Tuvimos que trepar sobre una suave elevación del terreno, ligeramente ondulada. Sabía de qué se trataba y me volví hacia Leyla con mirada triunfal.
—Mira. Está todo muy claro. Esto es la cobertura de la exedra, la que tomaste por el ábside de una iglesia.
Ahora me parecía que también Leyla comenzaba a creerme. Cogí una pala y empecé a remover la capa de tierra hasta que toqué la superficie de ladrillo ligado con argamasa. Me detuve para recuperar el aliento, luego me volví hacia Leyla.
—Si está, está aquí debajo. ¿No oyes? —Con el mango de la pala golpeé en el ladrillo, que resonó vacío—: No cabe ninguna duda.
Leyla se me acercó.
—Parece que has dado en el blanco. Pero ¿ahora qué hacemos?
—Veamos lo que hay dentro. Solo tengo que encontrar algo con lo que agujerear esta bóveda. ¿Tienes una linterna?
Leyla hurgó en el bolso y sacó un pequeño led, uno de esos que se usan para iluminar la cerradura de la puerta cuando se regresa a casa de noche.
—Mejor que nada —dije—. En la total oscuridad da una bonita luz, de toda formas.
Encontré una barra de hierro corrugado a causa del cemento armado y una gruesa piedra que usé como martillo. Sabía que llevaba a cabo algo reprobable y que lo hubiese criticado ásperamente de haberlo hecho cualquier otro, pero la curiosidad era enorme y en cualquier caso esperaba no provocar daños irreparables con un agujero tan ridículo. La barra de hierro comenzó a penetrar en la capa de tierra batida y luego en la argamasa antiquísima sin gran esfuerzo y en poco tiempo noté que asomaba por la otra parte. La empuñé apenas un momento antes de que se cayese debajo, luego la saqué y encendí el led de Leyla con la esperanza de poder ver algo, pero el agujero era demasiado pequeño y no permitía ver nada. Tenía que ensancharlo.
De mala gana planté de nuevo la barra cerca del agujero que ya había abierto y la clavé en el techo de la exedra repitiendo la operación otras dos veces. En aquel momento usé la piedra para fragmentar las partes aún resistentes entre un agujero y otro obteniendo una abertura de unos cincuenta centímetros de diámetro. El corazón me latía en la garganta hasta casi ahogarme, en parte por el esfuerzo al que no estaba acostumbrado y en parte por la emoción. El aire fresco y húmedo de la noche me secaba enseguida el sudor provocándome un escalofrío desagradable.
De ahí a pocos segundos llegaría el momento de la verdad, sabría si sobrevivía aún la quinta maravilla del mundo antiguo, si mis ojos contemplarían las facciones del padre de los dioses, del señor del Olimpo. Al mismo tiempo no quería mirar para no sufrir una desilusión.
—¿Quieres que mire yo? —preguntó Leyla intuyendo mis pensamientos.
—No —respondí—. Me toca a mí.
Tras atar el pequeño led a una cadenilla que usaba para las llaves, lo hice descender, encendido, dentro del orificio. Luego me acerqué, temblando, para echar una mirada.
—¿Qué ves? —preguntó Leyla, y me pareció haber leído u oído aquella frase.
—Telarañas —respondí, desilusionado.
—¿Telarañas y nada más?
Me puse en pie.
—Nada más. O, al menos, si hay algo no se ve.
—¿Qué podemos hacer?
—Me temo que nada. Para bajar haría falta una estructura en toda regla. Entrar por la parte delantera para no correr el riesgo de destruir o dañar más gravemente lo que puedo haber hecho ya a eventuales decoraciones; aspirar las telarañas, limpiar, iluminar, y tal vez no encontrar nada.
Leyla se quedó en silencio, también desilusionada por el hecho de que aquella aventura hubiera concluido de un modo tan banal, pero no solo por eso. Pude leer en sus ojos compasión y también afecto por lo que yo sentía en aquel momento, por mi desilusión, mi rabia, mi frustración. También yo me quedé en silencio unos instantes mirando el bonito rostro de Leyla que cambiaba de color a cada palpitar de aquel maldito letrero luminoso. Al final se me ocurrió espontáneamente acercarme a ella hasta que estuvimos muy cerca. Entonces Leyla se estrechó contra mí y me besó: un largo beso apasionado que me calentó cuerpo y alma.
—¿A qué debo esto? —le pregunté inmediatamente después—. ¿A mi derrota?
—Tal vez. Sí, tal vez también a ella. Te siento más verdadero, más humano. Quizá porque veo en este momento más tus cualidades que tus defectos.
—¿Puedo esperar, pues?
—¿Esperar qué? —me preguntó Leyla.
—Que me quieras de nuevo y que vuelvas conmigo.
—Eso es imposible.
No era precisamente una respuesta entusiasta, pero me sentí igualmente renacer. La derrota que había sufrido no parecía ya tan amarga. Pero me vino enseguida a la mente un pensamiento.
—¿Es por ese otro? —dije—. ¿Ese al que le decías por teléfono: «Sí, querido, siempre pienso en ti» y del que hablabas con Fatma?
—Veo que has hecho progresos con el turco.
—Sí, gracias. Pero yo no trato de separarte de nadie, ¿está claro? ¿Quién es ese, pues?
—Ese no está en discusión. Es algo que no te incumbe.
—Ah, no, ¿eh? Bueno, pues entonces yo…
—Perdonen si interrumpimos una tan interesante conversación. —Una voz resonó de improviso a nuestras espaldas—. Pero queremos asistir al final de esta historia.
Era la voz del hombre que me había interrogado en el almacén. Le acompañaba otro que empuñaba una pistola con la que tenía a tiro a un tercero. Leyla reconoció a su hermano.
—¡Osmán! —exclamó Leyla—. ¿Quiénes son estos? ¿Cómo has podido hacerme una cosa así?
Osmán no profirió palabra.
—Me parece evidente —respondí yo—. Ha contraído una gran deuda y piensa pagar a sus acreedores con el pergamino o con lo que el pergamino puede significar sobre la base de lo que le confiaste. Luego, a medida que evoluciona la situación, piensa en actuar por su cuenta y se pone de acuerdo con Abdullah. Pero estos dos piensan de otro modo. Abdullah se juega el pellejo. Y nosotros, incluido tu hermano, estamos metidos en problemas hasta el cuello. ¿Te sirve como interpretación?
Leyla pareció convencida.
—Contigo arreglaré las cuentas más tarde —siseó en italiano a su hermano—. Ahora larguémonos de aquí. ¡Quiero mi pergamino y quiero una explicación de tu comportamiento absurdo!
Pronunció aquellas palabras con un tono seco y autoritario que me asombró. Pero en ese mismo instante Osmán fue esposado con la mano izquierda a un tubo de hierro del andamio y las dos figuras que nos habían tenido prisioneros avanzaron.
—Llegados a este punto es mejor que también nosotros miremos dentro de ese agujero —dijo uno de los dos—. Quién sabe lo que hay del otro lado…
—Telarañas —repliqué yo—. Una maraña de telarañas sucias y polvorientas. Estáis perdiendo el tiempo.
—¿Ah, sí? ¿Y entonces vosotros qué hacéis aquí? ¿Por qué habéis hecho este agujero en el suelo?
—¡No es un suelo, es un techo, asno! —le espetó Leyla. El otro la abofeteó con dureza y yo me eché sobre él, pero enseguida fui tumbado en el suelo de un golpe en la nuca. Me quedé inmóvil sobre el terreno y perdí el conocimiento.
Fui despertado por un ruido rítmico e insistente que no conseguía identificar, luego sentí que me mojaban por todas partes sin darme cuenta de por qué. Abrí los ojos, pero sin lograr ver claramente porque estaba lloviendo y el agua me caía sobre la cara y empapaba mi ropa. Me levanté lentamente y vi que los dos hombres estaban ensanchando el agujero con un pico. Ahora Leyla estaba atada junto a su hermano y cuando vio que me movía volvió enseguida la mirada hacia mí. Tenía una expresión de extravío y de espanto: los recursos de su tan fuerte carácter parecían haberse agotado en la noche húmeda y neblinosa.
En aquel momento el pico se detuvo y uno de los dos hombres fue a coger la manguera del agua. Yo me puse en pie y, trastabillando, me acerqué.
—¿Qué queréis hacer con ella?
—Quitar las telarañas. ¿No te parece una buena idea?
—Es una locura. La manguera tiene presión, puede provocar un desastre. ¡Deteneos, por el amor de Dios!
Pero el hombre no me hizo caso y se colocó con la manguera encima del agujero que ahora estaba iluminado con una lámpara de obra. El otro abrió el volante del conducto de agua y salió un fuerte chorro de la bomba de riego.
—¡Detente! —grité arrojándome hacia delante.
Uno de los dos trató de pararme, pero conseguí hacer que se le escapara la manguera de la mano y me lancé hacia el otro que había dirigido el chorro de la boca hacia el techo de la exedra y lo paseaba alrededor para quitar las telarañas con la fuerza del agua.
Su compañero se arrojó de nuevo sobre mí, pero yo conseguí aferrar la manguera y traté de arrancársela como fuese de la mano a mi adversario.
Oí la voz de Leyla que gritaba:
—¡No, te matarán!
Pero no le hice caso y continué batiéndome sin aflojar mi presa. En un momento dado, empujado por detrás, perdí el equilibrio y caí dentro. Me quedé, sin embargo, agarrado a la manguera que se deslizó entre las manos de mis agresores, de manera que un primer tramo de mi caída fue frenado por los dos hombres que la sostenían y trataban de retenerla. Recuerdo que en aquellos pocos segundos de descenso conseguí ver algo indecible. Una visión de ensueño y de delirio; el faro encendido por mis agresores iluminaba el chorro de agua que salpicaba en todas las direcciones empujado por la presión interior fuera de control, y en aquella fantasmagórica cascada de chispas líquidas se me apareció la imagen del dios, pero era una imagen fragmentada y rota, interrumpida por un enredo de vigas corroídas y de tablas alabeadas por el tiempo y por la humedad. Vi su pecho y su rostro, facciones de increíble, majestuosa fuerza, los ojos profundos, la frente apenas arrugada, la nariz imperiosa, el mentón enmarcado por la barba pujante…
Pero ya mis manos resbalaban, sentí que no conseguía mantener mi presa. En aquel momento oí aún más fuerte el chaparrón del agua y un ruido siniestro de vigas rotas y de tablas arrancadas, y luego un derrumbamiento ruidoso mientras caía al vacío y la oscuridad.
Lo primero que descubrí cuando volví a abrir los ojos fue el rostro de una mujer: la belleza pasional y soberbia de Leyla que me dominaba como el aura de una divinidad oriental. Después vino el dolor: un dolor agudo y difuso por todos mis miembros. Volví entonces la mirada para explorar mi cuerpo maltrecho que se mantenía unido gracias a unos hierros y a una escayola.
—¿Qué ha ocurrido? —conseguí decir.
Leyla meneó la cabeza y los ojos le brillaron por las lágrimas.
—El chorro de agua provocó que todo se hundiera estrepitosamente. Si había algo, quedó completamente destruido. Pero ¿tú lo viste al menos? ¿Recuerdas algo?
Contuve a duras penas el llanto.
—Sí —respondí—. Sólo habían quedado las partes de marfil: el rostro, el pecho, los brazos, mientras que las de oro debieron de ser quitadas y fundidas hace tiempo. Lauso debió de salvar lo que quedó, por esto trazó el esquema del armazón, para al menos indicar la posición de las partes de marfil.
Leyla prosiguió:
—El armazón de madera, embestido por la presión del agua, quedó hecho pedazos y seguramente arrastró en su desplome las partes de marfil. También parte de la estructura parietal cedió. La argamasa milenaria acometida por un chorro tan potente se disgregó convirtiendo la zona de hundimiento en una ruina casi total. Quizá cuando empiecen a desescombrar se encuentre algo, quizá se pueda recomponer algún fragmento, pero no esperemos gran cosa. Temo que se haya perdido todo.
Sentí que también mis ojos se llenaban de lágrimas, como los de Leyla.
—¿Y tu hermano?
—Ha sido detenido junto con los otros dos que han confesado. Fueron ellos los que mataron a Abdullah, el pobre… El pergamino ha sido recuperado. Tú estás a salvo de puro milagro, pero tendrás que afrontar una larga y difícil convalecencia.
Me cubrí el rostro para disimular el llanto y quedé así largo rato, hasta que sentí las manos de Leyla sobre las mías y luego sus labios en mi mejilla. Entonces abrí de nuevo los ojos y vi que había alguien a su lado.
—Es a él a quien telefoneaba cuando decía: «Pienso siempre en ti, querido…».
Era un muchacho de diez u once años.
Y se me parecía.