Eutiquio Crescencio Severo era uno de los hombres más notables de la ciudad, un aristócrata descendiente de los primeros fundadores de la colonia Augusta Taurinorum, un personaje de relieve, que podía presumir de descender de un fundador de rango senatorial de la época de los emperadores Flavios.
Aquel año cumplía sesenta y siete años, una edad considerable para alguien que había pasado en la vida no pocas peripecias y que trabajaba todavía en el campo aunque no lo necesitase en absoluto. Se trataba de una persona chapada a la antigua, como los personajes sobre los que leía en una preciosa edición de Tito Livio conservada religiosamente en la capsa de nogal envejecido que guardaba en su cuarto de trabajo, con los cuatro Evangelios, las Confesiones de Agustín, la Apología de Tertuliano y una veintena de otras obras, entre ellas una que le era especialmente querida: el De reditu de Rutilio Namaciano.
Tenía una casa en la ciudad, por la parte de la puerta oriental, un edificio de sobrio exterior pero de confortable interior, con una sala de baños expuesta al sur que recibía los rayos del sol hasta bien entrado septiembre y era también agradable durante todo el invierno.
Se veía con los amigos, iba al mercado y a comprar simiente y aperos para su hacienda agrícola; el domingo asistía a misa en la catedral, junto a los de su condición, de pie en torno al presbiterio, mientras los otros —mercaderes, tenderos, campesinos y siervos— estaban más atrás en la nave, hasta los últimos bancos, cerca de la puerta de entrada.
Hacia febrero comenzaban los mercados de ganado, y de nuevo se dejaba ver junto con su colono para comprar alguna buena res a fin de mejorar la calidad de sus rebaños, tanto de ovejas como de ganado mayor. A veces, aunque sufriera un poco de ciática, montaba a caballo y salía a cazar con los batidores y los perros que le aguardaban siempre en una cabaña de la linde del encinar que había a lo largo del río. Iba a cazar el jabalí con venablo y jabalinas, y de ordinario volvía con alguna pieza cobrada que marinar cuidadosamente para quitarle el sabor a caza y mandar luego unos buenos trozos a sus amigos de la ciudad.
Con la llegada de la primavera, cuando empezaban a derretirse las nieves, Eutiquio volvía a su propiedad campestre y a sus ocupaciones predilectas: limpiar las colmenas, quitar los parásitos si los había, preparar las vides, podar, hacer los injertos de las variedades nuevas. Su hacienda era una de las más grandes de toda la región y tenía en su interior la villa, las dependencias para los siervos, las cuadras, los talleres en los que los hábiles artesanos fabricaban y reparaban herramientas agrícolas, muebles, cerraduras. La villa pertenecía a su familia desde hacía cuatro siglos y la parte más antigua, en la que recibía a sus huéspedes, conservaba todavía los mosaicos de motivos mitológicos, con silenos enguirnaldados de racimos que vendimiaban en una viña laberíntica que cubría el pavimento entero. Aquella propiedad era una especie de mundo aparte en el que seguían aún vigentes las reglas de los antepasados y las tradiciones eran celosamente custodiadas. El seto que la rodeaba no solo marcaba el límite de una propiedad agrícola. Era también, en realidad, un limes, casi una frontera del Estado.
No viajaba mucho, pero justo ese año, tras haberlo pospuesto largo tiempo, decidió visitar Roma. Como cristiano y como romano. Una doble peregrinación, por consiguiente. En efecto, se dirigió al Vaticano para rendir honores a la tumba del príncipe de los apóstoles. Fue un largo y comprometido viaje que exigió más de dos semanas y una escolta de una veintena de hombres armados. Se alojó en casa de unos viejos amigos en Dertona, Piacenza y Bolonia, mientras que durante el resto del trayecto se hospedó en las hostelerías para los peregrinos en parte copiadas de las viejas mansiones del antiguo cursus publicus en ruinas desde hacía tiempo.
Tras la visita a la basílica de San Pedro fue a tributar un homenaje al Senado, que se reunía en el Palacio Capitolino, cerca del foro.
Ahora, el ya antiguo centro de la ciudad se hallaba en un estado de abandono, los rebaños eran llevados a pastar entre los restos monumentales de una grandeza pasada y en su mayor parte olvidada. Y los propios senadores, exponentes de las familias más nobles de la ciudad, le parecieron unos espectros. Su lenguaje seguía evidenciando el tono y la altanería de un poder que en realidad no existía desde hacía ya mucho tiempo y que se remitía a una idea que había sobrevivido a sí misma, a un concepto de la res publica que los acontecimientos habían vaciado de todo contenido.
Eutiquio Crescencio Severo era consciente de vivir en una época provisional, una época en la que se esperaba la vuelta del Redentor, en la que todo era pasajero; sabía que el Imperio había muerto bajo el peso de sus errores, y sin embargo seguía sintiéndose romano. Pero ¿qué significaba eso? ¿Acaso era el formar parte de la Iglesia de Roma o se trataba de un modo de ser, de pensar, de recordar?
Tras la audiencia en el senado había descendido la colina capitolina hacia el foro y se había sentado sobre un fragmento de mármol para admirar la puesta de sol. Era una tarde tranquila de principios de otoño, las golondrinas revoloteaban en las alturas, preparándose para emigrar, por encima de las copas de los pinos que descollaban entre los muros del Palatino; al fondo, desde la mole del Coliseo, llegaba el sonido de unos mugidos de bueyes. Pensó en Virgilio y en sus poemas bucólicos: al menos algo había quedado de todo aquello. Era como si en aquel valle de mármoles candentes regresase de nuevo la atmósfera de los orígenes, la de las cabañas de Rómulo y de Numa, y experimentó cierto alivio. Después de todo, quizá el final no fuese inminente si la historia volvía a empezar desde el principio, si la hierba resplandecía entre los mármoles erosionados, si las flores se abrían entre las losas de la vía Sacra.
Algunos templos conservaban aún reconocible su forma originaria y Eutiquio pensaba: «¡Durante cuántos siglos ha acudido la gente a estas gradas y columnas para ofrecer sacrificios a unos ídolos de piedra y de madera que no sentían ni oían, que no tenían poder alguno, sin darse cuenta de ello!».
Pero ¿era cierto, después de todo? Le venían a la mente las palabras de Simaco en la famosa disputa con san Ambrosio por el altar de la Victoria: «¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la Verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio». Tal vez no era cierto, después de todo, que los ídolos paganos eran disfraces del demonio, tal vez se trataba tan solo de intentos graduales de llegar a la Verdad, senderos que morían en el bosque, pero senderos al fin y al cabo, rastros que llevaban a la base del arco iris, allí donde se descubría que el arco iris carecía de base.
Mientras meditaba de ese modo, el sol se había puesto y la oscuridad había invadido el valle. Vio pasar una sombra, luego otra y otra más, que atravesaban el camino y subían las gradas de un templo. Poco después brilló un fuego y una voluta de humo subió hacia el cielo azul en el que asomaban las primeras estrellas. Se distinguieron de las formas humanas sentadas alrededor del fuego al pie de la columnata que se iluminaba de rojo, en medio de dos muros improvisados y bajo una modesta techumbre. Una familia se estaba preparando al fuego una exigua cena. Una pobre gente que no podía permitirse una casa había encontrado refugio entre las columnas del templo. Se vio al poco brillar otro fuego más arriba, en las pendientes del Palatino, y luego un tercero y un cuarto, hasta que el campo entero de ruinas estuvo constelado de puntos rojos que titilaban en la oscuridad. Había una pequeña comunidad de personas que vivía bajo los arcos, entre los muros agrietados, bajos los tejados en ruinas, gente viva entre recuerdos muertos.
Eutiquio sintió una emoción que no experimentaba desde hacía tiempo, es más, que no recordaba haber experimentado nunca hasta entonces. En el fondo, en su villa decorada con mosaicos, entre sus amigos que hablaban un perfecto latín, entre los siervos y la guardia que lo llamaban domine, era un romano que vivía como los antiguos romanos, más de un siglo y medio después de que el último emperador de Occidente fuera depuesto. Ahora el emperador estaba en Constantinopla, pues carecía de las fuerzas para mantener la antigua capital del Imperio, y la península estaba dividida entre sus posesiones residuales y los territorios invadidos por los últimos bárbaros llegados del Norte. Longobardos.
Allí, en el centro de la memoria, en el corazón de aquella civilización, el sentimiento de un mundo perdido era físico, tangible.
Aquel corazón se había desplazado del valle entre el Palatino y el Quirinal a la otra margen del Tíber, donde se alzaba una basílica sobre la urna de un pescador procedente de Palestina. Este era el vencedor. Y él, Eutiquio Crescencio Severo, ya no era nadie.
Pero ¿cuándo regresaría Cristo? ¿Cuándo traería a la tierra el reino de Dios, visto que el de los hombres no podía durar y, si duraba, no reunía las cualidades suficientes para hacer feliz al género humano?
Eutiquio había vuelto al Capitolio y dos siervos habían corrido a su encuentro, jadeantes y solícitos.
—Casi nos morimos del susto —había dicho uno—. Es peligroso aventurarse de noche por esa parte de la ciudad: está llena de ladrones y de delincuentes que viven de la rapiña. Es mejor retirarse, amo.
Y Eutiquio había regresado a su alojamiento del Palacio Capitolino.
Sí, aquellas eran las cosas que más recordaba de su viaje a Roma. Y también una impresión muy fuerte, casi violenta: la de una ciudad que dentro del recinto amurallado englobaba más ruinas que construcciones habitadas y en uso. Al final le quedó una especie de apólogo, una metáfora: el mundo de Roma era como tantos árboles vetustos que se marchitaban por dentro hasta casi vaciarse, pero que seguían viviendo en la corteza que alimentaba aún ramas y hojas. Él, en cierto sentido, era un pedazo de esa corteza.
Precisamente cuando estaba a punto de emprender el camino de regreso le había llegado una noticia alarmante: unos consistentes grupos de longobardos se habían asentado en territorio taurinense, así como en las cercanías de la hacienda de los Crescencio.
Bárbaros.
A veces pensaba en Orosio, en su idea de que las invasiones habían sido parte de los designios de la Providencia para que los bárbaros entraran en contacto con la Palabra de Dios, que de lo contrario no habrían conocido nunca.
No estaba de acuerdo. Eutiquio iba a misa cada domingo y comulgaba, pero era firme en su convencimiento de que los bárbaros eran unos bárbaros y punto, que Dios los había creado en un momento de cansancio y de distracción.
Por tanto la idea de que uno de ellos se hubiera adueñado de un terreno que lindaba con el suyo le trastornaba. Así pues, decidió volver por vía marítima para llegar cuanto antes. Y de este modo inició su de reditu, de Ostia hasta Génova.
El puerto de Ostia estaba casi completamente sepultado y, aquí y allá, despuntaban del fondo pecios de grandes naves que un día lejano habían surcado los mares. No obstante, una parte del muelle seguía activa y en ella atracaban naves provenientes de Nápoles y de Pozzuoli para descargar pescado y otras mercancías comestibles. Los restos del faro de Claudio podían verse aún, así como también el puerto hexagonal de Trajano, lleno de agua verde. En cuanto Eutiquio se acercó a la orilla, vio pulular en la superficie unos dorsos escamosos. Alguien había dado con un criadero de lubinas en el puerto del más poderoso de los emperadores romanos.
Su barca, una embarcación de pesca con cabina en popa para dos personas, parecía resistente y el piloto era un tipo membrudo y tostado por el sol. La estación era buena. Había olvidado llevarse el De reditu de Rutilio Namaciano, pero la razón era que se proponía volver por vía terrestre y visitar a otros amigos, por eso llevaba consigo solo libros de oración y una guía de los santos lugares.
Hicieron alguna parada en el alto Lazio y en Toscana y por último en Luni, donde pudo ver descollar las montañas de mármol sobre la ciudad y el mar.
Luego fue el turno de Portus Veneris que todavía ostentaba su nombre pagano (¿cómo no?) y luego el de Segesta Tigulliorum y, por último, coronada de montañas, asomada al mar, bajo una techumbre de nubes rojas, ¡Génova!
Le pareció sentirse ya en casa, regresar a un ambiente familiar entre rostros, indumentarias y gestos conocidos. El barquero lanzó dos amarras a un marinero que estaba en tierra y este las ató a las cabillas, una de proa y otra de popa. Hablaba en una lengua vulgar un tanto extraña, con un acento muy distinto del romano, pero en la que podía reconocerse la lengua antigua.
Se requirieron aún varios días de marcha a través de los Alpes ligures para asomarse a la llanura taurinense, días en los que Eutiquio estuvo en todo momento tenso y preocupado porque atravesaban lugares solitarios en medio de espesos encinares y hayedos. Una vez, a eso del amanecer, los vio: ¡los longobardos!
Era una mañana fría y neblinosa de finales de octubre, y los divisó mientras atravesaban el bosque por un sendero. Sobre los caballos, tintineaban los arreos y los guerreros cabalgaban con las largas espadas que pendían de sus costados. Los caballos, negros y relucientes, expelían por los ollares nubes de denso vaho. Parecían criaturas mitológicas.
Eutiquio hizo una seña a todos para que no se movieran, no hicieran ruido y mantuvieran calmados a los caballos apoyándoles una mano en el morro. Finalmente los bárbaros se dispersaron por el bosque y pudo reanudarse la marcha, pero en aquel lapso de tiempo quedó claro para todos quién era el que dominaba y el que tenía miedo. También su guardia, que debería haberle dado protección, estaba temerosa. ¿Por qué? Se sabía que no eran muchos, que en teoría los habitantes de Italia habrían podido derrotarlos sin dificultad, y sin embargo nadie tomaba la iniciativa porque ninguno de ellos tenía el coraje de ser el primero en morir. He aquí la razón. Y también los imperiales carecían de ese valor: se hallaban encerrados en sus fortalezas en el sur y en la parte central, de manera que la península tenía el aspecto de una piel de leopardo por lo que hace al control del territorio.
Su regreso fue acogido con gran entusiasmo, sus nietos acudieron a su encuentro gritando: «¡Abuelo! ¡Abuelo!», preguntando qué regalos les había traído de Roma; sus hijas Faustina y Zoé le saludaron graciosamente con una inclinación de cabeza. Su mujer Fausta le besó en la mejilla y su hija más joven, Serena, le echó los brazos al cuello. Sus yernos Juan y Anastasio se hicieron cargo de su caballo aunque estaban los siervos para hacerlo, en un acto voluntario de homenaje y de reconocimiento a su autoridad. Pero Eutiquio Crescencio Severo no veía llegar la hora de sentarse a la mesa para pedir un informe de todo lo sucedido en su ausencia.
—¿Qué es esa historia de la que me mandasteis informar? —preguntó no bien se hubo sentado a la cabecera de la mesa—. He tenido que afrontar un mar tempestuoso para volver cuanto antes.
—También nuestro servidor tuvo que hacer lo mismo para llegar hasta ti —respondió el colono—. El motivo es que tenemos este nuevo vecino que ahora linda con nuestra propiedad hacia el oeste.
—¿Linda? ¿Qué quiere decir? ¿Cómo ha adquirido la propiedad de ese terreno? Los longobardos no son agricultores.
—No, pero hacen trabajar a los demás —respondió el colono.
—Ya, hacen trabajar a los demás —repitió Eutiquio—. No me gusta esta historia. No me gusta en absoluto. Pero ¿le habéis visto al menos?
—Sí, por supuesto. Todas las tardes da una vuelta por la propiedad a caballo, a lo largo de la linde. De vez en cuando se detiene, nos mira, observa a nuestros gañanes mientras trabajan y luego se va.
—Pero ¿habla, este ser? ¿Se hace comprender?
—A decir verdad, no le hemos oído proferir jamás una palabra, pero imagino que sí.
—¿Y qué aspecto tiene?
—Es alto, pelirrojo…
—No hay pelirrojo que no sea maldecido por Dios… —sentenció.
Intervino uno de los guerreros, Anastasio, un mozo de unos treinta años.
—Tal vez no debamos fijarnos en el aspecto exterior, mi señor, pues el alma cuenta más que la apariencia física.
—Eso es discutible. En algunos círculos filosóficos se debate si los bárbaros tienen alma.
Anastasio se encogió de hombros, como diciendo «es difícil meterle en la mollera a este hombre cualquier concepto que no sea de su agrado».
El colono prosiguió con su descripción:
—… lleva bragas de piel…
—No me extraña. Me asombraría lo contrario.
Anastasio intervino de nuevo:
—En honor a la verdad, el uso de las bragas ha entrado desde hace tiempo en la vida diaria también de las personas de buena familia. Para ir a caballo son la mejor indumentaria.
—No lo niego. Pero la diferencia entre una persona civilizada y un bárbaro es precisamente la indumentaria adecuada en el momento adecuado. Tendrías que haberme visto en el Senado de Roma…
—Ah, sí —intervino Juan—. ¿Cómo ha ido?
—Llevaba una dalmática hasta los pies, esa verde con los bordados de plata, calzado de piel de becerro, el anillo de familia que se remonta a la época del emperador Tito…
—¿Y ellos, los senadores?
—No se quedaban atrás, pero el color exigido en ese noble consejo es el blanco, como en otro tiempo.
—¿Y cuál es su función?
Eutiquio suspiró.
—De hecho, hoy se ocupan de cosas desdeñables: cuestiones administrativas de la ciudad, lo que en otro tiempo era tarea de un simple funcionario. Viven en el recuerdo de un mundo que ya no existe, pero en cierto sentido hacen de contrapeso a la autoridad imperante del Papa. Me ha entrado una gran melancolía. En el fondo estamos mejor aquí, donde cada casa es un núcleo en sí mismo y un fragmento de nuestra civilización común. Allí vi una cabeza separada del busto, «… y un cuerpo sin nombre» —concluyó citando a Virgilio—. Pero también nuestra tranquilidad está ahora amenazada con este vecino que lleva bragas y es pelirrojo. Y no queda un sitio donde se pueda vivir al abrigo de esta peste. Andan por todas partes, en bandas, en grupos, se asientan donde se les antoja, imponen su presencia, sus tributos, sus costumbres. Pero ¿por qué ha vendido el viejo Simpliciano? ¿No podía decírnoslo antes a nosotros? No lo entiendo: le he preguntado muchas veces si quería vender y siempre se ha negado.
—Tal vez se ha visto obligado a hacerlo —respondió Anastasio.
—Pero ¡cómo!
—Quien está armado manda. Quien está desarmado obedece. E incluso sin discutir.
—Y sin embargo también ellos son cristianos.
—Hay cristianos armados y cristianos desarmados. Nosotros estamos desarmados.
—No exactamente. Yo tengo a mi guardia.
—Mejor no pensar siquiera en ella, mi señor. Si uno de ellos tiene un enemigo, todos hacen de él su propio enemigo, mientras que a ti te dejarían solo. Tu guardia se vería arrollada o bien se daría a la fuga antes que combatir. No sirve para defenderte más que de los salteadores de caminos.
—Ya…, vae victis! Como decía otro bárbaro no menos pernicioso que este.
—En realidad —dijo el segundo yerno, un buen muchacho dedicado a los estudios jurídicos—, hasta ahora no nos han causado daño alguno, hasta que…
—¿Hasta que qué? —preguntó Eutiquio en tono alterado.
Juan dudó.
—¡Habla, por todos los demonios!
—Hasta que ha puesto una compuerta en el arroyo de la linde y ha desviado de vez en cuando el agua a su finca, que, como sabes, sufre de sequedad por la gran cantidad de guijas que tiene el subsuelo a escasa profundidad.
—¿Que ha desviado qué? —rugió Eutiquio—. ¿Y cuándo pensabais decírmelo?
—Mi señor —intervino Anastasio—, pensábamos que era mejor para ti afrontar los problemas de uno en uno y no incordiarte con tantos quebraderos de cabeza de golpe.
—En mi opinión —intervino Juan—, debemos ser realistas. Si establecemos buenas relaciones, tal vez mejore la situación; si te tomas las cosas a mal, las consecuencias podrían ser irreparables. Pero es inútil imaginar de antemano unos escenarios que todavía no conocemos. Puede ser que todo vaya bien y no tengamos ningún problema. Pienso que deberías ir a conocerle…
—¿Yo? ¡Eso nunca! Yo estoy aquí desde hace siglos. Él es un recién llegado, es él quien debe presentarse a pedir lo que es mío y ofrecer la adecuada compensación.
La discusión estaba tomando un feo cariz y los yernos sabían perfectamente que cuando el viejo pronunciaba las fatídicas palabras «¡Yo estoy aquí desde hace siglos!» no había que insistirle. Mejor insinuarle la duda y dejar que produjese su efecto.
Nadie insistió en el asunto. El cabeza de familia había sido debidamente informado, la situación le había sido expuesta en los términos exactos; las opciones, en torno a la mesa común. No quedaba sino esperar acontecimientos.
Durante algún tiempo no sucedió nada. El paterfamilias parecía ocuparse solo de la contabilidad, de cuánto había gastado el colono en la compra de la simiente para los campos y en ropas y calzado para la servidumbre, y cuánto había ingresado por la venta del vino y del queso de cabra y de oveja. Pero se veía que estaba preocupado, inquieto e irritable. Bastaba con una nimiedad para sacarle de quicio y todos lo evitaban como a la peste, excepto su hija más pequeña, Serena, que era su preferida y a quien se lo permitía todo.
De vez en cuando se le veía acercarse hasta la linde del oeste, allí donde estaba el arroyo y el nuevo propietario, para a continuación detenerse a cierta distancia. Permanecía inmóvil durante un rato y luego volvía atrás.
A lo largo de la linde se extendía un seto de espino albar que al podarlo proporcionaba rama seca para el fuego y, en primavera, hospitalidad a los pájaros y protección contra los intrusos. Y también corría por ahí un foso lleno de agua cristalina. El seto superaba la altura de un hombre y se extendía continuo e ininterrumpido a lo largo de media milla romana, que era el lado corto de la propiedad. El largo era de más de una milla, y delimitaba un rectángulo de tierra fértil, de pastos y de viñedos, de árboles frutales y de cereales, el pequeño reino de Eutiquio Crescencio Severo, quien se preguntaba cómo habían hecho los suyos para ver al vecino con un seto tan espeso y más alto que un hombre.
A caballo. Evidentemente. ¿O acaso el recién llegado había cortado el seto?
Y así, un día, sus yernos lo vieron salir a lomos de Clementino, su caballo favorito, un castrado de tres años de lo más manso.
—Mira —dijo Anastasio—. Ha ensillado a Clementino, lo cual quiere decir que se ha ido a dar la vuelta a la propiedad.
—O que va a la ciudad.
—En esta estación no. Puede llover y sufre de artritis. Usaría el carruaje.
—Quizá quiere ver a nuestro vecino —dijo Juan, el segundo yerno.
—Vayamos a comprobarlo —propuso el otro, y se encaminaron por una senda que pasaba a través del manzanal para desembocar cerca de la linde a medio camino, justo allí donde se había producido la violación de la propiedad: habían abierto una brecha en el seto y puesto una compuerta en el foso que desviaba gran parte del agua hacia el terreno colindante.
¡Y allí estaba él!
Se hallaban el uno enfrente del otro, justo en el punto donde se había producido la transgresión, cada uno sobre su caballo, como Julio César y Ariovisto en De bello gallico.
Anastasio y Juan se escondieron detrás de un olmo.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Anastasio.
—Podría pasar cualquier cosa, pero, si puedo preciarme de conocer bien al viejo, preparémonos para lo peor.
—¿Llamo a la guardia?
—¿Estás loco? De haber querido, la habría llamado él.
En ese momento se oyó la voz del dominus, que se presentó:
—Soy Eutiquio Crescencio Severo, señor de esta finca.
El otro respondió en su idioma gutural.
—No habla latín —comentó Juan.
Eutiquio lo miró: su aspecto era espantoso. Pelirrojo, tenía cerdas en los brazos más que pelos y lunares por todas partes.
Sus cabellos eran largos y llevaba la barba sin arreglar. Y al costado una larga espada con una clara intención amenazadora.
No obstante, Eutiquio prosiguió impertérrito:
—¡Has violado mi propiedad, abierto una brecha en mi seto y extraído mi agua!
El otro dijo de nuevo algo en su lengua.
—Un diálogo de sordos —comentó Juan—. Las cosas pintan mal. ¿Y si interviniésemos nosotros?
—No creo que eso mejorase la situación. ¿Es que tú conoces el longobardo? No, y yo tampoco. Haría falta un intérprete.
No había terminado de decirlo cuando el longobardo hizo una seña a Eutiquio que pretendía indicarle que aguardase un momento. Luego se metió dos dedos en la boca y lanzó un fortísimo silbido. Poco tiempo después llegó sin aliento un sirviente que se dirigió a él en latín:
—Mi señor, el noble Cuniperto, pide que repitas lo que has dicho para que yo pueda traducírselo.
Eutiquio repitió que le había cortado su seto y desviado su agua en una evidente violación de la propiedad.
—Mi señor Cuniperto dice que el agua viene del cielo y que, por tanto, es de todos, que su terreno es árido y necesita agua. Por eso la ha tomado, porque la necesitaba. De no haberla necesitado, no lo habría hecho.
Eutiquio se quedó perplejo. Ese bárbaro era peor aún de lo que se imaginaba: arrogante, prepotente y, por si fuera poco, ignorante. Pero ¿cómo razonar con alguien que todavía apelaba al derecho natural y que no conocía el derecho sobre las superficies y las lindes y el catastro? Por otra parte, la última frase parecía manifestar cierta buena voluntad: de no haber tenido necesidad de ella, no lo habría hecho. En el breve lapso de tiempo transcurrido después de que respondiera, Eutiquio sopesó todas las opciones con que contaba.
El honor le imponía cerrar de nuevo la brecha y retirar la compuerta de derivación, pero ¿qué haría si el bárbaro, el tal Cuniperto, volvía a abrirla y ponía nuevamente la compuerta de derivación? ¿Recurrir a las armas? ¿Y si él reaccionara llamando a sus aliados y causaba algún estrago? Cierto que moriría con honor, pero ¿qué sería de su familia? Tal vez era preferible por el momento limitarse a las palabras.
—El que haya un seto significa que la tierra de este lado, junto con todo lo que contiene, es mía y por lo tanto también el agua. Por eso haré que arreglen el seto y tu amo deberá respetar la linde.
El intérprete tradujo y luego refirió la respuesta.
—Dice que, si quieres impedirle tomar el agua, puedes hacerlo mediante las armas.
Eutiquio miró al longobardo: era por lo menos un palmo más alto que él y unos treinta o cuarenta años más joven.
—Tu amo demuestra realmente gran coraje desafiando a un hombre que podría ser su padre. Pero dile que es afortunado: pues si tuviera el vigor de mis verdes años, no solo aceptaría el desafío, sino que también estoy seguro de que le haría morder el polvo.
—Mi amo dice que puedes hacer combatir a uno de tus hijos, a él le da igual.
—No tengo hijos, solo hijas. Espero que no quiera batirse con una muchacha.
—El noble Cuniperto pregunta si las hijas están casadas o solteras.
—Dos de ellas están casadas, una está en edad de merecer.
—Así pues, acepta también batirse con uno de tus yernos, o incluso con los dos. Y no le preocupa que sean más jóvenes que él.
Ocultos tras el olmo, Juan y Anastasio se miraron el uno al otro consternados. Juan era un hombre de derecho al que le horrorizaba toda práctica primitiva de violencia privada; en cuanto a Anastasio, era un literato, dedicado al estudio de los Padres de la Iglesia, conocido por una docta disertación sobre las relaciones entre Ambrosio y Agustín en tiempos del emperador Teodosio. Era de frágil constitución y sufría de frecuentes resfriados incluso en pleno verano. A veces su suegro se asombraba de que ambos hubiesen encontrado el vigor para procrear dos hijos cada uno.
Los dos estaban tan angustiados por el cariz que estaban tomando los acontecimientos que no oyeron la respuesta de Eutiquio. Le vieron volver grupas y alejarse por la senda que atravesaba la propiedad de un lado al otro, pasando por entre los pastos.
Regresaron a pie por el camino más corto después de haber lanzado una tímida mirada al hirsuto vecino, que se alejaba a su vez en dirección opuesta.
—No querrá que nos batamos con ese oso —gimió Juan.
—¡Estaría bueno!, yo ni siquiera soporto a alguien que levanta demasiado la voz, así que figúrate a uno que blanda una gran espada. Ni pensarlo.
—Pero tú mismo has podido oírlo. Se han referido a ello. Como él es demasiado viejo y no tiene hijos varones, nos toca a nosotros defender su honor.
—Yo no puedo. Ya sabes que no estoy bien de salud.
—Y yo ¿qué? ¿Me ves acaso empuñando un venablo para enfrentarme a ese animal?
—El viejo tendrá que avenirse a razones. En vista de que pensamos los dos del mismo modo, le plantaremos cara y propondremos un trato. En el fondo se trata de una simple cuestión de principios.
Dándose ánimos el uno al otro, los dos yernos de Eutiquio Crescencio Severo regresaron a la villa y se encerraron cada uno en su cuarto de trabajo tratando de ahuyentar de sí el molesto pensamiento de tener que enfrentarse a alguien por una cuestión de honor propia, de otros tiempos, entre otras cosas prohibida por la Santa Madre Iglesia, pero temiendo cada uno el momento en que el mayordomo llegase para anunciar que la cena estaba lista. Ambos se confiaron a sus respectivas esposas al no tener el valor de soportar por sí solos un espanto semejante.
De vez en cuando, por turno, pero también cruzándose escaleras arriba, subían a una de las torres de la villa para mirar alrededor y ver si el dueño de casa estaba de vuelta de su paseo a caballo, pero no se veía a nadie.
Finalmente, a hora tardía, cuando ya había oscurecido, el paso lento y poderoso de Clementino se dejó oír en el empedrado del patio. Los siervos acudieron con las lucernas y con solícitas y preocupadas exclamaciones para recibir al amo.
Uno cogió su caballo, para llevarlo al establo, el otro el manto y un tercero le precedió de camino a sus aposentos, donde habían preparado un baño caliente, como a él le gustaba.
El viejo tenía aún un físico de lo más respetable, de hombre que había ejercitado los músculos durante toda la vida, y su cuerpo seco y bien proporcionado era la viva imagen de su carácter. Una vez que se hubo secado, se vistió y bajó al comedor.
Comió prácticamente en silencio, de modo que tampoco los otros se sintieron con valor de hacer el gesto de una conversación que no se sabía adónde podía llevar y se limitaron a responder cuando se les preguntaba o cuando él pedía la sal o el aceite. De vez en cuando los dos yernos, Anastasio y Juan, se miraban de soslayo como diciendo: «Hasta ahora la cosa va bien…, hasta ahora la cosa va bien…». Pero la hija más pequeña, Serena, que no comprendía el porqué de aquel ambiente enrarecido, preguntó en un determinado momento:
—Padre, ¿por qué estás tan taciturno? ¿Es acaso por el encuentro que has tenido hoy?
—¿De qué encuentro hablas? —preguntó el padre.
—¿Es que no te has visto con nuestro nuevo vecino?
Eutiquio dejó de comer y posó los cubiertos sobre la mesa.
—¿Quién te lo ha dicho?
Los dos yernos se miraron el uno al otro como diciendo:
«¿No habrás sido tú por casualidad?», y luego desviaron la mirada porque los dos lo habían hecho.
—Lo he oído decir —respondió desenvuelta la muchacha—. Así que, ¿es cierto o no?
—Es cierto —repuso Eutiquio.
—¿Y cómo ha ido?
—Mal —contestó.
Luego dejó sobre la mesa la servilleta de blanco lino y se fue.
—Eutiquio… —le llamó con tono lastimero su mujer. Pero él había ya desaparecido más allá del primer tramo de la escalera.
Era una noche de luna llena y el aire era tan límpido que podía distinguirse cada detalle del paisaje. Hacia el norte, los Alpes se erguían blancos y gigantescos sobre la llanura oscura: parecía que podían tocarse de tan próximos. Al sur se veía brillar la corriente majestuosa del Po. Una tierra bendecida por Dios, rica en todo, también en hombres extraordinarios: trabajadores infatigables, fieles, pacientes. Antiguas raíces montañesas a las que se había superpuesto la impronta de Roma. Pero nadie más se acordaba de ella, todos vivían en su mundo particular, y en la esperanza de la salvación eterna.
Eutiquio caminó lentamente, por la balconada de la torre que se erguía en el lado derecho de la fachada de la villa. Y cada vez que se encontraba de frente a la linde occidental dirigía la mirada hacia la propiedad colindante, hasta la construcción principal, una antigua mansio convertida en hacienda rural. Había también una iglesucha en la que oficiaba una vez por semana un presbítero de Eporedia y que sin duda caería en desuso con el nuevo amo.
Sentía frustración y humillación y no le consolaban ni la fe ni el convencimiento de que quien se humilla será exaltado y quien se exalta será humillado. No era persona de dejarse humillar, ni de tragarse un sapo y tampoco de que le cayera bien ese ser pelirrojo que le robaba el agua y le obligaba a dialogar con un esclavo porque no hablaba una lengua civilizada. ¿No sería una tentación del demonio? Se acostó tarde y durmió con un sueño inquieto.
Tres días después, el colono le contó que un rebaño de vacas del vecino había entrado en su pasto haciendo caso omiso de las lindes. El mayoral primero había dicho que se había equivocado y luego que no sabía cómo hacer volver atrás a las bestias, pues estaba solo y era nuevo en el oficio.
—¿Qué debemos hacer, señor? ¿Mando a nuestros hombres a que lo echen? ¿O nos quedamos con una de sus vacas a modo de resarcimiento?
La cosa no había ocurrido por casualidad: era una nueva provocación. El longobardo quería provocarlo y encontrar el pretexto para expulsarlo de su propiedad. ¿Cuántos había de su linaje en la zona? ¿Y a qué autoridad obedecían? ¿Con quién había que discutir? ¿A quién había que reclamar justicia? Era una situación frente a la cual se sentía totalmente falto de preparación. Quizá la única posibilidad era agachar la cerviz y hacer la vista gorda.
—¿Habéis cerrado la abertura del seto?
—Sí, amo. Hemos puesto una empalizada. Y hemos retirado la compuerta.
—Está bien. En mi opinión, este es su segundo movimiento táctico. No hagáis nada por el momento, pero vigilad cada uno de sus pasos, y venid a informarme de cualquier anomalía que se produzca.
Eutiquio consultó a Juan, su yerno jurista, y este le dijo que el problema era de hecho irresoluble. En las comunidades de tradición romana como la suya se seguía básicamente este tipo de derecho, mientras que los longobardos seguían un código distinto.
—¿De qué se trata? —preguntó Eutiquio de repente lleno de curiosidad.
Juan se sintió valorado por la consideración de su suegro y se explayó en una docta exposición:
—Hace algunos años, su rey Rotari promulgó un código legislativo que puedes leer porque está en latín, aunque hay en él muchas palabras longobardas. En lo sustancial, este código está inspirado por el derecho romano, pero contiene disposiciones que tienen que ver sobre todo con aspectos de sus usos y costumbres. En teoría, estas leyes no son válidas más que para la población de origen longobardo, mientras que para la población de origen romano está vigente el Digesto.
—Por tanto tengo razón yo.
—En teoría. Los romanos, como sabes, están completamente excluidos de la gestión del gobierno.
Y habría querido añadir: «¿En qué mundo vives?». Pero era inútil. Eutiquio siempre había vivido encerrado en su mundo particular y en sus tradiciones. De puro milagro su propiedad no se había visto mermada gracias a la sagaz gestión política de sus administradores y a la amistad de la Iglesia, hacia la cual siempre se había mostrado generoso en dádivas y de la que había recibido a cambio una protección influyente. Además, por otro milagro, nunca había tenido unos vecinos que representasen de ningún modo una amenaza. En el fondo, el poder longobardo a él nunca le había afectado mayormente y sus tributos habían sido siempre un asunto administrativo de sus colaboradores. Esto, y no otra cosa, le había permitido seguir viviendo como en los tiempos de Teodosio.
Lo que significaba también que siempre había estado rodeado de personas que le querían y le eran tan fieles para no querer cuestionar de ningún modo sus convicciones, sus costumbres y menos aún sus ilusiones. Eutiquio Crescencio Severo era un superviviente a todos los efectos, pero él no se había dado cuenta realmente de ello. Ahora había llegado el momento.
—Vae victis! —comentó a las palabras de su yerno.
—Todo tiene un final en este mundo, mi señor, hay que aceptar los tiempos. Así pues, te decía que el Digesto sirve para dirimir problemas entre nosotros, el código del rey lombardo sirve para dirimir los problemas entre ellos…
—Creo haber comprendido… —dijo Eutiquio suspirando—. Cuando el problema se plantea entre uno de nosotros y uno de ellos, llevan razón ellos.
—Más o menos —repuso Juan.
Y de nuevo Eutiquio se sentía lleno de rabia impotente. El otro hacía pisotear sus pastos por su ganado. Y para él era como si las vacas del vecino caminasen por encima de su panza, eso era.
—Pero, a tu juicio, ¿por qué me provoca de este modo? ¿Es posible que no conozca las normas de la propiedad? Esta división del derecho entre ellos y nosotros es una ocurrencia infernal. Si nosotros sufrimos un abuso por uno de ellos, no tenemos a quién dirigirnos. Son dos mundos incomunicados… Es absurdo.
—No es así exactamente: es que los romanos tienen consistencia nacional solo en Roma y en Ravena; en los territorios longobardos, es decir en el resto de Italia, aparte de los limitados territorios en manos de los imperiales, de hecho no existen o, si existen, es como si no tuviesen peso alguno.
Eutiquio suspiró y Juan prosiguió:
—En cuanto a este Cuniperto, yo creo que conoce estas normas. Por supuesto que no las ignora, pero le viene bien fingir que no sabe nada. No creo que pretenda provocarte, sino que simplemente quiere más de lo que tiene. He estudiado a estos longobardos: no difieren mucho en sus usos y costumbres del resto de bárbaros que han arrollado el Imperio. En su mentalidad, quien conquista una tierra no se convierte solo en el dueño del territorio, sino también de todo cuanto contiene, incluso las personas.
—¿Quieres decir que se apoderará de mi tierra y de mi villa trozo a trozo sin que yo pueda hacer nada y que al final tendré que irme si me niego a ser incluido con mi familia entre sus propiedades como los bueyes, las ovejas y las gallinas?
—Es una eventualidad que no puede excluirse —hubo de admitir con una sonrisa seráfica Juan.
—¿Y tendré que aceptar todo esto sin oponerme?
—Lo has hecho y lo único que has conseguido ha sido un segundo atropello. Oponerse significa exponerte al riesgo de muerte y no me parece una hipótesis aconsejable. Por otra parte…
—Por otra parte ¿qué? —replicó al punto Eutiquio.
—En su derecho se han creado leyes en beneficio de una sociedad más civilizada.
—¿Ah, sí? Dime uno, porque deben de habérseme pasado por alto.
—Por ejemplo. En caso de producirse un delito de sangre, el ofendido no está obligado a vengar la ofensa derramando más sangre, sino que está obligado a aceptar un guidrigildo[1].
—¿Un guidi… qué?
—Una compensación a la víctima. Un dinero o una propiedad a cambio de la renuncia a vengarse. Es un paso hacia una sociedad civilizada.
—¿Y entonces?
—Pues entonces quizá hay una ventana a la esperanza.
—No te sigo.
—Quiero decir que este hombre es en parte civilizado y podrías intentar con él una negociación.
Eutiquio enarcó las cejas y Juan comprendió que había tocado una tecla equivocada. No obstante prosiguió, y en su modo de mostrarse normalmente medroso había una especie de creciente dignidad.
—Noto en tu mirada una actitud escéptica o abiertamente hostil frente a esta posibilidad, pero te ruego que la reconsideres por una razón importante: tienes todo que perder. Quizá nunca te hayas dado cuenta, pero tu vida ha transcurrido como la de un aristócrata de los tiempos antiguos. Siempre has tenido una propiedad vasta y fértil, posesiones en varios lugares y una casa preciosa en la ciudad. Has dispuesto de caballos y ropas suntuosas y hasta de armas, algunas de ellas muy antiguas y que seguramente pertenecieron a algún ilustre antepasado. Has ejercido tu autoridad sobre familiares y servidores, y has sido reverenciado, respetado y considerado como un soberano. A pequeña escala, tu propiedad reproduce un mundo que no existe ya desde hace muchísimo tiempo. ¿Te has dado cuenta de ello? ¿Le has prestado atención? No. Porque siempre te ha parecido que todo te es debido y de forma natural, cuando en cambio se trata de una especie de milagro, Eutiquio Crescencio Severo, como cuando, tras un incendio que ha destruido un bosque, una sola planta sobrevive frondosa y verde en medio de un panorama de troncos carbonizados. Inexplicablemente.
Eutiquio agachó la cabeza, pensativo. Por la gran ventana del la galería superior entraba la luz dorada del crepúsculo de finales de octubre, de un día como tantos otros, insólitamente tibio y apacible con los Alpes encendidos por un intenso color rosado. El patriarca miró esa maravilla y soltó un largo suspiro lleno de dolor.
—Queréis que me humille ante él, ¿no es así? Queréis que implore su condescendencia, y tal vez incluso que le ofrezca mi sumisión suplicándole que me deje algo de lo que siempre ha sido mío. ¿No es así? —repitió levantando la voz.
Una sierva que pasaba por un pasillo con una cesta de ropa blanca se sobresaltó, preocupada.
Juan se quedó de piedra y sin palabras. El hombre no se doblegaría, a menos que se produjese un milagro.
Los días siguientes transcurrieron tranquilos pero tensos, como en la expectativa de algo que podía suceder de un momento a otro. El dueño de casa pasaba la mayor parte del tiempo en su biblioteca privada, donde una mesa de madera pintada representaba, encerrado en una armadura resplandeciente, a un antepasado suyo que había luchado en la batalla del Frigido, del lado de los paganos. A veces no bajaba siquiera a cenar y se hacía traer algo de comer a su cuarto de trabajo, donde ardía la lucerna hasta entrada la noche.
Algo cavilaba, reflexionaba o quizá criaba mala sangre por no conseguir dar con una solución, una vía de salida a una situación que tal vez no la tenía.
«Cada día», pensaban los dos yernos, «era un día ganado.»
Luego las cosas parecieron entrar en un punto muerto: no sucedió nada preocupante, no se produjeron otras invasiones y Eutiquio comenzó a mostrar un humor aceptable. Volvió a bajar a cenar ocupando la cabecera de la mesa, rompiendo el pan y bendiciéndolo antes de pasarlo a los miembros de la familia. A veces se le escapaba también alguna ocurrencia, casi siempre a costa de sus yernos. Después de todo, se decía Anastasio, quizá no había sido más que una tempestad en un vaso de agua, se habían exagerado hechos de escasa importancia, pequeñas diferencias entre vecinos que estaban a la orden del día desde que el mundo era mundo.
Eutiquio se puso serio de repente y le lanzó una mirada de soslayo.
—Nuestra historia comienza con la violación de una linde, ¿recuerdas? Concluyó trágicamente con un fratricidio.
—Ya —respondió Juan—, Rómulo y Remo. No se me había ocurrido pensarlo.
—Y si las cosas suceden una vez, pueden también repetirse —replicó Eutiquio.
—¡Líbrenos Dios! —exclamó la mujer.
—¿Qué decís vosotros a esto? —prosiguió Eutiquio vuelto hacia sus yernos—. ¿Creéis que podemos estar tranquilos y que no sucederá nada más? ¿Que hemos de considerar estos hechos como aislados y aparte?
Ninguno de los dos quiso comprometerse con previsiones aventuradas, sus mujeres no quisieron ciertamente hablar de lo que callaban sus maridos, por lo que fue Serena quien dijo:
—Si puedo decir lo que pienso, quisiera haceros observar que esta calma no es significativa. La estación está ya avanzada, por lo que nuestro vecino sin duda no tiene necesidad de regar. Esperará más bien a que el terreno esté listo para proceder a la labranza. En cuanto a los pastos, sigue enviando las vacas a ellos, en vista de que nosotros fingimos hacer la vista gorda.
Eutiquio miró complacido a su muchacha más joven, aún en edad de merecer, de mente aguda y segura de sí misma.
Quién sabe por qué, en aquel momento no pensaba en el longobardo que infestaba sus cercanías sino en cómo podría casar dignamente a Serena. Ella no se contentaría con un clérigo carente de fuerza moral o con un exangüe leguleyo o literato como eran sus otros dos yernos, o lo haría pedazos si tenía que soportar a uno de ellos como marido. Para ella hacía falta un verdadero hombre, pero ¿dónde encontrarlo en aquellos tiempos y con esos claros de luna? ¿Quién estaría en condiciones de domar a semejante potranca?
Se limitó a responder:
—Tienes toda la razón, hija mía, has dicho lo único sensato que he oído esta noche. Todos quisiéramos pensar que la pesadilla ha terminado por lo que tendemos a interpretar cada coincidencia fortuita como el signo positivo de que lo peor ha pasado ya. Yo el primero, lo confieso. Tener como vecino a ese individuo y no conseguir librarse de él es como tener pulgas y no poder rascarse.
Un símil ingenioso, pensaron los dos yernos, pero no consiguieron quitárselo de la cabeza. Salieron del aprieto cuando Eutiquio se levantó, agradeció la comida buena y copiosa que el Padre celestial les había concedido, y se retiró a su biblioteca privada.
El día siguiente comenzó la temporada de la labranza. Tiros de cuatro o incluso de seis arrastraban arados de dos o hasta de tres rejas. Detrás, otras yuntas de bueyes tiraban del rastrillo para destripar los grandes terrones y volverlos aptos para recibir la simiente. En los vastos trozos de terreno que aún conservaban la disposición de la antigua división romana de la tierra, la centuriación, se establecían grandes superficies amarillas y pardas, y estas últimas hacia el atardecer exhalaban blancos vapores en el aire cada día más frío.
Serena salía a caballo bastante a menudo, porque le gustaba el aire punzante del otoño y el perfume a tierra removida por la reja. Le gustaba contemplar el vuelo indolente de las garzas que se alzaban a su paso de las charcas que se extendían en la linde meridional de la propiedad para luego lanzar su caballo a buen trote pendiente arriba, que conducía a una altura de unas pocas decenas de brazos situada casi en la parte central de la propiedad. Cabalgaba como una amazona e iba ataviada con bragas y casaca de piel, y, si a veces llevaba también arco y una aljaba terciada, la ilusión de estar ante una espléndida Pentesilea era casi perfecta.
Luego un día lo vio.
Al longobardo.
No le pareció que fuera tal como lo había descrito su padre. No le pareció hirsuto, con cerdas en los brazos ni mucho menos pelirrojo, sino más bien rubio. Y de ojos azules, intensos, en los que brillaba el sol. Serena refrenó el ímpetu de su caballo y lo puso a paso de andadura. Y también él, del otro lado del seto, contuvo a su animal. Por un instante sus miradas se encontraron por encima de las bayas rojas del espino y a ella le pareció leer en los ojos de él algo familiar. No habría sabido decir el qué, pero la sensación era clara e inequívoca.
Como si hubiese concedido demasiado con aquella mirada, Serena espoleó a su Borealis lanzándolo al galope. También el longobardo hizo lo propio y los dos caballos no tardaron en estar cabeza con cabeza a un lado y otro del seto. La velocidad aumentaba cada vez más, el ruido de los cascos sobre la tierra batida era cada vez más fuerte y martilleante, cada uno de los dos jinetes veía al otro en transparencia volar a través del follaje y de las ramas del seto. Solo el rostro aparecía, de vez en cuando, durante un instante: el de ella encendido, enrojecido por el aire y la fatiga, con los cabellos al viento; el de él cubierto de sudor, con los ojos brillantes de excitación.
Se acercaban a un punto en el que el seto descendía porque el suelo en aquel sitio era más árido y en pendiente hacia una modesta elevación del terreno. El longobardo espoleó de nuevo lanzando su caballo a gran galope, sin preocuparle reventar al animal, y superó a la muchacha en algunas cabezas, y luego, increíblemente, cuando hubo llegado al punto en el que el seto era más bajo, lanzó su caballo en un salto acrobático, salvó el cercado de un seto, aterrizó al lado de la muchacha y aferró las bridas de su cabalgadura.
Poco después los dos jinetes iban al paso, al lado el uno del otro, con los animales relucientes de sudor, jadeantes, bufando por los ollares dilatados.
—¡Deja las bridas de mi caballo y vete inmediatamente de mi tierra —gritó Serena— o pediré socorro! —Estaba agitada, temía que quisiera llevarla a alguna parte. ¿Por qué había aceptado aquel juego estúpido y peligroso?—. ¡Vete de aquí! —gritó de nuevo.
Él detuvo su cabalgada y la de ella; acto seguido se desplazó ligeramente de lado para tenerla así casi de frente. La miró fijamente sin decir una palabra, con los rasgos extrañamente distendidos, como si quisiera ofrecer la mejor imagen posible de sí mismo.
Ella no quiso bajar la vista para no dar la impresión de sentirse intimidada y sostuvo la mirada de él con firmeza.
Pasaron unos instantes interminables en el silencio suspendido del mediodía otoñal, entre los cantos de las golondrinas que se preparaban para emigrar. Luego ella, más calmada y más habituada a su proximidad, repitió la frase de modo distinto:
—Esta es nuestra tierra, ¿entendido? No debes violarla, no tienes derecho a hacerlo. Podemos vivir en paz, también hay espacio para ti. Una guerra entre nosotros sería un desastre, y aunque vencieses tú se producirían consecuencias desagradables. Mi padre es un hombre muy poderoso. ¿Comprendes lo que digo?
El longobardo soltó las riendas del caballo de Serena y retrocedió algunos pasos. La miró fijamente y dijo en perfecto latín:
—¿No te acuerdas de mí?
Inmediatamente después empujó de nuevo el caballo al galope, describió un amplio círculo, volvió atrás a toda velocidad y salvó el seto con un segundo salto espectacular. El ruido de los cascos de su bayo se perdió en la lejanía y Serena permaneció inmóvil y algo aturdida más por esa frase que por la carrera y por el contacto tan próximo con el intruso.
Tiró de las riendas y retomó el camino al trote por el sendero que había recorrido al ir, turbada, casi trastornada. Recordó la sensación que había experimentado al verlo al otro lado del seto, reconociendo algo familiar en él, no el bárbaro extranjero que le había descrito su padre. Y luego esa frase en perfecto latín: «¿No te acuerdas de mí?».
Su padre le había dicho que había recurrido a un intérprete para comunicarse con ese individuo, y ahora ella descubría que hablaba latín perfectamente. ¿Acaso conocía solo esa frase? ¿Se la había aprendido de memoria para impresionarla? Durante todo el tiempo que necesitó para alcanzar al paso el establo no hizo más que devanarse los sesos con mil pensamientos, hipótesis y fantasías. Pero, por más que trataba de recordar, no conseguía dar un sentido a aquellas palabras ni a la sensación que había experimentado al encontrárselo cara a cara por primera vez. ¿Tal vez se había equivocado al hacer la pregunta y quería preguntar otra cosa? Imposible. Se había expresado de forma perfecta y hasta el acento era un acento reconocible, no extranjero. ¿Había estudiado, por tanto? ¿O había estado en contacto con romanos durante el tiempo suficiente para aprender su lengua?
Alcanzó el establo, confió Borealis al mozo haciéndole mil recomendaciones:
—Ha hecho una carrera rapidísima sin parar. Está todo sudoroso, llévalo dentro y sécalo bien, no quiero que enferme. Y para comer dale solo heno, nada de hierba, ¿entendido?
—Sí, por supuesto, mi señora —respondió el mozo—, nada de hierba. Pierda cuidado, sé cómo tratar a este amigo mío.
Le quitó los arreos, el bocado y las bridas y le puso tan solo el cabestro para llevarlo adentro al calor.
Serena llegó a sus aposentos, se asomó un momento a la puerta de la biblioteca de Eutiquio para saludarle «Salve, papá» y, antes de que él tuviese tiempo de responderle, alcanzó su sala de baños, se desvistió y se sumergió en la pila llena de agua hirviente y aromatizada.
Se dejó ir y al cabo de poco sintió que le dominaba un ligero sopor al que se abandonó. El cansancio de la durísima cabalgada, la emoción, la turbación, el calor envolvente del baño la habían extenuado y durante un buen rato permaneció en una especie de duermevela. Volvió a ver el rostro del longobardo y a oír sus palabras más y más veces hasta que reaccionó y se incorporó sentándose.
Hacia el atardecer se acercó al cuarto de trabajo de su cuñado Juan y lo encontró ocupado en tomar notas de un antiguo volumen en pergamino.
—¿Qué se sabe de los longobardos? —le preguntó en un tono exigente cuando estaba aún en el umbral.
Juan estaba acostumbrado a las manifestaciones extemporáneas de su joven cuñada y respondió sin levantar la cabeza:
—¿Qué quieres saber?
—Todo.
—Todo es decir mucho y no creo que nos diera tiempo, es decir, el tiempo que puedo dedicarte.
—Dime lo que puedas.
—Muchas cosas ya las sabes; vivimos desde hace bastante tiempo bajo su dominio.
—No, sé muy poco. He crecido en esta situación y siempre me ha parecido normal, pero ahora es distinto; tenemos un vecino de esa raza bárbara y quiero saber con quién tengo que vérmelas.
Juan suspiró; después de todo esa muchacha impertinente y mimada era la hija de su suegro, su cuñada, la tía de sus hijos, y la invitó a sentarse en una antiquísima silla curul que había pertenecido a quién sabe qué ilustre magistrado de la estirpe de los Crescencio. Y comenzó:
—Son de estirpe germánica como el resto de bárbaros que han invadido Italia en los últimos doscientos años y entraron hace cerca de sesenta años desde Oriente, pero nadie sabe exactamente de dónde proceden. Según algunos, del extremo septentrión; hay quien dice incluso que de Escania, una isla rodeada de un mar helado de color plomizo en el que las olas orladas de blancas espumas se abaten incesantemente contra unas escarpadas escolleras…
Serena miró la magnífica luz de la tarde que había fuera, y durante un momento escuchó el mugido de los bueyes que volvían de los campos, el ladrar de los perros, el cloquear de las gallinas que corrían en dirección a la mujer del colono para recibir el pienso. No era de extrañar que los bárbaros hubiesen venido a Italia. Sin duda no habían perdido con el cambio de sus tierras inhóspitas por aquella tierra maravillosa. La voz de Juan prosiguió monótona:
—En aquel tiempo el país estaba extenuado y casi destruido por treinta años de guerra entre el ejército imperial de Justiniano y los godos que lo ocupaban. No les fue difícil instalarse entre nosotros. Pero su rey no murió hasta dos años después y siguió un período de anarquía en el que los duces, sus jefes tribales, tomaron iniciativas independientes realizando correrías sin freno por el país. Algunos llegaron hasta el sur y constituyeron dos estados, el uno en Umbría, con centro en Spoleto, y el otro en Irpinia, con centro en Benevento. Ambos aislados del resto del dominio, pero en cierto modo idealmente ligados por afinidades de tradición lingüística y de unos orígenes comunes. En cierto sentido siempre han oscilado entre estos dos centros de poder: el rey como símbolo de toda la nación, los duces como exponentes de sus componentes tribales. El rey siempre a la búsqueda de cierto orden y de cierta estructura en parte tomada prestada de nuestro sistema legislativo, los duces ocupados en conseguir su autonomía y sus dominios personales. Fijaron su centro en Pavía, nuestra antigua Ticinum, y desde ahí gobiernan la mayor parte del país. Como le he dicho a tu padre, han llevado a cabo también un esfuerzo legislativo nada desdeñable por obra del rey Rotari, estableciendo un código de leyes en parte inspirado en nuestro Digesto.
»Sin embargo, hay una cosa que nunca han comprendido: que no se puede gobernar este país sin contar con Roma, y Roma es hoy la Iglesia. Cierto que el pontífice no cuenta con las legiones de los antiguos emperadores ni con cuerpos armados con los que defender o atacar, sino que tiene una autoridad y quizá también un poder mucho mayores: el poder sobre sus almas. Por eso el Papa no puede vencer por sí solo, pero puede hacer que venza aquel que sea su preferido o que pierda quien le es contrario…
—¿Y cómo?
—El método es siempre el de nuestros antepasados: divide et impera. Se trata de aislar al que ha sido elegido para que caiga en desgracia o se vea debilitado, o de coaligar a otras fuerzas contra él.
—¿Y esto sería válido también para nuestra situación?
—Obviamente no. Aunque la Iglesia haya mediado a menudo a nivel local entre la aristocracia romana y la longobarda. Tanto unos como otros son, en el fondo, cristianos.
—¿«Obviamente no» significa que si nuestro vecino lleva a cabo nuevas acciones de perturbación o de prevaricación mi padre tendrá que sufrir en silencio o, Dios no lo quiera, reaccionar y probablemente sucumbir?
—Tanto Anastasio como yo estamos tratando de evitar que eso ocurra, pero no es un problema sencillo de resolver.
—Esto lo he entendido. Pero ¿qué hacen otros que se encuentran en la misma situación?
—Cada uno obra a su modo, como puede, como le sugieren las circunstancias. En otro tiempo existía una civilización del derecho que ponía la ley por encima de todo y de cualquiera. Ahora este concepto y esta civilización valen únicamente para los que son como nosotros.
Cuando abordaba temas que conocía a fondo, Juan mostraba una firmeza de la que carecía habitualmente. Serena se despidió de él y volvió a su alojamiento para meditar y tratar de recordar dónde había visto esa mirada que la había impresionado y cómo se las arreglaba el longobardo para hablar latín sin ningún dejo y por añadidura mostrar ante ella una confianza totalmente inesperada, pero no lo consiguió. Pensó en preguntar a su padre o a su madre, pero desechó la idea. Si había algo en común entre ella y aquel hombre, debería descubrirlo por sí misma, porque seguramente se trataba de algo que había sido mantenido oculto por una razón que se le escapaba.
Cuando Antonino, el viejo servidor de su padre, le anunció que este estaba ya sentado a la mesa, bajó con un elegante vestido y con un pendiente de gota que ostentaba una perla negra, regalo de su padre. A pesar de todo, se sentía de buen humor, como si lo que le había sucedido fuera un hecho más positivo que negativo.
—Qué elegancia —la cumplimentó Eutiquio—. ¿Qué hay que celebrar?
—No, nada en especial. De vez en cuando me gusta ponerme algo bonito. Al fin y al cabo son todos regalos tuyos. No hay muchas oportunidades.
—Lo sé —respondió él—. En otro tiempo era distinto, pero, como se dice…, mala tempora currunt.
La cena se desarrolló tranquilamente dadas las circunstancias y la conversación se centró en las actividades de la hacienda, evitando cualquier mención sobre los problemas de la linde y de los vecinos.
A la mañana siguiente Serena se levantó temprano y fue a la cocina a tomar algo de leche y un bollo con miel para desayunar, pero sobre todo para ver a Antonino.
El viejo criado era la memoria viva de la familia. Había quedado huérfano de muy niño, porque su madre había fallecido de parto y cuatro años más tarde el padre debido a una enfermedad del pecho. Una fiebre altísima durante días y días se lo había llevado. Puesto que ambos habían cultivado las tierras de los Crescencio, el huérfano, como era costumbre, había sido criado por la familia y luego había entrado al servicio de la casa. Serena le quería como a un abuelo y siempre recordaba cuando de niña él la llevaba consigo a los campos, le enseñaba los nombres de las plantas y de las aves, la época de la nidificación, le mostraba los panales de las abejas y le hablaba de la abeja reina que mandaba sobre todas ellas. Le enseñaba los ternerillos recién nacidos y los lechones que chupaban la leche de la cerda, y una vez le había regalado un conejito que ella había amaestrado para que comiera en su mano y durmiera dentro de una cestita en su dormitorio, convirtiéndolo en su mascota. Y aquel conejo había sido el único en la villa que había muerto de viejo.
—Antonino…
—Sí, mi señora.
—Siempre me has llamado Bibi.
—Dentro de poco cumplirás dieciocho años: ya eres una mujer.
—Como quieras, pero me entristece.
—Lo sé. La infancia es hermosa, pero hay que crecer. Es un lema inherente al mismo apellido de tu familia.
—Lamentablemente —respondió Serena; y pensaba en Antonino que no había tenido infancia—. Escucha. Quiero hablarte de una cosa.
—¿De nuestro vecino?
—¿Cómo lo has adivinado?
—No es difícil. Es el tema del día.
—Como sabrás, ese hombre siempre se ha expresado en su lengua gutural y para comunicarse con nosotros siempre ha recurrido a un intérprete.
—Es normal. Pues es un bárbaro.
—Sin embargo, ayer sucedió un hecho extraño. Iba yo a caballo a lo largo del seto y apareció él de improviso del otro lado y se puso a seguirme. Yo intensifiqué el galope y también él lo hizo hasta que se convirtió en una carrera de locos. Tuve que detenerme porque no quería reventar a Borealis; el pobre estaba cubierto de sudor y resollaba…
—Ya no tiene edad para estos trotes. Podía serle fatal.
—Tienes razón. No lo haré más. De todos modos, después de habernos detenido intercambiamos algunas palabras. Yo trataba de hacerle entender que no podía comportarse así. Que debía respetar las reglas, las lindes, la propiedad. Al principio parecía que no me comprendía, pero luego en un momento dado dijo en un perfecto latín: «¿No te acuerdas de mí?».
Antonino mudó de expresión y la miró turbado.
—¿Qué significa según tú? Desde ayer no hago más que pensar en ello. Esa frase no puede significar más que una sola cosa.
—Sí —asintió Antonino.
—Que él me conoció cuando era pequeña.
Antonino no respondió.
—Pero si fuese así, ¿por qué él se acuerda de mí y yo no me acuerdo de él?
—A mí no me parece que sea algo importante —repuso Antonino.
—Para mí sí que lo es. Y tu modo de responder me hace pensar que tú sabes algo pero que no quieres decírmelo.
—Vas demasiado deprisa. Cada uno de nosotros tiene su propia manera de ver y de conocer. Lo que impresiona a uno pasa inadvertido para otros. Tú eres de los Crescencio. Tu familia tiene seis siglos de antigüedad y es conocida por todos no solo en esta ciudad sino también en todo el país. Él no es más que un bárbaro. Pudo haberse quedado impresionado al verte quién sabe cuándo y dónde, mientras que tú ni siquiera reparaste en él. En su mente primitiva puede haber pensado que, como él se había quedado tan impresionado al verte, lo mismo hubiera tenido que pasarte a ti.
El razonamiento de Antonio era lógico y la muchacha no supo qué replicar, pero su naturaleza le había presentado ya muchas posibles y diversas explicaciones, todas más sugestivas y emocionantes, a las que en cierto sentido le disgustaba tener que renunciar. Terminó, pues, el desayuno sin hacer más preguntas, pero Antonino la conocía bien y sabía que no se contentaría con ello.
En los días siguientes Serena, ya con una excusa, ya con otra, se dirigió a menudo a la zona de la compuerta y también al pasto donde el vecino había hecho entrar a sus vacas. Pero no acertó nunca a encontrarlo.
Cada tarde, cuando regresaba con una cesta de setas o de achicoria y con las botas embarradas, su madre Fausta la reprendía:
—¡Cómo te has puesto, hija mía, ya no puedes vestirte como un varón, pues a los hombres no les gusta! Quiero ver a una mujer que parezca tal.
—Los hombres, aparte de papá, que se preocupen de lo suyo y que no se metan en mis asuntos.
—Pero, Serena, hoy cumples dieciocho años y pronto tu padre tendrá que buscarte un marido. Una persona de tu rango, se entiende, y por tanto…
—Mamá, prefiero hablar de setas. No estoy aún preparada para un paso tan tremendo.
—¿Tremendo? Pero, hija…
Tiempo perdido. Serena se iba a la habitación para darse un baño y prepararse para su clase de filosofía o de literatura.
En cuanto al rebaño de bovinos del vecino que se comían la hierba de Eutiquio, nadie parecía tener ganas ni intención, todo hay que decirlo, de coger el toro por los cuernos. Y como los hombres de casa, por una razón o por otra, no tenían idea de cómo resolver el problema, en cierto sentido pensó en ello la muchacha. Una mañana temprano hizo preparar un carro cargado con una orza de trescientas libras, la que se utilizaba para regar el huerto, bien atada a los laterales, un cubo y un taburete y se dirigió hacia el pasto. Una vez que hubo llegado, ató las vacas una por una a un árbol y seguidamente las ordeñó.
Cada vez que llenaba el cubo lo derramaba dentro de la orza y reanudaba su labor, manteniendo la cabeza bien apoyada en el flanco de la vaca y empuñando con fuerza las ubres que apretaba de arriba abajo como había visto hacer a sus boyeros.
—Pero ¿qué haces? —resonó de pronto una voz detrás de ella.
Sin siquiera volverse, respondió:
—Ordeño la mitad de estas vacas para llevarme la leche a casa.
—Pero ¡si son mis vacas!
—¿Ah, sí? Pues si las vacas son tuyas, la tierra es mía, y también la hierba y el agua con la que se riega los prados lo es, porque fuimos nosotros quienes abrimos el canal y la fuente está en mi propiedad. Por tanto, hasta soy demasiado generosa. A partir de mañana ordeñaré más aún. De todos modos, por hoy casi he terminado y dentro de un momento me iré.
Oyó los pasos de Cuniperto, que se le acercaba.
—¿De veras no te acuerdas de mí? —dijo con una voz tranquila, casi gentil.
Serena se puso en pie, se secó la frente con la manga de la casaca y se lo encontró de frente. Sujetaba el caballo por la brida y ella no le llegaba más que al hombro. El sol que penetraba por entre sus cabellos creaba una aureola de color cobrizo resplandeciente en torno a su cabeza, la barba que enmarcaba su rostro había sido cuidadosamente tratada por las tijeras y por el peine, llevaba una casaca de piel de ciervo color herrumbre y botas de piel marrón, la cintura ceñida por un cinto de trencilla roja y amarilla y a la muchacha le pareció (pero quizá se equivocaba) que la camisa de cáñamo blanco desprendía un ligerísimo aroma a espliego. Se sintió incómoda por andar vestida como un labriego y por oler a establo.
—No —respondió—. No me acuerdo de ti. ¿Por qué debería acordarme?
—Yo te he reconocido.
—Los hombres cambian más que las mujeres: mudan la voz, les crece la barba, se vuelven más gruesos…
—Tienes razón. Es cierto.
—Entonces ¿cuándo nos conocimos? Imagino que hace mucho tiempo.
—No tanto, después de todo. Tú tenías siete años. Yo catorce.
—¿Y dónde?
Cuniperto inclinó la cabeza y luego se volvió hacia el sol. Sin responder. Silbó y acudió su caballo. Lo montó de un salto y se lanzó al galope a lo largo de una fila de manzanos.
Serena volvió a la villa y dejó la leche. Cuando Eutiquio tuvo conocimiento de ello, quiso que se preparase una cena especial por dos motivos: porque su hija cumplía años y porque había demostrado que era la única en la familia que poseía atributos viriles.
—¡Oh, si al menos tú hubieses nacido hombre! —le dijo cuando la vio reaparecer del baño vestida de blanco y de rosa para la cena—. Serías mi perfecto sucesor. Pero no quiero que vayas más sola: ese animal podría…
Serena se sintió incómoda porque estaban presentes también Faustina y Zoé, sus hermanas mayores. Respondió:
—Como puedes ver, papá, me las apaño bien aun siendo mujer. Y mis hermanas no son menos capaces, solo que ellas tienen otros compromisos. De todas formas, el rebaño de nuestro vecino sigue en nuestras tierras.
Su cuñado Anastasio dijo que había recabado información.
—El tal Cuniperto no es de sangre noble, pero parece que es un formidable combatiente y ha hecho tantos méritos en la batalla que el rey le ha concedido el estatus de guerrero y el derecho a ceñir la espada para sí y para sus descendientes, así como poseer un terreno. Sin embargo, fue él quien insistió en obtener precisamente esta tierra entre las muchas posibilidades que le fueron ofrecidas.
—Extraño —respondió Eutiquio arrugando la frente—. Quién sabe por qué…
Serena se quedó a su vez impresionada por aquellas palabras, pero no dijo nada durante la cena acerca de la segunda parte de la conversación que había tenido con el vecino, tampoco a su madre Fausta, que la escrutaba de reojo de vez en cuando, como si hubiese comprendido que su hija le ocultaba algo.
Pero, en cuanto los siervos comenzaron sus tareas, con la excusa de ir a ver cómo estaba su Borealis, se reunió con Antonino en el henil.
—Nos conocimos cuando era aún pequeña —dijo enseguida.
Antonino palideció.
—¿Y cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho él. Y, después de todo, tampoco ha pasado tanto tiempo: hará unos once años. Yo tenía siete y él catorce. Pero ¿por qué no me acuerdo? Es algo que me perturba profundamente. Y no creo que él mienta. Dicen que los bárbaros no mienten. Solo las personas civilizadas lo hacen.
—Es cierto.
—Entonces ¿qué pasó hace once años? ¿Por qué yo no lo recuerdo y él no quiere hablar de ello? Cuando se lo he preguntado, ha agachado la cabeza y luego ha llamado a su caballo y se ha ido al galope.
El viejo servidor no profirió palabra.
—Estoy convencida de que tú lo sabes todo y que no quieres hablar. Por favor, dime lo que sepas. Yo siempre te he querido, Antonino.
—Yo también, niña, como si fueses mía.
Y mientras lo decía no conseguía disimular una intensa emoción.
—Entonces habla, por favor.
Antonino apoyó la horca contra un pilar del establo y se sentó en un taburete como si le hubiese entrado de repente un terrible cansancio.
—Esto debe seguir siendo un secreto entre tú y yo. Nadie más debe saberlo.
—Te lo juro.
Antonino suspiró.
—Tú sabes que he estado siempre al servicio de esta casa y he sido siempre agradecido y fiel a tu familia por haberme criado, dado un techo, un trabajo y una vida tranquila. Te ruego que me creas: daría la vida por vosotros si fuera necesario.
—Lo sé.
—Un día, mientras llevaba al mercado un rebaño de ovejas, encontré a una mujer que vendía un cesto de nabos. Era toda su mercancía y la miseria podía leerse en sus ropas rotas, en su rostro demacrado, en su cuerpo macilento. Cuando hube vendido las ovejas y me disponía a volver a casa, vi que sus nabos seguían allí. Había tal desesperación en su mirada, dos bellísimos ojos azules que ni siquiera su miserable situación conseguía empañar, que le compré esos nabos y sin que ella pidiese nada le puse en la mano una moneda de valor muy superior a lo que había adquirido. Me avergonzaba por lo que había hecho, porque aquel dinero no era mío, pero me había propuesto devolverlo de alguna forma con mi salario…
—Hiciste muy bien. Continúa…
—Me la encontré de nuevo y seguí ayudándola. Me dijo con su pobre latín que era viuda y que estaba sola y que no sabía qué hacer para salir adelante. Fui a verla al tugurio en el que vivía y desde entonces lo hacía cada vez que podía. Le llevaba comida: trigo, harina, huevos, cebada y aceite, asaduras de nuestros animales despedazados. Mi deuda así aumentaba y también mi incomodidad, pero para entonces ya amaba a esa mujer. La veía florecer de nuevo un día tras otro como una rosa en primavera. Era una extranjera…
—¿Longobarda?
—Sí —respondió Antonino bajando la cabeza—. Su marido había caído en el campo de batalla… No sé si ella me llegó a amar realmente. Tal vez lo suyo era solo gratitud, pero cuando iba a verla me abría sus brazos…
—¿Y su regazo? —preguntó Serena con una expresión descarada y dulce a un tiempo.
Antonino inclinó de nuevo la cabeza mientras decía:
—Sí. Y nació un niño. De ojos azules y de cabello color cobrizo como ella.
Serena se acaloró.
—Le puso un nombre de su gente, para mí difícil de pronunciar, pero yo le llamaba Eno, precisamente porque tenía los cabellos color cobrizo. Pasaron años y años durante los cuales continuaba haciendo todo lo posible por ayudar a esa pequeña familia, con el salario y también con lo que podía encontrar allí en la villa: hasta las sobras de vuestra mesa. Luego, cuando Eno creció y se convirtió en un buen muchacho robusto, se lo presenté al amo: le dije que era hijo de una pobre viuda que no sabía cómo salir adelante, pero que era valiente y estaba lleno de buena voluntad y sentía una inclinación especial por los caballos. Tu padre me permitió tomarlo como mozo de cuadras y así fue como os conocisteis…
Serena comenzaba a recordar ahora, y sus recuerdos de niña la sumergían como una ola. Las lágrimas le asomaban a los ojos, aunque tratase inútilmente de cerrarlos.
—Eno se convirtió en tu sombra y tú solo tenías ojos, oídos y palabras para él. Te contaba historias bellísimas de su gente que le había enseñado su madre… Fue él quien te mostró a Borealis recién nacido. Y tu alegría no tuvo límites.
Ahora Serena lloraba, en silencio como una verdadera noble, y las lágrimas regaban sus mejillas perfectas hasta mojarle las comisuras de la boca.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
—Tu padre un día…
—… entró en el establo —continuó ella como si hubiese recuperado de pronto la memoria— y lo vio dándome un beso en la mejilla: un beso inocente.
—Sí —continuó el viejo—; no eras más que una niña para él, una muñeca, pero tu padre montó en cólera. Ya sabes lo impulsivo que es tu padre y lo terriblemente celoso de ti. Lo echó como a un perro y no hubo nada que hacer. Aquello te produjo un dolor desgarrador. Querías a ese pobre muchacho, a tu manera, con tu corazón de niña, y no podías comprender por qué había de desaparecer de tu vida. Rechazabas la comida, llorabas sin cesar y seguías preguntando: «¿Cuándo volverá Eno?». Lo cual no hacía sino convencer aún más a tu padre de que había tomado la decisión adecuada. Ese muchacho no era más que un siervo y no podía ser objeto de un sentimiento tan intenso por parte de su hija favorita. Para deshacerte de esa pena tan profunda, aunque sin querer, lo borraste de tu mente. Es una de las maneras que tienen los niños de protegerse; de lo contrario el dolor los destruiría. Pero su recuerdo no se ha borrado nunca del todo… Dos años después partió con el ejército en una expedición hacia el sur y no volví a verlo más. Su madre, destrozada, enfermó de una fiebre maligna que la llevó a la tumba, y yo me quedé solo.
El viejo ocultó su rostro entre las manos y lloró.
Serena le acarició los blancos cabellos.
—Pero ahora ha vuelto, Antonino. Tu Eno ha vuelto, pero también esto deberá seguir siendo un secreto.
Salió del establo después de haber intercambiado una larga mirada con su viejo y fiel servidor y llegó a su aposento sin detenerse a saludar a su padre como hacía siempre. Aquella tarde no se sintió con fuerzas.
La tarde siguiente salió con Borealis y cabalgó largo rato siguiendo el seto que delimitaba la linde —el limes, como lo llamaba Eutiquio— hasta que él reapareció.
—Ahora me acuerdo —le dijo Serena—, ahora sé quién eres.
—¿De veras? ¿Y quién soy?
—Eres Eno. Y has vuelto.
—Eres una muchacha perspicaz —repuso el guerrero.
—Ahora pasaré este seto y te devolveré el beso que me diste hace once años y que fue el origen de tus problemas y de tu fortuna.
El guerrero se encendió de un rubor apenas perceptible.
—Luego ya solucionaremos ese asunto de la linde —dijo mientras cruzaba— a mi manera.
—¿Y cómo? —preguntó Eno.
Ella le arrojó los brazos al cuello y lo besó.
—Así —respondió—. ¿No te parece una buena manera?
Eno la tomó de las manos y las estrechó entre las suyas.
—La mejor.