Nancy estaba aterrorizada. Eran las ocho de la noche y los hombres seguían sin dejarla salir. Hasta ahora la habían respetado, pero un rato antes uno de ellos había sacado botella de aguardiente y se habían puesto a tomar y a contar chistes. También sintió nervios al oír que uno de los hombres hablaba de ella por teléfono, pues después de colgar nadie le dijo qué iba a pasar ni cuánto tiempo iba a tener que quedarse.
—¿Se toma un alcoholito con nosotros, mami? —Camaleón tenía los ojos brillantes.
—No, no tomo aguardiente, gracias.
—Huy, nos salió fina… —dijo otro—, ¿le gusta el champán o el whisky?
—Pues no, tampoco.
—Eso es algo que nunca he entendido de las mujeres —habló el más joven—, si el trago le pone a la vida un color tan chévere. ¿Musiquita? A ver, Camaleón, póngase algo y bailamos con la dama.
En su oficina Barragán miraba el reloj preocupado. ¿Por qué no volvía Nancy? ¿Habría tenido algún problema? Decidió llamar a la casa y hablar con Catalina, pero ella lo tranquilizó diciéndole que estaba jugando scrabble con los niños.
—¿Vas a volver muy tarde, amor?
—De pronto sí, no sé. Estoy esperando una llamada de Nueva York con unos datos importantes.
—¿Quieres que te deje la comida en el horno?
—No, Cata, gracias. Yo me como algo por aquí.
Habló con Juanchito y luego con la niña, y pensó al colgar que las vainas empezaban a precipitarse. Si Tiflis creía que él había robado las escrituras no debía subestimarlo. Tal vez habría debido aceptar la protección de Vargas Vicuña. Marcó el número de Nancy y contestó una señora mayor.
—¿A ver?
—Quisiera hablar con Nancy, por favor.
—No ha llegado todavía. ¿Es de la oficina?
—Sí, señora… Nada importante.
—Llámela más tardecito.
Fue a buscar los datos del periodista en la agenda de la secretaría y, nervioso, marcó el número de teléfono. Dejó sonar un rato pero no hubo respuesta y entonces, con la dirección en la mano, decidió ir a ver qué había pasado.
Llegó al edificio y miró hacia arriba buscando el cuarto piso entre las ramas de los árboles. Luego entró pensando que debía tomar precauciones. En la puerta de Silanpa escuchó la música.
—A ver, mami, levántese un poquito esa falda, ¿sí? No sea malita —Camaleón estaba colorado por el aguardiente y el baile. La abrazó y ella intentó escapar.
Escuchó los gritos de Nancy y tuvo miedo. Corrió escaleras abajo saltando escalones de dos en dos, pero al llegar al carro dos tipos armados le cerraron el paso.
—¿Emilio Barragán? —la voz del Runcho le cortó los tímpanos.
Intentó escapar pero una mano lo detuvo y alguien le dejó ver un arma.
—Cuidadito, está recién aceitada y con nada se dispara —escuchó decir—. Lo mejor es que subamos a charlar lejos de esta llovizna.
El grupo se disponía a entrar al edificio cuando dos camionetas Chevrolet frenaron en seco y varios hombres armados saltaron a la calle con los cañones en alto. Luego se oyó un disparo y Barragán, presa del pánico, sintió que la mano que lo sujetaba se iba ablandando hasta soltarlo. Runcho dejó caer su pistola y levantó los brazos.
—Tranquilo, señor Barragán, nos manda el doctor Vargas Vicuña. Estamos aquí para ayudarle.
Barragán soltó un respiro y les dijo que subieran al cuarto piso. Puerta izquierda.
—Tengan cuidado —advirtió—, adentro está mí secretaria. La tienen secuestrada.
Dos de los hombres envolvieron el cuerpo sin vida de Morsita en una cobija y lo depositaron en la parte trasera de la camioneta. Luego hicieron subir al Runcho con las manos atadas a la espalda.
Barragán permaneció en su automóvil a la espera, fumando sin parar y diciéndose que a partir de esa noche su vida cambiaba para siempre. Escuchó varios disparos y encendió el motor. Luego vio a los guardaespaldas de Vargas Vicuña salir apresurados del edificio. Con ellos, temblando de miedo, estaba Nancy.
—Me iban a… —empezó a llorar— a violar, Emilio. Cuando los policías llegaron ya me estaban…
Lo abrazó. Uno de los hombres se le acercó.
—Es mejor irse de aquí, doctor. Síganos.
Manejó detrás de las dos camionetas hasta una casa cerca de Unicentro.
—Esta gente no es de la policía, Nancy. Son amigos, están aquí para protegernos.
Entraron a la casa. Nancy esperó en la sala mientras Barragán y uno de los hombres bajaban al sótano. Caído sobre las baldosas, con la boca y la nariz reventadas, estaba el Runcho.
—Pensamos que le gustaría hacerle algunas pregunticas —le dijeron a Barragán.
—Pues sí —respondió—. A ver, amigo, ¿quién le metió en la cabeza a Tiflis que yo le había robado las escrituras, ah?
En lugar de hablar el Runcho escupió, mojándole la solapa a uno de los hombres. El matón levantó el puño y lo estrelló contra su nariz. Los otros empezaron a darle patadas y uno de ellos le quebró una silla en la espalda.
—Escupa sangre, hijueputa.
Barragán se sintió contrariado por la situación.
Yo no quiero que le peguen —dijo encendiendo un cigarrillo—. Pero tiene que decirme cómo se le ocurrió a su jefe esa idea de que yo tenía las escrituras, ¿ah?
Runcho levantó la cabeza y Barragán le vio la cara magullada. Las cejas empezaban a hincharse.
—Fue Esquilache. Él llamó ayer al jefe y le dijo que usté las tenía, que las había robado y que pensaba negociarlas en el exterior. Que estaba en tratos con unos rusos. Por eso nos mandaron seguirlo.
—¿Rusos? Eso no es posible.
Un rodillazo en el estómago hizo que el Runcho se desplomara.
—Diga la verdad, gran hijueputa, si no quiere dormir esta noche con los ojos abiertos.
—Fue el concejal, les digo. Él mismo nos dio su dirección. Mire, aquí está el papelito.
Emilio se retiró hasta la escalera temblando de rabia y vio escritas la dirección de su oficina y la de su casa. Subió y fue al teléfono borracho de cólera. Llamó a la oficina de Esquilache pero nadie contestó. Lo buscaría en el club. Antes de salir fue a hablar con Nancy.
—No se preocupe por nada, Nancy. Lo que pasó esta noche tiene que ver con lo que le conté hace una semanas, ¿se acuerda? Pero ya todo está bajo control.
—Gracias, Emilio, usted me salvó.
—No venga mañana a la oficina. Llame temprano y dígale a Nacha que está enferma. Tómese unas vacaciones por mi cuenta y descanse mientras yo resuelvo este lío.
—Emilio, yo lo que quiero es estar cerca de usted. Eso es lo que me hace sentir segura.
—Ahora no se puede, Nancy, es mejor que se vaya y descanse. Se lo merece. Cuando quiera ir a su casa uno de estos señores la lleva. Ya dejé instrucciones.
Cuando iba de salida Emilio vio un revólver sobre la mesa del salón. Con gesto rápido lo guardó en su bolsillo y salió a la calle.
Llovía. Las calles estaban muy oscuras y, golpeando charcos, aceleró hasta llegar a la Carrera Séptima. Un rato después vio las luces del club. Dejó el carro en la cuadra del frente y entró.
Esquilache estaba en la barra tomando un whisky sour. Al verlo abrió los ojos.
—Mi querido Emilio, espero que no vengas a malgastar tus ahorros al casino.
—Tengo que hablar contigo, Marco Tulio, es muy urgente.
—No me digas, ¿urgente?
—Sí.
—O sea que tiene que ver con las escrituras de Tiflis, ¿aparecieron?
—Vamos a tu oficina. Quiero que veas algo.
Esquilache pensó que su treta con Tiflis había dado resultado. ¿Tendría los documentos en el bolsillo? Ya se vería.
—Vamos en mi carro —le dijo Emilio—. Está a la vuelta.
—¿Por qué tanto misterio? ¿No puedes contarme aquí, con calma, en la sala de billar?
—No, ya te explicaré por qué.
Se dirigieron a la oficina sin hablar. Barragán puso música y manejó muy rápido. Sudaba.
—Estás nervioso, la cosa debe ser bien grave.
—Es grave, sí.
El edificio estaba a oscuras. Al entrar Esquilache encendió las luces y sacó una botella de whisky.
—¿Un trago? —le dijo—. Se ve que lo necesitas.
—Sí, doble.
—A ver, cuéntame qué fue lo que pasó.
Cuando Esquilache terminó de servir los tragos y se dio vuelta vio el revólver en la mano de Barragán.
—¡Qué es esto, carajo! ¡Suelta esa vaina!
—¿Me puedes repetir lo que decías el otro día sobre la traición?
—¡Baja esa pistola, gran pendejo! Se puede disparar…
—Sobre todo la cita de Mao. Esa me gustó.
—No sé de qué mierda estás hablando.
—No te hagas el huevón. Tienes diez segundos para explicarme por qué le dijiste a Tiflis que yo le había robado las escrituras —levantó el arma y le apuntó a la cabeza.
Esquilache se sirvió otro whisky, se sentó y lo miró a los ojos.
—¿Quieres saber la verdad? Pues ahí te va —tomó un sorbo largo, trituró uno de los hielos con los dientes y prosiguió—. Estoy hipotecado hasta las huevas con los de GranCapital. Les debo mi puesto en el Concejo y ahora me están reclamando en pago los terrenos. No sé si tú sabes quiénes están detrás de GranCapital, pero al lado de ellos Tiflis es como la pequeña Lulú, ¿okey? Me están presionando duro y yo ya no sabía qué hacer. Cuando supe por ti que Pereira Antúnez le había donado los terrenos a Tiflis pensé que sería fácil acercarse, proponerle colaboración y luego quitárselos con alguna argucia legal.
Esquilache volvió a llenar su vaso, encendió un cigarrillo y siguió hablando.
—Está además Vargas Vicuña. Él está protegido por gente peligrosa. Es un tipo sin escrúpulos, una mala persona. Desde el principio, cuando supe que andaba detrás de los terrenos, intenté frenarlo culpándolo de la muerte de Pereira Antúnez, pero fue imposible…
—O sea que el empalado sí era Pereira.
—Sí, viejo, pero yo no podía decírtelo. Hay una cosa que a tu edad deberías saber y es que encima de la mesa todo el mundo se sonríe, pero si levantas el mantel es a las puras patadas. A Vargas Vicuña no le queda más remedio que contar conmigo porque yo tengo que aprobar sus proyectos en el Distrito, pero los que están detrás de él y los que están detrás de GranCapital son enemigos, ¿me sigues?
Barragán lo observó con una mezcla de interés y rabia.
—Y es ahí donde todo se complica. Desaparecen las escrituras y nadie sabe nada. Yo empiezo a notar que tú haces jugadas raras, que te adelantas a las cosas, que tienes información que no me das. Pensé, y dime si me equivoco, que Vargas Vicuña te había llevado de su lado y que estabas actuando en contra de mis intereses. Si le dije a Tiflis que tú tenías los papeles fue porque lo creí de verdad.
—Pusiste en peligro mi vida, so cínico. La mía y la de Catalina, sin hablar de los niños.
—No te equivoques. Yo le dije a Tiflis que se tomara las cosas con calma.
—Secuestraron a una de mis secretarias y casi la violan, ¿a eso lo llamas tomarse las cosas con calma?
—No me vengas a dar lecciones de castellano, gran pendejo. Si no fuera por mí tú no serías más que un pobre badulaque. Si yo levanto el dedo tú te caes. ¿Crees que no sé de tus deudas? ¿Crees que no estoy al corriente de que en el casino del club, si quisieran, te podrían embargar hasta las pelotas, si es que te las encuentran? Tú no vales nada solo, tú dependes de mí. ¿Y con qué autoridad hablas de la pobre Catalina? ¿No le clavas cachos con cuanto rabo se te pone delante? ¿Sabe ella a dónde va a parar la plata que te ganas? Ten mucho cuidado conmigo, jovencito, conozco demasiado tu vida como para que te pongas ahora a huevonear…
Emilio miró a Esquilache con un odio denso, alimentado por el tiempo: lo miró como miraría un huérfano al asesino de sus padres.
—Cuidado con lo que haces, so mequetrefe. Dame esa pistola.
Se oyó un disparo. La bala quebró dos dedos de una mano que se había alzado pidiendo calma, en vano, antes de hundirse en la frente del concejal. Esquilache hizo una pirueta en el aire con los ojos todavía abiertos, rompió el vidrio y desapareció por el hueco de la ventana.
—Ya no te debo nada —dijo Barragán.
El cuerpo de Esquilache, la masa de huesos y carne, había caído dos pisos antes de incrustarse en el techo de un viejo Toyota.