Susan salió de la ducha, conectó el secador y empezó a cepillarse el pelo frente al espejo. El vapor le ocultó la imagen del Runcho observándola desde la puerta, con los ojos clavados en sus nalgas desnudas. Runcho se le acercó despacio abriéndose la bragueta y de pronto ella sintió una mano en la boca y otra forcejeando entre sus piernas. Gritó y mordió llenando de babas esos dedos nervudos hasta que una cosa fría intentó penetrarla. Trató de liberarse y él le susurró al oído: «Patalee, mamita», pero en ese instante Susan agarró un botellón de agua de colonia y se lo estrelló en la cabeza.
—¡Tome, hijueputa!
Los párpados del Runcho se cerraron como dos persianas metálicas y el cuerpo inerte cayó sobre la baldosa. Susan salió del baño, se vistió a la carrera y escapó.
Cuando salió a la calle estaba diluviando. Paró un taxi y le dio la dirección de su casa, pero luego se arrepintió y le preguntó al taxista:
—¿Usted hace carreras fuera de Bogotá?
—Sí, siempre y cuando me pague el doble de lo que marca el taxímetro más una comisión por salida del perímetro urbano, un plus por alejamiento de los seres queridos y un viático de comida. A eso se suma una pequeña cantidad por concepto de seguro de enfermedad o siniestro, más una cuota de riesgo si es zona de guerrilla o paramilitares.
—Es cerca del Sisga.
—Un segundo miro. Creo que por ahí hay una epidemia de dengue y… ¿no hay un frente de las FARC también?
—Le pago lo que sea, pero vamos rápido.
—Debo decirle, señora, que tendrá que abonar la cuota de alejamiento. El Sisga es cerca, pero le informo que soy una persona muy apegada a la familia.
—Ya le dije, le pago lo que sea.
Susan vio pasar los edificios torcidos de la carrera Quince y luego las urbanizaciones y los potreros a lado y lado de la autopista.
—¿Le importaría poner algo de música?
—Claro que sí, y es mi deber informarle que ese servicio está incluido en el emolumento normal. ¿Tiene predilección por alguna emisora?
—No, la que sea.
Detrás de ellos, en otro taxi, Silanpa discutía con el chofer.
—No sé para dónde van, socio, pero es importante que no me los pierda de vista.
—¿Es una cuestión pasional?
—Sí, y personal. Usted maneje detrás y no los pierda.
Susan hizo el trayecto fumando un cigarrillo tras otro, recostada en el asiento. Al llegar le dio indicaciones al chofer y se bajó a la entrada de El Paraíso Terrenal.
—Muy a su servir, señora, ¿gusta un recibito?
—No, está bien así.
Cruzó la verja y se perdió entre los arbustos que escondían la construcción. Un minuto después el taxi de Silanpa llegó al mismo lugar.
—Aquí, jefe, ¿qué le debo?
El taxista sumó y restó en un papel antes de decirle una cifra.
—Y eso que no le cobro el trayecto por carretera destapada.
—Muy amable.
Silanpa buscó su carné de socio provisional del club y empujó la verja. Era cerca del mediodía y sólo había dos carros parqueados frente a la casa.
Entró al vestier y recibió la llave con el número del locker. Comenzó a desvestirse mientras se preguntaba qué haría al encontrarse con Susan y luego pasó a una de las salas. Los nubarrones de vapor con olor a eucalipto le hicieron picar los ojos y debió esperar un rato para abrirlos. Susan estaba al fondo, acostada sobre una toalla.
—¿Usted todavía existe? Qué cosa tan increíble —le dijo sin mirarlo—, qué ganas de aferrarse a la vida.
—Es lo único que me va quedando a estas alturas —se sentó a su lado—. Yo tengo las siete vidas del gato, por eso mis enemigos me respetan.
—No pensará que tuve algo que ver con…
—¿Con lo de mi carro? Sí lo pienso, pero no vine a hablar de eso.
—Pues se equivoca, leí la noticia en el periódico y supuse que andaba metiendo la nariz en cosas peligrosas. Se ve que le gusta complicarse la vida —Susan apoyó la cara en las manos—. Usted no sabe nada de nosotros porque es un falso naturista. Si conociera nuestra filosofía sabría que la violencia y la intriga están en las antípodas de nuestro proyecto.
—La última vez que la vi tenía un revólver en la mano y me apuntaba al pecho. ¿No es eso violencia?
—Era una situación especial, se trataba de proteger la intimidad que tanto trabajo nos ha costado tener. Usted sabe que a veces la liebre debe convertirse en pantera para poder seguir siendo liebre.
—Pero la liebre con los colmillos ensangrentados ya no es liebre, se vuelve pantera para siempre —la miró a los ojos—. A mí también me gustan las metáforas.
—La pistola me sirvió para intimidar, jamás habría disparado.
—Más bien para humillar, ¿ya no se acuerda?
—Le pido disculpas.
—Yo quisiera que los que me rompieron el carro también me pidieran disculpas. Y qué casualidad: pasó la misma noche en que usted vino a amenazarme.
—Nosotros no fuimos. Créame sin pruebas. Créame porque yo se lo digo. No tuvimos nada que ver.
—Le creo —dijo Silanpa—, pero pensé que Heliodoro Tiflis le habría contado algo.
Susan dio un salto. Abrió lo ojos y lo enfrentó, al principio con mirada agresiva y luego con expresión más bien de súplica.
—No estará hablando en serio…
—No le entiendo, Susan.
—¿Me relaciona usted con ese tipo?
Silanpa marcó un silencio.
—Sí.
—¿Y en qué se basa para…?
—Usted sabe de qué hablo. Soy periodista, tengo mis métodos.
—Está bien. Pero le sigo diciendo que no sé nada de su carro.
—En realidad eso ya no importa. Yo quiero seguir adelante.
—¿El empalado?
—Sí. Y los terrenos de Pereira Antúnez.
Susan le indicó con un gesto que esperara. Salió de la cámara de vapor, fue a darse una ducha y regresó.
—Dígame primero qué es lo que usted sabe —le dijo Susan.
—Sé poco.
—Dígame, lo escucho.
Silanpa se pasó la toalla por la cara sudada.
—Sé que usted y Tiflis son amantes. Sé que Tiflis recibió los terrenos de Pereira Antúnez que hoy usan ustedes. Sé que el empalado era Pereira Antúnez.
—Y entonces, ¿qué le falta por saber?
—Quién mató a Pereira Antúnez. Quién mató a Ósler Estupiñán para usar su cadáver y quién va a servirse hoy de los terrenos en los que estamos.
—¿Usted hace todo esto para escribir artículos en el periódico?
—Estoy investigando apenas.
—¿Busca fama, reconocimiento?
—Hago mi trabajo. Eso me da tranquilidad.
—Y qué le hace pensar que va a tenerla resolviendo este caso.
—Una cosa simple: desde que empecé no he podido conciliar el sueño. Eso me irrita.
—Siempre me han intrigado los que buscan entender los asuntos ajenos —dijo Susan—. Hay verdades que hacen daño, señor Silanpa.
—El motor de mi Renault 6 parece el estómago de una muñeca de trapo, destruyeron mi casa y no me puedo acercar… ¿Cree que para mí es un asunto ajeno?
—Nadie le pidió que se metiera.
—Las cosas malas tienen un imán; son como esponjas. Las buenas en cambio siempre se escapan.
—¿Vino aquí a filosofar? Veo que le están haciendo bien los baños de vapor.
—Vine a hablar con usted porque sé que está en peligro. Por eso es mejor que me cuente lo que sabe. Yo puedo ayudarla.
Salieron a la sala de reposo y Susan permaneció en silencio. Con la toalla anudada a la cintura se acercó a la ventana y miró hacia la carretera. Había dejado de llover y al fondo había un claro entre las nubes. De pronto vio abrirse la verja de un golpe. Dos jeeps Trooper entraban a toda velocidad.
—Venga —le dijo a Silanpa con voz nerviosa—, tenemos que irnos.
Corrieron hasta la escalera que bajaba al garaje. Silanpa reconoció el pequeño corredor y la puerta de la oficina. Susan entró resbalándose, abrió un cajón y sacó unas llaves y un revólver.
Arriba se oían gritos. Susan reconoció la voz del Runcho y las protestas del portero. Entonces le entregó el arma a Silanpa.
—Tome, usted debe saber usarla.
Subieron al Mitsubishi sin vestirse, apenas cubiertos por las toallas. Arrancaron haciendo rastrillar las ruedas.
—Vamos por el camino de atrás.
Susan aceleró subiendo al cerro mientras Silanpa vigilaba la retaguardia. Todo iba bien hasta que al fondo, detrás de los morros de pasto y los arbustos, aparecieron las siluetas de los Trooper. Los seguían.
—Nos vieron —advirtió Silanpa.
—Agárrese duro. Yo conozco bien estos montes. No nos van a alcanzar.
—¿Qué hago si se acercan?
—Para eso le di una pistola.
Silanpa nunca había disparado un arma y la miró en su mano, incrédulo, como si fuera un extraño insecto.
—Más rápido, Susan.
De repente el vidrio trasero se convirtió en tela de araña. Se oyeron otros dos golpes secos en el chasis.
—Dispáreles, no puedo acelerar hasta llegar a la cima.
Silanpa cogió el revólver con las dos manos, sacó la cabeza por la ventana lateral y movió el gatillo apuntando hacia uno de los jeeps. La explosión lo encegueció, pero al abrir los ojos vio que no había pasado nada. Los Trooper seguían ahí, a cuarenta metros. Volvió a apretar el gatillo.
—Dispare al motor, a las ruedas. Haga algo hasta que lleguemos a la cima.
—¿Y qué va a pasar en la cima?
—Hay un barranco que no se ve de este lado. Ellos no van a tener tiempo de frenar.
Silanpa se sintió vulnerable. La toalla que debía cubrirlo estaba en el suelo.
—Prepárese, estamos llegando.
Los Trooper se acercaron y Silanpa apretó de nuevo el gatillo. El parabrisas de uno de los jeeps se quebró en mil pedazos.
—¡Ahora! ¡Agárrese duro!
Susan dio un timonazo a la derecha y el Mitsubishi se levantó en dos ruedas. Petrificado por el pánico alcanzó a ver el borde de un barranco a dos centímetros de la ventana, y luego perdió el aire al sentir que daban un salto y volvían a caer, chocando contra un morro de pasto. Enseguida escuchó un estruendo y se animó a mirar hacia atrás: el jeep que iba adelante intentó frenar pero el otro lo golpeó y ambos cayeron.
Susan dio media vuelta y aceleró por la cima del cerro. Bordearon el lago y subieron a la carretera por un camino estrecho, flanqueado de juncos.
—Nos salvamos por un pelo —le dijo Silanpa con voz temblorosa—. ¿Y ahora?
—Vamos a Bogotá. Hay que buscar un sitio para esconderse. Y ropa. No se le olvide que andar así es delito.
—Tenemos las toallas. ¿Va a animarse a hablar?
—Primero resolvamos esto. Luego ya veremos.
Cerca de Bogotá pararon en una cabina telefónica. Silanpa pensó en llamar a Mónica, pero al final marcó el número de Estupiñán.
—¿Ropa para usté y para una hembrita? Con gusto, pero… ¿por qué nunca me lleva a esos planes? Usté si es la cagada, jefe, siempre se guarda lo mejor.
—En media hora, Estupiñán. Dependemos de usted.
—¿Y quién es la viejita?
—Ya va a verla, prepárese para una sorpresa.
Regresó al carro y vio a Susan deshecha. Por primera vez notó en su rostro el miedo, la angustia de no saber qué hacer.
—Mi socio nos espera en el parqueadero del Centro Granahorrar con ropa para ambos. Cálmese. Ya se arregló todo.
—No me contestó a la pregunta que le hice —le dijo Susan.
—¿Cual?
—Por qué hace esto.
—Cuando lo sepa se lo digo. Ahora vamos.