Esquilache llegó al bar Condal pasada la medianoche y pidió un whisky sour en la barra. Tenía las sienes húmedas, la quijada le temblaba y el corazón daba saltos como una pelota de goma. Miraba al techo y le parecía que algo en medio de las sombras se burlaba de él. Sentía la traición. Casi podía olerla. Él sabía cómo era eso, sólo que ahora él había sido puesto a la fuerza en ese sitio en el que nadie quiere estar. Su automóvil destrozado por el patán de un mafioso, su carrera de político en peligro, hasta su vida, quién podía saber. Sí, la traición estaba ahí. Era una nube pegajosa que flotaba a su alrededor.
«¿Cuál será el juego de este badulaque?», pensó, creyendo ver en el brillo de las copas la mirada de gato de Barragán. «¿Será capaz de estar intentado arreglar las cosas por su cuenta para joderme? No, Emilito no tiene suficientes agallas para eso. Mejor dicho, agallas sí pero no huevos, el muy imbécil. Siempre ha sido un niño mimado. Mimado por mí. Pero ahora las cosas son distintas… El sábado tengo que llevarle esos papeles a Tiflis, ¿y de dónde carajo los voy a sacar?» Pidió otro whisky sour, indicándole al barman que se lo hicieran con Jack Daniels. «Tal vez lo mejor sea pegarle un buen susto a Emilito, decirle por ejemplo que Tiflis cree que él tiene los documentos. Así él se va a cagar de miedo, me va a pedir ayuda y me va a contar todo lo que sabe lloriqueando y diciendo no lo vuelvo a hacer.» Al fondo, en un pequeño escenario, un grupo de jazz tocaba melodías de Charlie Parker. «Lo que yo necesito es saber qué carajo hace Emilio, con quién anda y en qué tratos. Si lo que quiere es joderme va a salir quemado.»
Esquilache sorbió el segundo whisky sour despacio, intercalando cada trago con chupadas lentas de Marlboro. Lo habían impresionado las deudas de Barragán. Estaba en la quiebra absoluta. Por eso la desesperación y las tonterías. Por eso, tal vez, la traición. Habría que ver. Pensó que su situación era delicada: si no lograba darle los terrenos a GranCapital tendría que devolverles con favores políticos, y eso ya le daba más miedo porque ahora andaban investigando a todo el mundo. Él sabía bien quiénes estaban detrás de GranCapital y con esa gente era mejor no jugar. Sintió rabia contra Tiflis, rabia de no haber sabido a tiempo lo que ahora sabía: que él tenía los terrenos en la punta de los dedos. Si el pendejo del Emilio le hubiera dicho la verdad desde el principio hubiera podido arreglarlo. Llegar a un acuerdo. Ahora estaba jodido.
Al día siguiente pidió a su secretaria que lo llamara.
—Marco Tulio, ¿qué son estas horas de llamar? No sabía que ibas tan temprano a tu oficina —Barragán se estaba afeitando en el baño de su casa. El vapor de la ducha llenaba de vaho el espejo.
—Escúchame bien, gran pendejo. Tiflis me acaba de llamar para decirme que tú le robaste los papeles, así que te vienes ya para acá y me cuentas todo.
—¿¡Qué!?
—Lo que estás oyendo, y ya sabes que con Tiflis no se juega. Estás metido en un lío del carajo, así que si quieres seguir con las huevas en su sitio deja la afeitadora y vente para acá volando, te espero en media hora.
Esquilache colgó y Barragán tuvo miedo: ¿Los papeles de propiedad? Era mentira, él sólo tenía unas copias que no servían para nada, ¿cómo pudo enterarse Tiflis de la gestión en la oficina de registros? Sólo lo sabían él y Nancy y Nancy no sabía nada del caso. Tenía que ser una mentira de Esquilache, pero al tiempo que se decía eso el miedo le iba entrando en el cuerpo como la hoja de un cuchillo.
Catalina, con una bata azul y verde, entró al baño.
—Ya está el desayuno mi amor, los niños están haciendo la maleta para que los lleves.
Se desnudó mientras él se juagaba la cara. El espejo le devolvió la imagen de un rostro pálido.
—No voy a poder llevarlos, mi amor. Acabo de hablar con Marco Tulio y me tengo que ir ya para su oficina.
—Ustedes trabajan demasiado, ¿para qué tan temprano? —dijo metiéndose debajo del chorro—. No importa, mi vida, yo los llevo. Pero tú explícales, ya sabes que a ellos les gusta ir contigo.
Barragán salió del baño, se vistió a la carrera y fue a hablar con los niños.
—El sábado vamos al Rancho y alquilamos ponies, ¿bueno?
Salió volando y, haciendo esfuerzos por sortear el tráfico de la mañana, logró llegar a la oficina de Esquilache antes de las nueve.
—Al que madruga Dios le ayuda, jovencito.
—Explícame qué es esa pendejada de que yo tengo las escrituras.
—Así me dijo nuestro querido esmeraldero. Bien clarito lo dijo: «La cosa va a serle fácil, mi querido concejal, porque lo que a mí me falta lo tiene su protegido.» Esas fueron sus palabras.
Barragán caminó hasta la ventana.
—No es posible. Es mentira. ¿De dónde carajo voy yo a tener esos papeles? Si los tuviera ya te lo habría dicho.
—De eso quiero que hablemos. El otro día tú me pediste que fuera claro y lo fui. Ahora te tocó el turno. A ver, ¿cuál es el jueguito?
—No hay nada que aclarar. Yo sólo fui a la Oficina de Registros a ver a nombre de quién estaban los terrenos. No más.
—Eso es ilegal, ¿cómo los conseguiste?
—Tengo mis métodos, Marco Tulio, como todo el mundo.
—Bueno, no me des vueltas. Sigue.
Esquilache se levantó el pantalón por encima de la barriga.
—Yo quise comprobar eso, creí que era lo primero. Pensé que los terrenos seguirían registrados a nombre de Pereira Antúnez y si él había hecho algún cambio tenía que estar reflejado allá. Por eso fui. Sabiendo eso lo demás sería más fácil, ¿no?
—Pues las cosas se te complicaron, mi querido… ¿Qué le vas a decir ahora a Tiflis? Te recuerdo que él no es una persona muy delicada. Sal a mirar cómo me dejó el carro.
—Pues tendré que decirle la verdad. Yo no tengo las escrituras originales, si quiere puede venir a registrar mi casa y mi oficina. No tengo nada que esconder.
—No me extrañaría que ya lo estuviera haciendo.
Emilio pensó en los niños, en Cata. ¿Los estaría poniendo en peligro?
—No digas eso, Marco Tulio. El sábado le explicamos bien las vainas y nos ponemos de su lado.
—¿Ese «nos» que dices somos tú y yo?
—Tú mismo dijiste que en esto estábamos juntos.
—Pero es que… aquí es donde yo quería llegar. Si tú andas haciendo arreglos por tu cuenta, entonces ya no estamos juntos, ¿me explico, so mequetrefe? Si me andas jugando sucio no puedes pretender que yo me quede quieto en la portería. Nooo, mi querido.
—¿Jugando sucio? No sé de qué hablas.
Emilio se rascó la cabeza. Esquilache lo miraba con un cierto placer, como mira el cazador a la presa acorralada.
—Lo único claro aquí es que estás jodido, mi querido. Bien jodido. Para decirlo de un modo agrícola: tienes caca hasta en el pelo. Incluso podría decir que te sale por las orejas.
—Lo que hay que averiguar, Marco Tulio, es quién se robó esos papeles. Y rápido.
—¿Y qué me propones? Para Tiflis las cosas están claras.
—¿Le crees a Tiflis? ¿Crees de verdad que te estoy traicionando?
—Los filósofos griegos, mi querido, decían que la traición es un atributo del alma, como el amor o la amistad. No hay que estudiar para eso… Mira a Judas, la traición está al alcance de cualquier pendejo. La lealtad es más difícil. ¿Y sabes qué más dicen los filósofos?
—Marco Tulio, por favor…
—¡Respóndeme, so badulaque!
—No, no sé.
—Que sólo se traiciona lo que está cerca. Es la historia del perro que muerde la mano que le tira comida, ¿me sigues?
—No sé a dónde quieres llegar.
—Mao, que era un huevón, decía vainas muy ciertas, y una vez dijo que quien ataca al emperador no teme morir descuartizado.
—¿Y qué tiene que ver Mao con Tiflis?
—Que según ambos tú estás jodido. Eso tienen que ver.
—Empecemos por el principio. Lo que hay que hacer es ir a la Oficina de Registros y preguntar quién más se ha interesado por el asunto, ¿no? Eso es lo primero. Lo segundo es que me creas, ¿qué motivos tendría yo para querer resolver esto solo?
—Por ahí me he enterado de cositas… Por ejemplo, que en el club andas debiendo hasta los suspiros.
Emilio sintió una corriente de sangre subiéndole por el cuello.
—Eso son vainas privadas, Marco Tulio, ¿me estás espiando?
—Siempre es bueno saber por qué heridas respiran los amigos, ¿no crees?
—Esta conversación no tiene sentido —dijo Emilio poniéndose el saco—, vamos a la Oficina de Registros y empecemos a investigar. Eso sí es útil.
—Bueno, me gusta que te empiece a funcionar esa cabeza de frailejón que tanto te peinas.
Salieron. Tres universitarias que pasaban se quedaron mirando a Emilio y le sonrieron y él les devolvió la mirada con gesto seductor.
—Eso es lo que te tiene jodido —le dijo Esquilache—, piensas demasiado con el pipí.
Baquetica estaba terminando un crucigrama cuando los vio entrar. Se levantó y fue a la ventanilla pensando, ¿río alemán de tres letras? Esquilache sacó su credencial del Concejo y lo enfrentó.
—Nos hemos enterado, joven, de que usted le anda dando información confidencial a privados.
Baquetica empalideció. ¿Quién lo había sapeado?
—No señor —dijo—, eso es una calumnia.
Se acarició el bigote que le escondía el labio leporino y evitó la mirada de Esquilache.
—¡Míreme a los ojos que la vaina es seria!
—Lo estoy mirando, doctor.
—Pues míreme más, y dígame la verdad si no quiere estar mañana leyendo los clasificados.
—Pregunte, doctor.
—¿A quién le ha dado información sobre los registros de propiedades estos últimos días?
Baquetica, tartamudeando, se vio en la calle. Estaba jodido. Lo habían descubierto.
—¡Y sea sincero, carajo! Al menos si es sincero tiene oportunidad de que olvidemos esta vaina.
—Pues, doctor, sí…
—¡Sí qué! —rugió Esquilache.
—Sí, pues, debo decirle que la última fue una seño… una señorita.
—¿¡Y quién era esa señorita!?
—Pues, la verdad doctor…
Barragán se acercó a la oreja de Esquilache y le dijo: «Mi secretaria, esa no importa.»
—Bueno, ¿¡y a quién más!?
Baquetica se volvió a rascar el bigote con el garfio de la mano. Miró hacia las telarañas del techo y habló despacio.
—Pues… hace unos días vino también un joven. Un periodista.
—¿Quién? ¿Un periodista de qué?
—Un joven de apellido raro. Es periodista en El Observador.
—Ajá, ¿y qué le pidió exactamente?
—Lo mismo que la señorita, una copia del registro de donaciones de unos terrenos en el Sisga.
—¿Cómo se llama?
—No me acuerdo, doctor, pero si lo veo lo reconozco.
—¡Tiene tres segundos para acordarse del nombre, gran pendejo, si no prepare maletín y salga con nosotros!
—Espere doctor, creo que me acordé… Se llama Silamba.
—¿Silamba?
—Sí doctor.
—A ver, escríbamelo en este papel.
Salieron. Baquetica dio un respiro por su suerte y fue al baño a echarse agua. Los señores se habían ido sin pedirle copia del documento, sin confesión firmada, sin siquiera una declaración solemne prometiendo no volver a cometer el delito de… ¿Se llamaba prevaricación? ¿Dolo? Estupro seguro que no. ¿Sería cohecho? En fin, ya no se acordaba de sus lecturas de jurisprudencia, y mientras estrujaba su arrugado cerebro otra palabra le vino a la cabeza: Rin. Río alemán de tres letras. Se secó la cara y fue corriendo a escribirla en el crucigrama.