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Habiendo conocido el vericueto teórico de la delincuencia en la voz y las gráficas del sargento Chumpitaz, el sotoscripto salió por fin a la calle acompañado en la patrulla por un agente pastuso de apellido Montezuma, que era flaquito como un espagueti y que, cosa obvia, dio pie a los compañeros para que, ipso facto, nos llamaran el Gordo y el Flaco. Montezuma tenía buen corazón a pesar de ser tímido y reservado, pero tenía un problema muy grave cuando se está en el servicio público y es que en los momentos de presión se volvía tartamudo. Yo nunca entendí, y perdonen que me explaye en un personaje secundario, cómo pudo esconder ese defecto tan feo durante la formación, momento de grandes luchas personales.

Pero la historia va a que un día, y ya retomo el hilo, saliendo de escabecharnos unos buñuelitos con Popular por la Avenida Jiménez abajo, escuchamos unos gritos. Yo, que era gruesito pero ágil, salí corriendo de inmediato hacia el tumulto, con Montezuma detrás. Y ahí vino lo bueno, la primera chumbimba, porque cuando estaba por llegar oí un ruido y luego un vientico rápido que hacía ffft, pasándome al lado. Me agaché para no hacer blanco fácil y fui a protegerme detrás de una volqueta ya con la pistola en la mano. Miré para atrás y vi a Montezuma acurrucado contra un portal tratando de decirme: «¿Cccc cuá… cuántos son?», y yo, sudando por dentro, le grité que no sabía, que tratáramos de acercarnos. Pero dicho esto una ráfaga de tiros me cayó encima pulverizando los vidrios de la volqueta y clavándose en el chasis del carro que tenía detrás, y luego otra, y desde el suelo vi que varias personas salían corriendo de una sucursal del Banco Popular. Montezuma seguía queriendo decirme algo pero no lograba hablar, por lo que yo me lancé hasta un taxi que estaba adelante e hice varios tiros contra el montón. No vi nada, y cuando estaba recargando Montezuma llegó a mi lado y me dijo: «Llll… le di… dio al vivivi vidrio del ccca… carro.» Y efectivamente, los asaltantes intentaban escaparse en un Alpine que tenía los vidrios rotos, y yo saqué la mano por un lado y volví a descargar la pistola contra el móvil delictivo al tiempo que le decía a Montezuma que atravesara la calle y los agarrara desde allá. Él me dijo «Bbbbu… bueno» y se fue, y a plomo cruzado los inmovilizamos hasta que llegaron refuerzos y pudimos agarrarlos.

Pasado el peligro yo sentí los miembros congelados, el sudor enfriándose por debajo de la guerrera y un vacío en el cuerpo, como si tuviera los músculos de vidrio. De vuelta en la estación el sargento Chumpitaz nos felicitó, y cuando volvimos a salir a la calle yo sentía que esa sensación de cristal roto en las venas continuaba. Entonces me decidí, y como quien no quiere la cosa fui llevando a Montezuma hasta las afueras del estadio El Campín, y con una disculpa le dije que paráramos, que después del susto había que darse un gustico, algo de ganancia para el espíritu. Y oh sorpresa: yo, que estaba avergonzado de lo que le proponía, fui el que al final tuvo que decirle no más, compañero, se nos va a reventar el estómago, porque Montezuma, si bien flaquito, era un cucharón de roca que se metió delante mío y sin rechistar cuatro porciones de papa criolla, seis pedazos de morcilla y dos platos de lechona.