El Mazda gris salió de los garajes del Concejo de Bogotá y se dirigió hacia los cerros por la 26, para luego tomar la circunvalar con dirección al norte. En el interior, Esquilache se disponía a regresar a su casa ojeando un libro de Rafael Pombo que le había comprado a los hijos de Emilio Barragán. Observó las ilustraciones, leyó emocionado los títulos y las primeras frases de los poemas, hasta que se dejó llevar por la tentación de recitárselos de memoria al chofer y ver así qué tan lejos estaba de su infancia.
El otro automóvil, el Trooper blanco cubierto de calcomanías, apareció en el cruce del Parque Nacional y empezó a seguirlo a distancia. A la altura de la 67 el Trooper se mantenía dos carros por detrás del Mazda, pero al pasar el Hospital Militar empezó a acercarse. En una calle estrecha que subía al cerro, frente al Colegio Nueva Granada, el Trooper se acercó y obligó al Mazda a desviar con una maniobra de urgencia. Esquilache pegó un grito y escupió el cigarrillo encendido sobre el forro del sillón.
—¡Pero este hijue…! —alcanzó a decir, antes de ver todas las puertas del Trooper abrirse y luego la cara lampiña y sonriente del Runcho.
—¿Se acuerda de mí? —le dijo el Runcho.
—Usted es… Pero, ¿qué desfachatez es esta?
Un hombre gordo, con lentes de sol y una camisa Valdiri pegada a la barriga, se cuadró delante del chofer de Esquilache.
—No se preocupe que hoy vinimos en son de paz —siguió diciendo el Runcho—. Estoy aquí para darle un recadito del que usté sabe.
—Y… ¿como qué será?
—Una vaina bien sencilla. Fíjese, tiene que ver como siempre con esos terrenitos que sabemos. A mi jefe se le perdieron unos papeles importantes y quiere hablar con usted.
—¿Papeles? ¿Qué papeles?
—Unos papeles importantes —Runcho movió el dedo índice muy despacio—. Yo le dije cálmese, jefe, que el señor Esquilache es una persona legal. Entonces dijo bueno, por esta vez dejémoslo que nos dé una explicación.
—Le juro joven que no sé…
De pronto el gordo de la camisa Valdiri se acercó a la ventana del chofer y le habló con gesto torvo.
—Qué es lo que tanto mira, ¿no le gusta mi camisa o qué?
—No, no —dijo el conductor—, si al revés, me parece lo más bonita.
—Porque si no le gusta dígamelo, so marica.
Le dio una patada a la puerta, luego sacó una cachiporra y le rompió el espejo.
—Si le estoy diciendo que es lo más linda…
—Sea hombre, gran huevón. Si no le gusta dígalo —gritó rojo de cólera y de un manotazo le rompió la luz izquierda.
—Divina, le queda lo más bien, ¿dónde la com…?
—A mí este malparido me está tomado el pelo, carajo, párenme…
Y en un acceso de furia comenzó a golpear con la cachiporra el faro derecho, las direccionales, el capó y finalmente el vidrio delantero. Los otros dos hombres lo retuvieron.
—Tranquilo, Morsita. Es un malentendido.
—El joven lo que quiere es saber dónde la compró, Morsita —dijo el Runcho—, no es para tanto.
—Es que la miraba como diciendo este lobo… Y eso me encabrona.
Esquilache sudaba aceite y no sabía qué hacer. Al fin se animó a hablar.
—¡A ver, Vladimir, pídale disculpas al caballero, carajo!
—Perdóneme, señor. Yo no quería…
—Eso es lo bueno de estar entre amigos —dijo el Runcho—, al final todo se arregla.
Le hizo un gesto a los hombres y volvió hacia el Mazda.
—Como le decía, señor Esquilache. Péguele una llamadita al jefe. Él está de mal genio pero seguro que si hablan se va a calmar.
Subieron al Trooper y se fueron. Esquilache se secó la frente y miró su carro: estaba destruido por delante y el parabrisas parecía una telaraña. Cuando Vladimir arrancó eran ya pasadas las 6 de la tarde.
—A la casa, carajo, rápido.
Volvieron a la circunvalar. El tráfico era una lenta serpiente de luces que avanzaba con dificultad, acelerando y frenando. Al llegar a la subida a La Calera escucharon el bullicio de los pitos en la carrera séptima, que también estaba trancada. Nada se movía. Los automóviles parecían dibujados sobre el asfalto. La gente de los edificios vecinos empezaba a encender las luces y en un antejardín una empleada del servicio recogía unas sillas de plástico para que no se mojaran.
En el Hotel Esmeralda, Tiflis esperaba ansioso.
—Qué le habrá pasado a estos, carajo, que no llegan.
—Tranquilo, jefe. Con este tráfico cualquiera se demora.
—Tráigame a la hembrita. Creo que la pobre se está chupando una ajena, pero así es la vida.
Cinco minutos después Susan entró a la oficina de Tiflis. Le dio un empujón a Wilber y miró a Heliodoro con odio.
—Si me vuelves a mandar a uno de estos matones te estrangulo. Dile que se vaya.
Tiflis, súbitamente enternecido, le hizo un gesto al secretario para que se fuera. Wilber acercó una botella de Cristal al escritorio, volvió a poner el long play del Binomio de Oro y se retiró haciendo una venia.
—A ver, mamita. Yo quiero que entienda que esto no tiene nada que ver con los sentimientos, ¿me explico bien? Es una vaina de negocios, y los negocios y la bragueta no deben mezclarse. Mejor dicho el corazón… Ah, yo no me expreso bien. Usté me entiende.
—Heliodoro, cómo puedes pensar que yo estoy en contra tuya. ¿Ya se te olvidó todo lo que hice antes de que Pereira Antúnez muriera? En esto estamos metidos los dos juntos.
—Pero es que yo, mamita, tengo por principio desconfiar de todo el mundo. Es una enseñanza paterna. Qué hago.
—Con eso lo único que logras es ponerte en contra de la gente que está contigo.
—Digamos que he estado pensando —dijo de pronto Tiflis—, y que llegué a la conclusión de que a lo mejor usté no tiene que ver con el robo de los papelitos. Yo estaba en la sala de reflexión —dijo señalando el excusado— y de pronto las cosas se aclararon. Por eso le voy a tener confianza, reina, siempre y cuando me ayude a pensar quién pudo ser.
Susan deshizo el gesto duro, volvió a poner la aguja del tocadiscos al principio del LP y se sirvió un whisky.
—Me parece que ya nos estamos entendiendo.
—Con una mujer como usté, fácil.
Susan se le sentó al lado cruzando la pierna sobre el escritorio, y empezó a desenredar la situación. ¿No había tanta gente interesada en los terrenos? ¿Quién sabía que él tenía los papeles? Esquilache, por ejemplo.
—Tranquila, mami —le dijo Tiflis—, a ese ya lo tengo entre manos. Justamente estoy esperando que llame.
Siguió diciendo que también estaba el otro, el mariconcito, ¿cómo es que se llama? Barragán, dijo Tiflis bajándose una copita de Cristal de un sorbo.
—Ese, Barragán —Susan mordisqueó un hielo—. Es un mosquita muerta pero tiene más deudas que un sacristán costeño, y eso sin contar a Vargas Vicuña. ¿No habrá comprado a alguno de tus colaboradores?
—Imposible, ellos son como mis hijos. Usté los conoce.
—¿Y a alguien del hotel? Porque finalmente el robo fue aquí, ¿no? En esta misma oficina.
—Sí, pero el problema es que no se robaron nada más. Encima del fólder con los papeles había un fajito de billetes y ni lo tocaron, ¿sí ve? El que vino sabía lo que buscaba.
Susan bebió un trago de whisky y encendió un Pall Mall. Siguió diciendo que el periodista le daba mala espina, y él le dijo pero no se preocupe, mami, que al chismoso ese ya le habían dado su pastorejo también, y que se había borrado, para eso tenía al hermano del Morsita vigilando la casa y no había vuelto a aparecer, y que encima lo del carrito, mami, usté sabe, ¿cierto? En fin, ni para qué pensar.
Susan hizo un gesto de sorpresa y luego soltó una carcajada.
—¿De verdad?
—Sí, pero chito…
Se le acercó, puso sus labios contra el oído de Tiflis y dijo:
—¿Y lo del empalado?
Tiflis levantó la botella de Cristal, se sirvió una copa y la bebió de un trago. Luego echó mano del paquete de Nacional, buscó un encendedor en el bolsillo del pantalón y chupó varias veces mientras lo encendía.
—Al gordito nos lo robaron. Esa es otra cosa que todavía no hemos podido saber. Alguien nos lo robó, jurado, y de pronto apareció allá, clavado en la orilla del lago.
—Te confieso, Heliodoro, que yo pensé todo este tiempo que habías sido tú.
—Nosotros lo teníamos bien guardado en una bodega aquí en Bogotá. Pero un buen día abrimos y no estaba. Alguien se lo llevó.
Susan lo miró haciendo una sonrisa.
—¿Y quién pudo haber hecho eso?
—Ni idea, tengo al Burro averiguando pero nada. No, si le digo que últimamente pasan unas vainas rarísimas.
Volvió a servirse aguardiente.
—Pero dejemos por ahora al gordito y sigamos en lo nuestro. A ver, cuénteme bien cómo fue la vaina allá en el baño turco. Pero desde el principio, mami, y sin que se le olvide nada.
—El pánico comenzó cuando Alberto, ¿sabes?, Cassiani, el director, se dio cuenta de que los terrenos de Pereira Antúnez que teníamos en concesión iban a ir a parar a manos del distrito si él moría, porque no había herederos. Cuando averiguamos, Esquilache nos dijo que era complicado, que esas tierras estaban contempladas dentro de una nueva delimitación y que no iba a ser fácil quedarse con ellas. Ahí fue que a Alberto se le ocurrió sugerirle a Pereira Antúnez que nos las dejara. No a él sino al club.
—Lo que no entiendo es por qué Esquilache estaba enterado.
—Más que enterado: Alberto supo que Esquilache le había ofrecido los terrenos a alguien, a una compañía constructora. No sé si a Vargas Vicuña.
—Sí, puede ser —masculló Tiflis—, porque Vargas Vicuña también anda detrás de la tierra con un proyecto grandísimo.
—Por eso, entonces Alberto decidió dar la pelea y logró hacerle firmar a Pereira Antúnez un papel de concesión de las tierras.
—Hasta ahí sabía.
—Después se complicó la cosa, porque Alberto creyó que con eso ya estaba todo arreglado y se fue de frente donde Esquilache. Él lo asustó, le dijo que no era legal, que tenía que demostrar que Pereira Antúnez le había firmado la concesión en pleno uso de facultades, que con las enfermedades que tenía el viejo ya ningún juez le iba a creer. En fin, Alberto se puso nervioso.
—¿Nervioso?
El teléfono sonó de pronto. Susan se fue hacia la ventana y Tiflis levantó el auricular.
—¿Aló? ¿Sí? Mi querido concejal, ¿cómo me le va?… ¿Sí? ¿Más o menos?… Ajá, y cuénteme como por qué… ¿Con Runcho? Sí, y… ¿Sí le dieron mi mensajito? Ah, qué bueno doctor, entonces es por eso que me está llamando… Pues le agradezco.
Tapó la bocina. Con un gesto le pidió a Susan que le bajara al volumen y le sirviera una copita de aguardiente.
—Es que mire, doctor, imagínese que esta mañana llego a la oficina y me doy cuenta de que me faltaban unos documentos importantes, ¿ya sabe de lo que le hablo? Y entonces me dije que yo, que no hago sino confiar en los demás, me la paso dándome golpes en la nariz y decepcionándome de todos, porque más confío y más me cagan, ¿me entiende? Yo sé que es humano equivocarse, pero estoy mamado de que los demás me anden demostrando a cada rato que son humanos, y esa huevonada tiene que acabarse. Yo sé que usté es una persona culta y por eso prefiero hablarle directamente… ¿Hoy es martes? Sí, martes. Pues mire, concejal, el sábado a mediodía lo espero aquí en el hotel para que almorcemos, y eso sí le pido, tráigame los papeles que me hacen falta, y yo le digo esto porque si no al Runchito le va a entrar el ataque y quién sabe qué le puede pasar a usté o a los suyos, ¿me entiende bien lo que le digo? Anote bien en la agenda: el sábado a la una aquí en el hotel.
Con esas palabras colgó y dejó salir una sonrisa.
—Éste está que se nos caga. Venga reina, súbale a la música y sáqueme a bailar.
—Con una condición —lo enfrentó, a la vez fiera y seductora.
—¿Cuál?
—Que me dejes salir.
—Ni hablar por ahora, mami —hizo entrar a Wilber de un chiflido y entre los dos la maniataron—. Usté se sabe el dicho: porque te quiero te aporrio…