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Nancy contrajo los músculos, mordió la almohada para tapar un grito y todo su cuerpo se estremeció. Luego volvió en sí, abrió los ojos y vio la cara sudorosa de Barragán.

—Te quiero, Emilio. Sé que es una bobada que te lo diga, pero es verdad.

La habitación tenía una iluminación débil. El muro de la izquierda estaba cubierto de espejos y al frente reposaba sobre una tarima un viejo televisor Phillips.

—Yo también, Nancy, pero en estos casos es mejor no sentir amor. Eso puede ser peligroso para ambos.

Se dieron un par de besos y Nancy se levantó. Barragán la miró ir hacia el baño y pensó que las caderas que estaba viendo bien valían un mordisco en la conciencia. Miró el reloj: eran las dos de la tarde.

Salieron del motel y volvieron muy rápido a la oficina. Nancy se bajó del carro unas cuadras antes y esperó un poco hasta que el Peugeot se perdió por detrás de la puerta del garaje.

Al entrar Barragán pidió que lo comunicaran con Esquilache, al tiempo que se daba palmaditas en el cuello con la mano recién perfumada por el Obsession. Esperó varios segundos antes de oír la voz del concejal.

—Buenas tardes, mi querido. ¿Tienes alguna buena noticia que darme de sobremesa?

—No, Marco Tulio. Todavía no. Llamo más bien para pedirte unas cuantas precisiones sobre el asunto de los terrenos. Quiero que me des más información. Yo necesito saberlo todo.

—Y como qué quieres saber.

—Cuál fue el trato que hiciste con GranCapital. Si no me lo cuentas yo no voy a poder saber qué hacer ni cómo resolver las vainas.

—La cosa es sencilla. Yo necesito las escrituras para adjudicárselas a ellos a precio de subasta, ¿me entiendes la mano? Para eso lo único que hay que hacer es un llamado a venta pública con la fecha de convocación cambiada. Así les devuelvo el favor y, de paso, parte de la platica que ya me adelantaron.

—Y para ser claros, ¿cuánto piensas ganar?

—Varios cientos de milloncejes, mi querido, con una parte para ti por las molestias, como es lógico. Pero… ¿no te estás poniendo un poco indiscreto con tanta pregunta?

—Yo tengo plena confianza, Marco Tulio, pero necesito estar seguro de que la cosa es tan grande como para justificar un posible enfrentamiento con Vargas Vicuña.

—Quédate tranquilo, la cosa da como para diez Vargas Vicuña de cuerpo entero.

—Y otra cosa. Sigo pensando en lo del empalado y, te juro, a veces me despierto por las noches con taquicardia, la angustia no me deja dormir.

—Pero, ¿qué es lo que tanto te preocupa?

—Tiflis me pareció un mal tipo y… No sé por qué, desde que lo vi pensé que tenía algo que ver.

—No hagas esas conjeturas. Ni siquiera saben quién es el cadáver.

—Dejémonos de bobadas. Sabes bien que es Pereira Antúnez; yo lo reconocí desde la primera foto.

—Ya estás otra vez con esa pendejada… Deja a la policía que haga su trabajo, ¿sí? Tú concéntrate en lo tuyo, y si no puedes dormir tómate una agüita de hierbas, y si la cosa persiste vuélate un pajazo. Es lo mejor contra el insomnio.

Colgaron y Emilio se dio vuelta en la silla. Ahora debía hablar con Vargas Vicuña. Estaba muy excitado, el corazón le batía a mil revoluciones. Sacó un vaso del minibar y se sirvió un whisky con hielo, volvió al sillón dándole sorbitos cortos y le pidió a Nacha la comunicación.

—¿Doctor Vargas Vicuña? Buenas tardes.

—Emilio, qué sorpresa. Y qué gusto.

—El gusto es mío, ¿todo bien por su oficina?

—Bueno, yo aquí con mis vainas de siempre. ¿Alguna novedad con lo del Sisga?

—Fíjese, doctor. Justamente lo llamaba para eso.

—Cuénteme a ver.

—Necesito saber una cosa y voy a ser muy directo. Este trabajo tiene sus riesgos y por el camino hay que ir haciendo muchos sacrificios. Yo quiero preguntarle, y perdóneme, cuánto voy a ganar yo con este asunto.

—Pues mira, Emilio, y no te disculpes que es normal. Nuestro proyecto es una vaina bien grande. Con todo arreglado y sobre la mesa la cosa se puede ir a unos 150 millones. ¿Te parece bien?

Emilio hizo cálculos en la cabeza y se entusiasmó. La emoción le picó en los dedos y en las sienes y vio de pronto, frente a él, las vitrinas de Harrods repletas de camisas y corbatas. Se vio a sí mismo en un bistró de París leyendo el periódico con desenfado, como un industrial en el exilio, y vio a Cata y a Juanchito un poco más allá, corriendo por el parque Luxemburgo.

—Sí, doctor. Ya sabiendo eso me quedo tranquilo.

—Lo que sí te digo es que no podemos hacer contratos, ¿me entiendes? Esto vamos a tener que manejarlo a punta de palabra.

—No se preocupe. Yo tengo plena confianza en la suya.

—Eso es lo importante. Y ahora déjame que te haga una pregunta: ¿Como para cuándo podremos tener esto resuelto?

—Necesito varios días, a lo mejor un par de semanas.

—Sobra decirte que el tiempo apremia. Aquí ya sabes que los materiales de construcción suben todos los días y cuanto antes empecemos será mejor.

—Déjelo en mis manos. Y váyase preparando.

—Es lo que quería oír.

—Una cosa más: usted sabe que estas diligencias cuestan, doctor, y para eso sí me haría falta un pequeño adelanto.

—¿Cuánto quieres?

—Una nada, un diez por ciento estará bien.

—Eso es mucha plata, Emilio.

—Nada comparado con lo que vamos a ganar.

—Bueno, te mando esta tarde un chequecito y quedo a la espera de noticias.

—Despreocúpese.

Colgaron y Barragán dio un respiro de satisfacción. Ahora tenía que encontrar las escrituras antes de volver a negociar. Lo primero: ir a la oficina de Registros y seguirle la pista a los terrenos.