23

Emilio Barragán no podía conciliar el sueño. El resplandor de las luces del jardín se metía por las cortinas del dormitorio y un silencio espeso hacía que sus pensamientos retumbaran. A su lado, entre las sábanas, sentía la respiración de Catalina. Verla junto a él lo tranquilizaba. Le daba fuerza porque sabía que si ella podía dormir era porque confiaba en él. Él también se sentía protegido por su presencia, por esa confianza ciega de ella en él. Daría todo lo que tenía y aún más por no perderla, por estar siempre así, a su lado, sintiendo el calor de su aliento, oyendo esos murmullos que de vez en cuando dejaba escapar mientras dormía.

Pero entonces… ¿por qué la engañaba? ¿Por qué se lanzaba detrás de otras mujeres? Se hacía la pregunta una y mil veces y mil veces la culpa le mordía la conciencia. Era más fuerte que él. Le gustaba confirmar en otras mujeres, transitorias, esa idea adolescente que tenía de sí mismo: la del playboy que recorría en un Renault 12 la carrera Quince con el radio a todo volumen, la del hombre irresistible, triunfador, la del héroe melancólico y silencioso por el que, sin embargo, las mujeres se mueren. Pero sólo Catalina le daba lo demás, la seguridad de que al volver a su casa una mirada de ella, apenas una caricia en el brazo limpiaban el día de todas sus desdichas. Nada era imposible ni difícil cuando la tenía cerca.

La respiración de Catalina le daba ánimos para pensar que vendrían días mejores. Le preocupaban las deudas, la plata que perdía casi a diario en sus absurdas apuestas en el Club de Ejecutivos. Otra cadena que lo unía a su adolescencia: la imagen del retador, del que no le tiene miedo al azar. Por eso estaba ahora en las manos de Esquilache. Él era el único que sabía la verdad de sus finanzas, su permanente estado de quiebra. Y no del todo, pues incluso a él le escondía lo peor. Las ganancias de la oficina, lo que él lograba por sí solo, no le alcanzaba para llevar la vida que llevaba, pero la idea de limitarse, de bajar a la realidad, le daba miedo y le producía angustia. Sería incapaz, por ejemplo, de confesarle a Catalina su situación económica. Y le daba miedo porque sentía que ella podría perder la confianza. Y además… ¿qué iba a ser de Cata y Juanchito? El estómago se le revolvía de sólo pensar que podría poner en peligro a sus hijos. Él insistía siempre en que tuvieran lo mejor, en que fueran todos los domingos al club para que se relacionaran con las mejores familias, en que aprendieran idiomas, música, en que viajaran. Si algo le producía orgullo a Catalina era ver cómo él se preocupaba por el futuro de sus hijos, pero sólo él, en esas noches de insomnio culpable, sabía que la realidad era otra, que todo podía caerse como un castillo de naipes si Esquilache le retiraba el apoyo.

El asunto de los terrenos del Sisga era su tabla de salvación y, por lo que intuía, también la de Esquilache. No conocía su situación económica pero entendía que también estaba algo desesperado. Debía estarlo para entrar en tratos con alguien como Tiflis, un verdadero mafioso, un hombre maleducado y vulgar. Pero él sí necesitaba esa plata, y sin Esquilache y sus contactos le sería imposible. Se sentía mal por depender tanto de él, pero a fin de cuentas siempre había sido así. Desde que abrió la oficina era él quien le daba trabajo, quien le conseguía jugosas comisiones. Al principio pudo haber sido independiente, pero se equivocó al creer que ese estado de gracia iba a durar siempre. Con los primeros contratos se dedicó a hacer inversiones imbéciles que lo dejaron sin un peso; y además, convencido de que el trato con gente rica le iba a abrir más puertas, se entregó a gastos que lo dejaron seco: era difícil seguir a los ejecutivos de éxito; a ellos no les importaba perder cinco millones de pesos en la ruleta del club porque al otro día ganaban veinte, pero él en cambio no.

La decisión ya estaba tomada. Haría este último trabajo con Esquilache y luego compraría su independencia. La plata que le había prometido era suficiente para salir de deudas y llevarse a su familia a Europa por lo menos durante un par de años, el tiempo de olvidar, de reponerse, y luego volver con un capital aún sólido para seguir con sus trabajos de abogado, tal vez ya no con una oficina propia pero sí trabajando con alguna empresa. Era la única solución.

El problema es que no tenía un plan. No es que desconfiara de Marco Tulio. El parentesco con Catalina le daba seguridad. El problema era que no tenía las riendas en la mano y que Esquilache desconfiaba de él. Por otro lado estaba Vargas Vicuña, que también lo presionaba haciéndole ofertas. De hecho ya le había dado dos cheques importantes a cargo de la gestión de los terrenos y él temblaba al pensar que no se había atrevido a hablarle a Esquilache, a contarle la verdad. Si Esquilache ya los tenía prometidos a GranCapital la cosa iba a terminar muy mal, pues tendría que responderle a Vargas Vicuña y de paso perder ese contrato tan bueno. Él no sabía cuánto le debía Esquilache a GranCapital, y si hacía la cosas a favor de Vargas Vicuña lo más probable es que Esquilache quedara en bancarrota, y ahí sí que tendría problemas. ¿Cómo hacer? Pensó un rato, siguió en silencio la respiración de Catalina intentando trazar un orden en su cabeza.

Qué difícil, se dijo. Hizo ademán de levantarse pero sintió la mano de Catalina, aún dormida, reteniéndolo. Entonces no se movió. Tal vez lo mejor era empezar por saber qué negocio tenía Esquilache con GranCapital, y cuánto más podría ganar con Vargas Vicuña. Sí, eso haría. Apretó la mano de Catalina, cerró los ojos y al fin pudo dormir.