22

Silanpa habló por teléfono con Piedrahíta y luego le pidió a Abuchijá que lo llevara hasta el laboratorio de la policía.

—Sé que es tarde pero la cosa es grave —le dijo Silanpa.

—Ya sé, esa frase es del capitán —Piedrahíta se abotonaba la bata—. ¿A ver, qué me trajo?

Observó con atención el pedazo de plástico, revisó la arenilla.

—Supe que anoche le destrozaron el carro. ¿Ha estado escribiendo contra la mafia?

—No, Piedrahíta. Eso vino de otra parte.

—¿Y mi capitán no va a darle protección?

—Él pregunta si no será un marido cornudo.

Los dos observaron el material traído por Silanpa.

—A primera vista —examinó la arenilla— esto parece lo mismo que le salía por el rabo al gordito del Sisga. Pero déjeme un tiempo para analizarlo bien.

En la carrera Trece paró un taxi y fue a la casa de Quica. De pronto, la ciudad en la que había vivido siempre se convertía en un lugar hostil. Cada esquina podía contener un peligro. Al llegar al barrio Kennedy se sentía francamente mal; podía soportar el espectáculo de la pobreza pero no sus olores, el acopio de basuras y los muros raídos por el orín. Encendió un cigarrillo y subió las escaleras con miedo de no encontrarla. Anhelaba su compañía. Llegó a la puerta y dio dos golpes.

Nada.

Volvió a golpear y, al no obtener respuesta, abrió la chapa con su navaja suiza. No había luz. Dio dos pasos hacia adelante hasta sentir un golpe en la cabeza y una voz lejana que gritaba «¡Tome, hijueputa!». Se desplomó como una figura de trapo.

Hacía frío, por alguna parte entraba una corriente de viento helado. Silanpa abrió los ojos despacio y reconoció el cuarto de Quica. Las fotos pegadas con alfileres, los afiches de Uniroyal. Una manada de chimpancés daba saltos encima de sus párpados. Levantó el brazo y tocó una bolsa de hielo que le había dormido la mayor parte de la cara.

—¡Al fin se despertó, papito! —escuchó la voz de Quica.

—¿Qué pasó?

—Me asusté y le di en la cabeza con la sartén. Podía haber dicho que era usté. Qué vaina, tiene un chichón que parece una montaña. Y está verde.

—¿Qué horas son?

—Las tres de la mañana.

De repente sintió que penetraba una zona de angustia. Que perdía pie. Una voz llegó a su oído y le sopló un nombre: Mónica.

—¿Tiene ron?

—Claro, papito… ¿Para que se vaya el dolor?

—Sí, para que se vaya…

Le sirvió una copa y se sentó frente a él.

—Está triste, ¿cierto? Espérese y lo verá.

Abrió el armario y buscó una caja de casetes. Eligió uno y lo puso en la grabadora. Con los primeros sones Quica se cuadró delante de la cama, se puso una mano en la cintura y empezó a cantar: «De mis ojos estáaaa brotando llaaanto, a mis años estoy enamoraaada…» Usaba de micrófono un frasco de talco Mexana.

—¿Qué es? —preguntó.

—¿No la conoce? Mire, es ella —levantó el dedo hacia un afiche y él notó que los ojos le brillaban—: Chavela Vargas.

Quica adelantó el cásete y cantó otra, y luego otras dos. Al final se sirvió un ron y vino a sentarse junto a él.

—Es mi ídolo —dijo—. Yo quiero ser cantante. Si trabajo en el Lolita es para ahorrar un poco y dedicarme después a la música. Una vez me dijeron que tenía buena voz.

—Le dijeron bien.

—¿De verdad?

—Sí.

—Pero usté sigue triste. ¿Quiere que le cante otra? Todas son de amor.

—Bueno. A ver, una bien bonita.

Pasó la noche mirándola dormir, pensando que era demasiado joven para saber tanto y estar tan indefensa. La angustia subía y subía. ¿Qué hacer? Quica estaba ahí pero su contacto y sus palabras llegaban sólo hasta la periferia de su miedo.

Se quedó dormido cuando ya la tristeza se había disuelto en medio del dolor y la fatiga. Antes de cerrar los ojos pensó que en una noche así era difícil encontrar un motivo, algo para seguir adelante. Trató de no pensar en Mónica, de ignorar que con ella, muchas veces, había sido feliz. Debía olvidarla, dejar atrás esa vida.

Al día siguiente fue al teléfono y llamó a Estupiñán.

—Con todo respeto, jefe… ¿puedo ofrecerle que se quede en mi casa? Yo sé que usté no tiene dónde ir.

—Eso ya está resuelto, Emir. Lo que necesito yo es ropa limpia.

Por primera vez desde que vivía en Bogotá no sabía adónde ir. Caminó un poco hasta la Avenida de las Américas y luego subió a un bus para ir al centro. ¿Cuál sería el siguiente paso? Se sentó en un café de la Jiménez a pensar, mirándose en el reflejo de la ventana, y vio que era ya un hombre distinto. Sintió algo en el pecho y buscó una moneda. Fue a un teléfono y marcó el número de Mónica… Nada.

Caminó hasta la Caracas y subió a una flota Chía.

Al llegar frente a la casa de reposo se preguntó angustiado si debía entrar. Pero estaba ahí y cruzó la puerta. Guzmán parecía ansioso por verlo y Silanpa le contó sobre los destrozos del carro. Guzmán tomó nota de todo y luego dijo:

—Tengo algunas ideas. He estado haciendo varios gráficos.

Sacó un morro de papeles y le mostró. Silanpa vio una cruz, varias líneas y muchos nombres escritos alrededor.

—Es obvio, Víctor, que la cosa gira en torno a los terrenos del lago. ¿Quiénes se interesan en este país por las tierras? Los constructores, los urbanistas, no sé. Ese es el negocio del siglo, hermano. Y cerca de Bogotá, cerca del Sisga, la cosa cae por su propio peso.

—Los naturistas quieren los terrenos para estar al aire libre, empelotarse y caminar sobre pasto fresco —Silanpa miró de reojo y vio que la mandíbula de Guzmán temblaba—. Pero eso no me alcanza para justificar esa salvajada.

—Cámbiele el trayecto a la pelota, Víctor… ¿Qué tal si al gordo no lo clavaron los naturistas? ¿Qué tal si más bien el gordo es una amenaza contra ellos?

—Pero… ¿de quién? Si el gordo era una forma de meterles miedo, ¿quién pudo ser?

—Olvídese de eso por ahora, porque el que lo clavó se habrá cuidado de no dejar rastros. Si tira por ahí no va a llegar nunca, hay que darle la vuelta y agarrar las vainas por detrás.

—Ya sé, Fernando, pero es que no le veo pies ni cabeza…

—El gordo es sólo un cuerpo. Una imagen horrible que alguien debía ver.

—Los terrenos son de Tiflis y los usan los naturistas. Eso está claro.

—¿Y Tiflis es naturista?

—No sé.

—Averigüelo. Hay que saber quién es Tiflis, por qué tiene los terrenos y, dado el caso, qué piensa hacer con ellos. Hay que saber quién puede tener interés en asustar a los naturistas, o a Tiflis. Ahí está la punta. Aquí dice que tiene un hotel en Bogotá, el Esmeralda, vaya a buscarlo allá. Vigílelo.

Encendieron dos cigarrillos y fueron a la ventana. Estuvieron un rato en silencio hasta que Guzmán se atrevió a preguntar.

—¿Y Mónica?

—Igual. La llamé para decirle que se protegiera. Creo que exageré las cosas y ahora me siento ridículo.

—Lo ridículo es que usted no le conteste cuando ella lo llama. Piénselo. ¿Le sigue doliendo?

—Mucho.

—Ay, hermano, con el tiempo va a ver que eso es bueno. A todos nos pasa como a Cristo, al final nos reconocen por las heridas.

—Me duele perderla. Una mujer cariñosa, simpática, culta…

—¿Culta? Perdone que le diga, Víctor, pero es la primera persona que conozco que no ha sido capaz de leerse completo el diario de Ana Frank. Me lo dijo un día que vinieron a visitarme.

—Ya sé, yo se lo regalé.

Salió de la casa de reposo y fue a esperar la flota al cruce con la carretera de Cota. Después de dos cigarrillos vio venir el bus. Le hizo seña y ya adentro se fue a sentar al fondo, mirando con desgano los pocos carros que a esa hora viajaban por la autopista.

Se bajó en la 127 y sin pensarlo cogió una buseta a Niza. Sabía que era absurdo, pero las palabras de Guzmán y la tristeza acumulada lo fueron empujando hasta el apartamento de Mónica. «Me va a doler más si no lo hago», se dijo. «Guzmán tiene razón.» Tenía las llaves en el bolsillo y subió los cuatro pisos.

Entró.

El apartamento estaba vacío. Vacío de verdad. No había muebles, ni ropa, ni rastros de que alguien hubiera vivido ahí alguna vez. Su mente le envió entonces, como un cuchillo, varias hipótesis: «Vive con Óscar, están juntos mientras arreglan papeles y se casan.» La sangre le llegó a las mejillas, sintió que desfallecía y, cuando ya se dejaba escurrir en uno de los rincones, la vio aparecer por la puerta.

—Sabía que vendrías, Víctor —le dijo Mónica—. Pero me preguntaba cuánto tiempo iba a pasar. Ya no vivo aquí. Vine sólo a cerrar el contador.

Se sorprendió, una respiración de esperanza lo hizo volver en sí.

—Mónica…

—Tú mismo me dijiste que tenía que irme a un lugar más seguro. Ahí está, te hice caso.

—Creí que estabas en peligro, pero fue una tontería.

—Estaba en peligro cuando sentía amor por alguien como tú. Ahora me doy cuenta.

—Mónica, tú sabes bien de qué estoy hablando…

—Me importa un culo de lo que tú hables. Yo sé de lo que hablo yo, y te digo que me voy con todo. Desaparezco de aquí, ¿entiendes? Desaparezco de todo lo que este lugar significa para ti y para mí. Desaparezco de tu vida, ¿entendido?

Los ojos de Silanpa empezaron a aguarse y él creyó que debía esconder su vergüenza.

—Perdona, lo mejor es que me vaya —caminó hasta la puerta dándole la espalda, creyendo que ella lo iba a detener con los ojos aguados, y que se besarían y harían el amor sobre la alfombra y nunca jamás volvería a estar solo y el mundo, después de ese horrible tartamudeo, volvería a girar. Pero se equivocaba. Llegó a la puerta y salió, caminó hasta el ascensor y todavía la mano de Mónica, que tantas veces lo había acariciado, no llegaba a su hombro. Abrió la puerta y entró, y luego le dio al botón del primer piso sintiendo que su vida terminaba.

Llegó al portal, salió y, con tristeza, miró hacia su ventana. La luz estaba encendida, pero esa luz ya no significaba amor. Le dolía el cuerpo y en un gesto desesperado se mordió el dedo anular hasta saborear su propia sangre. Quería un dolor real, algo que le durmiera ese nervio retorcido que lo empujaba a las lágrimas. Vio, de pronto, su vida con ella, y un llanto incontrolable le subió del estómago hasta llenarle las mejillas de surcos húmedos. Caminó hacia la Avenida Suba. Vio las busetas detenidas en mitad de la calle y pensó que ese mundo era un lugar hostil porque era el escenario de su desamor, la calle en donde había perdido lo único que tenía, lo que más amaba, y sintió ganas de vomitar, de mezclarse con el barro de la calle, de no ser más ese hombre perdido en la noche que lloraba a una mujer por la que daría la vida, por la que sería capaz de envilecerse, de aceptarlo todo. Ebrio de sufrimiento paró un taxi y subió, y en un esfuerzo por regresar a la dignidad se dijo en voz alta: «Mi vida es mucho más», y ahí se vino abajo porque sabía que mentía, que ninguna palabra podría borrarla, y se vio otra vez caer, perderse en un sufrimiento que lo cubría, y supo que si alguna vez había sido feliz fue al precio de una noche como esta en la que la vida terminaba, pues no podía imaginar algo distinto a regresar a ese pequeño apartamento, nada distinto a ponerse de rodillas frente a ella y suplicarle que no lo dejara… Pero tenía la seguridad de que eso no haría más que hundirlo, llevarlo para siempre a la zona de olvido de la que nadie, o casi nadie, regresa.