Tenía yo veintiún años, señores, o como dicen por ahí, veintiún abriles, y de pronto, consciente de que la vida le va dando a uno la posibilidad de construir un destino, es decir de ir poniendo un ladrillo encima de otro y que la pared no se caiga con el primer ventisquero, me di cuenta de que el joven educado en plaza abierta, formado a punta de miel y melcocha, era ahora un adulto primerizo. Mi abuela y mi tía, que al principio se oponían a que estuviera en manos de la ley, así fuera del lado bueno, se sintieron orgullosas al verme corretear bandidos por las calles, y me lo hacían saber a punta de postrecitos y recados alimenticios que era la única forma que tenían las dos viejas de expresar sentimientos, y que Dios las perdone. Primero fui, y sigo con la historia, guardián del orden público en Barranca, pero muy rápido me salió el traslado a la capital, y entonces las imágenes que yo tenía guardadas desde niño cuando veía pasar el tren de Santa Marta o las flotas por la carretera, y que tanto me angustiaban por lo premonitorias, se hicieron realidad, porque uno de esos días yo también me subí al tren, un día lluvioso y gris, como los de todas las despedidas que importan, y me tuve que colinchar del estribo de un vagón para poder manotear adioses entre llantos a las mujeres que me habían criado. Qué cosa tan triste decir adiós al ser querido, señores, y ustedes lo saben, y tan triste fue que en las primeras dos horas de viaje, con un apetito de arquero al que le han metido cuatro goles y uno de túnel, me comí todo el bolso de mecato que las adorables señoras habían previsto para varios días de soledad capitalina.
La llegada a Bogotá fue algo tan importante como la propia jura de bandera. Un hecho fundamental para una persona de provincia llegar a la primera ciudad de la nación, y más para alguien como yo, tan sensible a los símbolos patrios. Todo me producía admiración y orgullo, y a la vez que cumplía con disciplina las reglas y horarios de la Brigada, me pasaba los ratos libres paseando por la ciudad, dejándome humedecer por la modernidad y grandeza de nuestra capital. El primer golpe mortal lo recibí al conocer un alimento que no existía en Barranca y que fue para mí como la tentación del pecado: los perros calientes. Yo nunca había conocido algo así, y por la novedad y el sabor, muy rápido se me convirtió en vicio. Y del perrito a la hamburguesa no hubo más que un paso, y entonces la cosa se puso realmente difícil. Yo decía: «Qué tienen estos gringos pendejos para inventar comida así, que le baja a uno la guardia.» No sé si ustedes ya lo pensaron, pero fíjense, y perdonen si lo saben, que esa comida es la que más gusta a los niños a despecho de nuestro nacional arrocito, carne, papas y ensalada. A los niños no les gusta comer, sabido es. Pero un perro caliente, una hamburguesa o un brownie se lo comen de un bocado. Y aquí empato otra vez con mi historia para decir con toda humildad que yo, al venir de la provincia, en plena capitalía nacional era como un niño. Mi protección frente a esos alimentos era escasa y entonces le daba y le daba a los perros calientes, primero al sencillo con mostaza y luego al hawaiano, y no había depresión, susto o alegría que no acabara en los puestos del parque Lourdes chupándome los dedos y diciéndole al vendedor «A ver, otrico con mucha cebolla».