A las 9 de la mañana Estupiñán estaba sentado en la bardita de la 60 con 13. Silanpa lo vio de lejos y casi no lo reconoce: las manos le temblaban, estaba tiritando.
—Dos tipos entraron al apartamento cuando yo salía —le dijo—. Me tuve que colgar de la ventana, jefe, y le prometo que… A ver, vuélvame a jurar que esto no tiene nada que ver con los narcos. Pero jure mirándome a los ojos.
—Se lo juro, pero es mejor que se vuelva a su casa ahora mismo. No quiero que pase peligros por culpa mía.
Estupiñán, todavía pálido, se alejó unos metros para pensar. Encendió un cigarrillo, escupió, dio una patada a una cascara de mandarina y regresó al murito.
—Me quedo, detective, bajo mi responsabilidad. Pero eso sí, permítame que le dé una mala noticia: su casa está patas arriba, como si hubieran soltado a un elefante para que buscara un hojaldre. El contestador tenía los cables arrancados, los cajones estaban abiertos y todo estaba tirado por el suelo. Pero aquí está lo que me pidió —levantó orgulloso una bolsa de Carulla—. Se ve que los perjuros no tuvieron tiempo de revisar el baño.
Silanpa empalideció:
—¿Y no vio a una muñeca?
—¿Muñeca?
—Un maniquí de mujer con un sombrero y una túnica negra. Estaba al lado del sofá.
—La verdad no me fijé, pero si estaba no la vi.
Silanpa tragó saliva, se pasó la mano por la cabeza y maldijo en silencio, pateando una lata de Pepsi contra el muro.
—Cálmese, jefe, que al menos pude cumplir la misión. Mire.
Sacó el fólder amarillo y luego, con risa, el tubito rojo con capucha plástica.
—¿Y esto es para el mal peruano o es que dentro tiene escondido un microfilm?
Revisó el fólder y vio que estaban todas sus notas. Había sido un error exponer a Estupiñán por tan poco.
—Le agradezco lo que hizo y le pido que la próxima vez no corra ningún riesgo.
—Una cosa de estas sólo se hace una vez en la vida, detective. Pero hay que hacerla, al menos para probar.
—Bueno, vamos, creo que al menos ya tenemos cuadrado de frente al enemigo.
De pronto Silanpa empalideció. «Mónica», dijo entre dientes.
Corrió a un teléfono y marcó el número del trabajo. Un timbre, dos, tres, cuatro, cinco… Sintió que perdía el aire cuando, al séptimo, escuchó la voz.
—¿Sí?
—Mónica. Habla Víctor.
—¡Víctor! ¿Dónde carajo te habías me…?
—No puedo hablar mucho. Estoy en peligro por una investigación, y tú también. Me destrozaron el carro, me destruyeron la casa… Vete a algún lado donde estés segura. Chao.
—¡Pero Vic…!
Colgó con el alma asomando por debajo de las uñas. Estupiñán no alcanzó a verle las lágrimas.
—Ahora vamos a resolver lo del transporte —dijo.
Estupiñán se adelantó hacia la fila de camiones y parlamentó con Abuchijá. Quince minutos después regresó donde Silanpa, que ya había guardado con mano triste un humedecido pañuelo.
—Ya está resuelto, jefe. Abuchijá le deja su carcachita al socio de allá, alias el Puerco Espín —señaló a un chofer— y nosotros nos vamos en la de él. Todo eso, claro, por un pequeño precio que es más barato que las flotas de ida y vuelta para tres.
Arreglaron. Era una volquetica Dodge 67 modernizada al 72. Tenía un cucarrón multicolor en la barra de cambios y un caballo de plata sobre el capó. Arriba del manubrio había dos calcomanías: una decía «El primer grito de Tarzán», y la otra «Me 109cito».
Agarrado con clavos al techo, crucificado, un transistor Motorola escupía noticias. Abuchijá se puso al volante y comenzaron el viaje.
Estupiñán trató de alegrarse…
—¿A ustedes no les gusta cantar en la carretera? ¡A ver, una que nos sepamos todos!
La propuesta no tuvo eco. Silanpa miraba las líneas de la carretera hipnotizado, mordisqueando en la mente, y Abuchijá comía gajos de mandarina que sacaba de una bolsa de Cafam.
Llegaron a Tunja a las dos de la tarde. Hacía frío, a ratos lloviznaba.
—Ciudad de curas, dicen —dijo Estupiñán despertándose—. Habrá que echarle algo a la caja del cuerpo, ¿no?
Comieron empanadas y mazorca asada en una plaza cercana al terminal de buses. Luego fueron caminando hasta el garaje.
—Es ese de ahí. Ya me acuerdo.
Se acercaron y la puerta estaba cerrada. En el portón del edificio no encontraron a nadie, así que entraron.
—¿Qué es esto? —Silanpa ojeó con curiosidad un tablero colgado en pleno corredor.
—Parece un colegio. Mire, al menos aquí hay una lista de notas.
Caminaron hasta un patio y encontraron una puerta, también cerrada, que parecía llevar al garaje.
—Aquí nos tenemos que repartir —ordenó Silanpa—. Estupiñán y yo forzamos la puerta. Lotario, usted párese en la entrada de la calle y si ve algo raro silba. Estupiñán, quédese aquí mientras yo bajo. ¿Entendido? Si no salgo en diez minutos o si oye ruidos puede bajar, y si la cosa está muy grave, llame a la policía.
—Entendido patrón… —dijo Abuchijá con miedo.
—Tranquilo, el jefe y yo somos profesionales.
La madera de la puerta estaba podrida y Silanpa y Estupiñán forzaron la cerradura. Frente a ellos apareció una escalera que bajaba.
—Bueno, ahí voy —dijo Silanpa.
—Un momento —Estupiñán levantó el puño a la altura de los ojos y dijo con voz agitada—: sincronicemos relojes.
Silanpa bajó las escaleras con un encendedor en la mano. Caminó con sigilo en medio de un montón de cajas hasta encontrar un bulto gigantesco cubierto por una tela impermeable. La levantó y vio la quilla de una lancha.
Escribió en su libreta el nombre, Poseidón, y copió el número de matrícula y la marca. Más allá, siempre por debajo de la tela, vio una escalerilla. Trepó a la cabina de mandos y ahí encontró dos puertas que daban a una bodega. Encendió un farol colgado del techo y llegó a un saloncito diminuto con literas al fondo. Encontró herramientas, galones, instrumentos de medición y cuerdas de todos los tamaños. En un rincón, en una caja de la Panificadora Boyacá, vio unos plásticos negros que despedía un olor penetrante. Metió la mano, encontró arenilla al fondo y se guardó un puñado en el bolsillo pensando que al volver a Bogotá se la llevaría a Piedrahíta.
Tan distraído estaba que no escuchó el silbido de Estupiñán y, de pronto, oyó voces y la puerta del garaje que se abría. Se abalanzó hacia la otra recámara y apagó la luz. Luego regresó al cuarto de herramientas y se escondió detrás de un montón de cajas. Sintió entonces un tirón y notó que la lancha se movía. La habían enganchado a un carro, se la llevaban. Silanpa pensó qué hacer: ¿Saltar y seguirlos? Era peligroso quedarse pero era más peligroso saltar pues, a pesar del remolque, iban a buena velocidad.
Regresó a la recámara de la lancha y desde ahí sacó la cabeza por una claraboya. Vio edificios, una calle ancha. Reconoció la salida de Tunja. Se irguió un poco más y logró ver la carretera. Detrás de un bus, haciendo esfuerzos por alcanzarlos, reconoció el Chevrolet de Puerco Espín.
Estupiñán y Abuchijá lo seguían.
Un par de horas después las curvas aumentaron y la carretera se llenó de huecos. Podría jurar que iban hacia el baño turco, y la preocupación que tenía era cómo diablos salir de ahí, cómo escabullirse sin tener que saltar. De repente el barco se detuvo. Fue a la sala de herramientas y esperó en silencio, con el corazón batiendo.
Pero nada ocurrió. Nadie subió a la lancha. Esperó un rato más, cerca de veinte minutos, y pensó que ya podía salir.
Al asomar la cabeza vio el Mitsubishi azul. Miró alrededor y reconoció el granero al que habían venido con Estupiñán. ¿Granero La Unión? Sí. Ahí estaba. Saltó al piso y corrió a esconderse detrás de unos bultos de harina. Desde ahí observó a un grupo de personas en la oficina.
—De todas maneras ya está todo listo —era la voz de Susan.
—Susan, por favor, no seas tan dura. A veces me das miedo —voz masculina.
—No hay nada de eso, simplemente tenemos que estar seguros.
—Bueno, haz lo que quieras.
—Ya lo estamos haciendo, ¿no?
Salieron. Silanpa permaneció en silencio detrás de los bultos, luego fue hacia la puerta y salió a la carretera. Dos curvas más allá, debajo de un árbol, estaba estacionado el camión.
—Qué susto, periodista, ¿encontró algo?
—Sí, la caja en la que transportaron el cadáver. Recogí un pedazo de plástico y un poco de arena.
—Pero eso todavía no alcanza a darnos la respuesta: ¿Quién es el gordo del palo entre el culo? ¿Por qué lo mataron? —Estupiñán se acarició la barbilla.
—Vamos poco a poco.