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Y aquí llegamos, distinguida concurrencia, al momento más importante de la vida del sotoscripto.

Y permítanme una pequeña digresión, pues del mismo modo que para el novicio el día cumbre de su vida es la ordenación y los votos, para quien habla, para lo que fuera yo en esa lejana y brumosa adolescencia, marcada por la vocación de las armas y el servicio a la ciudadanía, mi día central, el vértice o, como decía un cura de Barranca, «mi noche oscura del alma», fue el de la jura de bandera. Joven apasionado, como todos los que alegran y sostienen nuestra querida patria, me entregué con ardor a la escuela de formación luego de una ruda y tierna querella familiar, pues mi abuela y mi tía no querían ver a su vástago, al hombre de la casa, perdido tras los muros de un cuartel. Mis problemas de secreción glandular e incipiente gordura, y aquí empato con nuestro tema, fueron al tiempo un impedimento físico y un aliciente moral. Yo me dije: «Aristófanes, la confianza y concentración que usté necesita para superar las desgracias corporales las encontrará en la severa formación de la Escuela de Policía, y de paso le prestará servicio a la patria», que si me permiten, es lo más grande que tenemos. Y para allá fui, con la convicción del hombre que entrevé un destino.

Y empezó mi formación, distinguida concurrencia, y al mismo tiempo mi lucha personal contra ese bloque de carne que escondía mi yo y que lo asfixiaba. De ser el gordito de las lenocínicas, y ya es la última vez que lo digo, señoras, prometido, pasé a ser el Chancho Moya, cálido sobrenombre con el que mis colegas de formación, con la severidad típica de esos lugares, se referían al sotoscripto. No voy a decir que fueron años de felicidad, porque sería faltarle a la verdad… El impedimento de la carne, si me permiten, me puso en ojos de varios tenientes y más de un cabo, que se encarnizaron conmigo mucho más que yo mismo, pues más flexiones hacía, más vueltas le daba a la cancha de fútbol, más carreras de encostalados y en cuclillas daba, y más se aferraba la humillante secreción, más parecía no querer salir.

En la escuela, con el tiempo, el Chancho se convirtió en una de las personas más voluntariosas y disciplinadas, característica que, y esto no lo digo yo, el sotoscripto ha mantenido como línea de conducta en toda su vida. Que alguien para ir al cerro y clavar una bandera… Ahí estaba el Chancho. Que alguien para correr las mesas del comedor… El Chancho. Que uno que vaya con los de limpieza a quemar basura… El Chancho. Los superiores de la escuela así dejaron de ver a quien les habla como habían imaginado al principio, es decir un gordito fofo, y hasta el cabo que intentaba siempre, como decíamos, sacarme la leche, terminó siendo un buen amigo, alguien considerado y correcto, y de llamarme el Chancho durante el primer año de formación pasaron a llamarme el León, pues si bien este animal es el rey de la selva, y esto lo digo sin pizca de vanidad, es un ejemplar anchito y grande, no por eso menos fiero sino todo lo contrario.

El día de la jura de bandera, pues, con mi tía y abuela en primera fila hechas, como se dice en las poesías, «un mar de lágrimas», el sotoscripto selló de una vez y para siempre su destino de patriota, de hombre consagrado al servicio de la ciudadanía. El uniforme me quedaba, al decir de mi tía, requetebién, y puedo decirles que, a pesar de la desdicha subterránea de haber caído ante un postre de borracho confeccionado en varios kilos por mis seres queridos, o queridas, ya que eran las dos mujeres, ese fue uno de los días más felices de mi vida.