La mujer caminó nerviosa hasta una fila de taxis. Paró un Dodge Dart amarillo y le dio indicaciones al chofer, que la llevó hasta el cine Astor Plaza. En el Astor daban El guardaespaldas, con Kevin Costner, y con un billete de dos mil pesos en la mano se acercó a la taquilla, compró una boleta y entró. Ya en la sala fue a sentarse a un rincón en platea, en una de las zonas a las que poca gente va cuando el teatro no está lleno. Al rato, cuando las luces se apagaron, un hombre vino a sentarse a su lado.
—¿Alguien te vio salir de la oficina?
—No. Creo que no.
—Bueno, vamos.
—Sí, te espero en el 14.
El 14 quería decir el cuarto número 14 del motel La Bilirrubina que quedaba a la vuelta, entre la Caracas y la 13.
La mujer llegó primero. Fue al baño, hizo pipí y luego se levantó la falda frente al espejo para verse: se miró las caderas, dio la vuelta mordiéndose los labios para parecer más sexi al tiempo que se daba golpecitos en las nalgas. Luego se estiró para arriba los calzones. Todo iba bien. Entonces se desnudó dejando ver buenas piernas y unos pechos caídos. El hombre llegó después y, sin pérdida de tiempo, se metió en la cama en la que ella lo esperaba empelota. Comenzaron a tocarse y, cuando ya estaban dando gritos, Silanpa entró disparando su Nikkormat.
—¡Policía, revisión de rutina!
Los dos quedaron electrizados.
—¡Haz algo, José Luis, no te quedes ahí como un imbécil! —gritó la mujer, pero el hombre se tapó la cara con la colcha. Por los movimientos se podía adivinar que estaba llorando.
—¡Hijueputa! —volvió a gritar—. ¿No se da cuenta del daño que hace?
Silanpa la miró a los ojos: tenía las sombras desparramadas por las mejillas, el pelo agarrado en una coleta y, en el brazo, una pulsera de plata. Le pareció atractiva al verla, cubriéndose el cuerpo desnudo y sudoroso con la sábana. Su expresión era de súplica. Entonces anotó un número sobre la mesa y les dijo: «Llámenme para que charlemos.» Dicho esto salió, sintiendo odio por el engaño del que era víctima y, a la vez, piedad por esa pobre pareja que se encontraba en moteles baratos para un amor clandestino, rápido, sin mucho sabor.
Pensó que debía dejar el trabajo de privado. Abrió la cámara, sacó el rollo y lo tiró en plena autopista tratando de imaginar qué sentiría si alguien le trajera fotos de Mónica. Hay una perversión en ese dolor: verla en otras manos, sometida a la presión de otro cuerpo. Pocos minutos después estacionaba frente a la casa de reposo de Chía.
Guzmán estaba tranquilo. Silanpa le entregó un paquete de achiras y le contó en detalle la narración de Abuchijá y la excursión al baño turco.
—Yo por mi lado estuve pensando, Víctor, estudiando la vaina, y se me ocurrió una idea… Una cosa así, tan asquerosa, nunca se había visto en este país, ¿sí o no? Quiero decir, que los que aquí matan todos los días son sádicos, pero nunca habían llegado a hacer algo tan siniestro. Por eso pienso que hay otro significado y… no sé, no sé por qué se me ocurre que la cosa es algo ritual, que es como un mensaje, que es algo dirigido a alguien, una especie de lenguaje privado, ¿me entiende? La crueldad tiene formas, pero empalar a alguien, en cierto modo, es un refinamiento… A lo mejor me equivoco.
—Es verdad que una cosa así nunca había pasado.
—Es lo que digo.
—Busque por ese lado en los archivos. Lea libros de historia, ¿quiénes empalaban gente y por qué?
Silanpa le explicó lo que había podido averiguar en una enciclopedia y Guzmán tomó nota. Luego lo miró a los ojos:
—Yo siento que hay algo más —le dijo.
—Es todo lo que tengo.
—Me refiero a usted. Algo pasa.
Miró hacia el techo buscando algo: una sombra, una grieta oscura…
—Es Mónica.
—Ay Dios.
—Me está poniendo cachos con Óscar, el ex novio, ¿se acuerda?
—Ya me parecía que había algo así… ¿Está seguro?
—Los encontré juntos.
Guzmán se rascó las mejillas.
—¿Y cuánto le duele?
—Estoy hecho mierda, pero trato de no pensar.
—¿Pasó algo entre ustedes?
—Pendejadas. La dejé un poco de lado por el trabajo.
—Eso no son pendejadas. Es lo peor que se le puede hacer a una mujer. ¿Han hablado?
—No me atrevo a verla, me da miedo saber.
—Si una mujer como Mónica hace eso es porque algo se le rompió adentro. Algo fundamental.
Silanpa lo miró en silencio y Guzmán continuó:
—El amor es como una borrachera. Cuando uno tiene la botella al lado se siente feliz. Pero luego se acaba, uno se duerme y al otro día se despierta con dolor. Después uno promete no volver a tomar… ¿Todavía la quiere?
—Sí.
—¿Y ella?
—Creo que se siente culpable, nunca la había visto así —Silanpa se pasó la mano por la cabeza—. No sé qué hacer, me siento perdido, con miedo a levantar la costra, mirar y no verla.
—No le tenga miedo. Usted es un tipo leído, Víctor, usted sabe que la vida comienza detrás de la verdad.
—Ya no me interesa la verdad, prefiero vivir engañado —replicó.
—Estamos hablando de alguien de carne y hueso, viejo. Si la quiere búsquela y perdónela, perdónele todo y hágase perdonar por ella. Acuérdese que la vida avanza a patadas. Sáquele algo bueno a lo que pasó. Pero si no la quiere, olvídela.
—No sé qué piensa ella. No sé qué quiere.
—Si se enamoró del otro la vaina es distinta. En ese caso emborráchese, llore, tire, gástese los ahorros, rompa un par de vasos contra el muro. Mate a Moby Dick y luego vuelva a celebrarlo con una botella de Old Parr, que es el whisky de los piratas. Es lo único. Pelear contra una mujer es cosa perdida. Napoleón, que conquistó la mitad de Europa, dijo una frase sabia: «Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo.»
—Pero yo no quiero ganar.
—Concéntrese en otras cosas, ocupe la mente —insistió Guzmán—. El problema es que el amor es como el juego: un vicio sin sustancia. No hay nada que sacarle al cuerpo para curarlo.
Guzmán levantaba la voz al hablar y, de pronto, la puerta se abrió. Una enfermera apareció en el cuarto con una bandeja de pastillas. Entonces Silanpa decidió irse.
Durante el trayecto pensó en las palabras de Guzmán: era fácil ver las cosas de lejos, cuando no se tiene un clavo ardiendo en las tripas. «Estoy completamente sobrio», se dijo. Paró en una tienda y se tomó de un golpe tres aguardientes. La realidad se le ponía en contra de un modo excesivo como para no querer alterarla. Pero fue inútil, se dijo pensando en su Underwood: la realidad es lo único que no se puede dejar atrás. Es lo que siempre nos alcanza.
Al entrar a su casa descubrió un sobre que no había visto en la tarde. Estaba dirigido a él y tenía un membrete: Baños Turcos El Paraíso Terrenal. Lo abrió y encontró la información que había pedido. Con el formulario lleno, fotos y un cheque de veinte mil pesos podía aspirar al ingreso. Eso sí, tenía derecho a hacer una visita y gozar de las instalaciones de El Paraíso Terrenal por una tarde a cuenta del pago de la inscripción antes de tener la tarjeta de socio naturista. Un detalle: inútil presentarse solo. «El Paraíso Terrenal, por su carácter filosófico en las relaciones del hombre con la naturaleza, quiere preservar ante todo los valores morales. Por lo tanto sólo se admiten solicitudes de parejas.»
Guardó el papel en su maletín y le dio al play en el contestador. «Silanpa, soy Mónica. ¿Tan grave está la cosa? Son las nueve de la noche y estoy como una imbécil sentada junto al teléfono. Sigo esperando que llames.»
Tragó saliva, se secó los ojos y siguió escuchando la cinta. «Aquí Emir Estupiñán. Cambio. Para reportar que Lotario Abuchijá está dispuesto a ir a Tunja el domingo y buscar el famoso garaje. Cambio y fuera.»
Sintió de pronto la mirada acusadora de la muñeca. «Sí, me tomé un par de tragos por el camino», le mintió, «pero sólo dos. Jurado.» Fue a la cocina. Abrió la nevera y volvió a cerrarla al ver que no tenía nada de comer. ¿Qué hacer? No quería llamar a Mónica. No quería ir a cine. Entonces una idea le cayó de lo alto: Quica. Salió chirriando ruedas, haciendo curvas y pasando semáforos en rojo.
Quica tenía el cuerpo húmedo, y cuando la penetró sintió que entraba a una iglesia del Chocó después de un aguacero. ¿Cuántos años tenía?
—Depende, si es policía veinte, si es cliente dieciséis. ¿Cuál prefiere?
—La verdad.
—La verdad ni yo la sé.
Tuvo que ofrecerle cielo y tierra para que viniera con él, pero al final aceptó. Primero la llevó a comer una hamburguesa a la 84 con 15, y de remate a ella se le ocurrió que quería bailar salsa en Salomé.
—Usté dijo que todo lo que yo quisiera.
—Bueno, vamos…
Pidieron cervezas y bailaron mezclándose entre las parejas de novios. Tal vez Mónica estuvo ahí con Óscar como antes con él. Tal vez se fueron hace un rato, cansados, y ahora charlaban con la luz apagada. Hablarían de él. Del tiempo que, por su culpa, estuvieron separados. A las cuatro de la mañana Quica dio un bostezo y Silanpa fue a pagar.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Quica.
—A mi casa, hay que descansar.
—¿Descansar? Usté lo que quiere es culearme… Tan cochino —dijo picándole el ojo—. Yo me los conozco a los hombres.
Silanpa no dijo nada y la llevó del brazo hasta el carro. Le pareció triste que alguien tan joven conociera tanto el engaño.
En la casa, Quica abrió todos los cajones, la nevera, la puerta de la despensa, los clósets, encendió y apagó el televisor, le preguntó por la muñeca y quiso quitarle el velo, puso música en el equipo de sonido y pasó un rato saltando de una emisora a otra, se sirvió un vaso de Coca-Cola que no se tomó, encendió un cigarrillo, abrió un frasco de aceitunas y pidió un trago de whisky. Luego fue al baño y le preguntó a Silanpa si podía darse una ducha, pero al final, en calzones, se dejó caer en la cama con los ojos irritados de sueño.
—Mañana tengo una sorpresa —dijo Silanpa.
—¿Qué es?
—Vamos a ir a un sitio muy especial.
—¿Dónde?
—Cerca de Bogotá, pero no le cuento más.
Al día siguiente, hacia el mediodía, salieron a la autopista. Quica canturreaba las canciones del radio y en cada puesto de carretera pedía parar para comprar frutas, merengada, fresas con crema. Silanpa la observaba en silencio, envidiándola. ¿Habrá sufrido alguna vez? Se lo preguntó.
—Sí, cuando mataron a mi hermano —dijo con la boca llena de fresas—. Era dos años mayor que yo. Le pegaron tres tiros en Ciudad Bolívar.
—¿Por qué?
—No me pregunte, no me gusta hablar de eso.
Buscaron un rato hasta que Silanpa, de lejos, reconoció la muralla de pinos. Quica se rió al ver el letrero de El Paraiso Terrenal.
—Aquí hay que hablar poco, Quica, y sólo entre nosotros. Luego le explico.
Un hombre de aspecto frío les abrió la puerta. Silanpa le alcanzó el sobre con la invitación y él los miró de arriba a abajo.
—Vengan a la oficina.
Fueron.
—¿Puedo saber por qué quieren entrar al club?
—Estamos hartos de la ciudad, de la hipocresía, de las apariencias… Queremos un verdadero descanso y por eso decidimos acogernos a la filosofía naturista.
—Bien, bien. Entren a las salas, los vestieres son por allá.
Quica abrió los ojos. Tenía que empelotarse y entrar a varios salones en los que hombres y mujeres, también empelotos, charlaban y leían el periódico. Le dio risa.
—Vamos a la sala de vapor.
Primero tosió, pero al rato, al sentir que los poros se abrían y que los nervios se deshacían con el calor, comenzó a gustarle.
—Es rico, los azulejos son lindos.
El sauna fue más difícil: un salón a media luz con bancas de madera y un calor que le irritaba la piel. Fuerte olor a eucalipto. A los pocos minutos estaba bañada en sudor.
—Ahora una ducha de agua helada.
Silanpa observaba: barrigas flácidas, espaldas velludas, mujeres de tetas enormes cayendo en pliegues sobre vientres deformados por la edad, de vez en cuando algún cuerpo joven… Reconoció la marquesina por la que había trepado y luego el patio, pero nada de lo que vio le pareció sospechoso. ¿Estaría siguiendo un camino falso?
Decidió dar un paseo; atravesó el patio y abrió una puerta que decía «privado». Caminó por un corredor, bajó una escalera y pasó al lado de una oficina en la que varias personas discutían. Otra escalera lo llevó a un vestíbulo, y allí estaba sin saber qué hacer cuando sintió pasos que se acercaban. ¿Dónde esconderse? La única salida daba al garaje y por ahí se metió. Abrió los ojos: detrás de un biombo de madera estaba estacionado un Mitsubishi azul metálico. Memorizó los números de la placa y volvió a subir para buscar a Quica. Caminaba de vuelta por el corredor cuando una mano se posó en su hombro.
—¿Qué busca el señor?
—El baño.
Le abrió la puerta y lo invitó a salir al patio.
—Es por el otro lado.
—Gracias.
Empezó a buscar a la mujer con la descripción de Abuchijá: mona, ojos claros. Miró por todas partes pero nada. Tal vez fuera una de las voces de la oficina.
Quica estaba feliz. Hablaba con un señor mayor en la sala de vapores y no parecía tener ganas de irse.
—Mire, le presento a don Alberto.
—Encantado —dijo Silanpa.
—Da gusto ver que a los jóvenes también les interesa el naturismo. Es algo tan… Una vida nueva, como diría el Dante.
—¿Usted lo practica hace mucho?
—Desde los 19 años, fíjese. En esa época decían que éramos unos degenerados, que lo único que queríamos era mostrar las partes. Conchudos. Como si la desnudez fuera sólo cosa del pipí. Luego se fundó este club con la asociación, aunque le digo, si podemos vivir tranquilos es porque nos protegemos.
—¿Cuándo construyeron el club?
—En el 71, imagínese si hará tiempo.
Silanpa siguió mirando y de pronto, de una de las salas, vio venir a una mujer atractiva que se acercaba a la descripción de Abuchijá. Tenía las manos pobladas de pecas, los ojos hundidos y el cuello estriado.
Al ver a Quica la mujer hizo un gesto de sorpresa.
—Ven, Susan, ven que te presento… Son nuevos —dijo el viejo.
La mujer se sentó en la banqueta de madera cruzando la pierna. Miró con agresividad el cuerpo de Quica, radiografió a Silanpa con un golpe de vista y, al final, como dibujada a mano sobre un rostro de arcilla, apareció una sonrisa.
—Mucho gusto, y bienvenidos.
—Les estaba diciendo lo importante que es para nosotros tener nuevos socios, gente joven.
—Claro, claro…
—¿Usted también es naturista desde niña? —preguntó Silanpa.
—Sí —respondió algo nerviosa—. Perdónenme, por favor. Alberto, te estaba buscando… ¿Me acompañas un momento a la oficina?
—Claro, vamos.
—Nos vemos luego, señores, y disfruten. —la mujer volvió a mirar con ojos agrios.
Silanpa los siguió con la vista hasta la puerta y miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde. La visita ya había dado sus frutos, ahora sólo le quedaba reposar.