12

—¡¡Tío!! —los hijos de Barragán se abalanzaron sobre Esquilache—. ¿Qué nos trajiste?

—Cariño, niños, como siempre, y además estas golosinas —sacó un paquete de dulces coffee delight—. Pero eso sí, para después del almuerzo.

Catalina, la esposa de Barragán, preparaba en la cocina las pastas carbonara y vino a la puerta a saludarlo con el delantal puesto.

—Qué hogar tan alegre, Cata. Lo mejor de la vida es el ambiente familiar —sentenció el concejal—. Dime, ¿en dónde está el badulaque de tu marido?

—Ya viene, Marco —se acercó al hueco de la escalera—. ¡Emilio! ¡Ya llegó Marco Tulio! Es que anda llenísimo de trabajo, se la pasa encerrado en el escritorio.

Barragán bajó la escalera. Estaba vestido con unos pantalones blancos de dril y una camiseta Lacôste de mangas largas.

—Cómo estás, Marco Tulio. Qué bueno verte.

—Lo prometido es deuda, aquí están los habanos —dejó sobre la mesa una caja de Montecristo n.º 5.

—Deuda es —dijo Emilio descorchando una botella de Casillero.

Almorzaron comentando los posibles finales de una telenovela y oyendo las historias de los niños en el colegio.

—La profesora de francés tiene bigote, tío, y me dice que si sigo sacando buenas notas en las previas me van a mandar a París con el grupo de quinto.

—Tienes que ir, Juancho, y estudiar mucho. Tus papas se sacrifican para que ambos tengan lo mejor.

Terminado el almuerzo, Barragán y Esquilache se retiraron al estudio.

—Métete bien en la mollera lo que te voy a decir, Emilio. El empalado ese no tiene nada que ver con nosotros, ni con Pereira Antúnez. A Pereira lo enterramos hace dos semanas, ¿o es que ya no te acuerdas?

—Sí, Marco Tulio, claro que sí… Pero es que, no sé, la imagen que salió en El Observador, la foto del empalado, no sé por qué…

—¿A quién se le ocurriría hacerle algo así a Pereira Antúnez, Emilio, ah? Tú concéntrate en tu trabajo. ¿Cómo va la sucesión de los terrenos?

—También quería hablarte de eso. En los papeles que recibí, en la declaración de bienes que me mandaste, no hay ni rastro de esas 400 hectáreas.

—¡¿Qué?! —el habano cayó sobre la alfombra.

—Como lo oyes. Ni rastro. No aparece entre los bienes.

—No puede ser, Emilio, mira bien la numeración, ¿no será que falta una hoja?

—Revisé y todo está en orden, no hay ni un palmo de tierra en las propiedades declaradas por los abogados.

—Cuatrocientas hectáreas no pueden perderse de la noche a la mañana, Emilito, y menos con los locos esos instalados encima.

—Pereira Antúnez era naturista, Marco Tulio, por eso les cedió a los de Hijos del Sol el uso de esas tierras. Quién sabe. Habrá que investigar.

—Pero no pudimos habernos equivocado. Él figuraba como propietario en el último catastro.

—Marco Tulio, tú estás enterado de que Vargas Vicuña anda detrás de esas tierras, ¿no?

—Lo sé por ti. Él no me ha dicho nada —Esquilache se mordió una uña y recordó con rabia la voz del doctor—. Vargas Vicuña debe habernos hecho alguna jugarreta. ¿Y de los Hijos del Sol se sabe algo ya?

—No. No hemos tomado contacto, pero la semana entrante podemos citar al gerente.

—¿Quién es?

—Una mujer, se llama Susan Caviedes.

—Tenemos que encontrar esas tierras, Emilio. Los de GranCapital ya tienen todo un proyecto de urbanización cerca del lago, cuarenta y cinco fincas con pista de golf, esquí náutico y un bosque de cacería. Si les fallo me quitan el apoyo en el Concejo. Ni para qué darte más detalles.

—¿Tienes ya un compromiso con ellos?

—Te lo expliqué todo en el memorando del primero de octubre, ¿es que no lo leíste, so mequetrefe? —Esquilache comenzó a subir la voz.

—Marco Tulio, cálmate. Todo en su momento, no ensillemos el caballo antes de traerlo.

—El caballo ya está ensillado, Emilito, y tú me dices ahora que no hay caballo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que una parte de los fondos de la campaña del año pasado venía de GranCapital, y que si no conseguimos los terrenos nos van a cortar las que sabemos y hacérnoslas comer en bistec.

—Pero… ¿y Vargas Vicuña? Yo pensé que tú estabas trabajando para él con esas tierras…

—A Vargas Vicuña no le debo nada y a GranCapital sí. Y no digas tonterías, hace años que no trabajo con Vargas Vicuña.

—¿Sabe eso Vargas Vicuña?

—Esto te lo cuento aquí en tu casa, después de pasar el domingo en familia. Si sale de estas cuatro paredes se acabó tu carrera, ¿entendido?

—No me amenaces, Marco Tulio. En este barco estamos subidos los dos. El problema es que Vargas Vicuña me anda llamando por lo mismo, y por eso quería saber…

—Habrá que ponerse a buscar las escrituras de los terrenos, Emilito. No sé dónde, tú eres el abogado. Hay que encontrarlos para poder declararlos al Distrito como reserva y cederlos a GranCapital, ¿me explico?

—No puedo prometer nada… Si Vargas Vicuña puso la garra ya no habrá forma de recuperarlos.

—¿Y si los tienen los Hijos del Sol?

—A lo mejor es más fácil, yo a esos no los conozco.

—Hay que tener cuidado con ellos también. Esos locos podrán andar empelotos como cavernícolas, pero tarados no son.

—¿Y con las demás propiedades de Pereira Antúnez qué hacemos?

—Eso es más fácil. Si no hay herederos nadie nos va a complicar. Pero son bicocas, Emilio, lo que importa aquí, mi querido, son las 400 hectáreas.

Esquilache se fue a eso de las seis de la tarde y Barragán subió a cambiarse. Levantó el teléfono e hizo una llamada hablando en voz baja. Un rato después bajó con un blazer azul marino y un pañuelo burdeos asomando del bolsillo de la pechera.

—¿Te vas? —Catalina lo miró, alzando a Catica.

—Voy a tomar un trago al Country, mi amor, pero antes paso un rato por la oficina a revisar unos documentos que me pidió Marco Tulio.

—No llegues tarde, a los niños les gusta que estés aquí cuando se acuestan.

—No te preocupes.

Salió dejando una oleada de agua de colonia.

En la puerta de la oficina se encontró con Nancy. Habían almorzado juntos casi todos los días y Emilio le había contado que estaban en una operación comercial muy complicada. La recogió y avanzó hacia el norte.

—Lo que no entiendo, doctor —le dijo Nancy, un poco extrañada de estar con su jefe un domingo por la tarde—, es que hayamos tenido que venir a este sitio para charlar…

Había poca luz, dos parejas bailaban en el centro de la pista.

—Me persiguen, Nancy. Tengo miedo de los micrófonos y por eso me toca venir aquí.

—Pero… —sintió miedo— ¿quién lo persigue?

—La mafia, Nancy… Usted sabe que yo soy abogado. Que a la oficina llegan casos y… Para decirle la verdad, desconfío de todo el mundo.

—Y yo qué tengo que ver con todo eso.

—Usted es, Nancy, la única que puede ayudarme.

—Pero… ¿cómo?

—No puedo decirle mucho para no comprometerla. Pero hoy, estando aquí conmigo, usted está haciéndole un gran favor al país.

Las parejas que bailaban comenzaron a darse besos y Nancy sintió nervios.

—Ese que ve ahí —dijo Barragán señalando a un hombre grueso, de corbata amarilla—, es un agente de la CIA. Ahorita cuando fui al baño recibí un mensaje. Pero no puedo decirle más.

—¿Tan peligroso es esto?

—Ni se imagina —llamó al mesero con un chasquido—. Otros dos cuba libres.

—Pero doctor, si ya le dije que yo no tomo.

—Haga lo que le digo, Nancy, esto es peligrosísimo.

—Es que me estoy mareando.

—No importa. Piense en su país, en la democracia, en el presidente. Todo eso está en juego ahorita.

—¿Ese señor es de la CIA?

—Shh, no vaya a ser que me hayan interceptado y ya nos estén oyendo.

—¿Pero quién?

—Los rusos, Nancy. Y no me pregunte más.

Con cada palabra se le acercaba al oído. Nancy sentía el olor del Obsession de Calvin Klein en sus tabiques hasta que la mano de Emilio la tocó.

—¿Qué hace, doctor?

—Tenemos que fingir, Nancy, si no se van a dar cuenta.

—Tengo miedo.

Barragán le apretó la mano.

—Tranquila, yo estoy aquí y el mesero de allá es un agente mío. Si vienen él está armado.

—¿Y no podemos irnos?

—No. Tengo que esperar el mensaje.

—Pero… ¿no dijo que el señor de la corbata ya se lo había dado?

—Me dio el mensaje, pero no la clave. Nancy, es mejor que no me haga tantas preguntas. Es mejor para su seguridad.

La mano de Barragán comenzó a levantarle la falda.

—Le va a parecer raro esto, pero tiene que ser así.

Con el índice llegó hasta su sexo, la acarició.

—Doctor…

Nancy se separó de él.

—Cuidado —dijo Barragán—. Acabo de ver a un ruso junto a la puerta del baño.

—¿Ese de allá?

—Sí, no lo mire.

—Pero si es negro.

—Negro, pero trabaja para los rusos. Ya luché una vez con él.

—Entonces, ¿se conocen?

—Espéreme aquí…

Barragán se levantó, fue hasta la barra y se demoró un poco. Al rato volvió a sentarse y se acercó al oído de Nancy.

—La puerta de entrada está llena de rusos. Mi agente me dice que podemos escondernos en la parte de atrás. Camine…

Subieron por una escalera estrecha hasta una habitación pequeña. Entraron y Barragán cerró con llave.

—Tenemos que esperar aquí hasta que mi agente me dé la señal.

—Pero doctor, ni siquiera alcancé a recoger los papeles en la oficina…

—Eso era un disculpa para salir, Nancy. Ya le dije que tengo que desconfiar de todo el mundo. Venga, siéntese y espéreme un segundo. Si no vuelvo en veinte minutos llame al DAS.

Salió y Nancy se quedó esperando en un sofá color vino tinto. Vio la lámpara de luz baja, los cuadros asimétricos, el tapete blanco con quemaduras de cigarrillo.

Al rato volvió Barragán. Tenía dos cuba libres en la mano.

—Mi agente me pudo conseguir esto, me dijo que todavía no podemos salir. Hay que esperar la señal.

—¿Va a demorarse mucho?

—Ni idea, lo mejor es esperar aquí. Salud.

Nancy se tomó un sorbo del vaso y la cabeza comenzó a darle vueltas. Cuando Barragán la besó le pareció rico. Se dejó llevar y al rato ya estaba desnuda, con una pierna en el espaldar del sofá y la otra sobre el hombro de su jefe.