En este momento de la narración, al albor de las primeras luces de mi edad púber, entra en escena doña Simona de Moya, mi noble abuela que en paz descanse. Doña Simona enviudó después de uno de esos matrimonios rudos y difíciles que, no por eso, son menos felices. La alegría del hogar, sobre todo, la dieron los once hijos bautizados en católico rito, aunque como es lógico y humano no faltaron los sinsabores y platos rotos de toda relación verdadera y predestinada a durar, en concreto por la afición a la agüita de cebada, la timba, la falda y el escote ajenos, instrumental por el que, sabido es, suena desde hace siglos el concierto de la virilidad patria. Mi abuelo, lejos de ser un hombre educado, fue más bien uno de esos pioneros que levantó a la familia con los músculos: fue chino mandadero en un restaurante de Armenia y, ya casado, emigró a Barranca y se hizo pescador en el Magdalena. Luego volvió hacia el sur y fue camionero en La Línea, mecánico en Ibagué, tomó rumbo hacia el mar y se hizo marinero en el Pacífico, luego armador en Buenaventura y finalmente, después de una herida que le lesionó un tobillo y lo condenó al bastón, sastre modisto en la ciudad de Barranca, de vuelta a la casilla de salida. Como en el parqués, si me permiten el símil… El parqués de la vida. Y perdonen, que ya se va notando demasiado mi afición a la lírica.
Allí fui a parar a la edad de once años, cuando doña Simona ya había lanzado a la existencia a todos sus hijos menos a una, la menor, que se había quedado a su lado en maternal y solidaria soltería, y que le ayudaba con los oficios de la casa y con un puestico de dulces que les daba para el diario trajinar y avatares de la supervivencia. Y ahí supe lo que era el sabor maléfico y glorioso del dulce, algo tan distinto a lo que comía en la plaza de mercado que desde el primer momento fue como un aroma para el espíritu, ese espíritu hosco y en formación que era el mío. Desde la primera cucharada de mielmesabe una antena se levantó en mi conciencia, y me dije: esto es cosa de reyes, bocato di cardinale, como se dice en la ópera.
A mi corto entender, pues ya expliqué que mi única formación fue la de la escuela libre de la vida, el dulce produce en el niño una especie de cataclismo. ¿Conoce alguno de ustedes a un niño normalmente constituido que no se vuelva loco por una melcocha, colombina o ponqué de chocolate? No, y si lo hay lo compro. ¿Por qué razón el dulce tienta al infante? Porque se chupa, se saca con el dedo y se babea, actos más propios de la infancia que de otras edades del hombre. Y permítaseme decir aquí, en esta respetable sala, que el hombre, lo que los antropólogos y los curas llaman «el ser humano», vivió dieciocho siglos sin azúcar. Lo leí en Selecciones en un artículo sobre los factores que hacen que la maligna hipófisis segregue el veneno estomacal que fija las grasas y nos deforma el cuerpo. Deformación que, según los filósofos clásicos y dicho sea de paso, conlleva un serio daño para el espíritu, pero me estoy saliendo del tema… Sigo con mi exposición: el azúcar natural, la que vive en las frutas y los alimentos que natura dio al hombre… Esa bien. La maléfica es la otra, la bastarda, con perdón de las señoras, el polvillo acristalado y transparente que ponemos todas las mañanas en el café con leche y que usamos para envenenar la mitad de los postres que, no por eso, dejan de ser la gloria gastronómica de nuestro país, tanto en la propia tierra como en el extranjero… Esa azúcar es la ponzoña de la vida, señores, porque una vez que el paladar la tienta se adhiere como el espíritu al pecado, si me permiten el símil moral, y de ahí la dificultad para separarla de la vida. Yo, que soy un hombre acostumbrado a la disciplina, me dije: «Ya probaste, ya te jodiste… Ahora sólo queda tratar de reparar por la vía del dolor.» Y a medida que mi cuerpo se endurecía y formaba con la rígida musculatura de la adolescencia, mi mente y mi espíritu hacían esfuerzos por mantenerlo al margen del veneno que cada día mi abuela y mi tía extraían de las cazuelas y con el cual aseguraban mi sustento, ironía de ironías. Pero a pesar de los sufrimientos y esfuerzos, cuando al fin bajaba la guardia y me dejaba tentar por el cucurucho de crema, la trenza de melcocha o el platico de mielmesabe, me parecía que el sol iluminaba más, que la vida era más vida y que el ser humano era algo más que un mico llorón. Pero luego llegaba la culpa, que bajaba planeando como un gallinazo hasta picotearme allá donde el alma es más vulnerable, y con una operación que no voy a describir por ser humillante y bochornosa me provocaba el vómito, única forma de limpiar la barriga de la maléfica poción.