—¡Ayy! —Silanpa gritó de dolor cuando el doctor le auscultó la almorrana con la pinza fría—. ¿Es muy grave?
—Bueno, si le siguen creciendo va a tener que comprar un flotador para sentarse.
—¿Y qué se puede hacer?
—Depende. ¿Se ha tomado las pastillas de salvado?
—Sí… Bueno, más o menos.
—¿Dejó de tomar gaseosas, licor, grasas y picantes?
—Más o menos, doctor.
—Ahí está la razón. Si va a seguir con la dieta del «más o menos» voy a tener que operarlo.
—¿Y es muy doloroso?
—Es como sacarse las amígdalas, sólo que en el trasero.
Salió de la consulta anestesiado, pensando en Chocontá y en las notas de su cuaderno. Era jueves. Estupiñán lo llamaría a las tres de la tarde.
Inteligencia seguía con la informática trabada, sin comunicación con las otras comisarías, y él pensó que le gustaría resolver el caso antes del fin de semana para ir con Mónica a Melgar y olvidarse de todo por un tiempo, volver a uno de esos bungalows en los que habían sido tan felices el año anterior: él recostado en una hamaca, metido en las deliciosas páginas de Joseph Roth, y ella leyendo a Virginia Woolf al borde de la piscina, tostándose al sol.
El capitán Moya le había dicho: «Tranquilo, periodista, si no hay ningún afán», y Mónica estaba perdida. Había llamado varias veces a su casa y nadie respondía, y en el laboratorio no sabían dónde estaba. Pero él conocía sus mecanismos para hacerle ver que estaba de mal genio, que había hecho mal, y sabía que era cuestión de esperar. Entonces decidió dejarle un mensaje con una cita para el día siguiente e irse a su casa. Luego sacó su libreta y buscó un nombre.
—¿Aló? ¿Información?
—Sí, a la orden.
—Quisiera saber el teléfono de los baños turcos El Paraíso Terrenal, por favor.
—Un momento.
Escribió el número, dio las gracias y colgó.
Encendió un cigarrillo y dijo mirando a la muñeca: «Al carajo, me opero, ¿qué piensas tu?» Fue a la cocina y se sirvió un vaso de ron. Volvió a la sala y levantó de nuevo el auricular.
—Baños turcos El Paraíso Terrenal, ¿a la orden?
—Buenas tardes. Llamo para saber los horarios.
—¿El señor es socio del club Hijos del Sol?
—No.
—Entonces inútil decirle, es un club privado.
—¿Ya quién hay que dirigirse para ser socio?
—Mande una carta de solicitud por correo. Nosotros le contestamos con toda la información.
—¿Y la dirección?
—Kilómetro 18 en la carretera de Chocontá a Machetá. Pero mándelo a nuestra oficina, al apartado 32505.
—Gracias.
Colgó y el teléfono volvió a sonar. Se sobresaltó pensando: «Es Mónica.»
—Detective, aquí Estupiñán al habla. Cambio.
—¿Ya está listo?
—Sí, y hablé con Catastro. Me dieron libre hasta el lunes.
—Entonces salga a la Caracas con Avenida Chile, ahí lo recojo dentro de media hora.
—¿A dónde vamos?
—Otra vez al Sisga.
—Caray, parece que le gusta ese lago. ¿Hay alguna pista?
—Por el camino le cuento.
—Señor sí. Cambio y fuera.
La autopista estaba vacía. Sólo algunos camiones y flotas.
—Permítame una pregunta, jefe —dijo Estupiñán rascándose el mentón—: ¿Usted cree que los liberales son socialdemócratas?
—No sé, Estupiñán, ¿por qué me pregunta?
—Es que el otro día leí en El Tiempo que los colombianos no tenemos educación política. Por eso a mí me gusta sacar el tema de vez en cuando, a ver qué aprendo.
—Pues no sé, el problema es que yo también soy colombiano.
La propiedad estaba rodeada por una espesa cerca de pinos. En la entrada había un aviso de madera con letras rojas: El Paraíso Terrenal. La tarde comenzaba a caer y Silanpa intentó mirar por encima de la portada. Al fondo, al final de un camino de tierra y piedra, creyó ver una luz.
—Vamos por atrás —le dijo a Estupiñán.
—¿Y si hay perros?
—Si hay perros nos jodimos.
Rodearon la cerca de pinos por una trocha que subía hacia la loma. Al final encontraron una construcción y, abajo, siguiendo un caminito de piedra, una quebrada.
—Podemos entrar por allá —Silanpa miró arrugando la frente.
—No, ese lugar debe ser el más vigilado. Mejor trepemos por el muro.
—Venga, yo le hago pata de gallo.
Silanpa se impulsó poniendo el pie en las manos de Estupiñán hasta ganar el borde. Luego Estupiñán lo empujó hacia arriba.
—¿Qué hay?
—No se ve nada. Espéreme ahí.
Se quitó los zapatos y avanzó con sigilo por el techo de teja. La fuerza que había hecho para izarse le había soltado una descarga eléctrica en las hemorroides y le dolía. Al llegar a la canal vio una marquesina de vidrios empañados al lado del tubo de una chimenea que botaba vapor. «Es el baño turco», pensó. Más allá había un patio interior y se dijo: «Voy hasta ahí y me devuelvo.» Bajó con sigilo, llegó hasta otra chimenea y asomó la cabeza. Quedó estupefacto.
—Todos empelotos. Unos treinta. Hombres y mujeres. Todos empelotos, charlando y riéndose —Silanpa encendió un cigarrillo mientras Estupiñán lo miraba sorprendido.
—¿Empelotos? Quiere decir… ¿sin ropa?
—Sí. Caminaban por el jardín, leían, fumaban. Todos empelotos.
—Perdone que le pregunte: ¿Y las mujeres también?
—Sí, todos.
—La próxima vez subo yo —Estupiñán se revolvió en la silla del R6—. Fíjese, no más con lo que me cuenta ya se me está parando.
—Estaban tan tranquilos…
—Debe ser por eso que se llama El Paraíso Terrenal.
—Ya entiendo por qué tanto misterio por el teléfono.
—Pero, ¿no había puterío? Quiero decir, los hombres con las mujeres… ¿no?
—No. Charlaban, se paseaban por el jardín.
—Bullshit! Entonces es cosa de maricas. Eso está bien raro, periodista.
—Habrá que volver.
Estupiñán se bajó en la Avenida Suba con 127 y Silanpa fue hacia el apartamento de Mónica. Quería verla a pesar del mensaje con la cita para el día siguiente, consciente de que no respetaba los tiempos habituales de espera y perdón.
Subió en el ascensor mientras buscaba en sus bolsillos la llave que ella le había dado y que casi nunca usaba. «Si no está la espero tomando un ron en la tina.» Pero Mónica sí estaba. Dejó la chaqueta en el sofá y entró al cuarto.
—¿Qué haces aquí? —Mónica lo miró sorprendida.
Estaba desnuda sobre la colcha de la cama: tenía el pelo revuelto, la respiración agitada y los cachetes rojos como amapolas.
—¿Me estabas esperando?
Silanpa la miró con deseo y ella bajó los ojos, sin atreverse a hablar. De pronto un ruido lo distrajo: alguien bajaba el agua del excusado.
—¿Quién…?
No alcanzó a terminar la frase cuando vio a Óscar en la puerta del baño, empeloto. Lo vio venir con aire plácido, arreglándose el pelo y rascándose los testículos.
—No es lo que tú crees… —Mónica habló sin convicción.
Óscar intentó hablar pero Silanpa le pasó por el frente sin decir nada. Dio un portazo y salió.
Llovía, el viento traía un frío que bajaba del cerro.
Con la mente cubierta por una sombra viscosa, Silanpa sólo pudo recordar la página de un libro, una de esas frases de Graham Greene que guardaba en el bolsillo de su muñeca: «En el momento de la conmoción se sufre poco.» Era cierto y ahora le llegaba el turno. Debía hacer algo rápido. Recordó al filósofo Chirolla. Él le había dicho un día: «Esa vieja te va a zafar.»
El vigilante del bar Lolita lo reconoció de inmediato y le abrió la puerta. Silanpa entró y caminó hacia la barra.
—Un whisky. No, mejor un ron.
En las mesas había mujeres solas que lo miraban entre bostezos. Era jueves, once de la noche. Pocos clientes venían a esas horas.
—¿Y Quica? —le preguntó al barman.
—Está en la cocina. ¿Se la llamo?
Silanpa asintió, se sentó en una mesa y un minuto después la joven vino a su lado.
—Vino antes de tiempo, papito. Le dije que el viernes.
Silanpa la miró sin hablar.
—Huy, la cosa parece grave. ¿Puedo pedir un vino?
—Pida lo que quiera.
Tenía un vestido de baño rosado. Las nalgas se le marcaban y el vientre duro le resaltaba la cintura. Silanpa bebió de un trago el ron y pidió otro.
—Cuánto por subir al cuarto.
—Ocho mil.
—Vamos.
Le hizo seña al barman para que le sirviera un último ron doble.
Avanzaron por un corredor hasta el reservado número 6. Al llegar Quica se fue al baño.
—Acuéstese ahí. La ropa puede colgarla en esa percha.
La vio perderse detrás de la puerta. Se quitó los zapatos, la camisa y el pantalón. La esperó en calzoncillos.
Quica vino desnuda y se recostó junto a él dejando ver un espléndido trasero lleno de lunares.
—¿Quiere que le haga algo o se sube ya?
—Me da lo mismo.
El techo daba vueltas sobre su cabeza. Un bombillo colgado de un cordón eléctrico atraía el vuelo de las polillas y las moscas. Siguió bebiendo y se dio cuenta de que Quica ya estaba sobre él, moviéndose con fuerza. La veía como detrás de un vidrio.
—Eso le pasa por tomar tanto.
—No importa, me gustó igual.
En la barra siguió tomando rones, uno tras otro. Pasadas las tres de la mañana recostó la cabeza sobre el mostrador y así se quedó. No se dio cuenta de nada, no oyó los reclamos del propietario ni sintió las garras del portero levantándolo en vilo, sacándolo al frío de la calle y depositándolo en el andén.