Me llamo Aristófanes Moya. Mido 1,80 metros y peso 124 kilos. A lo mejor algunos ya me conocen dada mi modesta y sacrificada condición de hombre semipúblico, ejem… que dedica su vida al servicio de los otros. Pero no estamos aquí para hablar de lo que hacemos en la calle sino de lo que nos trae a este recinto, a esta respetable asociación.
Comer o no comer, ¿quién decide? La cosa se puso grave un día en que, además de las tres comidas reglamentarias, me manduqué la medio pendejadita, con perdón de las señoras, de 17 chocolatinas Jet, 14 talegos de Chitos y 11 Chocorramos. Y eso sólo en lo dulce, porque en lo salado también hice plusmarca: 9 empanadas, 6 arepas con ají y 4 hamburguesas con queso con respectivas porciones de papas fritas, salsa de tomate y mostaza. Todo esto más lo que me aplico en los tres golpes de mantel diarios que exige la Iglesia católica suma más de nueve mil calorías, el triple de lo que un ser humano normalmente constituido necesita para alimentarse. Soy una persona con poca instrucción, pero no por eso me considero un inculto. Veo televisión y oigo radio. Leo un periódico todos los días, me demoro en la sección deportiva pero tampoco le pierdo letra a lo que tiene que ver con política, delincuencia o actos sociales. Una vez al mes, y por consejo de mi señora esposa, compro las Selecciones del Reader’s Digest y, a pesar de lo que ella dice cuando quiere burlarse del sotoscripto, leo varios artículos y no sólo la página de chistes. Fue ahí en donde comencé a tener conciencia de mi problema, concretamente en un capítulo titulado «Soy el estómago de Juan». Aprendí, en resumen, que el estómago es una cosa y la bolsa de la basura otra. Y aquí hago otra hipérbole con disculpa de ustedes: mi señora, que es una santa y que en la cocina y con el cucharón en la mano es capaz de mover montañas, siempre me dice: «Termínese el poquito de sopa que queda, ¿sí? Mire que si no hay que botarla», «Échese esta salsita con más arroz así la acabamos, ¿se la caliento?», y cosas de esas todo el día. Y yo, que delante de un plato de comida tengo la voluntad de un nene de teta, pues le hago caso. Una vez leí, también en Selecciones, que los animales depredadores se comen toda la carne que cazan. Que un tigre o una pantera terminan siempre la presa para no dejarla en manos de otros. Un animal de esos puede comerse 35 kilos de carne, y sólo termina cuando los huesos quedan limpiecitos y ya no hay de dónde chupar. Pero eso es una cosa natural y ahí está la diferencia. Yo me dije: «Aristófanes, usté no es ni tigre ni pantera», aunque debo decir aquí que mis compañeros de trabajo me llaman a veces El Tigre, pero por otras razones que no vienen al caso. En fin, que yo no soy un animal y que puedo pensar, y por eso, por haber pensado, es que estoy pidiendo la ayuda de ustedes, de la asociación La Ultima Cena. No creo que sea una debilidad pedir ayuda, ¿no? Si es humano equivocarse, también es humano saber que un problema existe y que hay que meterle el diente, aunque la expresión ya me delate.