Guerra y paz
Siempre ha habido sociedades que favorecían más a los chicos que a las chicas. La nuestra puede ser la primera en lanzar deliberadamente el cambio en el género. Si continuamos en el mismo camino, los chicos serán, sin duda, el segundo sexo del mañana.
La nueva preeminencia de las chicas es gratificante para esos que creen que, aún ahora, las chicas están silenciadas y disminuidas. A la larga, son los chicos los que están aprendiendo lo que es ser «el otro sexo». Recordemos a Peggy Orenstein y su aprobación de un aula centrada en la mujer, cuyas paredes estaban llenas de cuadros y homenajes a mujeres, con los hombres conspicuamente ausentes: «Tal vez por vez primera, los chicos eran los que estaban mirando por la ventana»[1].
Pero, revirtiendo las posiciones de los sexos en un sistema injusto, no debería ser la idea de justicia de nadie. Un sistema educativo desequilibrado en el cual los chicos (finalmente) están fuera mirando hacia dentro, es intrínsicamente injusto y socialmente divisivo. La gente no ha dado a nadie un mandato para seguir una política que privilegie a las chicas. Ni hay nadie (fuera de los exóticos círculos feministas) pidiendo que a los chicos se les enseñe de forma feminista. Muy pocos padres comparten la creencia de Gloria Steinem de que los chicos deberían ser educados como las chicas.
Si las organizaciones e instituciones como la AAUW, el Wellesley Center, el Proyecto de Harvard, el Centro para hombres del Hospital McLean, el Proyecto de Tufts y la WEEA continúan modelando la «política de género» para nuestras escuelas, el vacío que ahora sitúa severamente en desventaja a los chicos se convertirá en un abismo. Y los esfuerzos para «reconstruir» a los chicos —para interesarlos en muñecas, en tapices, en juegos no competitivos «donde nadie se queda fuera»— continuarán creciendo.
El gran aprendizaje
Recientemente, por razones que tienen poco que ver con el vacío de género educacional, los norteamericanos han empezado a tener una mirada inquisitiva hacia los chicos. Esto es realmente esperanzados ya que el público tiene mucho que aprender acerca de cómo nuestro sistema educativo ha estado fallando continuamente a los chicos, tanto académica como moralmente. Indudablemente, con respecto a los chicos, podemos estar entrando en un período que podría llamarse «El Gran Reaprendizaje». He tomado la frase del novelista Tom Wolfe, que la aplicó primero a las lecciones aprendidas a finales de los 60 por un grupo de hippies que vivían en el distrito Haight-Ashbury de San Francisco. Lo que pasó con los hippies iconoclastas de Wolfe es instructivo.
Los hippies de Haight-Ashbury habían decidido colectivamente que la higiene era un complejo de la clase media. Así que determinaron vivir sin ella. Por ejemplo, los baños y las duchas, aunque no realmente prohibidas, eran desaprobadas como retrógradas. Wolfe estaba intrigado por estos hippies que, decía, «buscaban nada menos que barrer todos los códigos y prohibiciones del pasado y empezar desde cero»[2]. Después de un tiempo, su principal aversión a la higiene moderna tuvo consecuencias tan desagradables como imprevistas. Wolfe los describe así: «En la clínica de Haight-Ashbury había doctores tratando enfermedades que nadie había encontrado antes, enfermedades que habían desaparecido tanto tiempo atrás que no se recordaban los nombres, males como sarna, roña, picor, tirón nervioso, afta, escrofulosis, putrefacción»[3]. El picor y la sama empezaron a vejar a los hippies finalmente, haciéndolos buscar individualmente ayuda en las clínicas locales. Paso a paso, tuvieron que redescubrir por sí mismos los rudimentos de la higiene moderna. Ese lamentable proceso de redescubrimiento es el Gran Reaprendizaje de Wolfe. Un Gran Reaprendizaje es lo que tiene que pasar cuando quiera que los reformadores van demasiado lejos; cuando quiera que, para empezar de nuevo «desde cero», abandonan los valores básicos, las prácticas sociales bien probadas y el evidente sentido común.
La historia de Wolfe es tan cierta como divertida. Estamos familiarizados, sin embargo, con experimentos del siglo XX más consecuentes, menos divertidos, para reconstruir la humanidad desde cero: Marxismo-leninismo, fascismo, maoísmo. Cada uno tiene su parte de fanáticos e ingenieros sociales que creen en la plasticidad de la naturaleza humana y en sus propias recetas para mejorarla. Entre las consecuencias inesperadas de estos experimentos estuvieron el genocidio y el sufrimiento masivo en una escala sin precedentes. Hoy, los europeos del Este están en la mitad de su propio Gran Reaprendizaje. Han ido encontrando dolorosamente el alcance del daño traído por los fanáticos y de la reconstrucción que necesita hacerse.
Norteamérica también ha tenido su parte de desarrollos revolucionarios, no tanto políticos como morales. Hemos abandonado muchas de las costumbres y la moral de las generaciones pasadas con la esperanza de que, empezando desde cero, podíamos acceder a una sociedad que fuera más justa y libre. La nueva amoralidad es la más dramática vista al alcance de nuestros niños. Al negar arriesgadamente la importancia de proporcionar a los jóvenes una guía moral dirigida, padres y educadores han abandonado a la deriva moral a un gran número de ellos. Al descuidar los deberes cruciales de la educación moral, nos hemos puesto a nosotros y a nuestros hijos en peligro. De alguna manera, estamos tan bajo y tan fuera como esos pobres hippies que, finalmente, se encontraron golpeando a la puerta de la clínica. Ahora nosotros también nos enfrentamos a la necesidad de un Gran Reaprendizaje.
Como parte de esta desregulación moral y social y en nombre de un ideal igualitario, hemos negado los hechos concretos acerca de hombres y mujeres, estableciendo el principio de que los chicos y las chicas son lo mismo y que las diferencias que encontramos son el resultado del acondicionamiento social impuesto por una cultura patriarcal masculina que intenta sojuzgar a las mujeres. Ahora debemos reaprender lo que las generaciones previas nunca dudaron: que los chicos y las chicas son diferentes en aspectos que van más allá de las obvias diferencias biológicas.
Un libro reciente, Between Mothers and Sons[*], ofrece una aguda visión de varias madres redescubriendo la naturaleza de los chicos[4]. La mayoría de quienes han contribuido a esta colección de reflecciones madres-hijos se describen a sí mismas como feministas, y uno podía esperar que el libro estuviera lleno de consejos a las madres sobre cómo hacer frente a la perversa masculinidad de sus hijos. Por el contrario, es un resumen de melancólicas consideraciones sobre el «alma de los chicos» en que las madres ponen en cuestión los preciados prejuicios que tenían acerca de los chicos y que han resultado no concordar con su propia experiencia como madres.
Algunas de las madres confiesan haber tratado de educar a sus hijos en conformidad con los preceptos feministas, dejando de hacerlo solo cuando fue evidente que estaban coaccionando a sus hijos a actuar contra su naturaleza. En estos asuntos, la Madre Naturaleza, no la Construcción Social, tiene la última palabra. Estas son historias de cómo una ideología en boga es barrida por el poderoso amor que las madres —incluyendo madres comprometidas con el feminismo— tienen por sus hijos.
Deborah Galyan, una ensayista y escritora de cuentos cortos, describe lo que pasó cuando envió a su hijo Dylan a una preescuela Montessori, «dirigida por un colectivo multirracial de mujeres, adoradoras de la diosa, en Cape Cod»[5]:
Algo en ello no hacía honor a su alma de niño. Creo que era la ausencia de competición física. Los chicos que chocaban o peleaban con los otros eran separados y aconsejados por un pacificador. Los palos fueron confiscados y convertidos en varas para los tomates en el jardín de la escuela… Finalmente lo vi… Lo había enviado ahí para protegerlo del propio circuito y compulsiones y deseos que hacen de él lo que es. Lo había enviado ahí para protegerlo de sí mismo[6].
Galyan se hizo entonces unas penosas preguntas a las cuales encontró una respuesta liberadora: «¿Cómo podría ser una buena feminista, una buena pacifista y una buena madre para un chico que maneja palos y genera armas?». Y: «¿Qué es exactamente un niño de cinco años?». «Un niño de cinco años, aprendí al leer resúmenes de varios estudios neurológicos…, es un humanoide hermoso, fiero, lleno de testosterona, cerebralmente asimétrico, cuidadosamente mecanizado para mover los objetos en el espacio o, por lo menos, para mirar cómo lo hacen otros»[7].
Janet Burroway, poeta, novelista, descrita a sí misma como una pacifista-liberal, tiene un Tim, que creció para ser un soldado de carrera. No está segura de cómo llegó él a moverse exactamente en esa dirección tan opuesta a la suya. Recuerda su permanente fascinación con los aviones de plástico, los soldaditos de juguete y las historias militares, indicando que «su dirección estaba fijada desde temprano»[8]. Tim la sorprende de muchas maneras, pero está claramente orgullosa de él: durante su infancia estaba sorprendida por su «carácter caballeroso»: «Literalmente, arriesgaría su vida por una causa o un amigo». Y confiesa: «Estoy obligada a ser consciente de mis propias contradicciones en su presencia: una feminista a menudo encantada con su machismo»[9].
Galyan y Burroway descartaron algunos prejuicios comunes antimasculinos cuando descubrieron que los chicos tienen sus propias y distintas gracias y virtudes. El amor y respeto que comparten con sus hijos las dejó escarmentadas, más sabias y libres de los resentimientos tan a la moda que muchas mujeres abrigan hacia los hombres. En cualquier caso, tales historias son sensatas. Nos recuerdan la fuerte desaprobación con que muchas mujeres se acercan inicialmente a los chicos.
Mary Gordon, tal vez la más estricta feminista ortodoxa en esta instructiva antología, es otra madre con un hijo conciliador. En una ocasión, su hijo David defendía a su hermana mayor de un matón. «Pensé que era realmente encantador que me defendiera», dijo su hermana. Por un momento, la madre estaba también conmovida por la galantería de David. «Pero, después de un minuto, no quería pensar que una mujer necesitara un hombre para defenderla». Gordon dice que este incidente «me expuso la complejidad de ser una feminista madre de un hijo»[10].
Gordon se da cuenta de que no puede ser justa con su hijo a no ser que se sobreponga a sus prejuicios: «¿Descargaría toda mi rabia generalizada contra los privilegios de los hombres en este niño pequeño que dependía de mí para su supervivencia, física de seguro, pero también mental?». Sin embargo, Gordon permanece dividida entre su principal animosidad en contra «del hombre» y su amor maternal: «No podemos permitimos vapulear a los hombres, en general, ni tampoco permitirnos ver al hombre como el género permanentemente irreconstruible. Ni podemos pretender que las cosas están bien como están… Debemos quererlos como son, a menudo, sin saber qué es lo que los ha hecho de esa manera»[11].
Gordon aún cree firmemente que los hombres necesitan ser «reconstruidos». Al decir: «No podemos permitirnos vapulear a los hombres en general», ella está implicando que una cierta dosis de vapuleo está bien. No parece que se le ocurra que «su rabia generalizada» sea algo de lo que debería estar tratando de desprenderse «en general».
Un no reconocido ánimo contra los chicos anda libre en nuestra sociedad. Las mujeres que idean eventos tales como «El Día del Hijo», que escriben guías antiacoso, que se reúnen en talleres para determinar cómo cambiar el «esquema de género» de los chicos apenas disimulan su enojo y desaprobación. Otros, que no tienen mala voluntad hacia los chicos, sin embargo, no les dan crédito, por lo que miran al chico promedio como alienado, solitario, reprimido emocionalmente, aislado, reñido con su masculinidad e inclinado a la violencia. Estos críticos de «salvad a los chicos» empiezan por dar a los chicos una puntuación de suspenso. Se unen a los partidarios de las chicas para pedir un cambio radical en la forma en que los jóvenes norteamericanos son socializados: solo si educamos a los chicos a ser más como las chicas, podemos ayudarles a convertirse en «chicos reales».
En nuestras escuelas, las prácticas terapéuticas han suplantado efectivamente la educación moral de antaño. Irónicamente, aquellos que presionaban para descartar la vieja educación moral dirigida lo hacían así en nombre de la libertad, porque sinceramente creían que la educación moral «adoctrinaba» a los niños e «imponía» en ellos los valores del profesor, algo que pensaban que las escuelas no tenían el derecho de hacer. De hecho, «el terapismo» que tomó el lugar de la vieja moralidad es bastante más invasivo de la privacidad del niño y bastante más insidioso en sus efectos en la autonomía del niño que la educación moral dirigida, que fue una vez la norma en todas las escuelas.
Es también desafortunado que tantos escritores populares y reformadores educativos piensen mal de los chicos norteamericanos. El peor caso de varones sociópatas —bandas de violadores, asesinos en masa— se convierten en metáforas instantáneas de los hijos de todos. El vasto número de jóvenes varones decentes y honorables, por otro lado, nunca inspiran disquisiciones sobre la naturaleza innata del chico de la puerta de al lado. La doctrina falsa y corrosiva que iguala masculinidad con violencia ha encontrado su paso en la corriente principal.
Estamos en el punto final de un extraordinario período de desregulación moral que está dejando a muchas decenas de miles de nuestros chicos académicamente deficientes y sin una dirección adecuada. Demasiados chicos norteamericanos están fracasando, mal preparados para las demandas de la familia y el trabajo. Muchos tienen solo un vago sentido del bien y el mal. Muchos están todavía siendo enseñados por los románticos rousseaunianos, lo cual quiere decir que están mal enseñados y abandonados para «encontrar sus propios valores».
Hemos creado serios problemas para nosotros mismos al abandonar nuestros deberes de transmitir a nuestros hijos las verdades morales a las que tienen derecho y al fallar en darles la dirección que tan urgentemente necesitan. Más aún, hemos permitido a activistas socialmente divisivos, muchos de los cuales tienen una visión oscura de los hombres y de los chicos, ejercer una influencia sin garantías en nuestras escuelas. Y dado que nos hemos permitido olvidar el propósito central de la educación, estamos recargados con profesores bien intencionados que minusvaloran el conocimiento y el aprendizaje y sobrevaloran su papel como sanadores, reformadores sociales y constructores de confianza.
Como parte de nuestro Gran Reaprendizaje debemos de nuevo reconocer y respetar la realidad de que los chicos y las chicas son diferentes, que cada sexo tiene sus distintas fuerzas y gracias. Debemos poner un punto final a todo el tráfico de crisis que patologiza a los niños: debemos ser menos crédulos cuando «expertos» sensacionalistas hablan de las chicas como ahogadas Ofelias o de los chicos como ansiosos, aislados Hamlets. Ninguno de los sexos necesita ser «reavivado» o «rescatado», ni tampoco necesitan ser «regenerados». En lugar de hacer cosas que no necesitan y no deberían hacerse, debemos dedicamos a las tareas más duras, tan necesarias como posibles: mejorar el clima moral en nuestras escuelas y proporcionar a nuestros niños una escolarización de primera clase que los equipe para la buena vida en el nuevo siglo.
Hemos creado un montón de problemas, tanto para nosotros como para nuestros niños. Ahora debemos decidirnos a solucionarlos. Confío en que podamos hacerlo. Los chicos norteamericanos, cuya masculinidad se ha convertido en políticamente incorrecta, necesitan urgentemente nuestro apoyo. Si eres un optimista, como lo soy yo, crees que el buen sentido y el juego limpio prevalecerán. Si eres madre de hijos, como lo soy yo, sabes que una de las facetas más agradables de la vida es que los chicos sean chicos.