Capítulo Ocho

La vida moral de los chicos

Los chicos descuidados moralmente tienen maneras desagradables de llamar la atención. Todos los chicos necesitan reglas claras, inequívocas. Necesitan estructuras. Los chicos se desarrollan mediante la disciplina y la firme dirección de los adultos en sus vidas. Pero parece que los chicos necesitan estas cosas más aún que las chicas.

El Instituto Josephson de Ética realiza estudios sobre las actitudes morales de los jóvenes. Estos estudios demuestran que las chicas cumplen, normalmente, por encima de los chicos en materia de honestidad. Para el Informe anual sobre ética, de 1998, los investigadores de Josephson utilizaron una muestra de diez mil estudiantes de la escuela superior. Encontraron que, significativamente, más chicos «estaban de acuerdo» o «estaban fuertemente a favor» de «estar dispuestos a hacer trampa en un examen si esto los ayudara a conseguir ingresar en la universidad» (44% de chicos, 27% de chicas). El treinta y tres por ciento de los chicos de la escuela superior dijeron que, en el pasado año, habían robado en las tiendas «dos o más veces»; para las chicas, la cifra era del 21%[1].

La Asociación americana de psiquiatría define un «desorden de conducta» como «un repetitivo y persistente modelo de comportamiento en el cual son violados los derechos básicos de los otros, u otras normas o reglas sociales propias de la edad adulta»[2]. De acuerdo con esta institución, la prevalencia de desórdenes de conducta se ha incrementado desde 1960. Muchos más hombres que mujeres tienen dicho desorden: «Los índices dependen de la naturaleza de la población estudiada y los métodos de investigación: para hombres por debajo de los 18 años, los índices varían de un 6% a un 16%; para las mujeres, los índices varían desde un 2% a un 9%»[3]. En desórdenes de conducta suficientemente severos como para conseguir la atención de la policía, los chicos son aún más predominantes. De acuerdo con el Departamento de Justicia, un 73% de menores entre los diez y diecisiete años arrestados por delitos contra la propiedad en 1993 eran chicos; de los arrestados por delitos violentos, el 86% eran chicos[4].

Que la propensión de los chicos al comportamiento antisocial es significativamente más grande que la de las chicas se sostiene como verdadera aun en la diversidad cultural. En 1997, un estudio de la Universidad de Vermont comparaba los informes de los padres sobre el comportamiento de los chicos en doce países. Los países estudiados (que incluían los Estados Unidos, Tailandia, Grecia, Jamaica, Puerto Rico y Suecia) diferían principalmente en cómo definían los roles de género. Sin embargo, en cada caso, los chicos estaban más inclinados que las chicas a pelear, jurar, robar, coger rabietas y amenazar a los demás[5].

Cada nueva generación entra en la sociedad sin formar y sin educar. El demógrafo Norman B. Ryder, de Princeton, habla de «una perenne invasión de bárbaros que deben de alguna manera ser civilizados… para la supervivencia de la sociedad»[6]. Ryder considera el problema desde la posición ventajosa de la sociedad. Pero, cuando la socialización es inadecuada, los niños también sufren. Una sociedad que fracasa en su misión de humanizar y civilizar a sus chicos falla a sus chicos varones de forma especialmente dañina. El crecimiento de desórdenes de conducta es una indicación de que la socialización de los chicos es cada vez más ineficaz.

Janet Daley, la periodista de educación de The Daily Telegraph en Londres, ha escrito extensamente sobre cómo la falta de directrices en educación moral daña a los chicos más que a las chicas:

Hay un hecho indiscutible al que cualquiera que sea serio en su cometido de ayudar a los chicos jóvenes debe adaptarse: los chicos necesitan mucha más disciplina, estructura y autoridad en sus vidas que las chicas… Los chicos deben estar activamente limitados por un destacamento de adultos en contacto con ellos —padres, maestros, vecinos, policías, viandantes— antes de que puedan ser capaces de controlar sus impulsos asociales, egoístas[7].

Muchos niños norteamericanos contemporáneos nunca encuentran este «destacamento de adultos». De hecho, como trataré de demostrar, hay ahora un gran número de adultos que han desertado totalmente de su tarea central de civilizar a los chicos a su cuidado, dejándolos que se las arreglen como puedan.

Cuando los «bárbaros» no consiguen ser civilizados

A finales de los años ochenta y principios de los noventa, los periódicos relataban horrorosas historias acerca de chicos adolescentes explotando, asaltando y aterrorizando a las chicas. En el sur del Bronx, un grupo de chicos conocidos como los «Whirlpoolers» rodeaban a las chicas en las piscinas públicas y las asaltaban sexualmente. En Glen Ridge, New Jersey, unos populares atletas de la escuela superior violaron cruelmente a una chica retrasada. En Lakewood, California, una banda de chicos de la escuela superior conocidos como los Spur Posse convirtieron la explotación sexual de las chicas en un deporte.

Los grupos de mujeres aprovecharon estos incidentes para considerarlos sintomáticos de una misoginia violenta extendiéndose por la cultura norteamericana. Culpaban a la estereotipada socialización masculina. Refiriéndose al caso Glen Ridge, Berry Friedan anotaba sombríamente que «el machismo es un terreno fértil para las semillas del mal»[8]. Para la columnista Judy Mann, el caso de California Spur Posse «contiene todos los ingredientes de la cultura patriarcal desembocando en la mayor confusión»[9]. Para Susan Faludi, los Spurs eran el «punto cero de la crisis de masculinidad norteamericana»[10].

Joan Didion escribió un largo artículo sobre los Spur Posse para The New Yorker, y el profesor de periodismo de Columbia, Bernard Lefkowitz pasó seis años investigando el caso Glen Ridge. En 1997, publicó un libro sobre este tema. Didion y Lefkowitz ofrecen una detallada visión de las vidas de los jóvenes depredadores masculinos. Podemos ver por nosotros mismos algunas de las fuerzas que convertían a chicos aparentemente normales en criminales. ¿Estaban estos insensibilizados al haber sido separados de sus madres a una edad muy temprana, como sugieren Pollack y Gilligan? ¿Son producto de la socialización convencional masculina? ¿Son los vástagos de lo que Judy Mann llama la «machocracia»?[11].

«Nuestros muchachos»

La violación de Glen Ridge fue difundida el 25 de mayo de 1989. Varios atletas populares de la escuela superior habían atraído a una niña retardada dentro de un sótano, la habían desnudado y la habían penetrado con un palo de escoba y un bate de béisbol. Lefkowitz estaba intrigado con la pregunta de cómo chicos norteamericanos aparentemente normales habían llegado a cometer tales actos: «Esto no era solamente un par de excéntricos con una veta sadista… Trece chicos estuvieron presentes en el sótano donde la supuesta violación tuvo lugar. También hubo informes de que un número de otros chicos habían tratado de atraer a la chica al sótano una segunda vez para repetir la experiencia… Yo quería saber más acerca de cómo esta privilegiada comunidad norteamericana criaba a sus chicos, especialmente, a sus hijos»[12].

De acuerdo con Lefkowitz, estos chicos eran «oro puro, el sueño de toda madre, el orgullo de todo padre. No eran solamente lo mejor de Glen Ridge, sino que en su perfección pertenecían a todos nosotros. Eran Nuestros Muchachos»[13]. ¿Qué había ido mal? Para descubrirlo, emprendió «un examen del carácter de su comunidad y de la gente joven que allí crecía»[14].

Lefkowitz comparte con Friedan y Mann el punto de vista de que el machismo era la causa de mucho del mal:

Los Jocks no inventaron la idea de maltratar a las chicas jóvenes. La pandilla que manejaba a los adolescentes se adhería a un código de comportamiento que imitaba, distorsionaba y exageraba los valores del mundo adulto a su alrededor… Pero estos valores equivocados y, en último término, deshumanizados no eran exclusivos de este pequeño pueblo. Como las continuas revelaciones de acoso sexual y abuso entre los militares, en las universidades, en los lugares de trabajo… sugieren, estos valores tienen profundas raíces en la vida norteamericana[15].

Lefkowitz presenta la historia de Glen Ridge como un cuento moral moderno acerca de la misoginia y la opresión de las mujeres. Pero los hechos de los que poderosamente informa apoyan una interpretación muy diferente de lo que ocurrió. La historia real es acerca de cómo un grupo de adultos —padres, maestros, entrenadores, líderes de la comunidad— fracasaron masiva y trágicamente en llevar a buen término su responsabilidad para civilizar a los chicos a su cuidado. El problema con estos jóvenes depredadores masculinos no era la socialización convencional masculina, sino su ausencia.

Durante la escuela elemental y superior, los gemelos Kevin y Lyle Scherzer y Chirs Archer, los tres chicos que más tarde serían convictos de violación, habían tiranizado a otros estudiantes y maltratado a los maestros. Los «jocks», como se llamaba su grupo, interrumpían repetidamente la clase con arranques violentos y obscenidades. Hicieron polvo el laboratorio de ciencias, destrozaron el club social del colegio, robaron a los otros estudiantes y asaltaron casas. Todas estas acciones se quedaron aparentemente sin castigo. No se registró ningún cargo. No se hicieron arrestos. No se retiraron los privilegios deportivos. Ninguna disculpa fue solicitada ni recibida. De acuerdo con Lefkowitz, los jocks tenían una reputación tan mala que veinte familias retiraron a sus hijos del sistema escolar durante su reinado[16].

La historia del abuso de la niña retrasada, Leslie, se puede rastrear en la primera infancia de Kevin y Lyle. La madre de la niña informa que, cuando los gemelos estaban en el jardín de infancia, engañaron a su hija para que comiera excrementos de perro. Más adelante, le dieron a comer fango, le pincharon en el brazo hasta que estuvo cubierto de verdugones y normalmente se referían a ella en público como «sin-cabeza», «sin-cerebro» y «retrasada».

De nuevo, parece que los chicos nunca fueron reprendidos ni castigados. Los padres de Leslie decidieron no contar a los padres de Kevin y Lyle lo de los excrementos, el fango y los verdugones. Nadie parecía considerar el comportamiento en términos morales. Los padres de Leslie sí consultaron con un psicólogo infantil, quien culpó los incidentes a la inmadurez de la niña, algo de lo que ella saldría con el correr del tiempo. La fuerte malicia y crueldad de estos chicos no fue nunca considerada como un problema serio que debía solucionarse.

Desde que eran niños pequeños, los chicos que más tarde tomarían parte en la violación fueron oportunamente abusivos y crueles prácticamente con todo aquel que se cruzaba en su camino. El patrón persistió durante la adolescencia. Perjudicaban a sus compañeros sin tener en cuenta el sexo. Más adelante, perjudicaban a sus maestros y compañeros de clase. La absoluta ausencia de una disciplina firme, el fracaso de los adultos presentes en su vida para castigarlos por sus acciones, los convirtió en monstruos.

Para cuando los chicos de Glen Ridge asaltaron a Leslie en el sótano, habían tenido ya años de experiencia perpetrando actos criminales y abuso, sin sufrir ninguna consecuencia. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Los funcionarios de la escuela? ¿La policía? De acuerdo con David Maltman, director de Glen Ridge Middle School: «Estos chicos revolucionarían la clase, interrumpirían el estudio, alterarían a los otros chicos, pelearían con ellos, los perseguirían al ir y volver a clase. Al llegar al quinto curso, ya habían tenido una mala reputación por un largo tiempo»[17]. Los funcionarios intentaron intervenir. Justo antes de que esa cohorte ingobernable ingresara en la escuela superior, Maltman y los maestros idearon un plan para llevar más disciplina y orden a la escuela. Tenía varios aspectos que son comunes en muchas escuelas:

  1. Los estudiantes con desórdenes de aprendizaje y comportamiento serían identificados y colocados en clases especiales y, cuando fuera necesario, recibirían tratamiento profesional. (Kevin Scherzer, por ejemplo, había sido clasificado como «neurológicamente débil» en segundo curso. Un equipo de estudio infantil le había dado la misma clasificación que a la niña retardada, Leslie. Pero sus padres habían siempre insistido que fuera mantenido con el resto y tratado como normal).
  2. La escuela contrataría un consejero para intervenir en las crisis.
  3. La escuela instituiría un programa de concienciación sobre el alcohol.
  4. La escuela diseñaría un nuevo código de disciplina, que sería estrictamente obligatorio.

Muchos de los padres de Glen Ridge se sintieron indignados por estos planes. Argumentaron que contratar un consejero de intervención en las crisis y establecer un programa de concienciación sobre el alcohol daría a Glen Ridge una mala reputación. La sola idea de tener a sus hijos «clasificados» bajo alguna categoría de desorden enfadaba a los padres. Cuando Maltman presentó el (suave) código de disciplina en una reunión de padres, «los infiernos se desataron». Según el director: «Los padres pensaron que estos eran los métodos de la Gestapo»[18].

El libro de Lefkowitz describe cómo los chicos eran educados tan permisivamente, con tan pocas directrices morales, que terminaban como sociópatas. Es una historia de jóvenes bárbaros que no fueron nunca civilizados, un Señor de las moscas suburbano. La diferencia es que los sangrientos chicos ingleses en la novela de William Golding cometían sus atrocidades cuando estaban lejos de los adultos, abandonados en una isla después de un naufragio. Lo que es tan escalofriante con Glen Ridge son los adultos tontamente cariñosos que durante años han presidido la desintegración moral de sus hijos. La historia detrás de Spur Posse, de Lakewood, California, es muy similar.

¿Qué es lo que no gusta de mí?

Los Spur Posse, una popular pandilla de la escuela superior que tomó el nombre del equipo de baloncesto San Antonio Spurs, que constaba de veinte o treinta chicos de clase media que competían entre ellos en conseguir «tantos» con las chicas. Apuntaban especialmente a las chicas menores y, en marzo de 1993, nueve de sus miembros fueron arrestados y culpados de una variedad de delitos, que iban desde el asalto sexual a la violación. Una de las supuestas víctimas era una niña de diez años.

Finalmente, la mayoría de los cargos se retiraban, pero estos chicos jactanciosos, ignorantes y depredadores disfrutaban de una celebridad momentánea. «No hicimos nada malo porque no es ilegal tirárnoslas»[*], dijo un indignado Billy Shehan, de diecinueve años, a The New York limes[19]. Los chicos aparecieron en Dateline y los programas de Maury Povich, Jane Whitney y Jenny Jones, contando a las fascinadas audiencias sus aventuras sexuales.

Las escritoras feministas ortodoxas como Betty Friedan, Judy Mann y Susan Faludi ven en los Spur Posse una personificación de los ideales macho-patriarcales. Con menor carga feminista, la novelista y crítica social Joan Didion los veía más convencionalmente como un grupo de chicos sociópatas. Cuando Didion visitó Lakewood en 1993 para escribir una historia sobre ellos para The New Yorker, ella detectó que no era solo desprecio por las mujeres lo que los miembros de Lakewood Spur Posse tenían en común. Como los jocks de Glen Ridge, a estos chicos se les había permitido aterrorizar con impunidad a la población durante años. Un miembro de la Junta escolar contó a Didion historias acerca de los Spurs aproximándose a niños de nueve y diez años en los patios de recreo, robando sus bates de béisbol y diciéndoles: «Si lo cuentas a alguien, te aplastaré la cabeza». El grupo tenía una larga historia de compartimiento antisocial, incluyendo robo, fraude con tarjetas de crédito, asalto, delitos incendiarios, e incluso, un intento de bombardeo.

Como los jocks, los Spur Posse tenían poco sentido del daño y del sufrimiento que estaban ocasionando y ningún sentimiento de remordimiento o vergüenza. Una cosa que parecían tener era una alta autoestima. Al escribir acerca de ellos en su artículo para el New Yorker, Joan Didion dice: «Los chicos parecían haber oído acerca de la autoestima, muy recientemente en las asambleas sobre ‘ética’… que la escuela había organizado muy deprisa después de los arrestos, pero ¡oiga! sin problemas. ‘Estoy completamente a gusto conmigo mismo y mi autoestima’, dijo uno en Dateline»[20]. Cuando otro entrevistador preguntó a un miembro del grupo si se gustaba a sí mismo, el sorprendido chico respondió: «Sí, ¿por qué no debía hacerlo? Quiero decir, ¿qué es lo que puede no gustar de mí?».

El entonces alcalde de Lakewood, Marc Titel, vio inmediatamente en este grupo de chicos un deplorable fracaso de la educación moral: «Necesitamos ver la clase de valores que estamos comunicando a nuestros chicos»[21].

Aunque los chicos no son moralmente inferiores a las chicas, ellos son, ciertamente, más agresivos físicamente, más dispuestos a la violencia y menos adversos al riesgo. Precisamente porque los chicos son por naturaleza más físicamente enérgicos es por lo que necesitan tan urgentemente una educación del carácter estricta y explícita que inculque en ellos una fuerte obligación de comportamiento, obligación que muchos educadores progresistas piensan que no tenemos derecho a «imponer» en ningún niño.

Obtenemos poca aclaración hablando exóticamente acerca de Glen Ridge y Lakewood en términos de «cultura patriarcal desembocando en la mayor confusión» o «punto cero de la crisis norteamericana de la masculinidad». Es más justo y menos esotérico verlos como ejemplos de chicos infradesarrollados moralmente y como evidencia de lo que puede suceder cuando los adultos no brindan la instrucción moral elemental a los chicos jóvenes a su cargo. Mientras más defectos encontremos a la masculinidad en sí misma, más lejos estaremos de reconocer los fallos de la educación moral en las últimas décadas del siglo veinte. Hablar más acerca de los fallos morales es menos elegante que hablar acerca de las perjudiciales prácticas del patriarcado. Pero eso está muy lejos de ser justo.

Diálogo socrático

Desafortunadamente, incluso algunos filósofos morales son renuentes a hablar en términos sencillos acerca del bien y del mal y a pronunciar juicios morales sobre lo que parecen ser casos claros de crueldad moral e inmadurez. En el otoño de 1996, tomé parte en un programa televisado sobre ética presentado como un «Diálogo Socrático». Durante una hora, me reuní con otro profesor de ética, un profesor de historia y siete estudiantes de la escuela superior, en una discusión sobre dilemas morales. El programa «Selecciones Éticas: Voces Individuales» se emitió en la televisión pública y ahora circula en las escuelas superiores para su uso en discusiones sobre el bien y el mal[22]. Su mensaje todavía me inquieta.

En un típico intercambio, el moderador, Kim Taylor-Thompson, profesor de derecho en Stanford (ahora en la Universidad de New York), propuso este dilema a los estudiantes: Vuestro maestro, inesperadamente, os ha asignado un trabajo de cinco folios. Tenéis solo unos pocos días para hacerlo y estáis ya sobrecargados de trabajo. ¿Estaría mal entregar el trabajo de algún otro?

Dos de las chicas encontraron la sugerencia impensable y hablaron acerca de responsabilidad, honor y principios. «Yo no lo haría. Es un asunto de integridad», dijo Elizabeth. «Es deshonesto», dijo Erin. Pero dos de los chicos no veían nada malo en el fraude. Joseph, del undécimo curso, dijo tranquilamente: «Si tienes la oportunidad, deberías aprovecharla». Eric estaba de acuerdo: «Yo utilizaría el trabajo y lo ofrecería a mis amigos».

He enseñado filosofía moral a universitarios de primer curso durante más de quince años, así que no me sorprendió encontrar estudiantes defendiendo el fraude. Hay siempre alguno en cada clase, que hace el papel de abogado del diablo con una franca admiración por la postura del demonio. Pero por lo menos esa noche, en nuestro «Diálogo Socrático» yo esperaba tener un aliado profesional en la persona del otro profesor de filosofía, el profesor William Puka, del Instituto politécnico Rensselaer. Seguramente él se me uniría para presentar argumentos por la honestidad.

Por el contrario, el profesor desertó. Dijo a los estudiantes que, en esta situación, era el maestro el inmoral por haber dado a los estudiantes tal cantidad de trabajo. Se sentía desilusionado con nosotros por no verlo desde su punto de vista. «Lo que me preocupa», dijo, «es cómo habéis aceptado lo de la tarea. Para mí es atroz desde el punto de vista del aprendizaje forzaros a escribir un trabajo en un tiempo tan corto».

Durante gran parte de la sesión, el profesor se centró en la hipocresía de padres, maestros y corporaciones, pero tuvo poco que decir acerca de las obligaciones morales de los estudiantes. Cuando discutimos la inmoralidad de robar en las tiendas, insinuó que las tiendas estaban en el error por sus políticas de precios y habló de las «corporaciones que calculaban un doce por ciento de margen de beneficio… y tal vez de fábricas donde se explota al obrero».

El profesor era simpático y a todas luces bien intencionado. Tal vez, su propósito era «autorizar» a los estudiantes a cuestionar la autoridad y las normas. Eso, sin embargo, es algo que los adolescentes contemporáneos saben ya cómo hacer. Demasiado a menudo, estamos enseñando a los estudiantes a cuestionar principios antes de que los entiendan. Y en este caso, el profesor estaba aconsejando a los estudiantes de la escuela superior a cuestionar las enseñanzas morales y normas de comportamiento que son cruciales para su bienestar.

El estilo de «manos fuera» del profesor Puka ha estado muy de moda en las escuelas públicas durante treinta años. Ha tenido varios nombres: clarificación de valores, situación de la ética, directrices de autoestima. Estos así llamados accesos libres de valores a la ética han florecido en un momento en que muchos padres están fracasando en dar a los niños las directrices apropiadas sobre el bien y el mal. Entretanto, las Cortes han empeorado las cosas. Desde 1969, en casos como Tinker vs. Des Moines School District y Goss vs. López (discutido más adelante), la Corte Suprema ha incrementado mucho los derechos civiles de los niños y ha disminuido el poder de los maestros para hacer cumplir el orden y la disciplina[23].

Los educadores como el profesor del diálogo socrático, así como algunos jueces de la Corte Suprema, han convertido muchas de nuestras escuelas en zonas libres de valores. Como es habitual, sus intenciones eran buenas; proteger la libertad, autonomía y autoexpresión de los jóvenes de la autoritaria presión de los adultos. Desafortunadamente, estos teóricos y juristas están confundidos conceptualmente. Y son los chicos, más que cualquier otro, quienes sufren las consecuencias de su confusión.

La historia de por qué a tantos niños se les priva de una formación moral elemental se extiende a tres o cuatro décadas de reformas equivocadas de educadores, padres y jueces. Reducido a su esencia filosófica, es la historia del triunfo de Jean Jacques Rousseau sobre Aristóteles.

Aristóteles versus Rousseau

Hace unos 2.400 años, Aristóteles articuló lo que los niños necesitan: claras directrices para vivir como seres humanos morales. Lo que Aristóteles recomendaba se convirtió en el modelo por defecto para los educadores morales durante siglos. Enseñó a padres y maestros cómo civilizar las hordas invasoras de niños bárbaros. Solo recientemente muchos educadores han comenzado a denigrar sus enseñanzas.

Aristóteles consideraba a los niños como rebeldes, incivilizados y con mucha necesidad de disciplina. San Agustín, el antiguo filósofo cristiano, fue más allá, considerando la naturaleza obstinada de los niños como una manifestación del pecado original cometido por Adán y Eva cuando se rebelaron contra los dictados de Dios. Cada filósofo, a su manera, consideraba la perversidad como una característica universal de la naturaleza humana.

Aristóteles comparaba la educación moral con el entrenamiento físico. Igual que nos volvemos fuertes y diestros al hacer cosas que requieren fuerza y destreza, decía, nos volvemos buenos al practicar la bondad. La educación ética, como él la entendía, era un entrenamiento en control emocional y comportamiento disciplinado. Habituarse a un comportamiento correcto viene antes de apreciar o entender por qué debemos ser buenos. Primero, los niños deben ser socializados inculcándoles hábitos de decencia y utilizando recompensas y castigos adecuados para disciplinarlos con miras a un buen comportamiento. Finalmente entenderán las razones y las ventajas de ser seres humanos morales.

Lejos de dar prioridad a la libre expresión de la emoción, Aristóteles y también Platón también enseñaron que el desarrollo moral se consigue educando a los niños a modular sus emociones. Para Aristóteles, el conocimiento de uno mismo significa ser consciente de, y evitar comportamientos que la emoción dicta pero la razón prohíbe: «Debemos prestar atención a los errores en los que nosotros mismos estamos propensos a caer (porque todos tenemos diferentes tendencias)… y debemos arrastrarnos en dirección contraria»[24]. Los niños con buenos hábitos morales obtendrán el control sobre el lado inmoderado de su naturaleza y se convertirán en seres humanos libres y prósperos. Como decía Aristóteles: «Las virtudes morales… no están engendradas en nosotros ni por, ni en contra, de la naturaleza; estamos constituidos por la naturaleza para recibirlas, pero su total desarrollo es debido al hábito… Así que es asunto de no poca importancia la clase de hábitos que adquirimos desde la edad más temprana; constituye una gran diferencia o, más bien, toda la diferencia del mundo»[25].

Los principios generales de Aristóteles para educar la moralidad de los niños fueron incuestionables a través de la mayor parte de la historia de Occidente; aún hoy en día, sus enseñanzas representan la opinión más racional en la educación de los niños. Pero en el siglo dieciocho, la sabiduría de Aristóteles fue directamente desafiada por las teorías del filósofo de la Ilustración Jean-Jacques Rousseau.

Rousseau negaba que los niños nacieran rebeldes (originalmente pecadores), insistiendo, en cambio, que ellos, por naturaleza, son seres nobles, virtuosos, a quienes corrompe la intrusa socialización. El niño no tutelado es espontáneamente bueno y agraciado: «Cuando me imagino a un niño de diez o doce años, sano, fuerte y bien desarrollado para su edad, solo nacen en mí pensamientos agradables… Lo veo brillante, vehemente, vigoroso, despreocupado, completamente absorto en el presente, regocijándose en su inmensa vitalidad»[26].

De acuerdo con Rousseau, «la primera educación debería ser totalmente negativa… Consiste no en enseñar virtud o verdad, sino en preservar el corazón del vicio y la mente del error»[27]. Rechaza la tradicional noción de que la educación moral en los primeros estadios debe habituar al niño a un comportamiento virtuoso: «El único hábito que se debería permitir adquirir al niño es el no contraer ninguno… Prepararlo en buen tiempo para el reinado de la libertad y el ejercicio de sus poderes, permitiendo a su cuerpo sus hábitos naturales y acostumbrándolo siempre a ser su propio dueño y seguir los dictados de su voluntad tan pronto como tenga una propia»[28].

Contrariamente al punto de vista recibido, Rousseau creía que la naturaleza del niño era originalmente buena y libre de pecado. Tal como lo veía, una educación apropiada proporciona el terreno para el florecimiento de la innata buena naturaleza del niño, sacándola adelante sin estropear y totalmente efectiva. Según su punto de vista, el objetivo de la educación moral se pierde cuando se impone al niño un código externo. Rousseau era moderno en su desconfianza de la moral ordenada socialmente así como en su creencia de que la mejor educación saca a flote la auténtica naturaleza (benevolente) del niño. Rousseau rechazó enfáticamente la doctrina cristiana de que los seres humanos son innatamente rebeldes y naturalmente pecadores: «Consideremos establecido como un principio incontestable que los primeros impulsos de la naturaleza son siempre buenos. No hay perversidad original en el corazón humano»[29].

Aunque Rousseau estaba en contra de inculcar «hábitos» morales en un ser noble y libre, concedía que el desarrollo de un niño requiere directrices y estímulo para sacar a flote su propia buena naturaleza. Insta a los padres y tutores a poner «en acción los sentimientos generosos del niño»[30].

Otros pensadores cristianos y paganos estaban convencidos de que era necesario mucho más. Insistían en que la virtud no puede obtenerse sin un entrenamiento moral dirigido que habitúe al niño a un comportamiento virtuoso. San Agustín y los pensadores cristianos ortodoxos eran especialmente pesimistas acerca de la eficacia de poner sentimientos generosos en acción. De acuerdo con san Agustín, ni siquiera la más disciplinada educación moral podía garantizar un niño virtuoso; la educación sin la ayuda divina («gracia») es insuficiente. Por el contrario, no solo los seguidores de Rousseau niegan la doctrina agustiniana de que nuestra naturaleza es originalmente pecadora y rebelde, sino que van más allá al considerar la educación moral «dirigida» como un asalto al derecho del niño de desarrollarse libremente.

Hay mucho que admirar en Rousseau. Defendía una crianza humana del niño en un tiempo en que la rigidez y la crueldad eran comunes. Aunque sus críticas de las prácticas educativas de su tiempo eran válidas, sus propias recomendaciones no han probado ser factibles. Tal vez merece la pena tener en cuenta que él no aplicó sus mejores teorías a su propia vida; fue totalmente irresponsable en sus relaciones con sus propios hijos[31]. Sus teorías también estaban afectadas por inconsistencias. Por un lado, estaba firmemente en contra de inculcar hábitos en un niño; por el otro, dispensaba muchos sensatos consejos aristotélicos a los padres acerca de habituar a sus hijos a las virtudes clásicas: «Mantén a tu pupilo ocupado con todas las buenas acciones».

A pesar de su celebración de la libertad, hasta Rousseau hubiera estado asombrado de tanta permisividad que vemos hoy en día. «El medio más seguro para hacer infeliz a tu hijo», escribió, «es acostumbrarlo a tener todo lo que quiera»[32]. De todas maneras, se separó de los tradicionalistas en la cuestión crucial de la naturaleza humana. Para mejor o para peor, los seguidores de Rousseau ignoraron su lado aristotélico y desarrollaron los elementos «progresistas» de su filosofía educativa.

Aunque nos gustaría creele, la prometedora pintura de Rousseau sobre el niño no convence. En «Emilio», Rousseau afirma que, aunque los niños puedan realizar acciones malas, un niño no puede jamás ser acusado de ser mido, «porque la mala acción depende de la mala intención y eso él no lo tendrá nunca»[33]. Esto se hace pedazos frente a la experiencia común. La mayoría de los padres y maestros dirá que los niños, a veces, tienen malas intenciones. En la, tal vez, más famosa descripción de las «malas intenciones» de los niños, san Agustín, en sus Confesiones, describe su placer de juventud en hacer mal, simplemente, por la alegría de quebrantar prohibiciones.

En un jardín cerca de nuestro viñedo había un peral, cargado de fruta que no era deseable ni en apariencia ni en sabor. Una noche, siendo tarde… un grupo de jovencitos muy malos se dispusieron a sacudir y robar el árbol. Nos llevamos gran cantidad de fruta de dicho árbol, no para nuestro propio consumo, sino más bien para tirarlas a los cerdos; aun cuando comimos un poco de ella, hicimos esto porque nos placía por la sola razón de estar prohibido[34].

Indudablemente, algunos padres y maestros podían encontrar subestimada la descripción de Agustín de la ingobernable naturaleza de los niños. Algunos pueden encontrar en El Señor de las Moscas de Golding una descripción más eficaz de lo que los niños son naturalmente que el ideal romántico de Rousseau.

¿Quién tiene razón, Aristóteles o Rousseau? Aristóteles gana el argumento en el tribunal del sentido común y la experiencia histórica. Ciertamente, gana con la mayoría de los padres. Por todo el mundo, madres y padres no cesan de trabajar para habituar a sus niños en el ejercicio del control de uno mismo, en la templanza, la honestidad y el coraje.

Pero es Rousseau quien domina poderosamente el pensamiento de los teóricos cuya influencia satura las modernas escuelas de educación. La filosofía educativa de Rousseau inspiró los movimientos progresistas en educación, la cual se alejó de la enseñanza repetitiva y buscó métodos que liberarían la creatividad del niño. Las ideas de Rousseau también se despliegan para desacreditar el ordenado estilo tradicional de la educación moral asociada con la teoría ética de Aristóteles y la religión y práctica judeocristiana.

El estilo ordenado de educación, denigrado como adoctrinamiento, fue desechado en la segunda mitad del siglo veinte y descontinuado a medida que el estilo progresista se hacía dominante. En los años 70, la educación del carácter había sido, efectivamente, desacreditada y virtualmente abandonada en la práctica.

¿Qué sucede cuando educadores celebran la creatividad e innata bondad de los niños y abandonan la responsabilidad ancestral de disciplinarlos, entrenarlos y civilizarlos? Desafortunadamente, sabemos la respuesta: estamos saliendo recientemente de un experimento de treinta años con la desregulación moral. La ascendencia de Rousseau como el filósofo de la educación y el eclipse de Aristóteles han sido malos para todos los niños, pero han sido especialmente malos para los chicos.

Chiquillos libres de valores

En 1970, Theodore Sizer, entonces decano de la Escuela de Educación de Harvard, coeditó con su mujer, Nancy, una colección de lecturas éticas tituladas Moral Education[35]. El prefacio establecía el tono condenando la moralidad del «caballero cristiano», la «pradera» norteamericana y la hipocresía de los profesores que toleran un sistema de calificaciones que es a menudo el «terror de los jóvenes»[36]. Los Sizer eran especialmente críticos con la «cruda y filosóficamente ingenua y sermoneante tradición» del siglo diecinueve. Se referían a la educación ética ordenada en todos sus aspectos como «la vieja moralidad». De acuerdo con los Sizer, los líderes moralistas están de acuerdo en que esa clase de moralidad «podría y debería ser eliminada»[37].

Los Sizer favorecían una «nueva moralidad» que da primacía a la autonomía e independencia de los estudiantes. Los profesores nunca deberían predicar o intentar inculcar la virtud; antes bien deberían demostrar a través de sus acciones un «intenso compromiso» con la justicia social. En parte, esto significa democratizar el aula: «El maestro y los niños pueden aprender uno del otro acerca de la moralidad»[38].

Los Sizer predicaban una doctrina que ya estaba siendo practicada en muchas escuelas de todo el país. Las escuelas estaban eliminando la «vieja moralidad» en favor de alternativas que daban primacía a la autonomía moral de los niños. «La clarificación de los valores» fue popular en los años setenta. Los proponentes de la clarificación de los valores consideran inapropiado para un profesor animar a los estudiantes, bien sea sutil o indirectamente, a adoptar los valores del profesor o de la comunidad. El pecado cardinal es «imponer» valores al estudiante. En su lugar, el trabajo del profesor consiste en ayudar a los estudiantes a descubrir «sus propios valores». En un libro de 1973, dos de los líderes del movimiento, Sydney Simon y Howard Kirschenbaum, explican lo malo de la educación tradicional de la ética: «Nosotros llamamos a este método ‘moralizador’, aunque ha sido también conocido como inculcar, imponer, adoctrinar y, en su forma más extrema, lavar el cerebro»[39].

Lawrence Kohlberg, un psicólogo moral de Harvard, desarrolló el crecimiento moral cognitivo, una propuesta favorecida en segundo término. Kohlberg compartía con los Sizer su pobre opinión sobre la moralidad tradicional, refiriéndose con desdén a los «viejos sacos de virtudes» que los antiguos educadores habían tratado de inculcar[40]. Los seguidores de Kohlberg eran más tradicionales que los proponentes de la clarificación de valores. Buscaban promover el conocimiento kantiano del deber y la responsabilidad en los estudiantes. También eran tradicionales en su oposición al «relativismo moral» que muchos educadores progresistas encontraban agradable. De todas maneras, compartían con otros progresistas su desdén por cualquier forma de inculcar, de arriba abajo, principios morales. También creían en la «enseñanza centrada en el estudiante», en la cual, el maestro actúa menos como guía que como «facilitador» del desarrollo del estudiante.

El mismo Kohlberg cambiaría más tarde su forma de pensar y concedería que su rechazo de la educación moral «adoctrinadora» había sido un error[41]. Pero su admirable retractación tuvo poco efecto. En las últimas décadas del siglo veinte, el tradicional método «adoctrinador» (dirigido) de la educación moral había caído en desuso en la mayoría de las escuelas públicas y perduraron los puntos de vista negativos.

Irónicamente, la siguiente moda en pedagogía progresista, la enseñanza centrada en el estudiante, iba a dejar atrás a los seguidores de Kohlberg y a los clarificadores de valores. La nueva palabra clave era «autoestima». A finales de los ochenta, la educación de la autoestima estaba en pleno vigor. La ética había sido sustituida por la atención al sentido de bienestar personal del niño: el objetivo principal de la escuela era enseñar a los niños a apreciar sus derechos y su propia valía. En los viejos tiempos, los maestros pedirían a los alumnos de séptimo curso que escribieran acerca de «La persona a quien más admiro». Pero, hoy en día, con un «programa de estudios centrado en el niño» piden a los niños que escriban ensayos festejándose a sí mismos. En un popular texto de Lengua Inglesa de la escuela intermedia, una tarea escolar llamada «El Premio Nobel por ser tú» informa a los estudiantes de que son «maravillosos» y «sorprendentes» y los animan a «crear dos documentos en conexión con tu Premio Nobel. El primer documento ha de ser una carta de nominación escrita por la persona que te conoce mejor. El segundo ha de ser el guión de tu discurso de aceptación, el cual leerás en la ceremonia anual de la entrega en Estocolmo, Suecia»[42]. Para obtener créditos extra, los estudiantes pueden otorgarse a sí mismos un trofeo «que sea especialmente pensado para ti y nadie más».

A través de la mayor parte de la historia humana, los niños aprenden acerca de la virtud y el honor oyendo o leyendo las inspiradoras historias de grandes hombres y mujeres. Por los años 90, esta práctica, que muchos educadores consideran como demasiado dirigidas, estaba dando lugar a prácticas que sugerían a los estudiantes que ellos eran sus propios y mejores guías en la vida. Este tornar al sujeto autónomo como la última autoridad moral es una notable consecuencia del triunfo del estilo progresista sobre los tradicionales métodos dirigidos de la educación.

Es difícil ver cómo los teóricos de Harvard que instaban a los maestros a abandonar la «cruda y filosóficamente ingenua y sermoneadora tradición» del siglo diecinueve pueden defender el crudo egoísmo que la ha reemplazado. Aparte de las sutilezas filosóficas, hay consecuencias de comportamiento concretas. La desregulación moral que los educadores pedían tuvo lugar en las mismas décadas que vieron crecer los desórdenes de conducta entre los chicos de las escuelas de la nación. No resulta extraño que mucho, tal vez muchísimo, de esta tendencia pueda ser adscrita a los grandes cambios sociales que debilitaron la familia y la comunidad. Pero algo de la culpa puede colocarse en la puerta de los bien intencionados profesores que ayudaron a minar la tradicional misión de las escuelas para edificar moralmente a sus alumnos.

Pocos pensadores han escrito acerca de la autonomía individual con más pasión y buen sentido que el filósofo del siglo diecinueve John Stuart Mill. Pero Mili deja claro que está hablando de adultos. «No estamos hablando de niños», dice en Sobre la libertad. «Nadie niega que se debería enseñar y entrenar a los jóvenes a conocer y beneficiarse con los resultados obtenidos de la experiencia humana»[43].

Mill no podía anticipar el advenimiento de pensadores tales como los Sizer y los clarificadores de los valores, que recomendaban con poca sinceridad «eliminar» la vieja moralidad.

Rousseau en los tribunales

En décadas recientes, los tribunales han hecho su parte para erosionar el poder de los profesores y funcionarios escolares para hacer cumplir la disciplina y las normas morales tradicionales. En 1969, en Tinker vs. Des Moines School District, la Corte Suprema de los Estados Unidos falló que las autoridades escolares de Iowa habían violado los derechos de los estudiantes al negarles permiso para usar brazaletes de protesta en la escuela. La juez Abe Fortas, en opinión de la mayoría, encontraba la acción de las autoridades de la escuela anticonstitucional: «No necesita casi argumentarse que se despojaba a los estudiantes de sus derechos constitucionales a la libertad de expresión y de palabra en la puerta de la escuela»[44].

El juez Hugo Black disentía. Aunque un gran campeón de los derechos de la Primera Enmienda, señalaba que los escolares «necesitan aprender, no enseñar». Escribió, presintiéndolo: «Es el comienzo de una nueva era revolucionaria de permisividad en este país propiciada por los jueces… Desatados a raíz de las demandas por daños y por los procesos contra sus maestros… no es difícil imaginar que los estudiantes jóvenes, inmaduros, creerán muy pronto que tienen derecho a controlar las escuelas»[45].

Abigail Thernstrom, científica política en el Manhattan Institute, cita el caso Tinker como el principio del fin de una disciplina escolar efectiva. También lo ve como un desafortunado ejemplo del romanticismo rousseauniano en los tribunales. De acuerdo con Thernstrom, «la opinión (mayoritaria de Fortas) era una romántica celebración de conflicto y permisividad, aun dentro de las paredes de la escuela como si el futuro del gobierno democrático y la cultura norteamericana pudieran ser puestos en peligro si se hubiera dicho a los estudiantes que hicieran su demostración en otra parte»[46].

En 1975, un segundo caso que disminuiría aún más la autoridad de los funcionarios escolares para corregir el comportamiento de los estudiantes llegó al Tribunal Supremo. En el caso Goss vs. López, la Corte Suprema legisló inconstitucional para las escuelas suspender o expulsar a los estudiantes sin el debido proceso. El juez Byron White, que redactó la opinión de la mayoría, estuvo fuertemente a favor de extender los derechos de los estudiantes. El juez Lewis Powell se opuso a tal legislación, temiendo que pudiera ser finalmente dañina para los estudiantes. Thernstrom ha caracterizado con acierto las dos opiniones: «White ha levantado el espectro de las escuelas como instituciones con un potencial ‘poder sin trabas’. La suspensión —aun por un solo día— era un ‘hecho serio’ que privaba a los estudiantes de su derecho a la educación. El juez Powell creía precisamente lo contrario; él asumía que la suspensión creaba las condiciones bajo las cuales los niños podían aprender»[47].

El juez White se impuso y así la judicatura unió a los educadores progresistas y a muchos padres en sostener que «los derechos de los estudiantes superaban la tradicional prerrogativa de los maestros para exigir conformidad con la disciplina escolar. La legislación Goss ayudó a traer la era de la permisividad que había alertado el juez Black. Desde lo más alto de los motivos progresistas, el sistema educativo fue despojado de la capacidad para imponer sus códigos y regulaciones».

A mediados de los 70 estábamos en camino de convertimos en la primera sociedad de la historia en utilizar los altos principios para debilitar la autoridad moral de los maestros. Muy pronto, los funcionarios locales por todo el país, como el director Maltman en Glen Ridge High y el alcalde Titel, en Lakewood, no tendrían ningún poder frente a los estudiantes delincuentes y los padres litigantes.

Dónde se equivocan los reformistas

El propósito de la educación moral no es preservar la autonomía de nuestros niños, sino desarrollar el carácter con el que han de contar cuando sean adultos. Y como Aristóteles demostró claramente, los niños que han recibido ayuda para desarrollar hábitos morales encontrarán más fácil convertirse en adultos autónomos. Por el contrario, los niños que han sido abandonados a sus propios recursos fracasarán.

Aquellos que se oponen a la educación moral dirigida la llaman a menudo una forma de lavado de cerebro o adoctrinamiento. Esto es simple confusión. Cuando uno lava el cerebro de la gente, uno mina su autonomía, su autodominio racional; disminuye su libertad. Pero cuando uno educa a los niños, enseñándoles a ser competentes, autocontrolados y moralmente responsables de sus acciones, uno acrecienta su libertad y enriquece su humanidad. Los griegos y romanos entendían esto muy bien; lo mismo hicieron los grandes pensadores escolásticos y de la Ilustración. Indudablemente, este es un principio básico de cualquier gran religión y cualquier civilización importante. Saber lo que es correcto y actuar según ello es la mayor expresión de la libertad y la autonomía personal.

Lo que los Victorianos tenían en mente cuando ensalzaban las cualidades de un «gentleman», de un caballero, eran las virtudes que necesitamos inculcar en todos nuestros niños: honestidad, integridad, valor, decencia, gentileza. Son tan importantes para el bienestar de un joven varón de hoy como lo fueron en la Inglaterra del siglo XIX. Aún hoy en día, a pesar de varias décadas de desregulación moral, la mayoría de los jóvenes varones entienden el término «gentleman» (caballerosidad) y aprueban los ideales que ello connota.

Sugerir que hay que poner más énfasis en inculcar el sentido de responsabilidad y el civismo en los niños que en alertarlos respecto a sus derechos civiles y personales bajo la ley puede sonar antiguo, quijotesco y hasta reaccionario. Es, sin embargo, práctico y alcanzable. El hecho es que, a pesar de las apariencias en contra, la mayoría de los niños responden a y respetan la cortesía y las buenas maneras. Si sus propias maneras son deficientes, es debido a lo poco que se ha esperado (y menos exigido) de ellos.

Lejos de ser opresivos, controladores y agobiantes, las buenas maneras, los instintos y virtudes que reconocemos en seres humanos considerados y decentes —en el caso de los hombres, las buenas maneras, los instintos y virtudes que asociamos con ser un caballero— son liberadoras. El educar, humanizar y civilizar a un chico es permitirle alcanzar lo máximo de sí mismo. En cuanto a la comunidad, las buenas maneras y la buena moral la benefician bastante más que hasta la mejor de las leyes.

Cuando los padres y maestros fracasan en inculcar cualidades gentiles en un chico, se quedan cortos en cuanto a sus deberes con el chico y con la sociedad. Algunos historiadores y filósofos han despedido con escepticismo las maneras y virtudes burguesas como un medio por el que una élite aristocrática oprime a las clases media y trabajadora. Pero eso, como apunta el político-científico James Q. Wilson, es perversamente equivocado: «Bertrand Russell… sonreiría despectivamente ante que ‘el concepto de gentilhombre fuera inventado por la aristocracia para mantener en orden las clases medias,’ cuando, en realidad, el concepto de gentilhombre facultaba a las clases medias a suplantar a la aristocracia»[48].

La historiadora Gertrude Himmelfarb recoge este tema en un importante ensayo histórico. «Sí, como algunos historiadores mantienen, los Victorianos tuvieron éxito en ‘aburguesar’ sus caracteres», escribe Himmelfarb,

hasta el extremo que también los democratizaron. Al atribuir a cada uno las mismas virtudes —por lo menos en potencia, cuando no en realidad— asumieron una naturaleza humana común y, por consiguiente, una moral… igualitaria. Incluso las virtudes «caballerosas» —honestidad, integridad, valor, gentileza— no estaban por encima de la capacidad de la persona común… En una edad aristocrática, solo el individuo excepcional, privilegiado, había sido visto como un agente moral libre, el dueño de su destino[49].

Edmund Burke, el gran filósofo político conservador del siglo XVIII, argumentaba que, en asuntos humanos, un sentido de la corrección es aún más importante que la fidelidad a las leyes: «Las maneras tienen más importancia que las leyes. De ellas, en gran medida, dependen las leyes. La ley nos toca, pero aquí y ahí y ahora y luego. Las maneras son lo que nos contraría y calma, corrompe o purifica, exalta o envilece, barbariza o refina mediante una constante, firme, uniforme e insensible operación. Como la del aire que respiramos»[50].

El sentido común, la convención, la tradición e incluso la investigación moderna en ciencias sociales[51], todo converge en apoyo de la que ha sido llamada la tradición aristotélica de educación directiva del carácter. Los niños necesitan modelos, necesitan líneas directrices claras, necesitan adultos en sus vidas que sean comprensivos pero firmemente persistentes en cuanto al comportamiento responsable. Pero una absoluta aceptación de estos modelos ha estado fuera de moda en los círculos educativos durante más de treinta años.

Una educación aristotélica es todavía la mejor apuesta para el niño. Desafortunadamente, nuestra era se caracteriza por el ascendiente de Rousseau y una decidida antipatía hacia la inculcación dirigida de las virtudes. No es coincidencia que el giro romántico en educación haya estado acompañado por un marcado declive en la suerte y perspectivas de los chicos en nuestro país.

Dos chicos mal socializados

En abril de 1999, la masacre del instituto Columbine en Littleton, Colorado, conmocionó a una nación que no podía comprender su fría brutalidad. Era el séptimo tiroteo escolar en menos de dos años. Esta vez, más que nunca, la necesidad de encontrar el sentido a tales tragedias era palpable. ¿Cómo podía suceder? Las explicaciones usuales tenían poco sentido. ¿Pobreza? Eric Harris y Dylan Klebold no eran pobres. ¿Fácil acceso a las armas? Verdad, pero los chicos jóvenes, especialmente en el Oeste, han tenido siempre acceso a las armas. ¿Divorcio? Las familias de ambos chicos estaban intactas. ¿Una nación de chicos emocionalmente reprimidos? Los chicos eran más o menos lo mismos en los años 50 y 60, cuando nadie tiroteaba a sus compañeros de clase. ¿Y por qué los chicos norteamericanos?

Preguntarse «¿Por qué ahora?» y «¿Por qué aquí?» nos puso en la pista de lo que estaba faltando en la forma norteamericana de socializar a los niños y que estaba presente en el pasado inmediato. Para encontrar las respuestas, necesitamos prestar atención a los puntos de vista de los teóricos de la educación progresista que pedían abandonar la misión tradicional de adoctrinar a los niños en la «vieja moralidad». Ellos consiguieron persuadir al sistema educativo norteamericano para que adoptara en su lugar la pedagogía moral romántica de Rousseau.

Los padres y profesores que adoptaron este punto de vista subestimaban malamente la barbarie potencial de los niños que no reciben una educación moral dirigida. Que el enfoque romántico en la educación moral es dañino está haciéndose más y más obvio para el público, pero llevará algún tiempo el cambio del sistema educativo. Una semana después del tiroteo de Colorado, el Secretario de Educación, Richard Riley, habló con un grupo de estudiantes en una escuela superior en Annapolis, Maryland. Después de que el secretario resumiera las causas y razones usuales para tal atrocidad, un estudiante le preguntó acerca de una que él no había mencionado: «¿Por qué los estudiantes no han recibido clases de ética?». El Secretario Riley pareció haber sido cogido por sorpresa por la pregunta.

No es posible que una simple asignatura de ética hubiera sido suficiente para detener a chicos como Harris y Klebold de asesinar a sus compañeros de clase. Por otro lado, un programa de estudios lleno de contenido moral hubiera creado un clima que hubiera hecho una masacre inimaginable. Pero dicho acto depravado e inmoral era, en realidad, inimaginable en los «ingenuos» días anteriores a que las escuelas arrojaran fuera su misión de edificación moral. La insistencia en el desarrollo del carácter podría también haber disminuido el irónico maltrato sufrido por estos dos chicos a manos de estudiantes más populares que, aparentemente, fue uno de los hechos instigadores de sus horribles acciones.

Los maestros, también, hubieran actuado de diferente forma. Si los profesores de las escuelas de Littleton hubieran considerado como su deber civilizar a los estudiantes a su cuidado, nunca habrían pasado por alto el bizarro y antisocial comportamiento de Harris y Klebold. Cuando los muchachos aparecieron en la escuela con camisetas con las palabras «Asesino en Serie» inscritas en ellas, sus maestros los hubieran mandado a casa. Ni hubieran estado los chicos autorizados a llevar esvásticas o producir vídeos grotescamente violentos. Al tolerar estas modas de «autoexpresión», los adultos en Columbine High School enviaron implícitamente el mensaje a los estudiantes de que no había tanto mal en los asesinatos en serie o en masa de gente inocente.

Una maestra de Lengua en Columbine, Cheryl Lucas, dijo a Education Week que ambos chicos habían escrito cuentos cortos acerca de la muerte y asesinatos «que eran horrible y gráficamente violentos» y que ella lo había notificado a los funcionarios escolares. De acuerdo con Lucas, los funcionarios no habían tomado ninguna acción porque nada de lo que los chicos escribieron había violado la política de la escuela. Hablando con dolorosa ironía, la frustrada maestra explicaba: «En una sociedad libre, no puedes emprender ninguna acción hasta que hayan cometido algún horroroso crimen porque tienen garantizada la libertad de palabra»[52]. En muchas escuelas superiores, los estudiantes confían en que sus derechos a la libre expresión estarán protegidos. Los consejeros y administradores, temerosos de los desafíos de padres litigantes respaldados por la Unión por las libertades civiles y otros celosos guardianes de los derechos de los estudiantes, raramente emprenden acciones.

La historia de amor de la educación norteamericana con la romántica idealización del niño por Rousseau ha hecho inevitable que nuestras escuelas públicas fracasen al hacer su parte en la tarea de civilizar a los jóvenes «bárbaros». La mayoría de las escuelas ya no se ven a sí mismas como poseedoras de un rol primario en la edificación moral. Ahora, el estilo es no interferir con la autonomía y autoexpresión del niño. Y ahí es donde nos encontramos hoy día.

Muchas escuelas han renunciado totalmente a la tarea de educación del carácter, dejando a gran número de niños norteamericanos a la deriva. Bajo la actual política del dejar hacer, nuestras escuelas están hospedando una gran cantidad de niños socializados de forma inadecuada. El dejar a los niños que descubran sus propios valores es un poco como ponerlos en un laboratorio de química lleno de sustancias volátiles diciendo: «Descubrid vuestras propias mezclas, chicos». No nos sorprendería si alguno saliera volando y destruyera a los que estuvieran a su alrededor.

Añadimos a esto los factores de que las armas están fácilmente disponibles y que las violentas fantasías electrónicas están en todas las pantallas de TV y monitores de ordenador y las probabilidades de violencia resultan extraordinariamente grandes. El daño ocasionado por la psicopatología, la exposición en los medios a escenas de violencia que glorifican a los perpetradores e insensibilizan a los espectadores ante lo que sufren las víctimas y el fácil acceso a las armas es, en muchos casos, magnificado en el entorno del dejar hacer, moralmente permisivo, que facilitan muchas escuelas de hoy.

Por supuesto, los padres tienen la responsabilidad de la educación moral de sus hijos. Pero las escuelas establecen el tono y el modelo; la mayoría de los padres toma sus ejemplos de las escuelas y los que buscan modelos más altos se sienten imposibilitados cuando las escuelas se muestran indiferentes. La edificación moral siempre ha sido una misión primordial de las escuelas de la nación. El período desde 1970 ha sido la excepción histórica.

El casi deliberado abandono de las escuelas de su misión moral en los últimos treinta años ha hecho un daño incalculable. Hoy en día, los educadores no usan el lenguaje del sentido común sobre moralidad pero hablan, en cambio, de chicos que tienen «desórdenes de conducta». Y nosotros prestamos insuficiente atención al hecho de que el incremento de desórdenes de conducta (algo hacia lo que la Asociación Americana de Psiquiatría pide atención) ha ocurrido en las décadas desde que las escuelas abdicaron de sus deberes a edificar moralmente a los niños a su cuidado[53]. Ese temerario rechazo es todavía la norma en las escuelas públicas norteamericanas. Pero puede cambiar.

Aires de cambio

Aún antes de que el torrente de tiroteos escolares hubiera hecho evidente que la mayoría de las escuelas, hoy en día, son moralmente ineficaces, había voces pidiendo una reforma. A principios de los noventa, una hasta ahora mayoría silenciosa de padres, profesores y activistas empezaron a manifestarse en favor de la antigua educación moral. En julio de 1992, un grupo llamado Coalición por el Carácter (organizado por el Instituto Josephson de Éticas y compuesto por maestros, líderes juveniles, políticos y moralistas) se reunieron en Aspen, Colorado, para una conferencia de tres días y medio sobre educación del carácter. Al final de la conferencia, el grupo emitió una Declaración sobre educación del carácter. Entre sus principios:

Esta Coalición ha atraído a un grupo de seguidores amplio y políticamente diverso. Su Junta de consejeros incluye a liberales como Marian Wright Edelman, y conservadores, como William Bennett. Diez senadores de los Estados Unidos de ambos partidos políticos se han unido, junto con un gran número de gobernadores, alcaldes y representantes estatales. El nuevo movimiento de la educación del carácter está ganando ímpetu. Indudablemente, los acontecimientos en Littleton provocaron un soporte adicional.

De un tiempo a esta parte, diversas escuelas por todo el país han empezado a encontrar su camino de vuelta a las versiones contemporáneas de educación moral dirigida. Los maestros, directivos y padres están una vez más emprendiendo la tarea de dejar claro a los estudiantes que se deben comportar honorable, cortés y generosamente, que deben trabajar mucho y buscar la excelencia. En algunas escuelas, todo el programa de estudios está modelado con estos imperativos.

Las escuelas individuales están indicando el camino de vuelta. La escuela Fallon Park en Roanoke, Virginia, por ejemplo, ha percibido un cambio dramático en sus estudiantes desde que el director adoptó el programa de la Coalición por el carácter, en 1998[55]. Cada mañana, los estudiantes recitan la Jura de la Bandera. A continuación sigue una promesa escrita por los estudiantes y los maestros: «Cada día en nuestras palabras y acciones perseveraremos en demostrar respeto, bondad, justicia, honradez, responsabilidad y ciudadanía. Estas cualidades nos ayudarán a ser estudiantes con éxito que trabajan y juegan bien juntos». De acuerdo con el director, las suspensiones han disminuido un 60%, la asistencia y las calificaciones han mejorado, y —mirabile dictu— el mal comportamiento en los autobuses de la escuela ha desaparecido. La instructora de gimnasia de la escuela, allí desde hace veinte años, ha acusado un mejor aprovechamiento. Los muchachos están practicando buena deportividad y hasta los chicos problemáticos de la escuela parecen estar cambiando para mejor. Recientemente se fijó en uno de dichos chicos animando a una chica tímida a participar en el juego: «Casi me hizo llorar… este es el mejor año en esta escuela»[56].

Vera White, directora del Jefferson Júnior High en Washington, D.C., se quedó muy sorprendida, hace algunos años, cuando se dio cuenta de que los niños de su escuela habían sido parte de una multitud encolerizada que había atacado a la policía y a los bomberos con piedras y botellas: «Esos son mis niños. Si ellos no se preocupan lo bastante para respetar al alcalde y al jefe de bomberos y a todo el mundo, ¿de qué sirve una educación?». Decidió convertir la educación del carácter en el punto central de la misión de su escuela. Los estudiantes asisten ahora a asambleas que se centran en rasgos positivos como respeto y responsabilidad. Ms. White inició el programa en 1992, desde entonces el robo y las peleas han sido raras. A diferencia de otras escuelas en la zona, Jefferson no tiene rejas en las ventanas ni detectores de metal[57].

F. Washington Jarvis, director de la Roxbury Latin School en Boston y sacerdote de la iglesia episcopal, ha puesto siempre el énfasis en el carácter y la disciplina. Pero otros se le están uniendo ahora. Jarvis mantiene un estricto punto de vista no rousseauniano sobre la naturaleza humana: considera que, abandonados sin entrenamiento, somos «brutos, egoístas y capaces de gran crueldad». Debemos hacer lo máximo para ser decentes y responsables y debemos exigir esto de nuestros hijos y nuestros alumnos. Cuando quiera que se comporten mal, dice el director: «Tenemos que poner un espejo delante de los estudiantes y decir: ‘Esto es lo que eres. Detente’»[58].

Contrastemos estas escuelas con una escuela típica como el Instituto Columbine, de Littleton. Sabemos que los asesinos de Littleton habían asistido a seminarios para controlar la ira, habían tenido reuniones semanales con un funcionario de «diversificación», habían asistido a un panel de discusión sobre alcohol y conducción y habían realizado servicios comunitarios obligatorios. Pero parece que nunca se habían encontrado con el reverendo Jarvis o con la directora White.

Después de Littleton, muchas puertas de granero se cerraron y candaron. Pero un portavoz del distrito de Littleton había hecho la pregunta correcta: «¿Convertís una escuela superior en un campo armado de prisioneros, donde hay detectores de metales que hace que los chicos se sientan prisioneros, o contáis con la básica bondad de la gente y ponéis buenas reglas en su lugar?»[59].

Hostilidad progresiva

Aunque el movimiento para reinstalar la educación moral dirigida y el «poned buenas reglas en su lugar» está cogiendo impulso, está encontrando fuerte oposición en algunos lugares. Benjamin DeMott, profesor emérito de Amherst, escribió un artículo mordaz en Harper’s Magazine en 1994, burlándose del movimiento para recuperar la educación del carácter. Como el profesor Puka, DeMott pregunta cómo esperamos enseñar ética en una sociedad donde los directores generales se adjudican a sí mismos grandes salarios «en mitad de los recortes de personal»[60]. Alfie Kohn, un popular conferenciante de educación y escritor, publicó una larga crítica en la revista de educación Phi Delta Kappan acusando a los programas de educación del carácter de adoctrinar a los niños, haciéndolos obedientes trabajadores en una sociedad injusta donde «la riqueza de la nación está concentrada cada vez en menos y menos manos»[61]. Pretende que los valores reaccionarios son, actualmente, una fuerza poderosa en las escuelas de nuestra nación: «Incluso se espera que los niños en las escuelas norteamericanas empiecen cada día recitando un voto de lealtad a la Patria, aunque se le llama con un nombre diferente»[62]. La comparación de Kohn —comparando la Jura de la Bandera a un voto de lealtad al Reich de Hitler— es un claro ejemplo de mente fija que uno todavía encuentra entre los progresistas.

Thomas Lasley, decano de la Escuela de Educación de la Universidad de Dayton, otro enemigo de la «vieja moralidad», denuncia los «valores destructores» por su hipocresía:

Los maestros piden a los estudiantes que cooperen, pero luego ellos clasifican sistemáticamente a los estudiantes en términos de su actuación en clase…

Los maestros dicen a los estudiantes que el respeto es esencial para la responsabilidad social, pero luego piden intervenir a los chicos la mayor parte de las veces… Y finalmente los estudiantes son informados de que deberían ser pensadores críticos, pero luego ellos son evaluados según piensen de la misma forma que lo hacen los maestros[63].

Señales de renovación

Woodland Park es una escuela pública de Secundaria en un área empobrecida en las afueras de San Diego. Ofrece un programa de educación morid de un tipo que los críticos románticos como DeMott, Kohn y Lasley encuentran inaceptablemente retrógrado. Cada mañana, los niños pueden asistir a una clase de quince minutos sobre «Cómo tener éxito». Es un curso en lo que Aristóteles llamaba las virtudes prácticas. Los chicos aprenden las once «S» que incluyen: Ser responsable. Ser puntual. Ser amistoso. Ser educado. Saber escuchar. Ser trabajador. Saber lo que quieres. Y así, a los niños se les enseña lo que es el trabajo ético y cómo integrarlo en sus vidas.

El programa lo desarrolló un grupo con base en California llamado el Centro Jefferson para la educación del carácter. Un estudio independiente calculó el impacto del programa en veinticinco escuelas. En las que se había puesto en marcha el programa, el número de estudiantes que iban retrasados o que eran suspendidos por problemas menores de disciplina había descendido en un 39%. Los problemas disciplinarios serios (peleas, traer armas a la escuela) habían disminuido en un 25%[64].

Un profesor de matemáticas, Herry Harrington, que había estado enseñando «Cómo tener éxito» durante muchos años, se encontró con uno de sus estudiantes hace unos pocos años. El escritor Tim Stafford describe el encuentro en Christianity Today[65].

El estudiante, Philip (entonces en la escuela superior), estaba empaquetando comestibles y Mr. Harrington le preguntó cómo había encontrado el trabajo. Philip dijo que lo había conseguido aplicando lo que había aprendido en la clase. Primero, se había fijado un objetivo: «Sabía que necesitaba ganar 600$ durante el verano porque mi madre no podía comprarme la ropa y los materiales para la escuela». Siguiendo de cerca el método aprendido en la escuela, Philip había dividido su objetivo en partes pequeñas. Luego había tomado lo que se llama «medidas de acción». Primera medida: Había hecho una lista de veinte negocios que estaban a una distancia aceptable de su casa, caminando o en bici. Segunda medida: había ido a cada uno a solicitar un trabajo. En el número diecisiete, la tienda de comestibles, lo habían contratado.

Dos años más tarde, Mr Harrington encontró al hermano mayor de Philip, que le dijo que Philip estaba todavía trabajando. Y el hermano mayor le dijo: «Vd. también salvó mi vida». Explicó que su madre era alcohólica y que había tenido una serie de novios. Su vida en casa era un caos. Philip le había contado a su hermano lo que había aprendido en su curso «Cómo tener éxito». Ahora, los dos hermanos estaban viviendo juntos.

Hay millones de chicos norteamericanos que podrían beneficiarse mucho de cursos como los de Harrington, y no solo los que son chicos pobres o mal cuidados. Por supuesto, las chicas necesitan también una educación moral dirigida. Pero, cuando consideramos que los chicos están mucho más inclinados a fracasar en la escuela, a desvincularse, a meterse en problemas y, generalmente, a perder el rumbo, es razonable concluir que son los chicos quienes más lo necesitan.

Jerry Harrington ha estado enseñando durante casi treinta años. Hablé con él en el otoño de 1999. Me dijo que, como media, los chicos de la escuela intermedia son menos maduros que las chicas: «Los chicos tienen dificultades en organización básica: ser responsables de sus mochilas, de sus deberes de casa». La mayoría de las chicas entienden la idea de responsabilidad personal y están dispuestas a avanzar en la idea de ser responsables por otros. En la escuela Harrington, son las chicas quienes participan en actividades de la escuela y las que tienen las posiciones de liderazgo en el gobierno estudiantil. Los estudiantes varones están preocupados con el surf, el patinaje en línea… actividades con pocas reglas, poca estructura, sin responsabilidades. Cuando pregunta a los chicos sobre sus objetivos a largo plazo, muchos de ellos afirman convencidos que tienen planeado convertirse en estrellas deportivas. Pero, cuando pregunta qué están haciendo para conseguir incluso esos objetivos poco realistas, descubre que tienen muy poca comprensión de la relación de los medios a los fines. Harrington tiene dos hijas y me asegura que «las chicas están muy cerca de mi corazón». Pero, dice, nadie parece estar enfocado hacia los chicos: «Cada vez que miro alrededor, si hay un acontecimiento o programa donde alguien va a ser aupado y estimulado, es para las chicas». Harrington actúa de forma inusual al reconocer y hablar de los chicos y sus insuficiencias. Está haciendo lo que puede para ayudarlos, pero, en demasiadas escuelas, las necesidades morales de los chicos se descuidan y no se afrontan[66].

¿Qué ayuda del mundo real tienen los Demott, Kohn, Lasley y Pukas para ofrecer a chicos como Philip y su hermano? ¿Qué proponen que hagan las escuelas con los chicos con serios desórdenes de carácter, tales como Lyle y Kevin Scherzer y Chirs Archer, los cabecillas de Glen Ridge, los chicos de Lakewood o los asesinos de Littleton? ¿Cómo lo habrían pasado Philip y su hermano bajo la filosofía permisiva romántica tardía de estos educadores progresistas?

Faltándoles dirección y disciplina e ignorantes de su herencia moral, muchos niños de las escuelas públicas norteamericanas están mal preparados para la vida real, confundidos sobre cómo administrar sus vidas personales y éticamente desafiados. Algunos, indudablemente, son letalmente peligrosos. Por ahora, es evidente que las reformas a la moda, como clarificación de valores, programas de autoestima, talleres de administración de la ira, talleres de justicia de género y ejercicios paraterapéuticos diseñados para poner a los estudiantes en contacto con sus yos íntimos, han estado estafando a nuestros escolares. Indudablemente, como cada vez hay más conciencia de que el viejo camino dirigido/adoctrinador da mejor resultado para hacer frente a las «perennes invasiones de los bárbaros», están empezando a proliferar institutos que acogen abiertamente su misión de una educación moral.

Por el momento, sin embargo, el movimiento de la educación del carácter es tan solo incipiente. Rousseau todavía reina en nuestras escuelas e institutos y en las filosofías de muchos padres, maestros y jueces. Y mientras una filosofía rousseauniana de romanticismo ético esté autorizada a modelar la educación norteamericana, los niños de la nación, y especialmente sus chicos, continuarán estando en desventaja. En la guerra contra los modelos morales, son los chicos quienes sufren la mayor parte de las bajas.