Salvad a los chicos
El 4 de junio de 1998, el Hospital McLean, el hospital psiquiátrico docente de la Facultad de Medicina de Harvard, distribuyó una nota de prensa de dos páginas anunciando los resultados de un nuevo estudio sobre los chicos[1]. El boletín, titulado «La adolescencia es una época de crisis, incluso para los chicos sanos», informaba que los investigadores encontraban que «los chicos de clase media psicológicamente ‘sanos’» estaban ansiosos, alienados, solitarios y aislados, «a pesar de parecer contentos por fuera»[2].
El estudio, titulado «Escuchar las voces de los chicos», estaba dirigido por el Dr. William Pollack, codirector del Centro para Hombres, del Hospital McLean y profesor asistente clínico de psiquiatría en la Facultad de Medicina de Harvard. Aunque McLean distribuyó la nota de prensa en junio de 1998, Pollack ya había publicado antes un libro dando publicidad a estos resultados de gran consternación titulado Comprender y ayudar a los chicos de hoy[3].
Este libro había tenido un éxito moderado antes del tiroteo de Columbine en abril de 1999. Pero, realmente, despegó cuando un público alarmado, ansioso del consejo de los expertos sobre lo que estaba mal con los chicos de la nación, vieron en Pollack una autoridad de confianza. Pollack apareció en Oprah, 48 Hours, CBS This Moming y Dateline NBC para hablar acerca de los resultados de las investigaciones sobre una crisis silenciosa que estaba hundiendo a los chicos norteamericanos. Pollack se unió al vicepresidente Al Gore en el programa de la CNN Larry King Live dedicado a comprender la violencia en la escuela. Habló con los directivos, consejeros y líderes de la Asociación de Padres y Profesores. En mayo de 1999, por ejemplo, pronunció el discurso de apertura en una convención de más de catorce mil consejeros de escuelas elementales de Texas en busca de un mejor entendimiento de los chicos bajo su cuidado. En junio pronunció un discurso ante dos mil líderes de esta asociación en Oregón[4].
Refiriéndose a los chicos como los «hermanos de Ofelia», Pollack hizo por los chicos lo que Gilligan y Mary Pipher habían hecho por las chicas: trajo al gran público novedades de unas vidas disminuidas y dañadas. Comprender y ayudar a los chicos de hoy estuvo en las listas de libros más vendidos de The New York Times durante más de seis meses. ¿Qué clase de resultados de las investigaciones trae Pollack en apoyo de su retrato de una nación de chicos con disfunciones e infelices? Volvamos al anuncio de McLean sobre el descubrimiento de Pollack.
La nota de prensa enumeraba los resultados principales del estudio. Entre ellos:
Debemos tener en cuenta que Pollack no está hablando acerca de un pequeño porcentaje de chicos que están seriamente perturbados y son letalmente peligrosos. Atribuye patologías a chicos normales y sus conclusiones son expansivas y alarmantes. «Estos resultados», dice, «llevan unas masivas implicaciones para lo que parece ser una gran crisis nacional, una que ahora vemos que puede ocasionar seria violencia»[5]. Esta emergencia nacional exigía una importante reforma social: «Ha llegado el momento de cambiar la manera en que son educados los chicos, en nuestros hogares, en nuestras escuelas y en la sociedad»[6].
No es habitual encontrar tan sensacionales pretensiones y recomendaciones emitidas por una institución de investigación tan seria como la McLean. El Hospital McLean está, de forma rutinaria, clasificado entre los tres hospitales psiquiátricos más importantes de los Estados Unidos y su programa de investigación es el mejor dotado y el más grande de cualquier otro hospital psiquiátrico privado en el país. Cualquier estudio que lleve su imprimátur recibe una atención respetuosa, automática y merecida. Pero éste forzaba al límite la credibilidad.
Solicité al McLean una copia del estudio. Unos pocos días después me llegó un manuscrito mecanografiado de treinta páginas. No había sido publicado ni estaba programado para ser publicado. No tenía ninguno de los usuales títulos de propiedad de un trabajo de investigación profesional. A diferencia de la mayoría de los trabajos científicos, que alerta a los lectores respecto a sus límites, el trabajo de Pollack era descaradamente extravagante, declarando que «estas conclusiones acerca de los chicos no tenían precedente en la literatura de investigación psicológica»[7].
Pollack dijo que se había sentido animado a realizar esta investigación sobre los chicos, en gran parte, debido a las «conclusiones sorprendentes» de Gilligan y otros sobre las chicas, que habían despertado «a nuestra nación… de sus inercias de género», alertándonos sobre «la situación de las chicas adolescentes carentes de voz y un sentido coherente de sí mismas… muchas hundiéndose en una depresiva existencia sin alegría». Con excepción de las aduladoras referencias de Pollack hacia Carol Gilligan y Nancy Chodorow por su «profunda intuición», el manuscrito no contiene ni una sola nota al pie con referencia a otras investigaciones. Sus conclusiones, que informan de una «crisis nacional» centrada en los chicos, estaban basadas en una batería de pruebas vagamente descritas, administradas a 150 chicos. Pollack no daba explicación de cómo se había seleccionado a los chicos o si constituían algo como una muestra representativa.
Los pronunciamientos de Pollack sobre la condición psíquica de los chicos norteamericanos eran inexorables. Pero, aun cuando ignorásemos las limitaciones de la base de datos, su investigación no conseguía servir de apoyo a las conclusiones de una «crisis silenciosa» de envergadura nacional. En varias de las pruebas que él y su grupo administraron, la mayoría de los 150 chicos demostraron estar sanos y bien adaptados. Una prueba de autoestima los encontró seguros de sí mismos. El Beck's Depresión Inventory, un instrumento de valoración psicológica ampliamente usado, detectó «poca o ninguna depresión clínica»[8]. En entrevistas privadas, los chicos dijeron estar cercanos a sus familias y disfrutar de sólidas amistades tanto con hombres como con mujeres. Otro tipo de preguntas encontraron a la inmensa mayoría de ellos de acuerdo con que «debería haber igual salario para igual trabajo», «los hombres deberían compartir las tareas domésticas» y «los hombres deberían expresar sus sentimientos»[9].
Pollack, sin embargo, advierte repetidamente a los lectores a no dejarse engañar por tales resultados aparentemente alentadores. Al entrevistar a los chicos y someterlos a pruebas que miden las «actitudes inconscientes», afirma haber encontrado un retrato más verdadero, uno de chicos abandonados, alienados y carentes de confianza: «Los resultados de este estudio sobre el día a día de chicos ‘normales’ eran profundamente preocupantes. Mostraban que, mientras por fuera los chicos pretendían estar ‘fenomenal’, dentro de un exterior bravucón —lo que he llamado la ‘máscara de la masculinidad’— muchos de nuestros hijos están en crisis»[10].
En una prueba sobre los «procesos inconscientes más profundos» de los chicos, Pollack utilizó un Thematic Apperception Test (TAT) «modificado». En las pruebas TAT, se pide a los sujetos mirar unos dibujos ambiguos de personas y describirlas. Se asume que los sujetos proyectarán sus esperanzas y temores en los dibujos. Pollack y sus colegas presentaron a los chicos una serie de dibujos y les pidieron que escribieran historias acerca de ellos. Un dibujo representa un joven de pelo rubio sentado solo en el portal de una vieja casa de madera. El sol brilla sobre el chico, pero una sombra eclipsa cualquier cosa que pueda haber dentro. Pollack se sintió alarmado por las respuestas de los chicos.
«Lo más chocante», escribe, «era que el sesenta por ciento interpretó el dibujo como el de un chico abandonado o como la víctima del maltrato de los adultos»[11] (énfasis en el original). Pollack vio las historias de los niños como la confirmación de las tesis de Gilligan/Chodorow acerca del temprano abandono maternal: «El alto porcentaje de historias sobre temas de abandono, soledad y aislamiento, creo, sugiere recuerdos inconscientes de una separación prematura y traumática»[12].
Pollack llamó a la prueba que administró a los chicos un TAT «modificado». ¿Cómo de modificado? No lo dijo. Aun cuando sea acertado decir que las reacciones de los chicos al dibujo sugirieran sentimientos de soledad y aislamiento, es un buen salto atribuir sus respuestas a una temprana separación traumática. Antes de concluir que las historias de los chicos son el efecto de su prematura y forzada independencia de las madres, necesitamos saber si otros grupos —digamos, un grupo de chicas o de mujeres adultas psicólogas— tendrían similares reacciones «horribles» a las pruebas TAT modificadas de Pollack. Pollack no menciona ningún grupo de control. En cualquier caso, antes de proyectar sus resultados a la población entera de chicos norteamericanos, necesitaría establecer que los chicos que estaba sometiendo a pruebas eran una muestra representativa.
Merece también la pena mencionar que el alegado descubrimiento de Pollack de una temprana y devastadora separación traumática en los chicos contradice los descubrimientos de la Asociación Americana de Psiquiatría. Sus directrices de diágnostico oficial, DSM-IV, dicen que el desorden de ansiedad por la separación aflige a no más de un 4% de los niños y más a chicas que a chicos. Tampoco parece que el desorden esté relacionado con la separación prematura de la madre. «Niños con (este desorden)», dice el DSM-IV, «tienden a venir de familias que están muy unidas»[13].
Pollack también expresa preocupación por la aparente confusión de los chicos respecto a la masculinidad. Un alto porcentaje de sus chicos estaban de acuerdo con afirmaciones como estas:
Él puntualiza que estos son los mismos chicos que dijeron que creían que «los hombres y las mujeres merecen el mismo salario» y que «tanto a los chicos como a las chicas se les debería dejar expresar sus sentimientos». Pollack consideró estas respuestas como una evidencia de que los chicos son rehenes de un «doble modelo de masculinidad». Y concluye: «Estos chicos revelan una fisura psicológica peligrosa: hay una ruptura en su sentido de lo que significa llegar a ser hombre»[15].
Esto no es convincente. Podemos fácilmente encontrar chicas adolescentes diciéndonos que: «Es esencial para una chica ser respetada». En cuanto a que «Los hombres están siempre dispuestos para el sexo», ¿por qué debería algún psicólogo encontrar alarmante que los chicos adolescentes estuvieran de acuerdo con eso? Hay una evidencia masiva —antropológica, psicológica, incluso endocrinológica, abundantemente confirmada por la experiencia de todos los días— de que los hombres están, en general, preparados para el sexo y dispuestos a comprometerse con él más informalmente que lo están las mujeres. Y esto empieza en la adolescencia.
Un conocido experimento comparaba las respuestas de estudiantes universitarios de ambos sexos a invitaciones para tener sexo ocasional con un atractivo desconocido del sexo opuesto. Un setenta por ciento de los chicos dijeron, «bien, hagámoslo», y casi todos parecían sentirse cómodos con la propuesta. De las chicas, el 100% dijo, «No», y una mayoría se sintió insultada por la proposición[16].
Reconocer que los chicos aprueban las oportunidades sexuales no es decir que los chicos aprueben la explotación de la promiscuidad. Dados los cambios biológicos que los chicos están sufriendo, su ansiedad es natural y no insana. Por otro lado, la sociedad demanda correctamente que ellos repriman lo que es natural en favor de lo que es moral. Así, la mayoría de los padres intentan enseñar a sus hijos a practicar una moderación responsable. Pollack juzga la positiva respuesta de los chicos a «Los hombres están siempre dispuestos para el sexo» como una indicación de que algo marcha muy mal con ellos. Mientras esta respuesta puede indicar alguna confusión entre los chicos jóvenes de hoy acerca del bien y del mal, nada en ello sugiere clase alguna de desorden psicológico. La reacción de Pollack nos dice más acerca de sus propias limitaciones para ser un guía en el que confiar sobre la naturaleza de los chicos que lo que son realmente los chicos.
En suma, el estudio de Pollack no presenta una sola muestra de evidencia de la crisis de los chicos a nivel nacional. No sé si su estudio ha sido propuesto para publicarse en alguna revista profesional. Sus escasos datos y sus estridentes e inverosímiles conclusiones lo convierten en impublicable como un artículo erudito.
¿Por qué un instituto de investigación como el McLean dio lo que equivale a un sello de aprobación a una investigación tan dudosa? La nota de prensa habla de «resultados» y «correlaciones» y da al lector la impresión de que es un estudio que cumple los modelos de McLean/Harvard en cuanto a una investigación responsable y respaldada por datos suficientes. McLean pide a los investigadores que presenten proyectos de investigación al consejo institucional de doce miembros para su aprobación. De acuerdo con Geena Murphy, un miembro de esta Junta, la aprobación se otorga «en base al mérito científico del estudio».
El estudio de Pollack, con sus descomunales pretensiones y escasez de evidencias, difícilmente podría haber sido aprobado en base a mérito científico. ¿Cómo consiguió pasar por la Junta? En conversaciones con psiquiatras, entendí que, debido a la gestión de la asistencia, los hospitales, administradores y demás personal están continuamente buscando maneras de generar ingresos y publicidad para sus instituciones. Los miembros de la Junta del McLean pueden haber decidido que una llamada de atención como un estudio «los chicos están en crisis», producido por el Centro para hombres del Hospital McLean, del que Pollack es codirector, podría traer atención favorable al hospital. Si fuera así, el mérito científico, usualmente indispensable para un estudio del McLean, podía haber sido comprometido.
Le pregunté al Dr. Bruce Cohen, psiquiatra jefe del McLean, cómo se las había arreglado la «investigación» de Pollack para recibir el respaldo del McLean y me dijo: «Prefiero no hablar de esto en este momento». ¿Había leído el estudio de Pollack?, pregunté. «Yo no leo todos los estudios que salen del McLean», contestó. Expliqué que este estudio era muy poco habitual. Pollack afirma haber descubierto una crisis nacional; sus conclusiones «no tienen precedente en la literatura de investigación psicológica». Seguramente, esto debe haber llegado a conocimiento del Dr. Cohen. Pregunté cómo era que, sin haber revisado la evidencia de Pollack, McLean había emitido una nota de prensa dando al trabajo de Pollack el sello de verdadera ciencia. Cohen me dijo que alguien iba a querer desquitarse conmigo por esto. Antes de que colgara, le pregunté su opinión «como clínico» de la descripción de Pollack acerca de los chicos de la nación «como jóvenes Hamlets que sucumben a un estado interior de Dinamarca». «¿Eso está ahí?», preguntó, en el tono preocupado de un director de escuela superior preguntando por lo que los estudiantes de último curso han puesto en el anuario.
Al día siguiente recibí una llamada de Roberta Shaw, directora de relaciones públicas del McLean. Me explicó que la decisión para emitir la nota de prensa se había basado en los «nuevos valores» del estudio. «Nos preguntamos: ‘¿Es esto de interés público?’». También me aseguró que Pollack «tenía varias revistas interesadas en publicar su estudio». No sabía cuáles eran. Sugirió que lo llamara directamente. Lo hice, pero él nunca me devolvió la llamada.
Cuando los científicos, médicos y periodistas ven una nota de prensa del McLean dando cuenta de importantes resultados en investigación, asumen que la investigación satisface los criterios por los que McLean es conocido. Si tal asunción es falsa, la oficina de relaciones públicas de McLean debería alertar al público que un «estudio de McLean» simplemente quiere decir unas conclusiones «de interés periodístico». Por otra parte, el Dr. Cohen debería cambiar la política de su institución y hacer de la solvencia científica una condición necesaria para el sello de aprobación del McLean.
Las universidades como Harvard están claramente incómodas con el uso de sus nombres para conferir prestigio a trabajos dudosos. En octubre de 1998, Harvard anunció una nueva política prohibiendo a los miembros de sus facultades titular sus trabajos como patrocinados o respaldados por Harvard sin el permiso expreso del decano o del rector. Como informa Associated Press: «muchas instituciones se han encontrado… relacionadas con datos o investigaciones cuestionadas»[17]. El año pasado, Yale se encontró con el mismo problema, y ahora quienquiera que desea usar la frase «Estudio de la Universidad de Yale» debe conseguir el permiso del director de licencias de la universidad. McLean podría considerar establecer un requisito similar para sus investigadores.
La campaña mediática
Mucho antes del tiroteo en Littleton, Colorado, las agencias de noticias llevaban historias por todo el país acerca de las nuevas investigaciones sobre los angustiados chicos de la nación, citando a eruditos de Harvard y McLean como autoridades. En marzo de 1998, The Washington Post publicó una historia en primera página sobre la «condición de los hombres jóvenes». Citando a Barney Brawer, anterior socia de Carol Gilligan en Harvard decía: «Delante de nuestro ojos está teniendo lugar, sin que la veamos, una enorme crisis de chicos y hombres…, un extraordinario cambio en la placa tectónica del género»[18].
En mayo de 1998, en su artículo de portada sobre los chicos, del Newsweek, Pollack alertaba a los lectores: «Los chicos están en una crisis silenciosa. Y solo la notamos cuando aprietan el gatillo»[19]. El 20/20 de la ABC difundió un segmento sobre Pollack y su preocupante mensaje[20]. People publicó un perfil de Pollack en el cual explicaba cómo los chicos que masacran a sus compañeros de escuela son la «punta del iceberg, el extremo final de una gran crisis»[21].
El 15 de julio de 1998, María Shriver entrevistó a Pollack en el programa Today de la NBC.
Pollack informó a la masiva audiencia del programa de los resultados de su investigación:
Shriver: Vd. dice que hay una crisis silenciosa avanzando sobre, cito, los «chicos normales». Como madre de un chico joven, eso me preocupa, me asusta mucho. Pollack: Sí, absolutamente. Además de la crisis nacional, los chicos que llevan armas de fuego, los chicos que son suicidas y homicidas, los chicos de la casa vecina y el chico que vive en la habitación vecina, están también, como he encontrado en mi investigación, aislados, sintiéndose solos, sin poder expresar sus sentimientos. Y eso sucede debido a la forma en que educamos a los chicos.
Que Pollack se deslizara fácilmente de los «chicos que llevan armas de fuego» al «chico de la casa vecina» —quien, nos asegura, no es muy diferente por dentro— asustó a muchos padres. Este deslizarse de un chico anormal a uno normal es, por supuesto, ilegítimo. No hay atisbo de evidencia en la investigación de Pollack que justifique su hipótesis de «la punta del iceberg», «los-chicos-están-en-crisis». Sin embargo, Pollack con una facilidad sospechosa lo lanzó alegremente a la caja de resonancia que son los medios.
En una anterior entrevista (28 de marzo), Jack Ford, el coanfitrión del programa de la NBC, Saturday Today, le preguntó a Pollack: «¿Debería sentarme con mi hijo de once años y decirle: ‘Mira lo que pasó aquí en Arkansas. Déjame decirte por qué fue. En parte, por vuestro carácter, en parte, por cómo os hemos educado. Ahora, veamos si podemos discurrir algo juntos’, o es demasiado tarde para intentarlo?».
Pollack no le dijo a Ford que estaría mal sugerir a su hijo que también él podía ser capaz de asesinar gente. En su lugar, replicó: «Yo creo que deberíamos hacer eso con los chicos de once años. Creo que deberíamos empezar con chicos de dos —y tres— y cuatro —y cinco— años y no empujarlos… lejos de sus madres…»[22].
Este es un intercambio notable —uno que sería inconcebible si los niños en discusión fueran chicas. Nadie considera a una joven perturbada como Susan Smith (que estuvo en los titulares en 1994 cuando ahogó a sus dos hijos empujando su coche dentro del lago) o a Melissa Drexler (la adolescente de New Jersey que, en 1997, dio a luz a un bebé sano en su fiesta de promoción del último curso, lo estranguló y lo arrojó en un cubo de basura) como ejemplos de la punta-del-iceberg de las jóvenes norteamericanas. A las chicas criminales no se les toma nunca como representantes de las chicas, en general. Pero, cuando los reformadores de los chicos generalizan como asesinos de escuelas a «nuestros hijos», están incluyendo a mi hijo y a su hijo tanto como a los hijos de Jack Ford y María Shriver. ¿Se le ocurriría a Jack Ford preguntarle a un psicólogo si debería sentarse con su hija y decirle: «Mira lo que ha sucedido en la fiesta de promoción de New Jersey… Parte de esto es por vuestro maquillaje, parte por cómo os hemos educado. Ahora veamos si podemos discurrir algo juntos»?
Pollack ve a los chicos asesinos en el extremo final de una constante que incluye a los «chicos de todos los días». Sin embargo, cuando uno repasa las historias individuales de los chicos que perpetraron los disparos, uno aprende rápidamente que ellos son muy distintos a la mayoría de los chicos «aparentemente normales». Los asesinos de Jonesboro, Arkansas, eran miembros de un culto satánico. Kip Kingle, el chico de Oregón que disparó a sus compañeros de clase y luego mató a sus padres, tenía antecedentes por haber torturado animales y provocado fuegos. Los asesinos de Columbine, Eric Harris y Dylan Klebold, eran admiradores de Hitler, habiendo escogido su cumpleaños como su día del Ocaso de los Dioses. Aun entre los niños más seriamente perturbados, Harris, Klebold y los otros asesinos de las escuelas representan un extremo.
Al poner a todos los chicos «separados de sus madres» en línea con los asesinos de Littleton, Pollack no distingue adecuadamente entre niños sanos e insanos. Antes de pedir cambios radicales en la forma en que educamos a nuestros niños varones, debemos pedir a los reformadores de los chicos que nos digan por qué muchos chicos aparentemente saludables, a pesar de haber sido «separados de sus madres», son seres humanos no violentos y moralmente responsables. ¿Cómo aquellos que dicen que los chicos están perturbados justifican que en cualquier año menos de la mitad de un 1% de varones menores de dieciocho años sean arrestados por un delito violento?[23].
La explicación de Pollack para la violencia de los adolescentes masculinos en las escuelas contribuye al clima nacional de prejuicio contra los chicos. Esa no es, seguramente, su intención. Es, sin embargo, una inevitable consecuencia de su aproximación sensacionalista a los chicos, tratando a los chicos sanos como si fueran anormales y a los chicos anormales, letalmente violentos como «el extremo final de un gran diseño»[24].
Una nación de Hamlets y Ofelias
Al considerar a los niños aparentemente normales como anormalmente afligidos, Pollack estaba tomando el camino trillado y explorado por Carol Gilligan y Mary Pipher. Gilligan había descrito a las chicas de la nación como ahogadas, traumatizadas, desapareciendo y sufriendo diversas clases de «ataduras psicológicas». Siguiendo a Gilligan, Mary Pipher, en Reviving Ophelia, había escrito acerca del yo de las chicas sucumbiendo en llamas, «abrumadas y ardiendo». Pollack, en su libro, continúa en esta vena: «Hamlet no lo pasó mejor que Ofelia… Creció más y más aislado, desolado y solo, y aquellos que lo amaban no fueron nunca capaces de comunicarse con él. Al final sufrió una trágica e innecesaria muerte»[25].
Al utilizar a Ofelia y a Hamlet como símbolos, Pipher y Pollack pintan un cuadro de niños norteamericanos como perturbados y con necesidad de ser rescatados. Pero, una vez que uno descuenta los informes anecdóticos y científicamente ineficaces sobre la confusión interna de los adolescentes que han sido emitidos por Harvard y el Hospital McLean, no queda ninguna razón para creer que los chicos y chicas estén en crisis. Los investigadores de la línea central no ven evidencia de ello[26]. Los niños norteamericanos, tanto chicos como chicas, son, en general, psicológicamente sensatos. No están aislados, llenos de desesperación o «escondiendo partes de sí mismos de la mirada del mundo», no más, por lo menos, que cualquier otro grupo de edad similar en la población.
Uno se pregunta por qué las pretensiones irresponsables y faltas de base sobre que los chicos y chicas están psicológicamente deteriorados han sido recibidas con tan escasa crítica por parte de los medios y el público. Una razón, tal vez, es que los norteamericanos parecen demasiado dispuestos para dar cabida a casi cualquier sugerencia sobre que un grupo grande de gente considerada normal está sufriendo por causa de alguna condición patológica. En 1999, varios libros de éxito habían, sucesivamente, identificado a mujeres, chicas y chicos que están sufriendo una crisis y en necesidad de ser rescatados. A finales de 1999, Susan Faludi, en: Stiffed: The Betrayal of the American Male[*], llamaba nuestra atención hacia otro gran segmento de la población en el que nadie había reparado que estaba en problemas serios: los hombres adultos[27]. Faludi afirma haber desenmascarado una «crisis de masculinidad» tan severa y omnipresente que encuentra difícil entender por qué los hombres no se levantan en rebeldía.
Aunque Faludi parece haber llegado a tal punto de vista sobre los hombres sin haber leído el análisis de Pollack acerca de los chicos, sus conclusiones acerca de los hombres son idénticas a las suyas sobre los chicos. Afirma que los hombres están sufriendo porque la cultura impone en ellos ridículos mitos e ideales de hombría. Su libro nos muestra a los desventurados hombres de la explosión de la natalidad, cargados «con prescripciones peligrosas de masculinidad»[28], tratando en vano de hacer frente a un mundo en el cual ellos están destinados a fallar. A los hombres se les ha enseñado que «ser un hombre significa tener todos los controles y en todo momento sentirse a sí mismo con el control»[29]. Ellos no pueden vivir a la altura de este ideal estoico de hombría. Al mismo tiempo, nuestra «cultura misógina» de ahora impone humillantes demandas «ornamentales» tanto en los hombres como en las mujeres. «No es de extrañar», dice Faludi, «que los hombres estén en tal agonía»[30].
¿Cuál es la evidencia de Faludi respecto a una «crisis de masculinidad norteamericana»? Habló con docenas de hombres infelices, entre ellos, maltratadores de esposas en Long Beach, California, afligidas estrellas pornográficas masculinas, depredadores sexuales adolescentes conocidos como Spur Posse (¿cómo se le pasó por alto los hermanos Menéndez?). La mayoría de los personajes de Faludi tienen historias tristes que hablan de padres inadecuados, aislamiento personal y sentimientos de desamparo. Desafortunadamente, el lector nunca llega a saber por qué los desconsolados hombres que Faludi seleccionó para su estudio han de ser considerados como representativos.
Si los hombres están experimentando las agonías de las que habla Faludi, lo están haciendo con notoria ecuanimidad. El Centro nacional de investigación de la Universidad de Chicago, que ha estado rastreando niveles de felicidad y satisfacción vital en la población general desde 1957, encuentra de forma consistente que, aproximadamente, el 90% de los norteamericanos se describen a sí mismo como felices con su vida, sin diferencias significativas entre hombres y mujeres[31]. Recientemente, le pregunté al director de su investigación, Tom Smith, si había habido alguna manifestación de angustia poco usual entre los hombres en las últimas décadas (los años en los que Faludi afirma que una generación de hombres han visto «quemarse todas sus esperanzas y sueños en la plataforma de lanzamiento»[32]). Smith replicó: «No ha habido tendencias en una dirección negativa durante esos años». Pero Faludi cree lo contrario y se une a Gilligan, a Pollack y otros en la búsqueda de un «nuevo paradigma» sobre cómo ser hombres.
Faludi cita el trabajo del Dr. Darrel Regier, director de la División de Epidemiología, del Instituto nacional de Salud mental, para apoyar su tesis de que los hombres son más y más infelices[33]. Le pregunté al Dr. Regier lo que pensaba de su alegato sobre que los hombres están angustiados. «No estoy seguro de dónde consigue su evidencia para cualquier incremento de la angustia masculina», replicó. Estaba sorprendido de que uno de sus propios estudios de 1988 fuera citado por Faludi como evidencia de un incremento en «ansiedad, desórdenes depresivos, suicidio». «Bien», dijo el Dr. Regier, «eso es una falacia. El artículo no demuestra tal cosa»[34]. ¿Qué pensaba de estos falsos sobresaltos de salud mental?, pregunté. «Me imagino que venden libros», dijo.
Alarmas apocalípticas sobre posibles desastres de salud mental venden bien. En un artículo satírico, el editor del New York Observer, Jim Windolf, calculó el número de norteamericanos que, según se afirmaba, padecían algún tipo de desorden mental. Solicitó folletos y literatura de docenas de agencias defensoras y organizaciones de salud mental. Luego hizo las matemáticas. Windolf informó: «Si Vd. cree en las estadísticas, el 77% de la población adulta norteamericana está en un aprieto… Y ni siquiera hemos incluido extraños secuestradores, locos de carretera y adictos a Internet»[35]. Si Vd. se basa en las chicas desventuradas de Gilligan y Mary Pipher, en los peligrosos y sufridores chicos de Pollack y los hombres agonizantes de Faludi, parece que somos un país camino del infierno en una cesta de mano.
Tal vez, la moda de este fin de siglo de identificar a grandes grupos como débiles mentales se desvanezca pronto, no le queda nada con qué alimentarse. Con las mujeres, chicas, chicos y ahora hombres, todos identificados como poblaciones destrozadas, el género parece haberse quedado sin víctimas.
Gilligan, Pollack y Faludi son los escritores preeminentes de la crisis. Cada uno encuentra anormalidad y angustia interior en una población aparentemente normal y feliz. Cada uno rastrea el malestar hacia la «cultura masculina» a la que se culpa por forzar nocivos estereotipos de género, mitos o «máscaras» en la población en crisis (sean mujeres, chicas, chicos u hombres). Las chicas y las mujeres, dicen, están obligadas a ser «simpáticas y bondadosas»; los chicos y los hombres están obligados a tener «el control» y a sentirse separados emocionalmente. Cada escritor proyecta un aire de solidaridad; cada uno quiere sinceramente ayudar a las víctimas de nuestra cultura patriarcal. Sin embargo, al tomar una minoría infeliz como representativa de un grupo completo, cada uno de estos escritores es muy poco o nada respetuoso con la población supuestamente afligida. Pollack, que quiere rescatar a los chicos de los mitos de la juventud, los hiere sin darse cuenta al levantar entre el público temor, desaliento y sospecha. Al caracterizar a los chicos como «Hamlets», estigmatiza a un sexo entero y a un grupo de una edad particular. Su proyecto aparentemente benigno de rescatar a los chicos de «los mitos de la juventud» al volverlos a conectar con sus madres presiona a los chicos para ser más como las chicas. El efecto no intencionado es poner a los chicos a la defensiva. Gilligan, Pipher y Faludi retratan a sus desconsoladas multitudes con afecto, pero al precio de presentarlos como dignos de compasión.
Chicos fuera de contacto
He condenado las muy extremas e irresponsables pretensiones de estos escritores de la crisis, señalando que no hay una evidencia creíble que las apoye. ¿Qué pasa con sus más moderadas y, aparentemente, razonables afirmaciones? Gilligan y Pollack hablan de chicos que esconden su humanidad y sumergen su sensibilidad. Sugieren que, en apariencia, los chicos sanos están emocionalmente reprimidos y fuera de contacto con sus sentimientos. ¿Es eso verdad?
Mi propio hijo de catorce años, David, algunas veces muestra signos de esta clase de falta de compromiso emocional que preocupa a los reformadores de los chicos. Una noche, cuando estaba en séptimo curso, David se me acercó totalmente confundido por la tarea escolar que tenía asignada. Como muchos libros de texto contemporáneos de estudios sociales y lenguaje, su libro estaba totalmente lleno de ejercicios encaminados a mejorar la autoestima de los niños y los dibujaba emocionalmente[36].
«Mamá, ¿qué es lo que quieren?», preguntaba David. Había leído un cuento corto en el que un personaje siempre se comparaba con otro. Aquí están las preguntas que David tenía que contestar:
Otra serie de cuestiones preguntaba acerca del lenguaje burdo y las palabrotas en la historia:
La guía para el profesor de ese libro sugiere clasificar a los estudiantes en una escala del 1 al 10: 10 para el estudiante que está «intensamente comprometido», hasta 1 para el estudiante que no está comprometido en absoluto. Mi hijo no se sentía comprometido en absoluto. Aquí está lo que contestó:
Yo estaba divertida por sus respuestas lacónicas, pero, en el espíritu de Gilligan y Pollack, podían verse como signos de cierre emocional. Los fabricantes de juguetes saben acerca de la renuencia de los chicos a comprometerse en interacciones sociales. No han sido nunca capaces de interesar a los chicos en la clase de juegos sociales interactivos que adoran las chicas. En el juego de ordenador «Habla conmigo, Barbie», Barbie desarrolla una relación personal con la jugadora: aprende su nombre y charla con ella acerca de citas, carreras y casas de muñecas. Estos juegos de Barbie están entre los juegos interactivos mejor vendidos de toda la vida. Pero los chicos no los compran.
Los hombres, sean jóvenes o viejos, están menos interesados que las mujeres en hablar acerca de sentimientos y relaciones personales. En un experimento, investigadores de la Northeastern University analizaron las conversaciones de los estudiantes universitarios en una mesa de cafetería. Encontraron que las mujeres jóvenes estaban mucho más inclinadas a hablar sobre los íntimos: amigos íntimos, novios, miembros de la familia. «Específicamente», dicen los autores, «el 56% de los objetivos de las mujeres pero solo el 25% de los objetivos de los hombres eran amigos o parientes»[37]. Este es solo un estudio, pero está respaldado por una masiva evidencia de distintos intereses y preferencias de hombres y mujeres. En otro estudio, los chicos y las chicas diferían en cómo percibían objetos y gente[38]. Los investigadores presentaron, simultáneamente, a estudiantes universitarios femeninos y masculinos dos imágenes en un estereoscopio: uno de un objeto, el otro de una persona. Requeridos para decir lo que habían visto, los estudiantes masculinos vieron el objeto más a menudo que vieron la persona; las estudiantes femeninas vieron la persona más a menudo que vieron el objeto. Además, docenas de experimentos confirman que las mujeres son mucho mejor que los hombres al juzgar las emociones basadas en la expresión de la cara de un extraño[39].
Estas diferencias han motivado a los especialistas de género de la Escuela de Educación de Harvard, del Wellesley Center, de Tufts y del Hospital McLean a recomendar que todos tratemos de «reconectar» a los chicos. Pero ¿necesitan los chicos estar más conectados emocionalmente? ¿Estarían los chicos más conectados si se les enseñara a sentirse cómodos jugando a «Habla conmigo, Barbie»? ¿Son sus preferencias de comportamiento y actitudes emocionales señales de insensibilidad y represión o son manifestaciones normales de estructuras biológicas que determinan las diferentes maneras en las que funcionan chicos y chicas?
Si, como la evidencia sugiere con fuerza, los intereses, preferencias y comportamientos característicamente diferentes de hombres y mujeres son expresiones de diferencias biológicas innatas, «fuertemente instaladas», las diferencias en estilos emocionales serán difíciles o imposibles de eliminar. Pero, entonces, ¿por qué debería cualquiera considerar como asunto propio el eliminarlas?
Los expertos en género replicarán que la relativa taciturnidad de los chicos los pone a ellos y a otros en el mal camino; en apoyo de lo cual presentan su propia investigación. Pero, como he tratado de demostrar, esa investigación es imperfecta. No hay ninguna buena razón para creer que los chicos como grupo están emocionalmente en peligro; ni hay razón para pensar que la típica reticencia masculina es alguna clase de desorden necesitado de tratamiento. De hecho, los reformadores de los chicos como Pollack, Gilligan y sus acólitos necesitan considerar la posibilidad de que el estoicismo y la reserva masculinos puedan ser rasgos para ser estimulados, no vicios o debilidades psicológicas para ser superadas.
Una disculpa para la reticencia
El argumento a favor de salvar a los chicos reconectándolos emocionalmente descansa en la presunción popular de que reprimir emociones es nocivo, mientras que darles un amplio desahogo es, en general, más saludable. Recientemente, los psicólogos han empezado a examinar la suposición de que hablar claro y declarar los propios sentimientos es mejor que guardarlos dentro. Jane Bybee, una psicóloga de la Universidad de Suffolk en Boston, estudió a un grupo de estudiantes de la escuela superior, clasificándolos como «reprimidos», «sensibilizados» (aquellos agudamente conscientes de sus estados internos) o «intermedios». Luego hizo que los estudiantes se evaluaran a sí mismos y a los otros usando estas distinciones. También pidió a los maestros que evaluaran a los estudiantes. Encontró que los «reprimidos» eran menos ansiosos, más seguros de sí mismos y más social y académicamente afortunados. La conclusión de Bybee es tentativa. «En nuestro comportamiento del día a día, puede ser bueno no ser tan emocional y necesitado. La disposición de la gente reprimida puede ser más equilibrada»[40].
Su estudio es pequeño y sus conclusiones están bien cualificadas, pero se hace pedazos frente a la doctrina «emotivista» convencional; es también poco convencional al atreverse a someter a la prueba de la experiencia real la presunción popular e incuestionable de que la franqueza emocional es beneficiosa. El estudio de Bybee tampoco es el único que cuestiona las presunciones emotivistas. En un artículo de 1997 en Lingua Franca, la escritora Emily Nussbaum resume el pequeño pero impresionante conjunto de investigación psicológica que constituye «el caso por represión»[41]. George Bonanno, de la Catholic University (ahora en Columbia), ha realizado varios estudios que desafían la presunción comúnmente sostenida sobre que manifestar emociones negativas, tales como el dolor, hablando de ellas abiertamente, es necesario para recuperar la salud mental[42]. Su investigación, de hecho, demostraba los efectos negativos: individuos pesarosos que expresaban emociones fuertemente negativas acerca de su pérdida estaban peor que los llamados reprimidos, que se recobraban más rápidamente. Bonanno comprobó sus resultados usando los métodos «doble-ciego» y controlados. Por ejemplo, hizo que psicólogos ajenos examinaran a sus afligidos individuos para determinar cuáles gozaban de mejor salud al recuperarse. Los que habían reprimido su pesar resultaban estar considerablemente más saludables que los que actuaban más emocionalmente. En una investigación más reciente, aún sin publicar, Bonanno y un equipo de investigadores del Instituto Nacional de Salud encontraron que, entre las chicas adolescentes que habían sufrido abuso sexual, aquellas que evitaban mostrar sus emociones iban mejor que aquellas que expresaban su rabia y dolor más abiertamente.
El trabajo de Bonanno choca con el axioma contemporáneo de que hablar de las cosas es lo mejor para la salud mental. Lo mismo sucede con algunos estudios sobre los supervivientes del Holocausto. De acuerdo con Hanna Kaminer y Peretz Lavie del Instituto de Tecnología de Israel en Haifa, a los supervivientes que han sido inducidos a hablar abiertamente les va bastante peor que a los reprimidos[43]. «La represión ha sido entendida como un fenómeno patológico», escriben Kaminer y Lavie. «Nuestros resultados contradicen esta presunción»[44]. Su conclusión es totalmente opuesta a la convencional: «Ayuda a los supervivientes a aislar las atrocidades que han experimentado».
Sin presumir de juzgar los asuntos complejos en juego, uno debe admitir que, en la mayoría de las sociedades pasadas y presentes, la «represión» de sentimientos privados ha sido a menudo considerada como una virtud social. Desde una perspectiva histórica, el peso de la prueba descansa en aquellos que creen que ser abiertamente expresivos hace a la gente mejor y más saludable. Ese punto de vista se ha convertido en dogma para la cultura popular contemporánea norteamericana, pero en la mayoría de las culturas —incluyendo la nuestra hasta muy recientemente—, la reticencia y el estoicismo son considerados como recomendables, mientras que la libre expresión de las emociones se ve a menudo como un defecto.
Pollack, que es un campeón de la expresividad emocional, instruye a los padres: «Dejad que los niños sepan que no tienen necesidad de ser ‘fuertes como un roble’». Estimular a los niños a que sean estoicos, dice Pollack, es hacerles daño: «El chico es a menudo obligado a ‘actuar como un hombre,’ a ser seguro de sí mismo y resuelto. A ningún chico se le debería pedir que fuera el duro. Ningún chico debería ser estropeado de esa manera»[45].
Pero Pollack necesita demostrar, no solamente afirmar, que «ser llamado a ser el duro» estropea a un chico. ¿Por qué no deberían los chicos —o, si vamos a ello, las chicas— intentar ser fuertes como robles? La mayoría de las religiones del mundo colocan el control de las emociones en el centro de sus enseñanzas morales. Para los budistas, el ideal es el desligamiento de las emociones; para el confucionismo, el control desapasionado. Tampoco es uno de los Diez Mandamientos el «Tendrás contacto con tus sentimientos». La enseñanza judeo-cristiana impone cortesía a los sentimientos y a las necesidades emocionales de los demás, no a los propios.
Al mantener que ser emocionalmente libre es beneficioso, Pollack y sus colegas del movimiento de la reforma de los chicos descansa en las mismas creencias de la cultura popular que tan a menudo se usan para justificar las revelaciones personales tan humillantes e indecorosas obtenidas en televisión por los Jerry Springers y Jenny Joneses. Pero se equivocan al hacerlo así.
Las intuiciones de los psicólogos del «salvad-a-los-hombres» respecto al mundo interior de los chicos no son, de ninguna manera, evidentes en sí mismas, ni es, en absoluto, obvio que sus propuestas emotivas beneficiarían a los chicos. Las tendencias agresivas de los chicos necesitan ser controladas. Pero los reformadores de los chicos no han probado tener la receta para civilizar a los chicos y reprimir su naturaleza dura. Antes de que a los expertos de Harvard y a los practicantes de la nueva psicología masculina se les otorgue amplia autorización para reprogramar a nuestros hijos para que sean «sensibilizados» antes que reprimidos, se les debería exigir que primero demostraran que las reparaciones que están tan ansiosos de hacer son beneficiosas y no perjudiciales.
Estos expertos en reformas mentales deberían considerar seriamente la posibilidad de que los niños norteamericanos puedan en realidad necesitar más, y no menos, control de sí mismos y menos, no más, implicación con uno mismo. Podría ser que los chicos norteamericanos no necesitan ser más emocionales y que las chicas norteamericanas sí necesitan ser menos sentimentales y estar menos absortas en sí mismas. Tal vez, algún yo de los caídos y desaparecidos de que hablan Pipher y Gilligan sea un yo de los que por demasiado tiempo han estado preocupados por sí mismos, hasta la poco saludable exclusión de los intereses externos.
La cultura de la terapia
La escritora británica y crítica social Fay Weldon ha acuñado el útil y, de alguna forma, desgarbado término «terapismo» para la doctrina popular de que casi todos los problemas personales pueden ser curados hablando[46]. Weldon está más preocupada por el «terapismo» como un fenómeno popular que como una práctica educacional; pero en una u otra esfera, hablar de terapia, en un principio, una técnica terapéutica privada, se ha hecho público en formas jamás soñada en la filosofía de Sigmund Freud[47].
Extraños, orgullosamente en contacto con sus sentimientos, comparten sus más íntimos pensamientos y experiencias entre uno y otro. Los participantes en los programas de entrevistas hacen intensas revelaciones personales ante audiencias que aplauden furiosamente. El flujo interminable de memorias de confesonario, el movimiento de autoestima, los libros de texto y cuestionarios que exploran los más íntimos sentimientos de los niños son todas manifestaciones de un «terapismo» profundo y agresivo.
La fe contemporánea en el valor de la franqueza y la importancia de compartir los propios sentimientos es, ahora, parte tan grande de la cultura popular que la encontramos incluso en organizaciones tan formales como las Girl Scouts de América, que otorgan «puntos» por ser abiertos en cuanto a la aflicción. La escritora Emily Nessbaum, de Lingua Franca, informa que una compañía de las Girl Scouts en New York instituyó una «insignia de pesar», en 1993 —los miembros de la compañía podían ganar esta insignia compartiendo un sentimiento pesaroso entre uno y otro, escribiendo historias y poemas acerca de la muerte y las pérdidas y reuniéndose con consejeros de aflicción[48].
Un sector de nuestra sociedad ha sido, hasta ahora, muy resistente al «terapismo»: los niños pequeños no están más interesados en ganar «insignias de pesar» que están ansiosos por interactuar personalmente con muñecas. Cuando los deberes de clase les piden explorar sus sentimientos más profundos acerca de un texto, es muy posible que no lleguen a comprometerse. Sospecho que los esfuerzos para conseguir que los niños pequeños sean más abiertos emocionalmente raramente tienen éxito. Pero no descarto el poder de los aspirantes a reformadores a hacer mucho daño y ocasionar mucho pesar al intentarlo.
Habiendo sido educados a pensar que los niños bajo su cuidado están deformados por sus condicionamientos y con necesidad de ser «rescatados», muchos educadores, ansiosos por ayudar, se sienten justificados para entrometerse en la vida psíquica de los niños. Tal intrusión es éticamente cuestionable. Primero, pocos educadores tienen el entrenamiento o autoridad para acercarse a los niños en la esfera pública como sanadores. Segundo, cuando consideramos el poder que tienen los maestros sobre los niños, el acercamiento terapéutico a los niños da lugar a graves cuestiones éticas.
El movimiento de la autoestima, que solamente ahora está empezando a retroceder, ha pecado masivamente en este aspecto. Durante los años 90, la autoestima era la palabra omnipresente en la educación. Todos la necesitaban; muchos la exigían para sus niños o pupilos como un derecho. Pero los excesos de aquellos que promovían técnicas para aumentar la autoestima de los estudiantes proporcionaron un aleccionador ejemplo de lo que puede pasar cuando maestros, consejeros y teóricos de la educación, llenos de buenas intenciones y ciencias sociales sospechosas (en primer lugar, nadie está de acuerdo en lo que es autoestima o cómo medirla), convirtieron las aulas en grupos de encuentro.
Nunca se ha demostrado que una «alta autoestima» sea un buen rasgo en poder de los estudiantes. Entretanto, los investigadores han descubierto una preocupante correlación entre autoestima exagerada y delincuencia juvenil. Como explica Brad Bushman, un psicólogo de la Iowa State University: «Si los chicos desarrollan ilusorias opiniones sobre sí mismos y esos puntos de vista son rechazados por los demás, los chicos son peligrosos en potencia»[49].
John Hewitt, un sociólogo de la Universidad de Massachusetts, ha examinado la moralidad del movimiento de autoestima en un libro de excelente erudición llamado The Mith Of Self-Esteem[*]. Hewitt documenta el crecimiento exponencial de artículos y programas de autoestima desde 1982 hasta 1996[50]. Apunta a los riesgos éticos de utilizar las aulas para propósitos terapéuticos. En un típico ejercicio de clase sobre autoestima, los estudiantes completan frases que empiezan «Me quiero a mí mismo porque…» o «Me siento mal conmigo misma porque…». Hewitt explica que los niños interpretan estas tareas como exigencias para la autorrevelación. Se sienten presionados para completar las frases «correctamente» de forma que la maestra lo encuentre satisfactorio. Como Hewitt observa agudamente: «Los maestros… sin duda consideran que los ejercicios son para el mejor interés de sus estudiantes… Sin embargo, desde una perspectiva más escéptica, estos ejercicios son instrumentos sutiles de control social. El niño debe ser enseñado a gustarse a sí mismo o a sí misma… El niño debe confesar el dudar de sí mismo o el aborrecerse a sí mismo, sacando a la luz los sentimientos que él o ella preferirían mantener en privado»[51] (énfasis en el original).
Lejos de ser inofensivas, estas prácticas terapéuticas son inaceptablemente entrometidas. Con seguridad, los escolares tienen el derecho a no ser objeto de manipulaciones psicológicas tanto de educadores de autoestima como de los intentos de los reformadores para conseguir que los chicos revelen sus emociones en la forma que, a menudo, lo hacen las chicas.
Terapia versus estoicismo
No parece haber nada muy erróneo con las psiquis de la gran mayoría de los niños norteamericanos. Por otro lado, hay una fuerte evidencia de que están moral y académicamente desnutridos. Todas las sociedades, desde el comienzo de la historia, se han visto confrontadas con la tarea compleja y difícil de civilizar a sus jóvenes, enseñándoles autodisciplina, inculcando en ellos el sentido de lo que está bien y de lo que está mal, e inculcando en ellos la devoción al deber público y a la responsabilidad personal. El problema es viejo y la solución factible es conocida: educación del carácter en un sólido entorno de aprendizaje. La conocida y probada solución no incluye pedagogías terapéuticas.
Los niños necesitan ser morales más que estar en contacto con sus sentimientos. Necesitan estar bien educados más que necesitar levantar su autoestima. Los niños no necesitan grupos de apoyo ni programas de doce-pasos. No necesitan tener su masculinidad o feminidad «reinventada». No necesitan arreglos emocionales. La auténtica autoestima viene del orgullo por lo conseguido, que es el fruto del esfuerzo disciplinado.
Los niños norteamericanos no necesitan ser rescatados. No son patológicos. No están furiosos ni prisioneros en «camisas de fuerza de masculinidad». Las chicas norteamericanas no están sufriendo una crisis de baja autoestima; no están siendo silenciadas por la cultura. La gran mayoría de las chicas y los chicos son psicológicamente sólidos. Pero cuando se trata de problemas genuinos que sí amenazan las perspectivas de nuestros niños —su tendencia moral, sus déficit escolares o cognitivos—, los sanadores, reformadores sociales y constructores de la propia seguridad no ofrecen soluciones; por el contrario, exacerban los problemas y obstaculizan directamente el camino de lo que necesita hacerse para resolverlos.