Capítulo Cinco

La isla de Gilligan

En 1995, Carol Gilligan y sus colegas de la Escuela de Educación de Harvard inauguraban el Proyecto sobre Psicología de la mujer, Desarrollo del niño y Cultura masculina, un programa de tres años de investigación sobre los chicos. Antes de terminar el año, Gilligan estaba anunciando una crisis en los chicos que era tan mala o peor que la que afligía a las chicas: «El desarrollo psicológico de las chicas en un patriarcado implica un proceso de eclipse que es aún más completo para los chicos»[1].

Gilligan alega haber descubierto «un asombroso patrón de asimetría evolutiva»: las chicas sufren un trauma al entrar en la adolescencia; para los chicos, el período de crisis es en la primera infancia[2]. Entre las edades de tres y siete años, dice, se presiona a los chicos «para asumir dentro de sí mismos la estructura u orden moral de la civilización patriarcal, a interiorizar la voz patriarcal»[3]. Este proceso de masculinización es traumático y dañino. «A esta edad», dice Gilligan, «los chicos muestran una gran incidencia de depresión, comportamiento fuera de control, desórdenes de aprendizaje, incluso alergias y tartamudeo»[4].

Los puntos de vista de Gilligan sobre la entrada traumática de los chicos en una perjudicial identidad masculina se basan en antiguas teorías psicológicas sobre la evolución femenina y masculina, en particular, las teorías de la psicoanalista feminista Nancy Chodorow, las cuales Gilligan utilizó en su libro de 1982, In a Different Voice[5]. En el libro de Chodorow, El ejercicio de la maternidad, ella argumentaba que los tradicionales roles masculinos y femeninos están enraizados no tanto en la biología, como en un autocontinuado sistema sexo/género que es universal en las sociedades humanas: «Hasta ahora… todos los sistemas sexo/género han estado dominados por los hombres»[6]. El sistema sexo/género, dice Chodorow, es la forma en que la sociedad ha organizado la sexualidad y la reproducción para perpetuar la subordinación de la mujer. El sistema mantiene abajo a la mujer asignándole permanentemente los cuidados primarios de los bebés y de los niños, mientras el hombre domina la esfera pública.

Dado que las madres llevan a cabo la mayor parte del cuidado y crianza de los hijos, todos los niños salen a la vida más fuertemente identificados con sus madres que con sus padres. Esa identificación y apego, dice Chodorow, tiene consecuencias profundamente diferentes para los chicos y las chicas. Una chica crece con un «sentido de continuidad y similitud con la madre». Los chicos, por otra parte, aprenden que ser masculino es ser muy distinto de quien le da sus cuidados: «Las mujeres, como madres, producen hijas con capacidades maternales y el deseo de ser madres… Por el contrario, las mujeres como madres producen hijos cuyas capacidades criadoras y necesidades han sido sistemáticamente restringidas y reprimidas»[7].

De acuerdo con Chodorow, tanto las mujeres como los hombres ayudan a perpetuar la supremacía masculina por la manera en que socializan a los chicos: «Las mujeres, al ser madres, en la aislada familia nuclear de la sociedad capitalista contemporánea», demuestran a los chicos que la crianza es cosa de mujeres[8]. Esto «prepara a los hombres para participar en una familia y una sociedad dominada por el hombre, por su menor participación emocional en la vida familiar y por su participación en el mundo capitalista del trabajo»[9]. De esta manera, la organización social de los roles parentales apoya un sistema capitalista/patriarcal que Chodorow encuentra explotador e injusto, especialmente para las mujeres: «Es política y socialmente importante hacer frente a esta organización parental… Puede cambiarse»[10].

In a Different Voice cita el punto de vista de Chodorow sobre que «los chicos, al definirse a sí mismos como masculinos, separan a sus madres de ellos mismos, de esta manera restringiendo su ‘amor primario y su sentido de lazos de empatia’»[11]. Al no sentir la correspondiente necesidad de desconectarse a sí mismas de sus madres, «las chicas emergen con unas bases más fuertes para experimentar las necesidades o sentimientos del otro como propios»[12]. Estas ideas sobre las diferentes formas en que chicas y chicos evolucionan —las chicas en «continuidad» con sus criadoras femeninas, los chicos en obligada «separación» de sus criadoras— ayudan a Gilligan a explicar por qué las mujeres y los hombres deberían tener estilos morales diferentes, las mujeres teniendo una moralidad empática de cuidado, los hombres una moralidad abstracta de deber y justicia.

Chodorow creía que los hombres y las mujeres tienen la misma capacidad para criar. En los hombres, esta capacidad está reprimida, principalmente, porque las sociedades dominadas por los hombres encuentran más cómodo asignar el rol de la crianza primaria a las chicas y las mujeres. Según el punto de vista de Chodorow, este orden social de paternidad no solo puede, sino que debería ser cambiado. Una reforma permanente significará un cambio radical en identidades de género; requerirá «la organización y actividad consciente de hombres y mujeres que reconocen que sus intereses estriban en transformar la organización social de género»[13] (énfasis añadido).

La demanda de Chodorow para la transformación del sistema patriarcal sexo/género y su condena del «mundo capitalista del trabajo» no resuenan hoy como lo hicieron en los años 70. Su teoría de la evolución del niño y la construcción del género está también anticuada a causa de su inatención a la biología y a la fisiología. Mientras más aprendemos acerca de la evolución del feto y acerca de las diferencias entre hombre y mujer en la estructura y proceso del cerebro, más difícil resulta pensar en las diferencias de sexo de la manera que lo hizo Chodorow.

Difícil, pero no imposible. Habiendo leído a Chodorow en los 70, Gilligan parece haberse convencido que sus puntos de vista en el daño infligido en los niños por la cultura eran profundamente correctos. Ella los empaquetó de nuevo, dándoles el poderoso apoyo de su seductora prosa metafórica. Gilligan estaba especialmente impresionada con la idea de Chodorow sobre que el patriarcado dicta estilos de educación de los niños que son responsables de las deformaciones en el desarrollo tanto de hombres como de mujeres.

Masculinidad en un «orden social patriarcal»

Siguiendo a Chodorow, Gilligan cree que los chicos reciben el mensaje de que, para ser «hombre» —para ser «uno de los chicos»—, deben suprimir de sí mismos aquellas partes que son más como sus madres. Gilligan habla de una «crisis de relación» que los chicos jóvenes sufren como parte de su iniciación en el patriarcado. En efecto, dice Gilligan, los chicos están forjados a «esconder su humanidad» y sumergir sus mejores cualidades, «su sensibilidad»[14]. Aunque esto disminuye a los chicos psicológica y moralmente, sí les ofrece la ventaja de sentirse superiores a las chicas. Pero la cultura masculina que entroniza al chico es peligrosamente agresiva y competitiva. Los chicos no pueden elegir salir de ella sin pagar un precio prohibitivo, escribe Gilligan: «Si los chicos en su primera infancia resisten la ruptura entre los mundos interior y exterior, están resistiendo a una iniciación en la masculinidad u hombría, tal como se define y establece en culturas que aprecian o valoran el heroísmo, el honor, la guerra, la competición, la cultura del guerrero, la economía del capitalismo»[15]. Al mismo tiempo, el proceso de culturización masculina en el «orden social patriarcal» es psicológicamente devastador para los chicos: «Ser un verdadero chico u hombre en tal cultura significa ser capaz de dañar sin sentir el daño, separarse sin sentir tristeza o pérdida y, luego, infligir daño y separación en otros»[16].

En 1997, The New York Times Magazine publicó una segunda entrevista con Gilligan. «¿Podemos hablar de su nuevo trabajo, su investigación sobre los chicos?», se le preguntó. Gilligan describió a un chico que había observado el día anterior: «Su cara estaba muy quieta. No demostraba mucha emoción. Tenía alrededor de 6 años, cuando los chicos quieren convertirse en ‘uno de los chicos’. Sienten que tienen que separarse de las mujeres. Y no se les permite sentir que la separación sea una pérdida real»[17]. Ante esto, el entrevistador comentó: «Suena como si estuviera tratando de descubrir en los chicos las razones por las que los hombres se sienten obligados a adoptar ciertos modelos de lo que significa ser un hombre, modelos que los hombres sienten que son esclavizantes».

«Eso es, exactamente», replicó Gilligan. Luego explicó que esto debería cambiarse: «Tenemos que construir una cultura que no recompense esa separación de la persona que los ha criado». Dijo que espera desarrollar un método de investigación, en particular, una forma de relacionar a sus chicos investigados, que «liberará las voces de los chicos, para crear condiciones que permitan a los chicos decir lo que saben»[18], permitiéndole a ella saber lo que los chicos están reprimiendo. A través de sus primeros estudios afirma haber aprendido cómo alcanzar y «liberar» las voces reprimidas de las chicas adolescentes; ahora espera repetir ese hecho con los chicos. El empeño es diseñar una nueva clase de socialización para los chicos que convertirá su agresividad y necesidad de dominio en cosa del pasado. Gilligan visiona una nueva era en la cual los chicos no serán forzados a asumir una masculinidad estereotipada que los separa de sus criadoras, sino que les permitirá permanecer «conectados relacionalmente» con aquellos cercanos a ellos. Una vez que los chicos sean liberados de los opresivos roles de género, ella siente que muchos menos niños sufrirán los traumas iniciales que conducen a tantos desórdenes.

Gilligan y otros del Proyecto de Harvard se ven a sí mismos definiendo los principios de una necesaria revolución que cambiará la forma en que los chicos jóvenes serán socialmente formados. Como dijo Gilligan a The New York Times Magazine: «Podemos estar cercanos a un tiempo similar a la Reforma, donde la estructura fundamental de la autoridad está a punto de cambiar». Gilligan ha anclado su estructura de autoridad preferida a la puerta de la Escuela de Educación de Harvard. La apuesta es fuerte, dice. Está clamando por una pedagogía nueva y curativa para liberar a los chicos de una masculinidad equivocada que está poniendo en peligro la civilización: «Después de un siglo de violencia sin paralelo, en un momento en que la violencia se ha vuelto estremecedora… entendemos mejor la importancia puntual de la vulnerabilidad e intimidad emocionales»[19]. Gilligan nos pide que reflexionemos en estas cuestiones vitales: «¿Qué pasaría si la ecuación de civilización con patriarcado se rompiera? ¿Qué pasaría si los chicos no desconectaran psicológicamente de las mujeres y se desligaran ellos mismos de partes vitales de sus relaciones?»[20].

Pero también podían hacerse otras preguntas: ¿Qué pasaría si las teorías de Gilligan acerca de los chicos fueran una parodia de objetividad científica? ¿Qué pasaría si los programas y políticas que ella y sus colegas recomiendan resultaran hacer más daño que provecho? ¿Y qué, me pregunto, puede hacerse para proteger a los chicos de los confiados educadores que fielmente aceptan los puntos de vista de Gilligan sobre que los chicos también son estereotipadamente masculinos y necesitan tener sus «esquemas de género» reordenados?

¿Necesitan los chicos ser salvados?

La teoría de Gilligan acerca de la evolución de los chicos incluye tres alegaciones hipotéticas: (1) que los chicos están siendo deformados y asqueados por la separación forzosa y traumática de sus madres; (2) que chicos aparentemente sanos son separados de sus propios sentimientos y dañados en sus relaciones; y (3) que el bienestar de la sociedad puede depender de liberar a los chicos de «culturas que aprecian y valoran el heroísmo, el honor, la guerra y la competición, la cultura del guerrero, la economía del capitalismo». Consideremos cada proposición por tumo.

De acuerdo con Gilligan, los chicos corren un especial riesgo en su primera infancia: sufren «más tartamudeo, más enuresis, más problemas de aprendizaje… cuando las normas culturales los presionan para separarlos de sus madres»[21]. (Algunas veces añade a la lista alergias, depresión, desórdenes deficitarios de atención e intentos de suicidio)[22]. No cita ninguna investigación pediátrica que apoye sus teorías acerca del origen de estos diversos desórdenes de la primera infancia. ¿Existe, por ejemplo, un solo estudio que muestre que los chicos jóvenes que permanecen íntimamente unidos a sus madres sean menos propensos a desarrollar alergias o a mojar sus camas?

Más chicos que chicas sufren desórdenes de lenguaje y aprendizaje, pero muchas chicas están igualmente afligidas. ¿Están estas chicas desconectadas de sus madres? Las más plausibles explicaciones para la mayor vulnerabilidad de los chicos ante las discapacidades en el lenguaje son neurológicas[23].

La especulativa afirmación de Gilligan sobre que la «presión de las normas culturales» causante de la separación de los chicos de sus madres genera una multitud de desórdenes tempranos no ha sido probada empíricamente nunca. Gilligan no ofrece indicación sobre cómo podrían ser probados. La propia Gilligan no parece sentir que sus afirmaciones necesiten ser confirmadas empíricamente. Confía en que los chicos han de ser protegidos de lo que la cultura está haciendo con ellos, una cultura que los inicia en una masculinidad que «valora» la guerra y la economía del capitalismo, una cultura que insensibiliza a los chicos y que, al sumergir su humanidad, es la causa raíz del «comportamiento fuera de control y fuera de contacto» y, a la larga, el origen de la guerra y la violencia masculina.

Pero ¿son los chicos agresivos y violentos porque son separados físicamente de sus madres? Treinta años de investigación sugieren que la ausencia del padre es a menudo el problema. Los chicos que corren el riesgo de caer en la delincuencia juvenil y violencia son chicos que han sido literalmente separados de sus padres. La Oficina del censo de EE.UU. informa que, en 1960, 5,1 millones de niños vivían solo con sus madres; en 1996, el número era de más de 16 millones[24]. Dado que el fenómeno de la falta del padre se ha incrementado, también lo ha hecho la violencia. Ya en 1965, el senador Daniel Patrick Moynihan llamaba la atención sobre los peligros sociales de educar a los chicos sin los beneficios de la presencia paterna. «Una comunidad que permite a un gran número de hombres jóvenes crecer en familias rotas, dominados por las mujeres, sin jamás adquirir ninguna relación estable con la autoridad masculina, sin adquirir jamás ninguna expectativa racional acerca del futuro, esa comunidad está pidiendo y consigue el caos»[25].

En Fatherless America[*], el sociólogo David Blankenhorn indica que, a pesar de la dificultad de confirmar la causalidad en las ciencias sociales, la abundancia de evidencia apoya de forma creciente la conclusión de que la falta del padre es un generador principal de violencia entre los chicos jóvenes[26]. William Galston, un antiguo consejero de política doméstica de la administración de Clinton (ahora en la Universidad de Maryland), y Elaine Kamarch, una catedrática de la Escuela del Gobierno de Harvard, están de acuerdo. Comentando sobre la relación entre crimen y familias monoparentales, dicen: «La relación es tan fuerte que, controlando la configuración familiar, se borra la relación entre raza y crimen y entre bajos ingresos y crimen. Esta conclusión aparece una y otra vez en la literatura»[27].

Apareció, por ejemplo, en 1998, cuando Cynthia Harper, de la Universidad de Pennsylvania, y Sara McLanahan, de la Universidad de Princeton, estudiaron la proporción de la encarcelación de seis mil varones de edades entre los catorce y veintidós años entre 1979 y 1993[28]. Los chicos que vivían en hogares sin el padre tenían el doble de probabilidades de haber estado en la cárcel. Estos resultados se mantenían incluso después de que las investigaciones controlaran la raza, los ingresos y la educación de los padres. (Tener un padrastro no disminuía la posibilidad de encarcelación).

El padre parece ser fundamental en ayudar a los hijos a desarrollar una conciencia y un sentido de hombría responsable. Los padres enseñan a los chicos que ser un hombre no significa ser depredador o agresivo. En contraste, cuando el padre está ausente, los niños varones tienden a obtener sus ideas de lo que significa ser un hombre por sus compañeros. Los padres juegan un indispensable rol civilizador en el ecosistema social; por lo tanto, menos padres, más violencia masculina.

De acuerdo con Blankenhorn, el padre efectivo no necesita ser un dechado de sensibilidad emocional. De hecho, puede poseer cualidades que angustiarían a los expertos en género de Harvard. El padre típicamente masculino que juega duramente con sus hijos, que enseña a sus hijos a ser estoicos y competitivos, que está a menudo pegado a la televisión viendo deportes o cine policíaco, es poco probable que produzca un hijo violento. Como explica Blankenhorn: «Hay excepciones, por supuesto. Pero aquí está la regla. Los chicos criados por padres tradicionalmente masculinos, generalmente, no cometen crímenes. Chicos sin padre cometen crímenes»[29].

Dado la animosidad general de Gilligan hacia el «orden social patriarcal», no es sorprendente que su investigación parezca no dar importancia al padre. En cualquier caso, a medida que aprendemos más acerca de las razones de la violencia juvenil, se hace más claro que el progresivo debilitamiento de la familia —en particular, la ausencia del padre en el hogar— juega un papel importante.

Devolver el padre al hogar no figura en la lista de prioridades de Gilligan. En lugar de eso, Gilligan y sus asociados de Harvard se concentran en cambiar cosas como las preferencias de juego de los chicos. En una entrevista para Education Week, Gilligan habla de un momento en el que cada niño pequeño se encuentra en un cruce de caminos: «Ves este retrato de un niño pequeño con un conejo de peluche en una mano y una pistola de Lego en la otra. Podías casi congelar ese momento de evolución»[30]. El entrevistador informa del comentario de Gilligan sobre este período crucial de evolución en la vida de los chicos: «Si llegar a ser un chico, significa llegar a ser duro, dice Gilligan, entonces los chicos pueden sentir a una edad temprana que tienen que esconder la parte de sí mismos que es más amable o estereotipadamente femenina».

Recuerden la sugerencia de la colega de Gilligan, Elizabeth Debod, de que son los superhéroes y juguetes de macho los que «ocasionan que los chicos estén airados y actúen agresivamente». Las presiones patriarcales sobre los chicos para esconder su lado femenino crean el problema. Esto es algo que el equipo de Harvard espera que una nueva «Reforma» cambie radicalmente.

Describiendo el propósito del Proyecto de Harvard, Carol Gilligan y su codirector, Barney Brawer, establece la siguiente «teoría de trabajo»:

Un proyecto que propone una «crisis» sumergiendo tanto a chicos como a chicas, a causa de un orden patriarcal que se perpetúa a sí mismo forzando a los niños a «desconectar» de las mujeres, no está dispuesto a dar una seria mirada al problema del padre ausente. En su contribución a la afirmación que describe el propósito del Proyecto de Harvard, Brawer busca tratar este punto «añadiendo dos asuntos adicionales al análisis de Gilligan»:

Primero: ¿Cómo incluimos en nuestro punto de vista acerca de la niñez y la masculinidad no solo los problemas del modelo tradicional, sino también las fuerzas potenciales?

Segundo: ¿Cuál es el particular problema de los chicos que viven sin padre dentro de una cultura de patriarcado?

A la primera pregunta de Brawer, la respuesta es: Sin duda, ¿cómo? Habiendo identificado el «modelo tradicional» de la masculinidad como la causa de la crisis de los chicos, ¿cómo podemos ahora darnos la vuelta para reconocer que las tradicionales virtudes masculinas (coraje, honor, autodisciplina, competitividad) juegan un papel vital en la socialización saludable de los chicos? La segunda pregunta insinúa extrañamente que los problemas causados por la falta del padre son de alguna manera debidos a la cultura del patriarcado, el villano ausente de la obra. Podemos ver por qué Brawer encuentra un problema la falta del padre. El enigma es por qué, en un gilliganesco mundo donde los males sufridos por los chicos ocurren a causa de la cultura masculina que separa a la fuerza a los chicos de sus madres, la ausencia del padre no sería una bendición. En el mundo real, por supuesto, la generalizada falta del padre no es un problema, sino una tragedia personal y social.

En 1998, Brawer trasladó el Proyecto de Harvard a la Tufts University y le cambió el nombre a «Proyecto sobre chicos», y lo describe ahora como una «comunidad colaboradora» de maestros, consejeros, investigadores y padres que desarrollarán nuevos «experimentos en conexión»[32]. Reconstruir a los chicos es el objetivo final. Cómo hacerlo está todavía por determinar[33]. De vuelta a Harvard, Gilligan, Judy Chu y sus colegas avanzan con sus propios estudios bien financiados sobre cómo rescatar a los chicos de la dañina cultura de la juventud. De acuerdo con The New York Times, la cátedra de Gilligan lleva consigo una dotación de medio millón de dólares para investigación[34].

Chicos fuera de contacto con sus sentimientos

Inconsciente de todos los hechos evidentes que apuntan a la separación paternal como una causa significativa del comportamiento aberrante de los chicos, Gilligan pide valientemente un cambio fundamental en la educación de los chicos que los mantendría en una más sensible relación con su lado femenino: necesitamos liberar a los jóvenes de una cultura destructiva de la masculinidad que «les dificulta la capacidad para sentir el daño propio y ajeno, para conocer la tristeza propia y ajena»[35]. Dado que, como lo ha diagnosticado, el pretendido desorden es universal, la cura debe ser radical. Debemos cambiar la misma naturaleza de la infancia: debemos encontrar caminos para guardar a los chicos unidos a sus madres. Debemos rebajar el sistema de socialización que es tan «esencial para la continuidad de las sociedades patriarcales».

Los puntos de vista de Gilligan son atractivos para muchos que creen que los chicos podrían beneficiarse al ser más sensibles y tener más empatía. Pero, antes de que nadie se aliste en el proyecto de Gilligan, él o ella harían bien en descubrir que la tesis fundamental de Gilligan —que los chicos están prisioneros de su masculinidad convencional— no es una hipótesis científica. Es una extravagante pieza de psicología especulativa de la clase que algunas veces es aceptada en escuelas de enseñanza, pero no es estimable en la mayor parte de los departamentos profesionales de psicología.

En un plano menos académico, podemos simplemente criticar la reforma propuesta por abusar del sentido común. Es obvio que un chico necesita a su padre (o la figura del padre) para que lo ayude a convertirse en un hombre joven y que el ideal de pertenecer a la cultura masculina es terriblemente importante para todos los chicos. Impugnar su deseo de convertirse en «uno de los chicos» es negar que la biología de un chico determina mucho de lo que él prefiere y de lo que lo atrae. Desafortunadamente, cuando los teóricos de la educación niegan la naturaleza de los chicos, están en situación de causarles mucho sufrimiento.

Gilligan habla de reformar radicalmente «la estructura fundamental de la autoridad» haciendo cambios que liberarán a los chicos de los estereotipos masculinos que los atan. ¿Pero en qué sentido no son los chicos norteamericanos libres? ¿Estaba el joven Mark Twain o el joven Teddy Roossevelt esclavizados por los modos convencionales de la juventud? ¿Son el típico jugador de béisbol o el Cachorro Explorador Scout defectuosos en la forma que Gilligan sugiere? En la práctica, conseguir que los chicos sean más como las chicas significa conseguir que ellos dejen de reunirse en grupos de solo chicos. Ese es el lado más oscuro, coercitivo del proyecto para «liberar» a los chicos de sus camisas de fuerza masculinas.

Es, ciertamente, verdad que un pequeño subgrupo de niños varones encajan en la descripción de Gilligan de ser insensibilizados y alejados de sentimientos de ternura e interés por los demás. Sin embargo, estos chicos no representan el sexo masculino en su totalidad. Gilligan habla de que los chicos en general «esconden su humanidad» y demuestran capacidad para «herir sin sentirse heridos». Esto, mantiene, es una condición general venida a cuenta porque la gran mayoría de chicos son forzados a separarse de sus madres. Pero la idea de que los chicos son anormalmente insensibles desaparece en presencia de la experiencia de cada día. Los chicos son competitivos y, a menudo, agresivos. Pero cualquier persona en cercano contacto con ellos —padres, abuelos, maestros, entrenadores, amigos— puede conseguir una prueba diaria de la humanidad, lealtad y compasión de una mayoría de los chicos.

Gilligan parece estar cometiendo el mismo error con los chicos que cometió con las chicas. Observa a unos pocos niños e interpreta sus problemas como indicativo de un malestar profundo y general causado por la manera que nuestra sociedad impone en ellos estereotipos de roles sexuales. En la adolescencia, concluye, la presión para enfrentarse a estos estereotipos ha perjudicado, afligido y deformado a ambos sexos. De hecho, con la importante excepción de chicos cuyo padre está ausente y que obtienen su concepto de masculinidad de sus compañeros de grupo, la mayor parte de los chicos no son violentos. La mayor parte no son ni insensibles ni antisociales. Son solo chicos, y ser un chico no es en sí mismo un defecto.

¿Entiende Gilligan realmente a los chicos? Ella encuentra que los chicos carecen de empatía, pero ¿empatiza ella con ellos? ¿Está libre de la pesada misantropía que infecta a tantos teóricos de género que no cesan nunca de culpar a la «cultura masculina» de todos los males sociales y psicológicos? Nada que hayamos visto u oído ofrece la más ligera confianza en que Gilligan y sus colegas sean lo suficientemente sensatos u objetivos para esperar que puedan liderar el campo e inventar nuevos caminos para socializar a los chicos.

Todavía tenemos que ver un solo argumento razonable para reformar radicalmente las identidades de los chicos y las chicas. No hay razón para creer que tal reforma sea realizable, pero aun si lo fuera, el intento de intromisión en chicos y chicas en este nivel de su naturaleza es moralmente erróneo. Las nuevas pedagogías diseñadas para «educar a los chicos más como chicas» (en frase de Gloria Steinem) no están exentas de daño. Su aproximación a los chicos es inaceptablemente entrometida, incluso sutilmente abusiva.

Una buena palabra para el patriarcado capitalista y las virtudes marciales

El trabajo de Gilligan con los chicos minimiza irresponsablemente los factores biológicos e ignora los problemas causados por el fracaso de la familia. Por el contrario, es fuerte en ideología cultural y psicología especulativa y débil en sentido común. En particular, manifiesta poca simpatía por los jóvenes a quienes está pretendiendo ayudar.

Consideremos su crítica sobre cómo los chicos norteamericanos son iniciados en un orden social patriarcal que valora el heroísmo, el honor, la guerra y la competitividad. En el mundo de Gilligan, el militar es uno de los potentes y deplorables estereotipos que «la cultura masculina» mantiene ante los chicos como el ideal de hombre. Pero sus críticas de la cultura militar son defectuosas de diferentes maneras. Primero, el espíritu militar que Gilligan condena como insensible y poco solícito es, probablemente, menos influyente en las vidas de los chicos de hoy que en cualquier otro período de nuestra historia. Al mismo tiempo, es necesario señalar que los militares norteamericanos y su cultura no tienen nada de qué avergonzarse. Sin duda, si se quiere citar una institución norteamericana que inculque altos niveles de cooperación, sacrificio e interés por el ser humano, se podría elegir con acierto a los militares.

Quienquiera que tenga un conocimiento de primera mano del personal militar norteamericano sabe que la mayoría son hombres y mujeres jóvenes, altamente competentes, autodisciplinados, honorables y morales, dispuestos a arriesgar sus vidas por su país. Gilligan y sus seguidores se confunden en cuanto a la ética militar. Sí, el militar «valora» el honor, la competitividad y la victoria. Sin ofrecer razones para impugnar estos valores, los cuales, de hecho, son necesarios para una vida efectiva, se contenta con insinuar que son deshumanizantes en contraste con los valores que admira: cooperación, solicitud, autosacrificio. Gilligan parece no ser consciente de que los valores que considera estimables son también esenciales para el espíritu militar. Sugerir que el espíritu militar promociona la insensibilidad y la falta de atención es una parodia de los hechos. Acusar a los militares de carecer de compasión es ignorar la falta de egoísmo y la camaradería que hacen el espíritu marcial tan atractivo para aquellos que intensamente desean vivir vidas de servicio y altos ideales.

El historiador Stephen Ambrose, quien ha pasado la mitad de su carrera escuchando historias de soldados, cuenta acerca de un curso sobre la Segunda Guerra Mundial que dictó en la Universidad de Wisconsin en 1996 a una desbordada clase de 350 oyentes. La mayoría de los estudiantes no estaban familiarizados con los acontecimientos relevantes de esa guerra. Según Ambrose: «Estaban mudos de asombro por las descripciones de lo que era estar en las líneas del frente. Estaban aún más sorprendidos por las responsabilidades asumidas por los oficiales jóvenes… que eran tan jóvenes como ellos… y se preguntaban cómo alguien podía haberlo hecho»[36].

Ambrose trató de explicarles lo que había llevado a tantos hombres y mujeres a tales proezas de valor, tales niveles de excelencia. Les dijo que no había sido nada abstracto. Había implicado dos cosas: «unidad cohesionada» —una preocupación por la seguridad y el bienestar de sus camaradas soldados que igualaba y algunas veces excedía la preocupación por su propio bienestar— y una comprensión de la dimensión moral de la lucha: «En el fondo, los ciudadanos soldados norteamericanos conocían la diferencia entre el bien y el mal, y no querían vivir en un mundo en el cual el mal prevaleciera. Así que lucharon y ganaron y todos nosotros, los que vivimos y los que aún no han nacido, debemos estar para siempre profundamente agradecidos»[37].

Lo que Ambrose entiende, y Gilligan no lo hace, es que la bóveda que corona a la ética del deber abarca también a la ética de la bondad. Las así llamadas virtudes masculinas de honor, deber y autosacrificio, son virtudes humanitarias y es erróneo considerarlas como virtudes menores. La depreciación de Gilligan de los militares está académicamente de moda. Ambrose dice que, después de terminar la universidad, a finales de los años 50, él también compartía el esnobismo del antimilitarismo y del anticapitalismo que aún prevalece en muchas universidades hoy en día. Ambrose escribe:

Cuando era un estudiante de posgrado, estaba lleno de desdén por los (ex soldados)… Pero el hecho es que estos fueron los hombres que construyeron los Estados Unidos de hoy. Habían aprendido a trabajar juntos en las fuerzas armadas en la Segunda Guerra Mundial. Habían visto suficiente destrucción: querían construir. Construyeron el sistema de Carreteras Interestatales, la Vía Marítima de St. Lawrence, nuevos barrios… Habían visto suficientes matanzas; querían salvar vidas. Vencieron la polio e hicieron otros revolucionarios avances en medicina. Habían aprendido en el ejército las virtudes de una sólida organización y el trabajo en equipo, el valor de la iniciativa individual, la inventiva y la responsabilidad[38].

Los muchos discípulos de Carol Gilligan, que enseñan en escuelas de pedagogía, trabajan en el Departamento de Educación del gobierno y modelan la política de las escuelas elementales de la nación, muestran poco interés en el noble y constructivo lado del espíritu militar. No parecen apreciar, ni siquiera entender, las virtudes masculinas. Parece que nunca ha cruzado por su mente el pensamiento de que las virtudes militares —estoicismo, honor, cooperación, sacrificio, la búsqueda de la excelencia— son las virtudes que sustentan nuestra civilización.

La dirección de Gilligan

Finalmente, ¿qué vamos a hacer con la contribución e influencia de Carol Gilligan? Sus primeros trabajos sobre las diferentes voces morales de hombres y mujeres tenía mérito; su demanda de que psicólogos y filósofos tomaran en cuenta la posibilidad de que mujeres y hombres tienen diferentes estilos de razonamiento moral era totalmente apropiada. Aunque resultó que las diferencias son menos importantes de lo que Gilligan predijera. En cualquier caso, sus sugestivas ideas sobre sexo y psicología moral estimularon una importante discusión. Por eso, ella merece el reconocimiento.

Su trabajo posterior sobre las chicas adolescentes y sus voces «silenciadas» nos muestran una diferente Gilligan. Sus ideas tuvieron éxito en el sentido de que inspiraron a activistas en organizaciones tales como la AAUW y la Ms. Foundation para entrar en alerta roja en un esfuerzo para salvar a las hijas de la nación de «la desaparición y el hundimiento». Pero todo su activismo estaba basado en una premisa falsa: que las chicas estaban sometidas, descuidadas y disminuidas. De hecho, la verdad era lo opuesto: las chicas estaban avanzando por delante de los chicos en la mayoría de las cosas que cuentan. El poderoso mito de Gilligan sobre la increíble chica disminuida hizo mucho más daño que provecho. Trataba con condescendencia a las chicas, presentándolas como víctimas de la cultura. Desviaba la atención de las deficiencias académicas de los chicos. También daba tono de urgencia y credibilidad a un especioso movimiento de autoestima que malgastaba el tiempo de todos.

El último trabajo de Gilligan sobre los chicos es aún más atrevido y alejado de la realidad. El mito del chico emocionalmente reprimido tiene un gran potencial destructivo. Si se tomara seriamente, podría conducir a unos programas escolares aún más insípidos y molestos diseñados para conseguir que los chicos estén en contacto con sus sentimientos. Más ominosamente, podía conducir a unos crecientes esfuerzos agresivos para feminizar a los chicos, por su propio bien y el supuesto bien de la sociedad.

El trabajo de Gilligan sobre las chicas condujo a una efusión de escritos acerca de la destrozada Ofelia en nuestro medio. Ahora nos enfrentamos a un segundo torrente de artículos y libros inspirados por Gilligan, esta vez, sonando la campana acerca de la condición de los aislados, reprimidos y silenciados jóvenes varones de nuestra nación. Los chicos, oímos, están siendo traumatizados por una cultura masculina que los rodea con los dañinos «mitos de la juventud»[39]. Los chicos, como las chicas, necesitan ser rescatados de la cultura masculina. En esta 11amada por la liberación, se han unido a Gilligan algunos prominentes discípulos masculinos. Consideraré ahora esta investigación, sus pretensiones y sus recomendaciones crispadas para restaurar la salud psíquica a una nación de jóvenes Hamlets destrozados.