Este libro no podría haber sido escrito sin el apoyo de la Fundación W. H. Brady. Como investigadora de esta Fundación en el Instituto de Empresa Americano, he podido dedicar mi tiempo y mis esfuerzos a este proyecto. La presidenta de la Fundación, Elizabeth Lurie, me ha ayudado mucho con sus consejos llenos de sentido común. Ella fue quien me sugirió, por ejemplo, que evitara la desafortunada expresión de «género». «Sexo», como me recomendó acertadamente, es mejor que «género».
El Instituto de Empresa Americano es un entorno ideal y muy estimulante para la labor investigadora. Todos los colegas y todo el personal es ejemplar. Como por ejemplo Christopher DeMuth, el presidente y el mejor mentor que jamás he tenido. Él se ofreció a leer por completo el manuscrito y me hizo numerosos comentarios llenos de su habitual agudeza.
También tengo una gran deuda con Elizabeth Bowen, mi ayudante en la investigación. Siempre he confiado ciegamente en su consejo y ha sido indispensable para conseguir todos los datos que he manejado. Elizabeth ha tenido que realizar un montón de llamadas telefónicas para conseguir la información que yo no hubiera podido obtener de otro modo. En una ocasión, tuvo que viajar en medio de una tormenta de nieve, para asistir a un curso sobre chicos. Su juicio, su esfuerzo y su increíble habilidad para navegar por Internet y conseguir todo lo que busca han enriquecido notablemente el libro.
Varios becarios del instituto han contribuido sustantivamente a la investigación. Christina Bishop, David Houston y Hugh Liebert, por ejemplo. Hugh ha seguido ayudándome cuando volvió a Harvard y se leyó cuidadosamente los borradores del manuscrito ofreciéndome reveladores comentarios a cada capítulo.
Bob Bender, editor en Simón & Schuster, siempre estuvo atento a mi trabajo, pidiéndome consistencia y coherencia e insistiendo en que sustentara con datos mis afirmaciones más controvertidas. Su mirada, siempre llena de tacto y respeto, me ha ayudado a conseguir un libro mucho más consistente que el que hubiera hecho por mí misam. Johanna Li, Toni Rachéele, George Turianski y Edith Fowler dirigieron hábilmente mi libro a través de todo el proceso de producción.
Tampoco puedo dejar de pensar en mis amigos, los viejos y los que acabo de hacer. De una manera u otra, todos han contribuido a las ideas y conceptos que contiene el libro, quizá por su labor crítica. Entre todos ellos, quiero destacar a Evelyn Rich, Suzanne Cadisch, Diana Furchtgott-Roth, Claudia Winkler y Erika Kors. He discutido mucho con Cathy Young sobre el manuscrito. Muchas veces, no estaba de acuerdo conmigo pero siempre ha sido de una gran ayuda, llena de información que compartió conmigo generosamente.
Varios colegas investigadores me han influido bastante: Diane Ravitch, de la Brookings Institution; William Damon, director del Centro para la Adolescencia de Standford; Michael Gurian, autor de The Wonder of Boys; y E. D. Hirsch, afamado profesor de la Universidad de Virginia. Debo mucho especialmente al profesor de la Universidad Americana, Leon Clark, y al estudiante de su departamento, Chris Garran, por alertarme de la situación de los chicos de nuestra nación a comienzos de la década de los noventa.
Cuando la moda de la crítica a los hombres llego a su apogeo en los noventa, solo Camille Paglia tuvo el coraje de recordar que la masculinidad es la «fuerza cultural más creativa de la historia». Me he beneficiado mucho de su valiente e incisivo ejemplo y por sus ideas intelectualmente sobresalientes.
Mi vida cambió desde que dejé la Clark University en 1997 y me mudé de Massachussets a Washington, y no solo porque Sally Satel y Barbara Ledeen se convirtieron en mis mejores amigas. Sally y yo compartimos una pasión por la claridad y una aversión por la seudociencia. Con mucho ánimo, Sally me ha acompañado a diversas conferencia y seminarios donde no éramos bienvenidas. Su perspectiva como psiquiatra me ha ayudado a dar forma y reforzar mis argumentos. Barbara me ha inspirado con su energía, su coraje y su integridad. Le agradezco que creyera en este libro desde el principio y por su ayuda a organizar diversos forums para poner en práctica mis ideas.
No tengo manera para agradecer a mi marido, Fred Sommers, todo lo que me ha ayudado. Sus intereses van más por la lógica formal y la metafísica, pero ha discutido pacientemente conmigo todas y cada una de las páginas del libro. Si está cansado de la situación de los chicos varones, creo que todavía tiene un poco que hacer.
Mis hijos varones, David y Tamler, estuvieron siempre en el lugar principal de mi conciencia en el proceso de escritura de La guerra contra los chicos. Son el paradigma de chicos que quiero defender con mi libro.