Paramjit, el heredero que nunca reinó, murió en 1955 a los sesenta y tres años, en la cama de su casa de Kapurthala, atendido hasta el final de su enfermedad por su amante inglesa Stella Mudge. La cama tenía forma de góndola en recuerdo de Venecia, la ciudad donde se habían conocido.
Su hermano, Karan murió en 1970, en Nueva Delhi, de una dolencia cardiaca. Martand y Arun, los hijos que tuvo con lady Charan, la bellísima esposa que había sido portada de Vogue, se dedican hoy a la política activa.
Ajit, el hijo de Anita, vivió como un diletante y, fiel a sus antepasados, se dedicó con ahínco a su afición por las mujeres (decían de él que era un «ladie’s man»), por el jazz y la gastronomía. Llegó a poseer una enorme colección de discos de jazz y tenía fama de saber tocar muy bien el saxofón. Quiso ser actor y vivió una temporada en Hollywood, donde conoció a Jean Harlow y otras estrellas del momento. Cuando regresó a la India, tapizó las paredes de su dormitorio con fotos de actrices famosas, pero él nunca se casó. Al final, no pudo cumplir con su sueño de asistir a los mundiales de fútbol de España en 1982 porque enfermó de cáncer y murió el 4 de mayo de ese mismo año en una clínica de Nueva Delhi, a los sesenta y cuatro años de edad.
Bibi Amrit Kaur murió dos años después de Anita, el 5 de febrero de 1964, aquejada de una enfermedad respiratoria Tenía setenta y cinco años. Nunca se repuso del asesinato de Gandhi en 1948, y decía que sin él se sentía «sin timón». Su cremación tuvo lugar a orillas del río Jamuna, en la capital india y congregó a una enorme multitud que desfiló ante sus cenizas durante horas.
En 1975, Indira Gandhi abolió de un plumazo los últimos privilegios que los maharajás habían conservado a cambio de incorporar pacíficamente sus reinos a la Unión India. Exenciones fiscales, sueldos vitalicios y títulos fueron suprimidos. Los antiguos príncipes empezaron a ser objeto de implacables investigaciones policiales y fiscales, de manera que fueron deshaciéndose de sus patrimonios, malvendiendo sus palacios, sus muebles y sus joyas. Los que no se sintieron destrozados por el mazazo de Indira Gandhi se adaptaron a los nuevos tiempos como pudieron. Algunos, como el maharajá de Udaipur convirtieron sus palacios en hoteles de lujo, otros se hicieron hombres de negocios y otros se dedicaron a servir los intereses de la nueva India, como el maharajá de Jaipur y su mujer Gayatri Devi, que fueron embajadores en España, o el maharajá de Wankaner, que se hizo conservacionista y se dedicó a proteger a los tigres, otra especie en peligro de extinción.
Los gloriosos días del esplendor de los maharajás parecen hoy tan lejanos como los de los emperadores mogoles, pero siempre permanecerá el brillo de su recuerdo, como las joyas que guardaban en cofres de sándalo y que siguen centelleando, a pesar del polvo y la decrepitud, en el firmamento de la historia.