«¿QUIÉN SECARÁ NUESTRAS LÁGRIMAS?».
Hasta el día de su muerte Anita tuvo en su mesilla de noche la foto de Karan, con sus facciones suaves, su turbante abrochado con un airón de plumas y su chaqueta donde destacaban las condecoraciones de Kapurthala. Fue la primera y la última imagen que vio todos los días del resto de su vida, al despertarse y al acostarse. A pesar de que le casaron en 1925, el año en que Anita abandonó la India, Karan siguió visitándola, a escondidas, aprovechando sus viajes a Europa. Se vieron en Biarritz, en Deauville, en Londres y en París. Eran visitas fugaces como las lágrimas de San Lorenzo, restos del fuego de la pasión que les había devorado. Poco a poco esos encuentros se fueron espaciando, hasta que Karan dejó de verla, porque se enamoró de una actriz de cine francesa de apenas veinte años. Pero en el recuerdo de Anita, Karan fue siempre el único amor de su vida.
Gracias a la generosa pensión del maharajá, Anita no tuvo problemas para acostumbrarse a su nueva libertad, dividiendo el tiempo entre París, Madrid y Málaga. Su fuerte personalidad, unida a su pasado exótico y extraordinario, la convirtieron en un personaje de lo que hoy se llamaría la jet-set. El aura de la historia de amor que arrastraba con el hijo de su marido añadía misterio y morbo al personaje, pero ella no hablaba de Karan. Era un secreto que compartía con muy pocos, y lo quiso guardar celosamente en su corazón hasta el final, pretendiendo que nunca había ocurrido. Pero sus íntimos no se dejaban engañar porque la foto de la mesilla de noche la delataba. Convertida en un personaje asiduo de las columnas de sociedad a partir de los años veinte, vivía al ritmo de la migración anual de las aves de lujo: vacaciones de verano en la Costa Azul, de invierno en Suiza, unos días en Deauville… Alternaba con banqueros y grandes fortunas, pero siempre prefirió la compañía de escritores, pintores, artistas y cantantes, como su buena amiga Joséphine Baker. Le gustaba la bohemia. Los aristócratas la ningunearon —no sólo los ingleses, sino también los españoles—, porque siempre la consideraron una arribista en un mundo que no le pertenecía.
Fiel a su herencia española y andaluza, no se perdía las corridas de San Isidro ni la Feria de Sevilla y hasta en ocasiones la peregrinación al Rocío, en la que disfrutaba mucho porque se reencontraba con lo más profundo de su tradición. Caballos, devoción, música y baile…, ¿qué más podía pedir?
Cuando se instaló definitivamente en España, empezó a frecuentar el mundo de los toros y, según rumores que ella nunca confirmó, llegó a enamorarse de Juan Belmonte, el gran torero de Sevilla, el mito de la España de entonces. Pero no solía dar mucha publicidad a su vida sentimental, por miedo a que el maharajá le redujese o cancelase la pensión.
Ya adaptada a su nueva vida, Anita se dio cuenta de que no iba a poder olvidar la India. Las conversaciones habituales en las reuniones sociales en Europa, que eran más bien comadres de salón, le parecían insípidas comparadas con las historias de cacerías de tigres o los relatos de viajes a caballo por las montañas de Cachemira que animaban las veladas en la India. En los días de frío y niebla tan frecuentes en París o Londres, Anita se acordaba del aire punzante y luminoso del invierno en el Punjab; del verde pálido de los arrozales; de su jardín donde las rosas, los nardos y las buganvillas crecían con profusión y donde la fragancia de las violetas perfumaba el aire. Recordaba sus paseos por el campo, «la hora del polvo de vaca», cuando el humo subía de los infiernillos en las aldeas, las grandes llanuras polvorientas, los gritos de los pájaros y de los animales, el tintineo de las campanillas de los carros de bueyes, el sonido de la lluvia martilleando el techo durante el monzón, y sobre todo se acordaba de Dalima, de la gracia de las mujeres indias, de los mendigos y de los santones, del lujo y de los espectáculos grandiosos a lomos de elefante. Poco a poco fue olvidando el lado desagradable de la India: la miseria, la crueldad de las castas y la terrible pobreza. Se fue olvidando de las noches de angustia sentada junto a Ajit cuando tenía fiebre, de la soledad de la vida en palacio, del tremendo calor, del miedo a las picaduras de serpientes o al envenenamiento, del miedo a caer enferma, del miedo a la India en sí misma.
Tal era su nostalgia que muchos años después, ya siendo una mujer mayor, sus dos criadas le servían la cena en su casa de Madrid vestidas con el mismo atuendo de los sirvientes de Kapurthala, y las obligaba a llevar guantes blancos aunque estuvieran en pleno verano. Ella aparecía a la hora en punto, pero en bata y con rulos en la cabeza. Cenaba sola, ensimismada en los recuerdos de una vida fabulosa que ya nunca volvería.
Anita quiso regresar a la India en varias ocasiones, pero nunca consiguió el visado de las autoridades británicas. Tampoco supo nunca que el maharajá estaba detrás de esa persistente negativa. «Su Alteza está particularmente interesado en que Prem Kaur no regrese a la India porque dice que le causa perturbaciones en su círculo doméstico, de modo que hemos solicitado al Foreign Office que no extienda facilidades de viaje a la española», reza una carta firmada por un tal M. Baxter, jefe de la oficina política de la India Office, en 1937.
Pero el maharajá siguió viéndola con asiduidad cuando iba a Europa. Acabaron siendo buenos amigos, manteniendo un contacto regular y enviándose noticias mutuas por medio de Ajit, que viajaba con frecuencia entre Europa y la India Aun en la distancia, el maharajá estaría presente en su vida hasta el final. Los primeros telegramas de pésame que recibió al morir su padre, en 1931, y luego, cuando falleció doña Candelaria en 1935, fueron del maharajá. Fiel a la tradición de proteger a las mujeres de su vida, Jagatjit Singh se preocupó siempre por el bienestar y la seguridad de su rani española. Al estallar la guerra civil, la instaló junto a su sobrina Victoria en un hotel en la Bretaña, y, más tarde, cuando en el horizonte despuntaba la Segunda Guerra Mundial, a través de la embajada británica organizó el traslado de ambas a Portugal, donde permanecieron hasta el final del conflicto. Como siempre había dicho doña Candelaria: «Este hombre es todo un caballero».
Hasta el final de su vida, el maharajá no cejó en su empeño de reemplazar a Anita por otra maharaní europea. Sensible y enamoradizo, era el blanco ideal para ciertas mujeres sin escrúpulos que se enamoraban de su dinero más que de su persona. Arlette Serry fue una de ellas. Durante dos años alternó entre la India y París, sin comprometerse nunca, pero sin aclarar tampoco su situación. El maharajá la seguía como un perrito faldero. Pasaba largas temporadas en el Pavillon Kapurthala dedicado en cuerpo y alma a intentar convencerla de que aceptase el matrimonio. Su ministro Jarmani Dass le sorprendió un viernes por la noche enfrascado en sus oraciones, mientras Inder Singh, el capitán de su escolta, leía en voz alta párrafos del Granth Sahib. Al preguntarle por qué rezaba a esa hora tan tardía, Inder Singh le explicó en secreto que rezaban para rogar al Todopoderoso que diese al maharajá fuerza y vigor sexuales antes de pasar la noche con Arlette. Al día siguiente Dass no se atrevió a preguntar si las oraciones habían dado resultado, pero cuando recibió un cheque de diez mil francos sin explicación alguna de parte del maharajá, entendió que Dios había atendido los ruegos de su jefe. Cuando estaba satisfecho de su rendimiento sexual, el maharajá repartía dinero —en proporción al puesto de cada cual— entre sus ministros, secretarios, ayudantes y sirvientes. Arlette, a la que obsequiaba con maravillosas joyas de Cartier, se llevaba la parte del león.
Pero cuando la francesa se cansó de sangrarle, se fugó con un novio que había mantenido en secreto hasta entonces, el corresponsal de un periódico argentino en París. El maharajá se quedó con dos palmos de narices.
Poco después conoció en Cannes a otra francesa llamada Germaine Pellegrino, una mujer que lo reunía todo: belleza, inteligencia y cultura. Aunque desde el principio ella le advirtió que estaba comprometida, nada menos que con Reginald Ford, el heredero de la firma automovilística norteamericana, el maharajá la invitó a Kapurthala y la recibió con todos los honores. Pasaron largas horas charlando de política y de historia y se hicieron amigos. Siguieron viéndose en París y el maharajá acabó enamorado hasta la médula. «Quiero que seáis mi maharaní», se atrevió a decirle un día. Ella dio muestras de estar muy sorprendida, a medio camino entre la indignación y el ultraje: «¿Cómo es posible, mi señor, si Regi es mi novio?», le contestó. «El maharajá estaba destrozado por la negativa de Germaine, vivió una auténtica agonía de amor —contaría Jarmani Dass—. Me dijo que hiciese todo lo posible para convencerla de que se casase con él, o si no se mataría». Dass no tuvo éxito y el maharajá no se mató. Se enteró de la boda de su amada con Reginald Ford cuando le mandó, desde Kapurthala, un antiguo collar de perlas de inmenso valor como regalo de cumpleaños. La nota de agradecimiento que recibió desde París, firmada por Germaine, decía: «Gracias por el maravilloso collar que tengo el gusto de aceptar como regalo de boda».
Por fin el maharajá consiguió casarse, en 1942, con una actriz de teatro checoslovaca que había conocido en Viena seis años antes. Eugénie Grossup era alta, rubia y con grandes ojos azules. Como Anita, era de una familia pobre que necesitaba desesperadamente salir a flote. Pero su carácter era muy distinto: débil, tímida y sin habilidad para alternar socialmente. Por lo demás, su historia fue muy parecida a la de Anita, marginada y despreciada tanto por la familia del maharajá como por los ingleses. A la muerte de su madre, que vivía con ella en un ala del palacio, la mujer fue víctima de un ataque de paranoia. Estaba convencida de que su progenitura había muerto envenenada, y que la próxima sería ella. La soledad, el tedio y su carácter neurótico acabaron por hacerla enloquecer. Decidió marcharse a Estados Unidos, donde decía que tenía el único pariente que aún vivía. Se instaló en el hotel Maidens de Delhi para organizar el papeleo del viaje, pero los ingleses le pusieron todo tipo de trabas. La Segunda Guerra Mundial lo complicaba todo, desde la obtención de visados hasta el cambio de moneda. Presa de un ataque de angustia, el 10 de diciembre de 1946 cogió un taxi para dirigirse a uno de los monumentos mogoles más emblemáticos, la torre del Qutab Minar, que domina la ciudad desde cien metros de altura. Subió hasta arriba con sus dos caniches, luego los cogió en brazos y se lanzó al vacío.
La muerte de Tara Devi —el nombre que Jagatjit Singh le había dado al casarse por la religión sij— era justo el tipo de noticia capaz de excitar a los sabuesos de la prensa amarilla. La noticia salió en la portada de todos los periódicos. Para el maharajá, era otro escándalo que avivó todo tipo de conjeturas y habladurías y que terminó por hundirle en un estado próximo a la depresión. Según Jarmani Dass, de pronto envejeció diez años: «¡Qué mezcla más difícil, la de Oriente y Occidente, como el agua y el aceite…!», comentaría Dass.
La muerte de Tara Devi desencadenó un intercambio de cartas entre el maharajá y las autoridades británicas cuyo tono era de una acritud desconocida hasta entonces. Jagatjit Singh acusó directamente al departamento Político de haber causado la desesperación de su mujer y le responsabilizó de su muerte. La respuesta de dicho departamento, en una carta confidencial del 19 de diciembre de 1946 firmada por J. H. Thompson, su secretario, no se hizo esperar: «Si existe alguna responsabilidad por la muerte de Tara Devi, es únicamente suya. Estaría faltando a mi deber si no le recordara a Su Alteza que, cuando un hombre de su edad se casa con una mujer extranjera, y cuando esa mujer es cuarenta años más joven que su marido, éste está corriendo un grave riesgo. Ese riesgo, que Su Alteza ha corrido, ha tenido un desgraciado y trágico final. Y de eso no podéis culpar al Departamento Político».
Por aquel entonces, el maharajá de Kapurthala era testigo del final del mundo que había conocido —y que coincidía, además, con el final de su vida—. Nada más acabar la Segunda Guerra Mundial, los ingleses anunciaron la decisión irrevocable de conceder la independencia a la India. Aunque muchos de sus colegas no se creyeron nunca que los ingleses incumplirían los acuerdos históricos que los vinculaban a la Corona británica, Jagatjit Singh intuyó que los maharajás serían abandonados a su suerte. Gandhi y Nehru habían conseguido galvanizar a las masas alrededor del Partido del Congreso, convertido en una poderosa organización que aspiraba a heredar el gobierno democrático de una nueva India. Después de que todos los intentos por ponerse de acuerdo hubieran fracasado se avecinaban tiempos difíciles para los príncipes. La idea de abandonar sus derechos soberanos o de integrarse en una federación democrática seguía siendo inaceptable para la mayoría. Les resultaba imposible saltar de la Edad Media al siglo XX.
Echar la vista atrás era más reconfortante que mirar hacia el futuro. Jagatjit Singh se sentía satisfecho de lo que había conseguido. Había logrado convertir a Kapurthala en un Estado modélico en miniatura, bien administrado y sin corrupción. Había conseguido atraer capital para implantar tres fábricas e impulsar una incipiente industria azucarera. El alto nivel de escolarización de los niños le valía las felicitaciones de los europeos. El índice de criminalidad era bajísimo. Jamás había usado su exclusivo derecho de imponer la pena de muerte. Se sentía especialmente satisfecho de su habilidad a la hora de dirimir los conflictos entre las distintas comunidades religiosas. Se había convertido en un auténtico malabarista, quitando a un ministro musulmán aquí, colocando a un administrador hindú allá…, es decir, moviendo las fichas de su gobierno de modo que todos se sintieran representados. Mientras que en otras partes del Punjab eran frecuentes los disturbios, Kapurthala era un ejemplo de convivencia. La ciudad, tranquila y limpia como las europeas, con numerosos jardines y edificios impecables, era una fuente de inspiración para los arquitectos y urbanistas que acudían desde otras zonas de la India. Cuando algún funcionario era destinado a otro Estado, se iba convencido de que el sitio a donde iba era peor.
Pero de lo que más orgulloso se sentía el maharajá era del cariño que le profesaba su pueblo. Todos los años, en marzo, en la fiesta que marcaba el principio del verano, acudía a lomos de elefante a los jardines públicos de Shalimar y se reunía con su pueblo, respondiendo a las preguntas, interesándose por la gente y disfrutando del cálido afecto de sus súbditos. Le gustaba recordar las fiestas de Navidad a las que invitaba a palacio a un millar de niños para regalarles paquetes de libros. O las constantes visitas al Tribunal de Justicia, al cuartel de la Policía, o a los hospitales, visitas que le permitían sentir de cerca el pulso de su administración. Es cierto que viajaba mucho, pero siempre rechazó la acusación de sus perros guardianes, el gobernador del Punjab y los altos funcionarios británicos, de que sus viajes perjudicaban la eficaz administración de su Estado. Con la edad, el maharajá puso todo su énfasis en hacer de Kapurthala un faro de civismo y cultura. Quería congraciarse con los hombres y con Dios. Quería ser recordado como lo que era, un gobernante benévolo, abierto y justo.
Más difícil y complicado que cualquier tarea de gobierno había resultado conseguir un heredero para la dinastía de Kapurthala. Su nuera Brinda no pudo darle un nieto, porque las operaciones a las que se sometió en París fracasaron y quedó estéril. El maharajá cumplió con su amenaza de casar a su hijo con una segunda esposa. Él mismo la escogió entre las hijas de un rajá de noble linaje del valle del Kangra, como mandaba la tradición. Brinda intentó desesperadamente impedir el matrimonio. Solicitó ayuda a su suegra Harbans Kaur, a quien había apoyado años atrás en contra de Anita. Pero su suegra le dio la espalda. Si ella había tenido que aceptar que el rajá se casara varias veces, ¿por qué Brinda no podía hacer lo mismo? ¿No era una india como ella? Humillada y cansada de luchar, Brinda solicitó el divorcio, abandonó Kapurthala y se fue con sus hijas a vivir a Europa.
De todas maneras, llevaba tiempo sin hacer vida en común con su marido. Paramjit se había enamorado de una bailarina inglesa llamada Stella Mudge y vivía con ella. La historia se repetía; el hijo hacía lo mismo que el padre. Pero Stella no era Anita. Fría y calculadora, su ambición era convertirse en la maharaní de Kapurthala y se opuso tajantemente a los designios del maharajá. Por ser europea, no estaba cualificada para engendrar el futuro heredero de la dinastía. Al final, Jagatjit Singh resolvió el problema como él sabía hacerlo: con dinero. Prometió a Stella un millón de dólares para que convenciese a su hijo de que contrajera matrimonio con la muchacha del valle del Kangra, «aquella chica selvática», como la llamaba despectivamente la inglesa. Al final los casaron por medio de una ceremonia rápida y casi a escondidas.
Pero Paramjit se negaba a consumar la nueva unión. Su flamante esposa, a la que una docena de doncellas perfumaban y masajeaban, le esperaba todas las noches, pero siempre en vano. Stella literalmente obligó a Paramjit a cumplir con su deber de esposo porque ésa era la condición para cobrar el millón de dólares. Un día, a las siete de la tarde, un Paramjit triste y avergonzado llegó al palacio donde vivía su nueva esposa y donde le esperaban los ministros, los miembros del gobierno y varios sacerdotes enfrascados en sus cánticos. Se reunió en una habitación con la «chica selvática» de la que salió treinta y cinco minutos más tarde con «aire pensativo y cansado», según los testigos. Cumplido su deber, volvió a los brazos de Stella y se fueron de vacaciones a Europa. Nueve meses más tarde, su nueva esposa daba a luz a un hijo varón. La alegría del maharajá fue enorme. En muestra de agradecimiento a los maestros del sijismo, prometió educarle en la más pura tradición sij.27
En febrero de 1947, el gobierno laborista inglés, que simpatizaba abiertamente con el Partido del Congreso, nombró a lord Louis Mountbatten, primo de la reina, nuevo virrey, con la tarea expresa de organizar la retirada de los ingleses de la India y el cambio de poder. Nada más llegar a Nueva Delhi, Mountbatten convocó a los maharajás a una conferencia que pronunció en la sede de la Cámara de los Príncipes. Jagatjit Singh, con la pechera repleta de condecoraciones, el bigote encanecido, delgado y apoyándose en un bastón, asistió al discurso que marcó el final de su época. «La suerte está echada», dijo Mountbatten. No había tiempo para dirimir todos los problemas derivados de los tratados históricos entre los príncipes y la Corona. Si querían mantener la soberanía y el derecho a seguir gobernando, debían firmar un documento llamado «Acta de Accesión», que les vincularía a uno de los Estados, o bien a la India o bien a Pakistán, que tomarían el relevo del Raj británico. De este modo, el imperio entregaba a los príncipes en bandeja al Partido del Congreso de Nehru o a la Liga Musulmana de Alí Jinnah, aquel abogado amigo del maharajá. Ni los gobernadores, ni los altos funcionarios ingleses, ni los maharajás presentes en aquella reunión parecían creer lo que estaban oyendo. De un plumazo, el virrey anulaba todos los compromisos y acuerdos del pasado que habían protegido a los príncipes y que habían ayudado a perpetuar el Raj.
Era una enorme traición, tan grande que los maharajás se quedaron mudos de estupor. ¿Era así como Inglaterra agradecía el esfuerzo que de nuevo los príncipes habían hecho durante la última guerra mundial? El nabab de Bhopal había vendido sus acciones en la Bolsa americana para pagar los aviones que ofreció al ejército de Su Majestad. El nizam de Hyderabad había costeado la compra de tres escuadrones de aviones militares. Trescientos mil soldados voluntarios habían sido reclutados en los diferentes Estados, y los príncipes habían comprado el equivalente a 180 millones de rupias en bonos de guerra. Y ahora el Raj, al que tan generosamente habían sostenido, les entregaba a sus propios enemigos, los republicanos del Partido del Congreso o de la Liga Musulmana, que tarde o temprano les despojarían de sus poderes soberanos.
«¿Había alguna alternativa?», se preguntaba Jagatjit Singh. Sí, proclamarse independiente. Pero ¿cuánto duraría un diminuto Estado como Kapurthala entre dos gigantes como la India y Pakistán? ¿Podrían los cinco mil soldados de su ejército repeler una invasión? ¿Sobrevivir al boicot? Por separado, los Estados eran demasiado débiles para enfrentarse a las dos naciones emergentes. Y juntos no habían podido adoptar una postura común. Sí, Mountbatten tenía razón, la suerte estaba echada.
Uno tras otro, los príncipes empezaron a claudicar ante la exigencia del virrey, unos voluntariamente, otros con el deseo de participar lo antes posible en la nueva vida nacional, otros con aprensión, arrastrados por el inexorable viento de la historia. El primero en firmar fue Ganga Singh, el maharajá de Bikaner, el de la receta del camello relleno. Creía en Mountbatten y en los líderes de la nueva India. Luego, como frutos maduros, fueron cayendo los demás: Jodhpur, Jaipur, Bhopal, Benarés, Patiala, Dholpur, etc.
El maharajá de Kapurthala no tardó en tomar una decisión. A pesar de tener una mayoría de población musulmana, se inclinó por la Unión India, un país secular como había querido que fuese Kapurthala y cuya constitución ofrecía mayores garantías en cuanto a proteger la pluralidad de sus ciudadanos que el Pakistán islámico. El maharajá convocó una reunión con representantes del pueblo, jefes de aldea, pandits hindúes, muftíes musulmanes y sacerdotes sijs para anunciarles la decisión, que fue recibida en medio de un absoluto silencio. Sólo una persona osó hacer un comentario, un anciano jefe de aldea, que le dijo: «Eso está muy bien, Señor, pero ¿quién secará nuestras lágrimas en el futuro?». El maharajá, emocionado, sintió que aquella frase era un homenaje no sólo a su extenso reinado, sino al de todo su linaje, que a lo largo de la historia había sabido estar junto a su pueblo en los momentos más duros y difíciles.
Sólo tres príncipes se negaron a firmar el Acta de Accesión. El nabab de Junagadh, aquél que organizaba bodas de perros, quiso contra toda lógica incorporar su Estado a Pakistán, a pesar de que dicho Estado estaba situado en pleno corazón del territorio indio. Cuando su pueblo, de mayoría hindú, votó masivamente en referéndum a favor de la India, el nabab tuvo que huir a toda prisa con sus tres mujeres, sus perros favoritos y sus joyas al país vecino, ante la amenaza de ser invadido por el ejército indio.
Hari Singh, maharajá de Cachemira, era el caso contrario: un hindú en tierra de musulmanes. No conseguía decidirse entre los que abogaban por la integración a Pakistán, los que querían unirse a la India, y los que pugnaban por hacer de Cachemira un país independiente. Quizás Hari Singh se dejase tentar por la idea de la independencia, porque poseía un ejército capaz de proteger las fronteras de su reino. Pero despertó bruscamente de ese sueño cuando unos guerrilleros musulmanes procedentes de Pakistán invadieron su territorio, pillando, incendiando y aterrorizando a la población. Obligado entonces a tomar una decisión, optó por integrar a Cachemira en la Unión India a cambio de protección contra los invasores. Nueva Delhi mandó unidades del ejército y todos los aviones de combate disponibles a Srinagar, la Venecia de Oriente que tanto había encandilado a Anita. Cachemira dejó de ser una tierra de paz, y se convirtió en el campo de batalla entre la India y el Pakistán. Hari Singh decidió alejarse de las hostilidades y abandonó su palacio de Srinagar para siempre. Disfrutó de un exilio dorado en Jammu, su capital de invierno. Curiosamente, su hijo Karan fue nombrado regente de Cachemira por el gran enemigo de los príncipes y artífice de la independencia, el propio Nehru. Unos años más tarde, ganó las elecciones y se convirtió en primer ministro del nuevo Estado.
El tercero en discordia fue el nizam de Hyderabad, el hombre que se había enamorado de Anita en 1914 y que la había colmado de regalos. Convertido en un anciano de metro y medio de estatura y cuarenta kilos de peso, Su Alteza Exaltada seguía siendo el más excéntrico de los príncipes. Con los años, su proverbial riqueza había aumentado a la par que su tacañería, tan sórdida que recuperaba las colillas que los invitados dejaban en los ceniceros. El médico llegado de Bombay para examinarle el corazón no consiguió hacerle un electrocardiograma. Para ahorrar gastos, había ordenado a la central eléctrica de Hyderabad reducir el voltaje. Al igual que su colega y amigo Hari Singh de Cachemira, el nizam disponía de un numeroso ejército, equipado con artillería y aviación. Cuando un alto funcionario vino a informarle de la decisión británica de abandonar la India, dio un salto de alegría: «¡Por fin voy a ser libre!», exclamó. Nada más irse los ingleses declaró la independencia de Hyderabad, sin darse cuenta de que todo su poder había estado sostenido por el Raj y que al marcharse los ingleses también desaparecería la red que le protegía. Aunque legal y constitucionalmente tenía derecho a hacerlo, en la práctica era una locura porque no disponía de la baza principal: el apoyo de su pueblo. Había perdido el contacto con la realidad. El 13 de septiembre de 1948, el gobierno de la India inició la «Operación Polo», el nombre en clave de la invasión. Fue un ataque más violento de lo que hubiera deseado Nehru. En cuarenta y ocho horas, el Estado independiente de Hyderabad dejó de existir y con él toda una forma de vida muy peculiar, basada en el amor a las artes, la hospitalidad, la cortesía y una administración eficaz que no hacía distinciones entre castas o religiones. Durante unos años el nizam ocupó un puesto oficial en su antiguo Estado, manteniendo el saludo de veintiún cañonazos, pero sin poder alguno. Parte de su riqueza le fue confiscada, y no tuvo más remedio que aceptar una pensión vitalicia de más de dos millones de dólares al año. Pasaba los días bebiendo café —unas cincuenta tazas diarias—, escribiendo poesía en urdu y velando por la buena marcha de la universidad que había fundado. Al final de su vida, para no gastar dinero, él mismo se remendaba los calcetines usados.
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El 15 de agosto de 1947 fue elegido por los astrólogos como un día propicio para que la India iniciase su existencia independiente. Todo el país vivía pendiente del discurso de Nehru ante la asamblea legislativa, pero Jagatjit Singh de Kapurthala optó por no alterar su rutina. Después de una cena frugal y de un paseo por el jardín de su palacio, se metió en la cama a las diez y media de la noche. El discurso, que marcaba una nueva era, lo leyó al día siguiente en el periódico, sentado en el salón japonés, mientras desayunaba: «A medianoche —había dicho Nehru al mundo—, la India despertará a la vida y a la libertad. Se aproxima el instante rara vez ofrecido por la Historia en que un pueblo sale del pasado para entrar en el futuro, en que finaliza una época, en que el alma de una nación, durante largo tiempo sofocada, vuelve a encontrar su expresión…».
No era un mal discurso para el compañero de clase de su hijo Paramjit, pensó el maharajá, acercándose a los labios una taza de té humeante. Decididamente, Harrow era un buen colegio y allí tenía la intención, llegado el momento, de mandar también a su nieto.
Pero no podía compartir el entusiasmo de la prensa, que reflejaba el de las delirantes multitudes que festejaban el acontecimiento en ambos países. No tenía ninguna razón para alegrarse, porque intuyó que la independencia entrañaría una tragedia. Al dividir la India para satisfacer las exigencias de su viejo amigo Alí Jinnah, los ingleses trazaron la frontera, asignando a los indios las zonas de mayoría hindú y a los paquistaníes las de mayoría musulmana. Sobre el papel, el resultado parecía viable. En la práctica fue un desastre. En el Punjab, la frontera concedía la ciudad de Lahore a Pakistán y la de Amritsar, con el Templo de Oro, a la India, cortando en dos las tierras y las poblaciones de una de las comunidades más militantes y más unidas, los sijs. Lahore, el París de Oriente, la ciudad más cosmopolita y más bella de la India, la capital del Norte, iba a convertirse en un pequeña ciudad provinciana que viviría al son de los almuédanos de las mezquitas. El mundo de Jagatjit Singh quedaba mutilado para siempre.
Unos días más tarde, otra noticia aparecida en la prensa le llamó poderosamente la atención. En la composición del primer gobierno de la India, el maharajá vio el nombre de su sobrina, la Rajkumari Amrit Kaur, Bibi para la familia, la hija díscola y rebelde de su primo de Jalandar. Nehru la había nombrado ministra de Sanidad, la primera mujer ministro de la India. Bibi coronaba así toda una vida de dedicación a la causa de la independencia, que le había valido ser detenida y encarcelada en dos ocasiones, y golpeada por la policía en innumerables manifestaciones. En 1930, cuando la famosa marcha de la sal que Gandhi había organizado para protestar contra la ley que prohibía a los indios manufacturar sal sin permiso del gobierno, Bibi recorrió trescientos kilómetros a pie al frente de una enorme multitud. Poco a poco se fue convirtiendo en algo más que una líder de la campaña «Quit India». («Abandonad la India») de Gandhi contra los ingleses. Luchó sin descanso contra las lacras sociales, denunciando los matrimonios entre niños, el sistema de purdah y el analfabetismo. La chica de buena familia que fumaba y que volvía de Europa llena de lujosos regalos para sus primas, la rebelde enamorada de los caballos, acabó siendo una heroína para millones de compatriotas indias. Por primera vez en la historia, podían comprobar lo que una mujer era capaz de conseguir en un Estado democrático y moderno.
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El 10 de marzo de 1949, Jagatjit Singh llegó a Bombay para partir de viaje rumbo a Europa. Los acontecimientos ocurridos desde la independencia le habían obligado a quedarse en Kapurthala, donde, justo después del discurso de Nehru, el mundo pareció volverse loco, tal y como lo había predicho. De pronto comenzó la mayor migración de la historia de la humanidad. Los hindúes que de la noche a la mañana se habían encontrado en Pakistán buscaron refugio en la India, y los musulmanes de la India, en Pakistán. La partición del país, a la que Gandhi se había opuesto siempre, dio como resultado un verdadero cataclismo. Murieron tantos indios como franceses durante la Segunda Guerra Mundial.
El Punjab, el bello país de los cinco ríos, crisol de civilizaciones, se sumió en un baño de sangre de dimensiones asombrosas. A esa breve y monstruosa matanza asistió impotente el maharajá de Kapurthala, a pesar de todos sus esfuerzos para atender a los refugiados y aplacar los ánimos. «Fueron los peores años de que tengo memoria», diría Sukhjit Singh, nieto del maharajá. Kapurthala se salvó de lo peor, pero no así Patiala, cuyos ríos todas las mañanas aparecían teñidos de rojo, el color de la sangre de los cadáveres de las matanzas de la víspera.
Cuando las aguas volvieron a su cauce, ya nada era igual que antes. El espíritu abierto, cosmopolita, multicultural y multirreligioso por cuya implantación en su Estado Jagatjit Singh había luchado tanto se había volatilizado para siempre. Luego, poco a poco el gobierno indio fue rompiendo las promesas que había hecho a los príncipes. Cuarenta y un Estados del este de la India fueron desposeídos de su soberanía y aglutinados en una provincia llamada Orissa. Dos meses después, los Estados de Kathiawar, en el mar de Arabia, seguirían el mismo camino, convirtiéndose en el nuevo Estado de Gujarat. Más adelante, le tocó el turno al centro del país, donde los Estados de Rajputana se fundieron en una nueva Unión del Rajastán. Ahora hablaban de hacer lo mismo con el Punjab… «Cincuenta y cinco años dirigiendo los destinos de Kapurthala, y toda la labor de mi vida está a punto de ser borrada del mapa», pensaba el maharajá, herido y ofuscado por el hecho de que los padres de la nación, los grandes líderes, no mantuviesen la palabra dada.
Desde la antigua Suite Imperial —ahora rebautizada Suite Presidencial— del quinto piso del hotel Taj Mahal de Bombay, la misma habitación que ocupó Anita al llegar a la India, la habitación donde el Dr. Willoughby le comunicó su primer embarazo, el maharajá podía ver la Puerta de la India, el imponente arco de triunfo que los ingleses habían construido para conmemorar la visita del rey Jorge V y de la reina María para el Gran Durbar de Delhi de 1911. ¡Qué irrisorio le parecía hoy ese símbolo del imperio más colosal que el mundo había conocido jamás! Por debajo de su bóveda habían entrado los ingleses, y por ese mismo lugar tendrían que salir todos los príncipes para poner sus últimas riquezas a buen recaudo ante lo que se avecinaba.
El maharajá también podía ver, en la rada, el barco que estaba a punto de llevarle a Europa. Por primera vez tenía ganas de irse para no volver nunca más. A sus setenta y siete años, estaba cansado y sin ánimo. Había vivido intensamente, había disfrutado cada instante, pero los últimos acontecimientos le habían dejado postrado y abatido. En esos momentos de melancolía, recordaba a sus seres queridos, sobre todo a los hijos que había perdido. Primero fue Mahijit, en el pleno apogeo de su carrera política, en 1932, cuando apenas tenía cuarenta años, víctima de un cáncer fulminante. El segundo fue Amarjit, el militar, que murió en Srinagar, de un ataque al corazón, en 1944. Quedaba Paramjit, el heredero que ya nunca reinaría y que se dedicaba a beber y a dejarse sangrar por su amante inglesa.
Y Karan. Se había reconciliado con el hijo que estuvo en el origen del mayor escándalo que había golpeado la Casa de Kapurthala. Pero Karan se había redimido. Había logrado aumentar la productividad de las tierras de Oudh de manera espectacular. Se había mostrado un administrador serio y tan eficaz que el maharajá acabó llamándole a su lado, a Kapurthala, para dejar en sus manos todos los asuntos familiares importantes. Karan se había convertido en el báculo de su vejez… ¡Cuántas vueltas da la vida!
Además sentía una especial simpatía por su mujer, conocida como la princesa Charan. Acababa de aparecer en portada de Vogue luciendo un anillo de Cartier. Tenía todo lo que le gustaba en las mujeres: belleza, elegancia e inteligencia. Sí, Karan era su digno heredero. Pero en el camino había perdido también a muchos amigos, como un goteo constante que le recordaba la futilidad de la vida y ese día se acordaba de ellos. La muerte que más le impresionó fue la de Bhupinder el Magnífico, el maharajá de Patiala, el del culto a la diosa Koul, el incombustible mujeriego cuyo corazón estalló a la temprana edad de cuarenta y siete años. Fiel a sí mismo hasta el final, nueve meses después una concubina con quien había tenido relaciones la víspera de su muerte dio a luz. Hijos, amigos, amores…, la vida consistía en eso, en perder. Ahora estaba a punto de perder el trono, la esencia misma de su ser. Pronto dejaría de haber un lugar para él en el mundo.
Prefería irse lejos. Huir, huir de sí mismo, olvidarse. Dedicarse hasta el final a su auténtica y profunda vocación, las mujeres, los únicos seres capaces de consolar su viejo corazón herido. Una luz de esperanza despuntaba en su horizonte y daba cuerpo a la ilusión del viaje. En Londres contaba con volver a ver a una inglesa que había conocido en Calcuta y con la que había trabado amistad… y quizás algo más. ¡Ah, las europeas…! Hasta el propio Nehru había sucumbido al encanto y a la inteligencia de una de ellas, nada menos que la esposa del último virrey, Edwina Mountbatten. Los rumores decían que estaban profundamente enamorados, que eran amantes y que se encontraban en los viajes que el primer ministro de la India realizaba al extranjero. Corría el tiempo, pasaba la historia, cambiaban los personajes, pero el amor sobrevivía. Oriente y Occidente, tan distintos pero tan atractivos el uno para el otro como el hombre y la mujer. Como las dos caras de un mismo mundo.
El maharajá también tenía la intención de viajar a España para disfrutar de buen flamenco con Anita y su hijo Ajit, que trabajaba como agregado cultural en la embajada de la India en Buenos Aires, pero que estaría en Madrid para San Isidro. Ajit, como buen hijo de andaluza, había heredado de su madre el gusto por los toros y el flamenco.
Aquella noche el maharajá no quiso bajar al comedor para cenar. Pidió a su ayudante que le subieran una cena ligera a la suite. Luego le mandó abrir de par en par las ventanas que daban al mar y desde las que vislumbraba las luces del buque que zarparía al día siguiente. Como siempre, la noche era húmeda y calurosa. Jagatjit Singh se tumbó en la cama, escuchando el eterno graznido de los cuervos de Bombay mezclado con el ruido del ventilador cuyas aspas giraban lentamente. La brisa empujaba los visillos, que se movían en la penumbra como si fuesen fantasmas danzantes. El halo de la luna menguante asomaba por una esquina de la ventana.
Cuando su ayudante volvió, acompañado por el camarero que empujaba el carrito con la cena, encontró al maharajá en la misma posición, con una expresión en su rostro que sugería una ligera sonrisa. Tendido en la cama desprendía el mismo aire majestuoso de siempre. Pero estaba inmóvil, con los ojos perdidos en el horizonte, sin habla. Había dejado de respirar unos minutos antes. El maharajá que más tiempo había reinado se apagó dulcemente, sin ruido ni sufrimiento. La muerte fue benévola con él, como él lo había sido con la vida.
Unos días más tarde, en Kapurthala, su nieto y su hijo Paramjit, abrían el cortejo fúnebre al que seguía una inmensa multitud que venía a rendir su último homenaje al hombre que les había gobernado durante casi sesenta años. Tenderos, comerciantes, campesinos, ancianos y sijs con largas barbas blancas lloraban desconsolados. Un anciano sacerdote hindú caminaba con dificultad para dar el pésame a la familia reunida junto al cadáver en los jardines de Shalimar, a las afueras de la ciudad. El cuerpo del maharajá yacía junto a la pira funeraria, sobre un lecho de paja, en la más pura tradición sij, según la cual se nace sin nada y se muere sin nada. El venerable anciano era un viejo amigo del difunto y consejero en asuntos de religión, de historia y de escrituras védicas. Se sentó en cuclillas y lloró en silencio. «Se nos va un gran hombre —dijo a su nieto, señalando el cuerpo del maharajá—. Levantó el Estado y ahora se lo lleva con él».
* * *
Anita recibió la noticia en su lujoso piso de la calle Marqués de Urquijo de Madrid, en cuyo salón colgaba un espléndido retrato de su marido en traje de gala. Según su criada, Anita se quedó toda la tarde mirando el cuadro, con las manos juntas como rezando por el hombre que la había convertido en princesa contra viento y marea, y cuya sombra protectora se había extinguido para siempre. Anita recibió condolencias de amigos del mundo entero, y el propio general Franco le concedió una audiencia en el palacio de El Pardo para transmitirle el pésame del Estado español. Pero el vacío que la muerte del maharajá dejó en su vida era imposible de colmar.
La nostalgia que sentía por la India nunca la abandonó. Como ya no estaban los ingleses, intentó regresar varias veces, pero la situación en el Punjab era peligrosa. Además, «¿para qué volver?», le preguntaba Ajit, que se había convertido en un play-boy trotamundos y que le mantenía al corriente de los cambios. «Es mejor que no vuelvas, madre —le escribió su hijo en 1955—, y que guardes para ti los recuerdos de los bellos tiempos que viviste. Todo está tan cambiado, el espectáculo es desolador. Me pregunto qué sentirías si pudieras ver ahora lo poco que queda de tu reino. Las habitaciones tristes y vacías del palacio, los escasos muebles que no fueron malvendidos cubiertos por sucios paños y las ventanas de estilo mogol las que daban al norte, madre, aquellas desde las que soñabas con ser libre como un pájaro, hoy sin cristales, dejando colar entre sus balaustres el frío y la nieve del invierno y la lluvia del monzón…».
Anita nunca volvió a Kapurthala. Se refugió en sus recuerdos y vivió los últimos años pendiente de las noticias que llegaban de la India. El Partido del Congreso acababa de aprobar una resolución para despojar a los príncipes de todos sus privilegios y pensiones. Ajit tenía razón, ¿qué sentido tenía volver a un mundo que ya no existía?
El 7 de julio de 1962, Anita murió en su casa de Madrid, en los brazos de su hijo, que llegó justo a tiempo para asistir a sus últimos momentos. Cuando fue a enterrarla en la Sacramental de San Justo, Ajit se enfrentó a un problema inesperado. La Iglesia católica se negaba a autorizar que su madre fuese sepultada en un camposanto. El clero alegaba que, al casarse con el maharajá, Anita había renegado de su fe católica. Aun después de muerta, Anita seguía siendo perseguida por las mismas fuerzas que la habían denostado y marginado en vida. Ajit tuvo que invertir una gran cantidad de energía y de tiempo para convencer al clero de que su madre nunca había dejado de ser católica. Tuvo que presentar certificados y documentos, y solicitar la intervención de sirvientes y amigos para apoyar sus alegaciones. El manto de la Virgen que Anita había ofrecido a su gente y que luego rescató de los cajones en que un obispo tan cerril como los clérigos que ahora la perseguían lo había escondido sirvió de prueba para demostrar que, aun casada, seguía siendo devota de la Virgen de la Victoria. El manto acabó en el Museo Catedralicio de Málaga, y la Virgen no llegó a lucirlo nunca, contra el que había sido el deseo de Anita.
Al final, Ajit consiguió convencer a los gerifaltes de la Iglesia, que terminaron por dar su aprobación al entierro, a condición de que en la tumba no apareciese ningún símbolo de otra religión. Acatadas las órdenes del clero, una semana después de haber exhalado el último suspiro, Anita Delgado Briones podía descansar, por fin, en paz.