Según Jarmani Dass, ministro de Kapurthala y hombre de confianza del maharajá, presente aquella noche en el Savoy: «El maharajá no durmió en toda la noche y, al amanecer, se retiró a su habitación y pidió al coronel Enríquez, un militar británico que había sido tutor de sus hijos y al que mantenía en su séquito, que preparase inmediatamente los documentos para separarse de la española». De no ser por la intervención de Alí Jinnah, un abogado musulmán que acabaría siendo el fundador de Pakistán, y que se aloja en el mismo hotel junto a su mujer, Rita, es muy posible que el maharajá hubiera mandado a Anita de vuelta a España aquel mismo día sin dinero y sin pensión. Pero Jinnah y Rita son amigos de la pareja.
—No te precipites —le advierte el musulmán—. Sería un escándalo que no sólo te perjudicaría a ti, sino también a los otros príncipes. Estás a punto de cometer una locura.
Por esos días acaba de celebrarse en Londres el juicio contra Hari Singh, maharajá de Cachemira. Este hombre timorato y tranquilo, casado con una india, y que es propietario de un avión cuyas alas están terminadas en plata y dueño de perlas tan grandes como huevos de codorniz, se ha comportado como un perfecto ingenuo al enamorarse perdidamente de una inglesa que en realidad quiso extorsionarle la mitad de su fortuna. Durante el juicio y para evitar el escándalo, el maharajá ha intentado esconderse bajo un nombre falso, pero los sabuesos de la prensa británica han revelado su verdadera identidad. Su caso se ha convertido en la comidilla de la sociedad, desde Londres a Calcuta. El resultado es que se le ha ridiculizado y vilipendiado con saña, y los enemigos de los príncipes están utilizando el caso para desprestigiar a todos los maharajás. Además, le advierte Jinnah, en la India acaba de descubrirse que el rajá de Limdi, al que todos felicitaban por gastarse 150,000 rupias del presupuesto de su Estado en educación, en realidad empleó ese dinero exclusivamente en la educación del príncipe heredero. También ha salido publicado el presupuesto del Estado de Bikaner, revelando extrañas prioridades: boda del príncipe: 825,000 rupias; obras públicas: 30,000; reparaciones de palacios: 426,614 rupias. Ante esa situación, Jinnah advierte al maharajá que otro escándalo en la casa de Kapurthala sería nefasto.
Jinnah continúa argumentando que ni el informe de Khushal Singh ni el hecho de haberlos sorprendido en la misma habitación indican de manera fehaciente que haya habido infidelidad.
—No tienes derecho a repudiar a tu mujer, con la que estás legítimamente casado, sin una prueba concreta y definitiva de su infidelidad —le dice al maharajá en presencia de Dass—. Ella y Karan tienen la misma edad, son amigos, han salido juntos varias noches a escuchar música con los antiguos compañeros de Harrow, pero eso no quiere decir que hayan mantenido un affaire. Además, ellos lo niegan rotundamente.
—¿Y la almohada en la cama, para simular que dormía?
—Chiquilladas… para engañar al servicio. Querría charlar o tomarse una última copa con Karan, no significa nada más.
Jinnah es hábil y consigue tranquilizar al maharajá, que en el fondo está deseando negarse a creer lo evidente. El shock es tan grande que quiere fervientemente que no sea cierto. La duda que Karan ha sembrado en su alma al negar que mantiene una relación sentimental con Anita es como una fisura en la que encuentra refugio. «Estaban vestidos, y ella iba igual que unas horas antes, cuando vino a despedirse. ¿Será verdad lo que dicen, que estaban charlando un rato en la habitación antes de acostarse?». El maharajá consigue creerse lo increíble porque tiene un miedo cerval al escándalo. Lo cierto es que la influencia pacificadora de su amigo Jinnah, unida a la duda sembrada en su corazón, hacen que al día siguiente lo vea todo con otros ojos. Por lo tanto no toma ninguna decisión drástica, excepto la de enviar a su hijo de vuelta a la India.
—Hasta que te lo ordene, no quiero que vuelvas a pisar Kapurthala —le dice—. Irás a vivir a Oudh, y allí te ocuparás de los negocios familiares.
Karan no se rebela, no se marcha de la habitación dando un portazo. No discute. Al contrario, se porta como un buen hijo indio, dócil y sumiso. Quizás por primera vez ha visto de cerca la posibilidad de perder sus privilegios y eso le ha dado miedo… ¿Qué haría él sin el dinero de su padre, sin el título de príncipe, sin el pedigrí que le distingue de los demás mortales y que le permite formar parte de un mundo que siente como propio? Sería un simple ingeniero agrónomo con ideas progresistas y revolucionarias, un miembro más de la incipiente clase media india que milita en el Partido del Congreso. Sería un hombre de verdad, llevando una vida consecuente con sus ideas. Pero eso le da vértigo. Nada resulta más difícil que abandonar los privilegios. Karan no es de la misma madera que su prima Bibi Amrit Kaur, convertida en la sombra de Gandhi.
El maharajá añade, antes de que el joven salga de la habitación:
—Y te casarás en septiembre. Empezaremos a preparar tu boda en cuanto regreses.
Karan alza la vista y se encuentra con la mirada altiva y fría de su padre. Está a punto de decir algo, pero opta por callarse.
El maharajá regresa a la India con Anita días más tarde. La española está melancólica, sin vida, y apenas sale de su camarote durante la travesía. Se ha quedado sin Karan y sin Ajit, y vuelve a un palacio grande y vacío a ver pasar la vida sin vivirla. Ha salvado su posición y su matrimonio, pero ¿qué le importa eso ya? Vuelve por proteger a Karan y también por su hijo. Vuelve su cuerpo, porque su espíritu parece estar flotando en algún lugar, en un sitio que sólo ella conoce, lejos de todo, allá donde nadie puede inmiscuirse.
Nada más regresar a Kapurthala, Anita cae enferma. Convencida de que se trata de una infección producida por la formación de nuevos quistes en los ovarios, se mete en la cama, dispuesta a seguir el mismo tratamiento que la otra vez. El Dr. Doré ya le había avisado de que era una dolencia recurrente, pero ella ha preferido olvidarlo. A pesar de la devoción con que Dalima la cuida, Anita no mejora. Tiene dolores, vómitos y náuseas constantes. La gruesa miss Pereira, la nueva ginecóloga del hospital de Kapurthala, acude a verla, siguiendo las órdenes del maharajá. Lleva un maletín con una cruz roja y va acompañada de una enfermera. Las palabras que pronuncia después de explorarla retumban en la cabeza de Anita como una bomba.
—Está grávida —le dice en un portugués con fuerte acento de Goa—. ¡Enhorabuena! Voy a felicitar a Su Alteza…
Anita se queda de piedra, más pálida si cabe: «¡Embarazada! ¡Dios mío, no!».
—No, por favor, no le diga nada —le ruega antes de que se vaya.
—Tengo que hacerlo, Madam… Usted no se preocupe y guarde reposo.
Anita no insiste más, es consciente de que ya no puede detener el curso de los acontecimientos. Ahora sí que el escándalo es inevitable. Ya no puede proteger a nadie, ni a Karan, ni a su hijo, ni a ella misma. Su propio cuerpo la ha delatado. La única huida es seguir mintiendo, decir que está embarazada de otro para proteger a Karan… Pero de poco le servirá. Sabe que está a punto de convertirse en la protagonista de uno de los mayores escándalos de la India inglesa. ¡Qué felices van a ser sus enemigos! De pronto, está dando la razón a todos los que la han visto siempre como una spanish dancer, una chica sin rectitud ni sentido moral: una aprovechada. El capricho de un rey de cartón piedra que ha salido rana: «Claro, ya lo decía yo…», dirán las damas inglesas, que siempre la han mirado por encima del hombro.
Pero ¿cuándo le ha importado el qué dirán? En el fondo, nunca, y por eso ha sobrevivido en esa sociedad tan irreal. Lo que peor le sabe es el daño que el escándalo va a causarle al maharajá, tan celoso de su reputación. Será un daño irreparable, su marido se convertirá en el hazmerreír de sus rivales y la odiará por ello. Ahora, a través del cristal de su desventura, se da cuenta con una insospechada nitidez que diecisiete años de matrimonio dejan huella. No en vano han sorteado juntos las incomprensiones cotidianas y peleas momentáneas, sino que también han compartido momentos gloriosos de complicidad conyugal. Queda el poso del amor. Por eso siente una pena infinita por su marido.
Así que espera la visita del maharajá, y se lo imagina llegando por la puerta, fuera de sí, insultándola y amenazándola como se merece. Pero su marido no acude. Pasan los días y no viene a verla. Sólo recibe la visita de Inder Singh, el elegante caballero sij, su viejo aliado.
—Su Alteza me manda decirle que de ahora en adelante vivirá usted en Villa Buona Vista, hasta que los papeles del divorcio estén arreglados. Tengo orden de trasladar allí sus muebles y sus enseres.
—Quiero hablar con Su Alteza.
—Me temo que él no lo desea, Madam…
«Al maharajá nunca le ha gustado la confrontación, en eso es como todos los indios», piensa Anita. Pero ella no está dispuesta a que esto acabe así, sin una palabra. Espera a estar sola, y, al caer la noche, cuando sabe que el maharajá ha terminado de cenar y se dirige a sus habitaciones, le sorprende en lo alto de la escalera, cerca de su cuarto.
—Alteza…
Jagatjit Singh se da la vuelta. Parece más alto que antes, más digno y más aristocrático si cabe, tocado con un turbante azul marino y vestido con una camisa abotonada hasta el cuello. Sus ojos negros brillan en la oscuridad como cuentas de azabache.
—Sólo quería deciros que… —Anita apunta a su vientre mientras balbucea— no es de Karan. Ha sido… ha sido con un militar inglés…
El maharajá la mira con una mezcla de desprecio y de rabia contenida.
—Tus palabras ya no tienen ningún valor para mí. Nunca podré creer nada de lo que dices.
—Alteza, os lo juro…
—No jures en vano. He tomado una serie de disposiciones previas a nuestra separación definitiva. La primera es que no quiero que vivas bajo mi mismo techo. Así que te mudarás a la villa mañana mismo.
—Me castigáis con una soledad aún mayor.
—Te castigas tú misma por tu comportamiento irresponsable y escandaloso, indigno de todo lo que he hecho por ti.
Hay un silencio, que se hace largo y espeso como el aire cálido que entra por las ventanas del palacio.
—Tenéis razón, Alteza… Y aunque sé que es inútil, os pido perdón de todo corazón.
Como si no la oyese, el maharajá prosigue, en un tono pausado pero firme que no admite discusión posible:
—La segunda disposición es que debes abortar.
Anita siente como si le clavaran un puñal en el corazón. Incapaz de articular palabra, levanta la mirada hacia su marido, suplicante, pero se topa con una mole pétrea y glacial. Deshacerse del hijo que lleva dentro, fruto del único amor de su vida, un amor total que la ha vuelto loca: ése es el verdadero castigo. De su pasión por Karan no quedará nada, excepto los recuerdos. Anita no tiene otra opción sino resignarse, con el corazón partido, el alma herida y el cuerpo mortificado. La vida siempre pasa factura y ahora le toca pagar por tanta locura y tanta infamia. «Es justo», piensa.
—Os entiendo, Alteza, Y acato vuestras disposiciones.
—La tercera disposición es que abandonarás la India para no regresar nunca. No tengo nada más que añadir.
—Alteza…
El maharajá se da media vuelta.
—Quería deciros que…, que yo nunca hubiera incumplido mi deber de esposa si antes vuestra Alteza no hubiera incumplido el suyo como marido. Me he sentido muy abandonada. Nada más.
—No hay justificación para lo que has hecho. De nada sirve que te hagas la víctima.
El maharajá se retira hacia sus habitaciones. Anita, tambaleante, se apoya en la barandilla de teca de la escalera. Abajo, en el hall de entrada, están colgados los retratos de los hijos del maharajá. Vestido de gala, Karan parece estar mirándola desde la penumbra.
* * *
¡Qué lejos parece todo en la memoria…! Anita se encuentra de nuevo en su antigua habitación de la Villa Buona Vista, donde al principio de su matrimonio pasó momentos tan felices, donde descubrió la dulzura de la vida en la India y donde dio a luz a Ajit. Ahora vuelve, pero vencida y humillada, a deshacerse del hijo que lleva dentro. Imagina todo tipo de soluciones para evitar tener que someterse al aborto. Piensa en huir, en solicitar el amparo de las autoridades británicas, en denunciar la coacción del maharajá… Tan desesperada llega a sentirse que contempla el suicidio como la más dulce de las salidas, como la mejor manera de expiar sus pecados. No es la primera vez que esta idea le cruza por la mente. Se ha llegado a encontrar tan encerrada, tan poco dueña de su destino y tan deprimida, que ha tenido ganas de sucumbir a la tentación. Pero luego ha pensado en Ajit, y ha encontrado fuerzas para seguir.
Ahora carece de energía para luchar. Si moralmente tuviera la razón, quizás. Pero no la tiene, por mucho que intente justificar sus actos. Eso es lo peor, saberse culpable. Odiar al prójimo es fácil, y hasta puede resultar un alivio. Odiarse a sí mismo es mucho peor: es un sufrimiento insoportable. Tiene la impresión de que no merece ni el aire que respira. Si no merece la vida…, ¿para qué obstinarse en defenderla? Ha amado con todas sus fuerzas, y no se puede vencer al destino. Entonces se da cuenta de que sólo puede dejarse llevar por la corriente y abandonarse en brazos de la providencia. «¡Que sea lo que Dios quiera…, me da igual vivir que morir!».
La temida visita de miss Pereira se produce por fin, al cabo de unos días solitarios y lánguidos que Anita pasa en la veranda. Hace un calor opresivo, con un alto porcentaje de humedad, un calor que cansa a los hombres y derrota a los animales. Ya no hay punkas en la casa; sus amigos los ventiladores humanos han sido reemplazados por ventiladores eléctricos colgados del techo. Kapurthala siempre con el progreso… El lento movimiento de las aspas al girar tiene un efecto hipnótico que es como un bálsamo para Anita.
La doctora no tiene la voz cantarina y el aire alegre de la visita anterior. Miss Pereira sigue siendo igual de amable, pero su semblante es grave. Le repugna tener que cumplir con el encargo siniestro del maharajá, ¿pero quién es ella para discutir sus órdenes? En la tradición india, heredera de los mogoles, está permitido abortar hasta el cuarto mes de gestación, aunque sólo en casos excepcionales. A partir de ese momento, los juristas islámicos del Imperio mogol —los primeros que legislaron sobre el aborto—, dictaminaron que el alma empieza a envolver al feto, y que éste se convierte en un ser humano. Anita sabe que está de tres meses porque nunca podrá olvidar aquella noche tórrida de amor en las ruinas del templo de Kali. Cuando recuerda aquel gozo del alma y del cuerpo, aquel destello de felicidad pura, se consuela diciendo que ha valido la pena. Pero cuando piensa que el fruto de esa pasión va a ser sacrificado en el altar de las convenciones sociales, no encuentra palabras para expresar su desesperanza. Ha jugado con fuego, lo ha sabido siempre, y ahora toca quemarse. No se puede desafiar impunemente a la diosa de la destrucción.
Miss Pereira y una enfermera, con la ayuda de la aterrada Dalima, que parece que va a asistir a la ejecución de su señora, organizan metódicamente las palanganas, los cubos de agua, las gasas, los ungüentos, las medicinas y los instrumentos. Lo hacen con parsimonia, como si estuvieran preparando un oscuro ceremonial pagano y violento.
El grito que sale de la garganta de Anita cuando nota el frío acero revolverle las entrañas es tan desgarrador que, en el piso de abajo, los sirvientes se quedan inmóviles, los jardineros y los pavos reales levantan la vista hacia la casa, los campesinos de los alrededores abandonan sus labores, atónitos, y hasta los pájaros que revolotean en los olmos de la orilla del río enmudecen. El eco de su grito invade los campos y las aldeas, y, según el decir popular, llega hasta el mismísimo palacio donde Jagatjit Singh, solo en la inmensidad de su despacho, llora en silencio por el amor perdido.
A pesar de los esfuerzos de miss Pereira por contenerla, la hemorragia que el aborto provoca en Anita la vacía de su sangre hasta dejarla exhausta, como un guiñapo. Tiene los labios azules y los ojos casi en blanco. Tan débil llega a estar que la doctora se asusta y la manda trasladar al hospital de Lahore. Pero pasan las horas y nadie viene a buscar a la paciente, que empeora minuto a minuto. Al final resulta que el maharajá se opone. No quiere tener que dar explicaciones a los médicos del hospital porque eso supondría dar alas al escándalo. Acabaría siendo blanco de todas las habladurías y maledicencias. De Lahore a Delhi, de Londres a Calcuta, el mundo entero acabaría enterándose de que su mujer se ha enamorado de su hijo. ¡Qué vergüenza! A Anita nunca le ha importado el qué dirán, pero al maharajá sí, y mucho. Su reputación es quizás su bien más preciado.
Solo en la penumbra de su despacho, el maharajá pondera su decisión. Es consciente de que su vanidad puede costarle la vida a la que todavía sigue siendo su mujer. «¿Pero acaso no se lo merece?», se dice a sí mismo, en un arrebato de rabia. Con ella se moriría el escándalo. ¿No es ésa la mejor solución?… Al marcar las horas, los relojes de cuco parecen emitir sonidos de muerte. La cólera que le nubla el juicio va dejando paso a la duda: «¿No la he castigado bastante?», se pregunta; luego a los recuerdos, al poso del amor compartido durante tantos años, y a las enseñanzas impregnadas de humanidad de los grandes maestros del sijismo. Y entonces Jagatjit Singh recapacita.
—¡Que la lleven inmediatamente a Lahore! —ordena—. ¡En Rolls, que llegará antes!
Anita llega más muerta que viva al hospital, donde permanece bajo la vigilancia constante de los médicos que, poco a poco, consiguen devolverle las fuerzas. Al cabo de unos días, en cuanto se recupera, la mandan de vuelta a la Villa Buona Vista, siempre bajo la supervisión de miss Pereira.
Pero la herida que parece no tener cura es la moral.
—Baja las persianas —le dice a Dalima—, no soporto que haya tanta luz.
—Pero si ya están echadas… No vamos a ver nada.
—Por favor, ciérralas del todo.
Poco a poco, Anita se desliza hacia la depresión. Primero siente aversión hacia la luz; luego, hacia el ruido. Cualquier sonido le parece una agresión insoportable. La despierta la tristeza, pero no se levanta de la cama, y, cuando lo hace, ni siquiera se viste. No se reconoce cuando se mira al espejo. Unas profundas ojeras acentúan aún más su palidez verdosa. Está delgada como un junco porque apenas come. El maharajá no la visita, y de Karan sólo sabe por Dalima que está a punto de casarse: «Ha claudicado», piensa Anita sin inquina ni rencor. Así es la vida en la India. Karan ha elegido. Entre ella y su clan, ha optado por lo segundo. No se lo puede echar en cara, ella probablemente hubiera hecho lo mismo en sus circunstancias. Entre la locura y el sentido común, Karan ha elegido el sentido común. ¡Y ella que pensaba que vendría a secuestrarla tal como hiciera el capitán Waryam Singh…! «Yo misma me he creído mi propio cuento de hadas —se dice—. ¡Qué ingenua soy…!».
Sólo le queda el cariño de Dalima. Con los años, la complicidad vivida ha creado un vínculo afectivo muy sólido entre ambas. Además, Dalima es todo lo que le resta del amor de Karan, y su simple presencia le recuerda momentos de júbilo y gozo muertos para siempre. En estas horas de debilidad, a Anita le conmueve la fidelidad de su doncella, cuyo buen corazón parece entenderlo y perdonarlo todo. Desde el fondo de su arrepentimiento le está agradecida por haber permanecido fiel a su lado mientras era testigo de su vergüenza y por haber sabido reprimir la repugnancia que ha debido de sentir. De nuevo, los cuidados respetuosos y tranquilos de Dalima son su tabla de salvación.
Pasan las semanas, y luego los meses, pero Anita no acaba de salir adelante. Sus labios de color morado, su piel traslúcida como si fuera de porcelana, que deja ver las venas azules, y los círculos que tiene alrededor de los ojos, que apagan su mirada y hacen resaltar su blanca palidez, son signos de un mal que miss Pereira se ve incapaz de curar. De modo que solicita la presencia de otros médicos. El diagnóstico al que llegan habla de una especie de anemia: «Complicaciones de estado interesante con pobreza en la sangre», dictaminan. Como tratamiento, sugieren que la paciente huya del calor de Kapurthala y busque el aire vivificante de las montañas, así como que se someta a una dieta rica en dal,26 en carne y en lácteos.
Pero Anita no tiene ni el ánimo ni las fuerzas necesarios para organizar un viaje a las tierras altas. ¿Adonde ir, a Mussoorie, tan lleno de recuerdos y donde probablemente se encuentren las otras esposas de su marido? ¿A Simia, a casa de algún amigo, a quien tendrá que dar explicaciones? La simple idea de mudarse se le hace tan difícil como la de franquear el Himalaya. Prefiere la oscuridad de su cuarto y el silencio de la villa.
Pero ella no decide su suerte. Los médicos la han visitado por orden del maharajá, y él es quien toma las medidas que considera más oportunas. Decide esperar la visita anual de su hijo Ajit a Kapurthala para organizar la convalecencia de Anita.
—Hari Singh, el maharajá de Cachemira, ha puesto a disposición de tu madre un palacio en Srinagar, a orillas del lago —le dice a Ajit—. Quiero que te ocupes de dejarla instalada en las mejores condiciones.
Nada parece unir tanto a los maharajás como la humillación de ser víctimas de un escándalo. Hari Singh, cuya reputación ha sufrido un duro varapalo con el caso de su amante inglesa, se vuelca en ayudar a su amigo. Jagatjit Singh no ha podido sofocar el escándalo, que se ha hecho público muy a su pesar. Hasta en Francia ha salido publicado un artículo con el titular: «UNA FEDRA INDO-ESPAÑOLA», aludiendo a la famosa tragedia griega en la que la esposa del rey se enamora de uno de sus hijos. Pero no le ha afectado tanto como temía. Peor hubiera sido perder a Anita para siempre, porque eso no se lo perdonaría nunca. Al fin y al cabo, tiene la conciencia tranquila.
Cuando ve a Ajit entrar en su cuarto Anita empieza a revivir. Como ella dice, a sus diecisiete años, Ajit es «un mozo guapetón», atento y servicial. El chico no hace preguntas; quiere demasiado a su madre para juzgarla o criticarla. Cuando ella, en un intento de explicarle lo sucedido, empieza a hablar, él le pone el dedo sobre los labios. No quiere oír nada, no quiere saber más de lo que sabe, no quiere ver a su madre aún más humillada. Lo que ha pasado no es asunto suyo, y ahora lo único que le importa es ayudarla a organizar el difícil traslado. «Eres mi mejor medicina», le dice Anita.
Anita pasa tres meses en el palacio de Cachemira, en compañía de Dalima y de una veintena de sirvientes. La pureza del aire, la belleza del lago, la abundancia de flores, las montañas nevadas y sobre todo el hecho de estar lejos de Kapurthala la devuelven lentamente a la vida.
—La primera vez que viniste a vernos, en tu luna de miel —le recuerda Hari Singh en una de sus visitas—, me dijiste que Cachemira es tan bonito que parece imposible que «alguien pueda sentirse desgraciado aquí».
—¿Yo dije eso?
—Sí, tú. Me hizo gracia y se me quedó grabado. Por eso te he invitado ahora, en cuanto Jagatjit me dijo que te encontrabas mal y que necesitabas el aire de las montañas.
—Ahora me acuerdo —dice Anita—. Me dijisteis que podía considerar este palacio como mi casa. Nunca pensé que lo decíais en serio.
* * *
El hombre que tiene el poder de destrozarla, que podría devolverla a la penuria en que vivía cuando la conoció, el príncipe con poder de vida y muerte sobre sus súbditos, el marido engañado que podría alimentar unos insaciables deseos de venganza es, sin embargo, un hombre generoso que la trata sin rencor y sin maldad. Cuando está seguro de que su mujer española ha recuperado la salud, la convoca a Kapurthala para firmar el acuerdo de separación. Es la última vez que Anita pisa L’Élysée y lo hace con el corazón encogido. Cada esquina, cada mueble y cada habitación contiene un recuerdo, como si fueran joyeros llenos con las alhajas de su vida. Al cruzar el porche, le parece estar oyendo los gritos del pequeño Ajit correteando por el jardín. En el rellano de la escalera, le vienen a la memoria los días de celebraciones y gloria, como la boda de Paramjit, o las visitas de los gobernadores que ella organizaba con tanta devoción y meticulosidad. Y el olor, el olor a nardo y a violetas que entra por las ventanas del jardín, mezclado con el de las maderas nobles del parqué y el de las barritas de incienso que los empleados del gobierno encienden en el sótano, un olor que encierra más que cualquier otra cosa todas las sensaciones y los recuerdos de su vida en la India.
En el despacho de la primera planta la espera el maharajá, su ex marido. Nada queda de la tensión del último encuentro, en el pasillo, cuando las heridas estaban a flor de piel.
—Ajit me ha tenido informado de tu convalecencia y me alegra verte bien de nuevo.
—Gracias, Alteza.
Hay un silencio largo, que Anita interrumpe al carraspear. El maharajá prosigue:
—He estado muy preocupado por tu salud. Yo no hubiera querido ir tan lejos, pero no tenía elección.
—Lo entiendo, Alteza. Yo también siento mucho lo que ha pasado y de nuevo os pido perdón…
—He preparado esto… —le dice el maharajá, mostrando un sobre con el membrete de la Casa Real de Kapurthala.
Anita se sobresalta. Sabe que en esos papeles está su futuro.
—Prefiero leerlo en voz alta, ante testigos.
El maharajá hace entrar al capitán Inder Singh y a Jarmani Dass, sus hombres de confianza; ambos le preguntan amablemente a Anita por su salud antes de sentarse a escuchar. El texto de la separación es una declaración de tres páginas, redactada en francés. En él, el maharajá se compromete a pagar a su mujer una cuantiosa pensión de mil quinientas libras esterlinas al año «para su bienestar y el sustento de su familia en lo que toca a alimentación, vivienda y vestidos, gastos y viajes», siempre y cuando ella no vuelva a casarse. La autoriza a utilizar los títulos de princesa y maharaní de Kapurthala, «pese a haberlos recibido en matrimonio morganático y no pertenecerle por tanto en propiedad ni ser hereditarios». La sexta cláusula es especialmente reveladora del carácter magnánimo del maharajá: «En todo el mundo, las embajadas y consulados británicos velarán cuidadosamente para que a Ana Delgado Briones no le falte de nada. Tras su muerte, que esperamos sea tardía y dulce, sucederá otro tanto con su único hijo, Ajit Singh de Kapurthala, quinto heredero varón en la línea sucesoria del trono».
Ya puede marcharse tranquila. Pero antes de emprender el viaje de regreso, el maharajá la invita al almuerzo de bienvenida en honor del nuevo ingeniero civil inglés y su mujer. En el comedor de palacio, Anita no puede evitar echar un vistazo a la mesa de caoba, donde en ocasiones ha sentado a más de setenta comensales a cenar. Está perfectamente puesta: los platos de porcelana de Limoges, las copas de cristal de Bohemia, los cubiertos de plata con la letra K grabada en el mango, las servilletas de hilo, los portacubiertos, las flores…, no falta un detalle. Siente una pizca de orgullo porque todo ese orden perfecto se debe a ella. Ése será su legado.
Los invitados empiezan a llegar y charlan animadamente, de pie, mientras esperan al maharajá. Aparte del nuevo ingeniero, también asiste el médico jefe del hospital acompañado de su esposa, así como el ministro Jarmani Dass y el capitán Inder Singh. Después de unos minutos, el maharajá hace su aparición, más elegante que nunca, con su aire sereno y su atractiva mezcla de cordialidad y distancia. Pero no llega solo, viene acompañado de una escultural belleza, su nuevo amor, una francesa llamada Arlette Serry, que saluda a los invitados con mano lánguida. Primero se sienta el maharajá y luego los demás. Arlette está a su derecha, en el lugar donde siempre se ha sentado Anita, y la esposa del ingeniero a su izquierda. A la española le toca el último lugar. Una última humillación para Anita, que a estas alturas ya sólo sueña con la libertad.
* * *
Dieciocho años y cinco meses después de su llegada a la India, Anita embarca en Bombay de regreso a Europa. Tiene treinta y tres años. En el equipaje lleva sus joyas, sus papeles, algunos muebles y su ropa, pero prefiere llevar en el bolso de mano el objeto que más valor tiene para ella. Es una foto de Karan, con su firma, una foto que la acompañará siempre.
La perspectiva de encontrarse con su hijo en Londres y de volver a ver a su familia en España le alegra el corazón, pero al tener que enfrentarse al hecho de abandonar definitivamente la India, se ve embargada por un curioso sentimiento, mezcla de pena y de temor: en lo sucesivo tendrá que prescindir de la manera de vivir a la que tanto se había acostumbrado. En el muelle donde el S.S. Cumbria se apresta a zarpar, le toca despedirse de Dalima, que ha insistido en acompañarla hasta el momento de la separación definitiva.
—Esto es para ti, Dalima de mi corazón —le dice Anita, entregándole un grueso sobre de papel—. Es el sueldo de los últimos meses y una gratificación. Es poco para lo que te mereces. Muy poco.
Dalima no quiere coger el sobre, pero Anita insiste y acaba metiéndoselo en el corpiño del sari. Muda de emoción, Dalima se queda como paralizada mientras Anita la abraza, estrechándola fuertemente entre sus brazos.
—Adiós, Dalima. Si necesitas cualquier cosa, puedes ponerte en contacto conmigo a través de palacio. Tienen mi dirección, y pueden escribirte una carta para mí. Me gustaría mucho recibir noticias tuyas…
Dalima sigue quieta, como muerta en vida, en medio de la actividad frenética del muelle. El graznido de los cuervos se mezcla con los gritos de los estibadores y de los porteadores mientras Anita sube por la escalerilla. Antes de adentrarse en las entrañas del buque, se vuelve para saludar a Dalima por última vez. Lo que ve se le quedará grabado para siempre en la memoria. Su fiel doncella se saca del corpiño el sobre que le acaba de entregar, lo abre, tira los billetes al mar y prorrumpe en sollozos. Luego, para que no la vean llorar, se cubre la cara con el sari.