Los felices años veinte. Londres está más alegre, el Savoy, más animado y las calles, más atestadas que nunca. Se ven mujeres con el pelo cortado a lo garçón, otras fumando en público y todas con las faldas más cortas. Se respira un contagioso aire de libertad y desenfado. Por fin Londres ha olvidado la guerra.
Lo primero que hace Anita al llegar a Inglaterra es visitar a su hijo. Prefiere hacerlo sola, para disfrutar de ese momento tan deseado.
—Ajit, mi niño, qué ganas tenía de verte…
—Estás pálida, mamá… —le dice él—, ¿no estarás enferma, verdad?
—No, cariño, me encuentro bien…
La idea de que la tensión vivida se refleje en su rostro y que su hijo la adivine la llena de inquietud. ¿Qué pasará con Ajit si el escándalo llega a estallar? ¿Renegará de su madre? ¿La odiará? ¿Un chico de quince años será capaz de comprender lo que le ocurre? Quiere apartar esas preguntas de su cabeza porque son de mal agüero y le hacen sentirse mal consigo misma. De nuevo la invade una sensación de desprecio hacia su persona, la misma que en los últimos tiempos ha llegado a serle tan familiar.
—Ha venido a verme el tío Karan —prosigue Ajit—, y me ha dicho que se va a quedar a vivir en Inglaterra.
A Anita le brillan los ojos. «Entonces es cierto, no me ha hecho una promesa vana, está buscando la manera de quedarse en Inglaterra…», se dice, con el corazón henchido por una esperanza loca. El mensaje de Karan, que le ha llegado a través de Ajit, le levanta el ánimo. Ya se ve viviendo en Londres muy cerca de su hijo. Y con Karan.
«¿Me estaré volviendo loca?», se pregunta después, cuando regresa junto al maharajá para acompañarle a la acostumbrada retahíla de actos sociales: las carreras de Ascot, el campeonato de tenis de Wimbledon, los paseos por los jardines de Kew, el té en la mansión de amigos aristócratas… Salvo las recepciones de la realeza, a las que Anita no está invitada, ella le acompaña a todas partes. El maharajá acude al palacio de Buckingham con alguno de sus hijos para contemplar los regalos de boda del rey Jorge VI y de su novia Isabel. El duque de Kent se los muestra con tanto entusiasmo que parece que quien se vaya a casar sea él. Como sucede siempre que se halla en Europa, el maharajá está radiante. La intensa vida social es un reflejo de la renovada estima en que le tienen los ingleses. Nada puede hacerle más feliz en estos tiempos tan agitados. Hoy más que nunca, los maharajás necesitan la protección de los británicos.
Karan forma parte del séquito del maharajá, que se compone de unas treinta personas, como ya es habitual. Ocupan la décima planta del Savoy. Anita y el maharajá duermen en habitaciones separadas por un saloncito y un pasillo en lo que se conoce como la Royal Suite. Karan tiene su propia habitación, al fondo del pasillo. Es como si las costumbres de Kapurthala se hubieran trasladado a Londres.
Pero la vida nocturna es diferente. Por toda la ciudad han brotado clubes de música donde se escucha jazz, tango, ritmos latinos… Nunca ha habido tanta variedad como ahora. Anita le ruega al maharajá que la deje salir con Karan y sus amigos ingleses a escuchar música, casi como si fuera una adolescente que pide permiso a su padre. Invariablemente, el maharajá le concede ese gusto, mientras él opta por permanecer en el hotel y acostarse pronto.
Anita pasa noches inolvidables que le recuerdan a las de su primera juventud, cuando salía con amigos de su edad. En un club llamado El Ángel Caído, donde cinco músicos de color tocan como si estuvieran poseídos por una extraña magia, Anita escucha el mejor jazz de su vida. Es una música que ahora la conmueve más que el tango. Tiene alma de blues, la Camelia, lánguida y triste, quizás por una extraña premonición.
Ni ella ni Karan sospechan que están sometidos a la vigilancia de un fiel asistente del maharajá, un sij llamado Khushal Singh, que pasa las noches espiando los movimientos del pasillo de la décima planta del Savoy. La última noche, después de regresar de El Ángel Caído, el asistente despierta al maharajá a la una y media de la madrugada.
—Alteza, es el momento —le dice.
El maharajá se levanta, carcomido por la curiosidad y a la vez alarmado por lo que está a punto de descubrir. Se cubre con un batín de seda color granate, se calza unas zapatillas de piel de gamo y sigue a su asistente por el pasillo débilmente iluminado, caminando sin hacer ruido sobre la gruesa moqueta. Ante la puerta de la habitación de Anita, Khushal Singh le hace una señal con la cabeza, como pidiéndole permiso para abrir. El maharajá asiente. En el interior, todo parece normal. Las persianas están medio bajadas, como de costumbre, porque a Anita nunca le ha gustado dormir completamente a oscuras. Siempre ha dicho que le da miedo. A primera vista parece que haya alguien durmiendo plácidamente en la cama medio deshecha, al menos hasta que Khushal Singh, con un gesto decidido, arranca de golpe las sábanas. El maharajá abre mucho los ojos, como intentando entender. En la cama no hay nadie, sólo una almohada colocada de manera que parece que allí duerma una persona. «Entonces es verdad», se dice el maharajá, las sospechas de todos están a punto de confirmarse. Ahora entiende el comportamiento distante y frío de su mujer, su tibia respuesta cuando se aventuraba a darle un beso o a cogerle la mano, su mirada ausente… Pero todavía le queda lo peor.
Tan fuertes siente Jagatjit los latidos de su corazón que teme que puedan delatar su presencia mientras se acerca, ahora con paso vacilante, al fondo del pasillo, donde se encuentran las habitaciones de sus hijos. Khushal Singh le señala la de Karan. El maharajá pega la oreja a la puerta y algo debe de oír a través de ella, porque inmediatamente hace una señal a su asistente, que la golpea discretamente con los nudillos. Después de un momento que parece eterno, Karan la entreabre y se encuentra frente a la silueta de su padre, demasiado furioso para hablar, demasiado herido como para reaccionar. Sin preguntar nada, el maharajá empuja la puerta y la abre de par en par. La cama está deshecha. Anita está sentada en una butaca frente a la consola, vestida como cuando la ha visto por última vez, hace unas horas, cuando fue a pedirle permiso para ir a El Ángel Caído.
Se hace un silencio terrible. Anita no baja la frente ni desvía la mirada, sigue observando a su marido con los ojos muy abiertos, rígida como una estatua, en un desafío mudo. En cambio Karan, con la cabeza gacha, y los hombros abatidos, parece aplastado bajo el peso de su propia infamia. El maharajá, fulminado por el golpe que le hiere a la vez como padre y como esposo, no da un paso más y se queda de pie, lívido. Tiene la mirada ardiente, como si quisiera quemarles con el fuego de sus ojos.
Al cabo de un interminable silencio, el maharajá se dirige a su hijo, sin levantar la voz:
—Vete. No quiero volverte a ver. No sé cómo he podido engendrar un hijo tan pérfido.
—Estábamos charlando un rato —balbucea Karan—. Acabamos de regresar… No pienses que…
—Sal de aquí. Hazlo antes de que te mande expulsar a la fuerza.
Anita cierra los ojos, como esperando su turno. Pero no oye nada: ni insultos, ni el sonido de ninguna clase de lucha. Sólo oye los pasos de Karan alejándose por el pasillo, como si fuesen los latidos de su corazón que la abandona. Cuando los vuelve a abrir, está sola. Los tres hombres se han marchado. No han sacado la navaja, como hubieran hecho en Andalucía, piensa. No ha habido insultos, ni gritos, ni violencia, excepto la furia contenida del maharajá. En las tinieblas, sólo oye el ruido lejano de la sirena de una barcaza sobre el Támesis, mezclado con un hilo de música que sube del bar del hotel, o quizás de la calle. ¿Se acabó el drama? ¿Su crimen, los besos furtivos, las noches en el templo de Kali, el amor maldito que la ha consumido durante meses va a acabarse de esa manera tan sosa, innoble y vergonzosa? Ni siquiera su marido se ha dirigido a ella, en el colmo del desprecio. Y el silencio que reina a su alrededor, un silencio de sirenas de barco y de falsa paz, la espanta aún más que el ruido de un crimen.
Cuando vuelve la cabeza, se enfrenta a su propia imagen reflejada en el espejo. Parece sorprendida al verse, y de pronto se olvida de Karan y de su marido, preocupada por la extraña mujer que tiene enfrente. «Debo de estar loca», se dice. Su pelo cortado a la última moda le parece obsceno, las arrugas que se dibujan en su rostro son más profundas que de costumbre, la palidez de sus labios la sorprende y sus ojos parecen muertos. ¡Qué vieja se ve! ¡Y qué vergüenza tiene de sí misma, qué desprecio sin límite siente hacia su persona! No tiene ganas de mentir, le gustaría confesarlo todo y por una vez ser libre como un pájaro, pero está obligada a defenderse como una leona, está obligada a seguir con la mentira de Karan, aunque sólo sea para defenderlo.
Cuando se lo pregunten, dirá que querían ir a tomar una última copa al bar del hotel, pero como estaba cerrado, decidieron charlar un rato en la habitación, y que eso fue todo.