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En la India, Karan sigue viviendo en el palacio de Kapurthala por la única razón de estar cerca de Anita. Por lo demás, se iría lejos, muy lejos. Mantiene el pulso contra su padre negándose a casarse, algo que, en una familia india, se considera una afrenta inaceptable por parte de un hijo. «No podéis educarnos en Inglaterra, como occidentales, y luego someternos a las costumbres arcaicas de nuestra raza», le espeta Karan en una de las discusiones. Para el maharajá, la fuerza de la tradición pesa más que los razonamientos de occidental. Quizás sea por la edad, pero lo cierto es que Jagatjit Singh se repliega cada vez más en su cultura. No falta a la lectura diaria del Granth Sahib junto a sus oficiales y ministros, y ha declarado públicamente que se arrepiente de haberse afeitado la barba hace unos años. O quizás sea por el incierto futuro que la creciente actividad de Gandhi y del Partido del Congreso parecen presagiar. Gandhi no se cansa de denunciar la pobreza del pueblo, y ha lanzado un eslogan que bien puede marcar el final de una época: «No cooperación». Sus llamamientos para boicotear todo lo británico —colegios, tribunales, honores— encuentran un eco cada vez mas amplio entre la población. El peligro es que pide acabar con el orden impuesto por los británicos, incluidos los maharajás. Pero ni el auge de los nacionalistas ni casar a Karan forman parte de sus preocupaciones más inmediatas. Sabe que el tiempo acaba erosionando los espíritus más rebeldes y que su hijo terminará pasando por el aro. Lo que le inquieta sobremanera es que la dinastía de Kapurthala sigue sin heredero. En la India, las mujeres no heredan el trono, excepto en el sultanato musulmán de Bhopal. El maharajá espera fervientemente que esta vez Brinda le dé un nieto, pero de nuevo nace una niña, la tercera. Viene a anunciárselo la nueva ginecóloga oriunda de Goa, miss Pereira, con lágrimas en los ojos. Lo que debería ser un feliz acontecimiento se convierte en una pesadilla. Hasta la propia Brinda, cuando la comadrona le lleva a la recién nacida, le grita: «Llévesela lejos de mí». Luego se pasa llorando un día entero. Para ella, el drama es aún mayor porque miss Pereira le ha comunicado que las secuelas del difícil parto le impedirán tener más hijos. Paramjit, siempre melancólico, se hunde aún más en la depresión. Cuando el maharajá se entera de que el astrólogo del Estado se ha embolsado las cantidades que ha ido dándole para las rogativas pidiendo un heredero varón, lo manda encarcelar sin juicio previo y con una condena mínima de tres años.

—Brinda —le dice un día el maharajá después de haberla convocado a su despacho con su marido—, sin duda te das cuenta de la decepción que nos has causado a mi hijo y a mí por no ser capaz de darnos un heredero.

Brinda asiente con la cabeza pero no contesta. Al inconsolable maharajá le cuesta disimular el desprecio que siente hacia su nuera.

—Es necesario que tengas un hijo.

—Lo estoy deseando, pero parece imposible.

El maharajá carraspea, preparando su próxima frase. Tiene fresca en su memoria de elefante la deslealtad de su nuera cuando le pidió ayuda para que Anita fuese aceptada en la familia; no olvida que ella le cerró las puertas a la cara. Así que no se anda con remilgos. Además, el tema no admite dilación ni rodeos. ¿Qué puede ser más serio y más trascendente que la supervivencia de su linaje y de la Casa de Kapurthala?

—Tengo que decirte algo, Brinda. Si en un tiempo razonable no puedes darnos un heredero, será necesario que Paramjit tome otra mujer.

Brinda se queda petrificada. Cierra los ojos un brevísimo instante. «¿Cómo puede humillarme de esta manera?», se pregunta.

—Nunca aceptaría algo semejante —replica ella.

—No tienes elección —insiste el maharajá en tono glacial—. Eres una mujer india, y sabes que aquí es perfectamente normal que mi hijo tenga otra mujer si así lo desea.

—Él no me haría eso —responde Brinda, con lágrimas en los ojos.

Pero por la manera como su marido desvía la mirada, Brinda comprende que Paramjit hará siempre todo lo que le pida su padre. «En ese preciso momento, perdí todo el respeto que sentía por mi marido. Sentí lástima ante su debilidad y su falta de valor». Cuando sale del despacho se agarra con fuerza a la barandilla de las escaleras porque tiene la impresión de que el mundo se tambalea a su alrededor.

Brinda no tiene más remedio que encajar el golpe. «Estos reyes indios, acostumbrados a imponer su voluntad desde hace miles de años, sobre todo a las mujeres, siguen siendo unos déspotas medievales. De europeos sólo tienen un ligero barniz», piensa. Ahora se da cuenta del error que supuso haberse enfrentado a su suegro. Es demasiado poderoso y vengativo para tenerlo de enemigo.

Cuando después de unos días consigue tranquilizarse y ordenar sus pensamientos, Brinda sólo ve una salida a su situación. Va a intentar una última baza para salvar su matrimonio, su familia y su posición. Decide ir a Francia y someterse a una serie de operaciones que le permitan concebir de nuevo. Son intervenciones delicadas, con riesgo para su propia vida. Pero está desesperada. A pesar de esa tenue luz en el horizonte, en su fuero interno siente que el daño cometido por la injerencia de su suegro en su matrimonio es irreparable.

También Anita nota que su matrimonio agoniza, pero por otras razones. Hace tiempo que el maharajá no utiliza sus derechos de esposo. Su alejamiento ha sido progresivo, ya antes de que Karan empezase a ocupar el corazón de la española. Anita vive en sus habitaciones, separadas de las del maharajá por varios salones. Nunca entra en la de su esposo sin avisar su llegada. Lo hace por respeto, pero también por temor de encontrarle con otra. Y él ya no la sorprende en su cuarto, como en los primeros años, cuando aparecía de noche en el quicio de la puerta antes de que ella se hubiera dormido, como preludio de una tórrida noche de amor.

Ahora Anita está al acecho de otros pasos, de otros movimientos y de otros ruidos. En París, después de su encuentro amoroso, Karan y ella han tenido contadas ocasiones de verse de nuevo a solas, y cuando lo han logrado siempre ha sido durante fugaces momentos. Su relación se basa en miradas cruzadas, roces, palabras susurradas al oído y besos robados. También ha habido épocas en las que Karan la ha evitado, como si de pronto recordase que se trata de la mujer de su padre.

Pero cuando vuelven al estrecho mundo de Kapurthala, el contacto diario hace imposible que puedan huir de la tiranía del deseo. Esa promiscuidad tan peligrosa termina por vincularles de manera especial, como dos delincuentes que comparten el secreto de un pecado que les arrastra en caída libre. Una caída que Anita ve como una necesidad provocada por el tedio, como un placer raro y extremo capaz de despertar sus aletargados sentidos, su corazón herido y su juventud olvidada. Quiere a Karan con todo el ímpetu de su alma, pero también se ahoga en su propio desprecio porque sabe que lo que hacen es demasiado sucio, demasiado indigno. Anita se debate entre el asco que siente hacia sí misma y el placer sin nombre de un amor que le parece un crimen.

Un dulce crimen, que han empezado en París y que siguen cometiendo en el palacio de Kapurthala, en los jardines, en los invernaderos, y en los fuertes y cenotafios abandonados en los campos del Punjab. El primer encuentro de amor tiene lugar en la habitación de Karan, después de una recepción en la que beben y bailan hasta que se va el último invitado. «Ven, te espero», le susurra él al oído. Y Anita corre a su encuentro, como si quisiese el mal, el mal que nadie comete, el mal que va a llenar su existencia vacía y que va a empujarla a ese infierno del que siempre ha tenido miedo. Y lo hace con una desvergüenza total, sin apenas esconderse y olvidando las precauciones más elementales de quienes cometen adulterio. La primera vez es Karan quien la desnuda. Sabe lo que hace, sus dedos ágiles corren alrededor de su cintura con una sabiduría innata y antigua. Le suelta el pelo, le quita las joyas, desgarra la seda de su corpiño y le desata las enaguas, una tras otra. Al verla desnuda, la coge en brazos y la deposita en su cama, y lo hace como si portase una obra de arte, ella tan blanca, tan ardiente, tan entregada y tan prohibida…

Los amantes acaban encontrando un lugar más seguro en las ruinas de un templo hindú dedicado a Kali, la diosa de la destrucción. Es un templo abandonado por los hombres y secuestrado por la vegetación, en medio del campo y a unos kilómetros de Kapurthala. Como enormes serpientes, las raíces de los árboles gigantescos aprisionan los derrumbados muros de piedra labrada. Escondidos en su interior, inmersos en el extraño mundo de las plantas que los rodean, les parece que las lianas se abrazan con ternura a sus guías, que las ramas de los arbustos son los brazos interminables de unos enamorados que se buscan y se anudan en espasmos de placer. Es como si todo ese mundo que ellos comparten estuviera en celo. Anita y Karan, henchidos de voluptuosidad, se sienten formar parte de las poderosas nupcias de la tierra. Al anochecer, la hojarasca adquiere apariencias confusas y equívocas, los setos murmuran, los nardos suspiran extasiados y las apsaras —las ninfas celestiales esculpidas en las piedras del templo— les sonríen desde la eternidad. De pronto, se quieren con ternura de animales salvajes mientras sienten que ruedan hacia el crimen, hacia el amor maldito. Entre las piedras milenarias del santuario olvidado prueban el amor una y otra vez, como el fruto criminal de una tierra demasiado cálida, y con un miedo sordo a las consecuencias de su terrible acto.

A pesar de la tensión constante, Anita se ve más joven, en la plenitud de su belleza. Esa relación prohibida enciende en ella una llama que brilla en el fondo de sus ojos y calienta su risa. Al maharajá no se le escapa la renovada chispa en el rostro de su rani española.

—Estás más guapa que nunca —le dice un día, dándole un beso en el cuello.

Ella se aparta, con un pequeño grito, temblando e intentando reírse, pero pensando irremediablemente en los besos del hijo, en el encuentro de la víspera, entre apsaras de sonrisas ambiguas.

¿Cuánto puede durar el engaño? La más angustiada por la situación es Dalima, la fiel criada, testigo de todas las artimañas que urde su señora para verse a escondidas con su amante. Deseando que acabe un juego tan peligroso, no deja pasar ni una oportunidad para inocular el miedo en Anita.

—Señora, he oído que la han visto cabalgar con el señor Karan cerca del templo de Kali.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Los palafreneros. Pero también lo comentan los de las cocinas. Señora, tenga mucho cuidado.

—Gracias, Dalima.

El corazón de Anita se desboca cuando se siente acorralada. Al recobrar por un instante la lucidez, se dice a sí misma que el juego tiene que cesar, que es una infamia sin sentido y sin salida. A Karan consigue contagiarle el mismo terror, y dejan de verse durante unos días. Entonces una profunda melancolía se adueña de su alma, y tiene la impresión de que la vida se escapa de su cuerpo y la abandona. Sus ojos, a través de los cristales de palacio, de las persianas medio bajadas que proyectan su sombra rayada sobre las paredes y los muebles, parecen ir a la deriva como una barca sobre el océano, vacíos y lánguidos. «¡Qué difícil es luchar contra el amor!», se dice. Incapaz de poner coto a la voracidad del sentimiento que la arrebata, se da cuenta de que sólo puede dejarse llevar por la corriente. Que la vida decida por sí misma, que el curso de los acontecimientos le muestre, como un dios surgido de las tormentas del cielo, el camino a seguir.

En ese trance, llega a esperar secretamente que Karan corte por lo sano, que se convierta en el dios capaz de curar los males de su alma. Porque si ella es culpable, ¿qué decir del hijo? Su traición es tan innoble o peor que la de Anita. ¿Qué tipo de hombre es Karan, que a pesar de que vive de su padre lo critica, que aunque disfruta de una posición privilegiada al mismo tiempo la desprecia, que tiene sangre de príncipe pero reniega de ella? ¿Quién es ese hombre atrapado entre dos mundos? ¿Un inglés con piel cetrina de indio? ¿Un indio con mentalidad de inglés, que sólo se enamora de mujeres europeas? Preso de sus propias contradicciones, Karan salta de un mundo a otro. Hace como todos, quiere lo mejor de ambos lados, pero acaba enfangado en tierra de nadie, en un espacio sin ley ni orden donde reina la traición.

Un día, Anita le cuenta la visita que hizo a la aldea de Kalyan junto a Bibi, le habla de la emoción que sintió al conocer la historia de la princesa Gobind Kaur y del capitán Waryam Singh y le confiesa que la imagen pacífica de aquella pareja será para ella siempre el símbolo del amor verdadero.

—¿Serías capaz de hacer lo mismo, de secuestrarme y de llevarme lejos, para siempre?

—Mi padre nos buscaría por todas partes y no nos daría respiro hasta cazarnos. Tiene los medios para hacerlo.

—Entonces… ¿No hay esperanza para nosotros, verdad? —le pregunta Anita con voz triste.

—Sí la hay. Pero no puede ser en la India, aquí seremos siempre malditos. Tiene que ser en Europa. Dame un poco de tiempo…

Pero el cerco se estrecha. Poco antes de partir de nuevo a Londres, el maharajá se dirige a Anita:

—Me ha dicho Inder Singh que te han visto cabalgar muy bien acompañada por los alrededores del templo de Kali…

Anita siente frío en la espalda. Por un momento piensa que ya está, que lo sabe todo, que su marido le está tendiendo una trampa para descubrir la verdad. Pero la española mantiene la sangre fría.

—A veces me encuentro con Karan cuando vuelve de inspeccionar los campos y nos divertimos haciendo carreras con los caballos… No puede ser otra persona.

Consigue mentir diciendo la verdad. Por la expresión del maharajá, sabe que ha contestado bien. Esta vez no hay trampa.

—No me gusta que andes por ahí sola tanto tiempo. Quiero que salgas a cabalgar con escolta. Puedes sufrir un accidente, caerte del caballo… ¿Y entonces quién te recogería?

—Tienes razón, mon chéri.