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Los primeros años de la década de 1920 son para Anita los más intensos de su vida. Aunque no los más felices, si por felicidad se entiende un estado duradero de placer y tranquilidad. Al contrario, son años en los que la pasión continúa devorándola, y con ella la cohorte de sentimientos que la acompañan, como el miedo, la vergüenza, la inseguridad y hasta la desesperación. Pero también conoce instantes fugaces de suprema felicidad que de alguna manera compensan todo lo demás. A pesar de que no ve cómo salir del laberinto en que se ha metido, tampoco se ve capaz de controlar la riada de sus sentimientos. Sabe que nada en aguas peligrosas, pero no se acerca a la orilla para detener su viaje. Quizás no pueda; o no quiera.

Tiene miedo de delatarse porque cada vez que se cruza con Karan o cuando se lo encuentra en el comedor para el almuerzo se siente turbada, piensa que enrojece, se le corta el habla y un ligero temblor se apodera de sus manos.

—¿Te encuentras bien? —le pregunta un día el maharajá.

—Estoy un poco cansada nada más… Bajaba a deciros que hoy no comeré con vosotros.

Prefiere esconderse en su habitación a pensar que le están leyendo los sentimientos que afloran en su rostro. Cada palabra, cada mirada casual y hasta sus gastos más banales le parecen sembrados de trampas preparadas para descubrir su secreto. Se acaba de enterar de que el maharajá está organizando la boda de Karan con la hija de un príncipe sij. Un desastre. Karan se opone vehementemente y dice que se casará a la europea, con quien elija, o, si no, prefiere quedarse soltero. Anita teme que el joven acabe perdiendo el pulso que libra con su padre, y que ello entrañe su alejamiento definitivo.

Arriba, en su cuarto y frente a su altar lleno de dioses, la española intenta calmarse y recuperar la razón que ha perdido. ¿Cómo es posible que dependa tanto de un hombre que ignora lo que ella siente por él? Se da cuenta de que toda su vida gira alrededor de Karan. Anita calcula metódicamente sus movimientos, sus entradas y salidas, y todos sus desplazamientos para coincidir con él, aunque sólo sea un minuto, el tiempo de saludarse por un pasillo, o de atender a unos invitados a la hora del té, o simplemente de verle pasar. ¿Qué sentido tiene vivir así, pensando en él como nunca se hubiera imaginado que se pudiera pensar en alguien? No encuentra respiro porque cuando está con el maharajá reconoce a Karan en los gestos de su marido. Tienen el mismo porte, la misma manera de hablar y los mismos ojos oscuros en los que Anita ve escrita su propia perdición. A veces sueña con huir, pero no es dueña de su voluntad.

Entonces acaba rebelándose contra sí misma, quiere declarar la guerra a ese intruso al que no tiene derecho a idolatrar, quitárselo de la cabeza y curar la llaga secreta de su corazón. Se da cuenta de que está enferma de amor, y no sabe cómo aplacar el dolor que la lacera por dentro. Arremete contra él, y arremete contra sí misma, pero se agota en vano. Cuando Karan está presente, ella huye; y cuando está ausente no consigue desprenderse de la imagen de su rostro. Sueña despierta que le dice «Te quiero», pero se aborrece por ello. Es un amor malsano, que sólo puede traer la desgracia. ¡Qué deshonra para su marido y, aún peor, para su hijo! En los peores momentos de desesperación llega a pensar en el suicidio como la única manera de librarse de la tiranía de sus sentimientos. «¿Es de verdad tan grande la desgracia de dejar de vivir? —se pregunta a solas—. A los infelices como yo la muerte no les causa espanto». Luego se reprende por haber caído en la tentación de pensar así. «¡… Qué herencia tan tremenda le dejaría a Ajit! Durante toda su vida llevaría el peso del pecado de su madre. Nada degrada tanto a un hombre como sentirse íntimamente avergonzado por la conducta de sus padres…».

Lo terrible es que todo se lo dice ella misma. No poder compartir con nadie el peso de su conciencia se convierte en algo tan insoportable que la desborda. Es como una presa henchida de agua y a punto de estallar. «¡Dios mío, no sé adonde voy, no sé quién soy!».

Y sin embargo y a pesar suyo, una brizna de esperanza acaba deslizándose en su corazón al acordarse de cómo Karan la ha mirado directamente a los ojos, de cómo la ha ayudado a bajar del caballo, de cómo le ha rozado el cuello con la mano al acercarle el chal, del tono cálido con el que le ha deseado buenas noches… Entonces vuelve a coger fuerzas, se olvida del infierno de su mente y se deja llevar por la ensoñación, como si tuviera alas para escapar de una situación imposible.

La ocasión de romper el hielo con Karan se le presenta durante un viaje familiar a Europa, sin otro motivo que huir del calor del monzón. El maharajá ha comprado una mansión bautizada con el nombre de Pavillon de Kapurthala, ubicada en el número 11 de la Route du Champ d’Entrainement, cerca del Bois de Boulogne, uno de los barrios más selectos de la capital francesa, e invita a su familia a estrenarla. En la India se queda Paramjit, en calidad de regente y máximo responsable de los asuntos de gobierno. De esta manera empieza a prepararse para asumir la sucesión cuando llegue el momento. Brinda, su mujer, está embarazada por tercera vez. Después de dos niñas, todos esperan que ahora tenga el ansiado varón que asegure la continuidad de la dinastía de Kapurthala.

Durante la travesía en barco surgen momentos de intimidad entre Karan y Anita que van cimentando su amistad. Ella le llega a contar sus penas en lo referente a su relación con el maharajá: su sentimiento de abandono, la soledad, el tedio, la desazón de sentirse menos querida, menos deseada… Karan la consuela y le da consejos. Durante los largos atardeceres en la cubierta del barco sienten una vaga melancolía, una necesidad de contarse cosas difíciles de decir. Viven la misma emoción que sienten los niños al hablar en voz baja de temas prohibidos. La atracción por el pecado que existe entre un hombre y una mujer jóvenes, aunque sólo sea de palabra, les lleva sin cesar a temas un tanto escabrosos. Tendidos en las tumbonas, disfrutan profundamente del momento, como camaradas que recuerdan sus primeras aventuras. Anita le habla del colegio de Málaga, de Anselmo Nieto, su primer y único pretendiente, de cómo el maharajá se enamoró de ella, de la primera noche de amor después de la cena en Maxim’s… Karan le habla de las concubinas que venían a palacio a iniciarle en las artes del sexo, de su posterior falta de interés por las mujeres indias y le confiesa que ha tenido una historia de amor con una inglesa mientras estudiaba en Londres.

—La verdad es que sólo me gustan las europeas —le dice.

—De tal palo, tal astilla —replica ella, riéndose.

Sus confidencias y sus charlas de buenos compañeros cautivan a Karan, que la observa con mayor insistencia, como si en el rostro de Anita adivinase la verdad de sus sentimientos. Ella se deja mirar con una sonrisa, sin mover la cabeza, con los ojos perdidos y el habla lenta.

Y en París, en la primera ocasión en que se encuentran solos, sucede lo inevitable. Como todas las noches, el maharajá ha salido a cenar, esta vez a casa de su amiga la princesa de Chimay. Anita no ha querido acompañarle, alegando una fuerte migraña. Necesita estar sola, porque se siente un poco aturdida por tanta vida social. Karan lleva dos días fuera de París, invitado a una cacería en Fontainebleau.

Es de noche, los sirvientes se han retirado, sólo se oye el paso de algún carruaje, el aullido de un perro en la lejanía y el ruido del viento entre el follaje de los árboles del bosque. Tumbada en un sofá y cubierta por una manta, Anita está como hipnotizada por el fuego de la chimenea. A pesar de estar en junio hace frío, como si el otoño se hubiera colado de pronto en las puertas del verano. Los destellos del fuego iluminan el enorme salón que ella misma ha decorado con esmero. Se deleita admirando su obra: los medallones de pan de oro relucen en las paredes como escudos, así como los rosetones del techo enmarcados por guirnaldas también doradas; las flores púrpuras de la alfombra de Aubusson que recubre el parqué dan al conjunto un toque de confort y voluptuosidad. La cómoda recubierta de seda roja de Damasco a juego con las cortinas, el enorme reloj de pared, los jarrones chinos posados sobre las consolas, los pies de las dos mesas decorados con mosaicos de Florencia y hasta las jardineras colocadas en los huecos de las ventanas evocan la opulencia y el gusto de la época. Del techo cuelgan tres lámparas de cristal que proyectan reflejos azules y rosas del fuego de la chimenea a las cuatro esquinas del salón. Anita se queda adormilada ante ese espectáculo de lujo y de magia que es obra suya.

De pronto oye un ruido; en un primer momento piensa que su marido regresa, aunque le extraña que lo haga a hora tan temprana. Luego, al escuchar unos pasos, se asusta y se incorpora; tiene el pelo alborotado, y los ojos inquietos. La silueta de Karan, iluminada por el reflejo de las llamas y por la luz blanquecina de la luna que entra por las ventanas, se recorta en la oscuridad del salón.

—He decidido volver un día antes… ¡qué mal tiempo!

—Me estaba quedando dormida.

—Perdona si te he asustado.

No hay más palabras. Cuando Anita pasa ante Karan para dirigirse a las escaleras y subir a su cuarto, él, con suavidad y firmeza, le coge una mano. Ella da un leve tirón para intentar liberarla. Ambos se miran como si no se conociesen; en sus rostros se dibuja una sonrisa forzada y un tanto avergonzada. Entonces Karan la agarra por la cintura y la abraza. Anita hace como si se resistiese, pero pronto deja de moverse y se abandona.

—Déjame… —le dice en un susurro.

Es el único sonido que sale de sus labios. En el gran silencio de la mansión, siente cómo tiembla el suelo al paso del ómnibus que circula por la avenida Foch, tirado por caballos, mientras su boca se junta con la de Karan en el primer beso de amor de su vida.

Cuando se separan, se quedan callados unos instantes, en medio de un malestar mutuo, como intentando calibrar la enormidad del despropósito que acaban de cometer.

—Lo que estamos haciendo es infame… —dice Anita con voz apenas audible, grave; su rostro parece haber envejecido.

—Tarde o temprano tenía que ocurrir —le responde Karan.

Entonces él también ha vivido su propio calvario de amor, descubre Anita. Él también ha tenido que luchar contra esa atracción fatal para luego dejarse arrastrar de nuevo, siempre un poco más lejos, hasta la traición final. ¡Él también ha debido de encontrarse en medio de un volcán que ha terminado por devorarle! El amor que sienten es como un veneno que se ha ido esparciendo. A partir de esa noche, Anita sabe que no hay vuelta atrás y que el destino, que la persigue con rigor, seguirá empujándola por un sendero del que no podrá apartarse nunca más. ¿No se lo ha buscado? ¿No lo ha querido así? ¿No lo ha deseado más que nada en el mundo? Ahora el paso está dado, y es irreversible. El amor triunfa a expensas de la debilidad humana. Anita presiente que sólo es cuestión de tiempo hasta que todo estalle como un gigantesco fuego de artificio. O como una bomba.