El maharajá está feliz por el hecho de entrevistarse con presidentes y hombres de Estado durante las fiestas del armisticio primero en París y luego en Londres. «Magnificencia oriental y confort americano conviven en la décima planta del Savoy, donde el maharajá ocupa la décima planta —escribe un periodista inglés—. Cuando le pregunto por el auge del movimiento nacionalista en la India, el maharajá me contesta que no le gusta hablar de política». Jagatjit Singh prefiere enumerar las condecoraciones obtenidas por sus militares, citar la promoción de su hijo Amarjit al grado de capitán y sobre todo glosar el extraordinario reconocimiento que supone la concesión por parte de Su Majestad el Emperador, de un aumento de dos cañonazos en el saludo oficial de Kapurthala. De esa forma, su Estado sube de categoría, pasando de trece a quince salvas. ¡Todo un honor!, un honor que le llena de mayor satisfacción que si hubiese recuperado el dinero invertido en la guerra. Porque esos cañonazos son el símbolo indeleble de la superioridad de su estatus en la nobleza india.
Mientras, Anita está en Málaga, acompañando a sus padres en su dolor. Pero no es la misma de antes. Hasta entonces, la muerte era para ella como una desgracia que le pasa a los demás, a las hermanas de los otros, a los padres y a los hijos de los otros, pero no a los suyos. Esa súbita revelación, unida al dolor que le causa la pérdida de su hermana, a la falta de alguien que le alivie la conciencia, la sumen en un estado de profunda melancolía. Quizás la vida sea eso, un continuo desprenderse de los que uno quiere hasta enfrentarse a la muerte propia. Un desgarro constante. La guerra, con su cortejo de muerte y destrucción, le ha hecho darse cuenta, por primera vez, de la fragilidad y la brevedad de la vida. Ni siquiera ha podido dar las gracias a Benigno Macías por la ayuda prestada a Victoria, porque también él ha fallecido a causa de una infección en las piernas después de haber sido atropellado por un camión militar. El accidente —estúpido, como son todos los accidentes— ha tenido lugar muy cerca de la casa de Victoria, probablemente cuando la visitó por última vez. La noticia le ha llegado de Londres, por medio del maharajá. Desesperada, Anita busca consuelo en la religión. Frente a un altarcito improvisado en su habitación, presidido por una imagen de la Virgen de la Victoria y una foto de su hermana y sus sobrinos, imágenes de los gurús sijs y un ramillete de bastoncitos de incienso se abandona a sí misma, rezando a todos los dioses e intentando volver a encontrar un sentido a la vida. Inmóvil, con el rosario entre los dedos y los ojos cerrados, se ausenta, buscando palabras de consuelo entre todo lo que ha escuchado a tantos sacerdotes, pandits, mullahs y monjes como ha conocido a lo largo de su vida.
Anita permanece en España el tiempo necesario para organizar el cuidado de sus dos sobrinos supervivientes. Le apetecería llevárselos a la India, pero sabe que no debe. Bastante difícil es su situación allá como para complicarla aún más. Así que los deja a cargo de sus padres, aunque se compromete a asumir todos los gastos. Si no se queda más tiempo con los suyos, es porque la sensación de impotencia por no haber podido hacer más por su hermana y el sentimiento de culpabilidad la atosigan. Por mucho que intente quitárselos de la cabeza, se siente parte responsable de la muerte de Victoria, y eso duele todavía más estando en presencia de sus padres y de sus sobrinos. Además el maharajá reclama su presencia en Londres.
Lo primero que hace Anita al llegar a Inglaterra es visitar a su hijo en Harrow. El chico prefiere tocar el saxo y escuchar jazz a estudiar. Aprueba trancas y barrancas, de modo que el maharajá le ha amenazado con cambiarle de colegio. Ajit se opone con virulencia, porque sabe que otro colegio será aún más duro. Añora la vida complaciente y dulce de la India, y los inviernos ingleses se le hacen interminables. Su madre pasa horas tranquilizándolo y consolándolo, pero al despedirse de él se le parte el corazón y le cuesta reprimir las lágrimas «¿Qué clase de vida es ésta —se pregunta— en la que ningún miembro de la familia es feliz porque todos están separados, y se sienten solos?». Al igual que otras veces en el pasado, echa de menos la vida sencilla de una familia normal, como la que tuvo de pequeña. Le gusta imaginar lo que hubiera sido su existencia junto a alguien como Anselmo Nieto, por ejemplo… Quizás menos interesante, pero a la postre más feliz. Cada uno tiene su karma, como dice Dalima. «¿Adónde me llevará el mío?», se pregunta Anita, que intuye unos gruesos nubarrones en el horizonte de su vida.
Ahora sólo piensa en regresar a Kapurthala. Nunca le había pasado antes. Y nunca pensó que algo semejante pudiera ocurrirle. Siempre se ha sentido viviendo una vida prestada por su marido, como si fuese la soberana de un vasto imperio de felicidad, pero edificado por él y sólo por él. Nunca ha encontrado realmente su lugar. Y sin embargo, ahora quiere volver.
Durante aquella estancia en Inglaterra, Anita empieza a asustarse con la voracidad del fuego que ella mismo a encendido en su corazón. La verdad es que está obsesionada con Karan. Desea estar con él no por gusto o por placer, sino por necesidad pura y simple. Se ha convertido en una droga para ella. El amor que ha llegado a sentir hacia su marido se ha visto siempre cercenado por el trato excesivamente paternal que éste le ha dispensado y que ha terminado por marcar una distancia infranqueable entre ambos. Karan es directo, y tan cercano que le siente en la lejanía. «Quizás no sepa ser feliz —se dice para sus adentros—. Rechazo lo que tengo y prefiero lo que no tengo. ¿Será puro capricho?».
No es capricho, es amor, acaba por confesarse, asustada por la magnitud del descubrimiento, sin querer pensar en las consecuencias. Esa fuerza arrebatadora que siempre ha soñado conocer, es la que ahora la arrastra y le hace perder la razón. «¡Insensata! —se dice en sus momentos de lucidez—. No puedo dejarme llevar así. ¿Habré perdido la cabeza?». Pero luego deja flotar su mente en el placer de la ensoñación, y se acuerda de la princesa Gobind Kaur, cuya aburrida vida junto a su marido se vio rescatada por la audacia y el amor del capitán Waryam Singh. ¡Qué felices parecían en aquella choza, libres de las ataduras del mundo, solos el uno para el otro! Se deja llevar por el sueño loco de que Karan puede hacer lo mismo con ella, de que siempre existe una salida para la gente que se ama. Amores imposibles que triunfan en la adversidad… ¿Acaso los libros y las canciones no están llenos de historias así?
Sí, pero en este caso es distinto. Karan no es un extraño, es el hijo del maharajá. Eso debería bastar para alejarla de tan peligrosa tentación. Cuando se detiene a pensarlo, se convence de que es una ofensa a Dios, que le ha dado la vida, y al mismo tiempo es una traición al esposo. Peor aún, es una traición al pequeño Ajit. Entonces aparta de su cabeza el recuerdo de Karan, porque es un amor incestuoso, imposible y abocado al fracaso. Una fuente de desgracias, de vergüenza y de infamia.
Pero es difícil controlar los latidos del corazón a medida que el tren se acerca a Kapurthala, ya de regreso de Europa. No quiere pensar en él, y, sin embargo, lo percibe en los rasgos de su padre, sentado frente a ella. No hay huida posible. Cuando descubre a Karan en el andén de la estación, vestido de gala para recibir al maharajá junto a la guardia real, los miembros del gobierno y la orquesta del Estado, Anita quiere disimular su emoción, pero se le van los ojos como si lo que está viendo no fuese real. Al saludarla, Karan pasa tan cerca de ella que alcanza a percibir la brisa de su olor, respondiendo a su saludo con una sonrisa.
En Kapurthala, hay otra persona golpeada por la guerra, que vive su duelo en silencio. El amor secreto de Brinda, el oficial Guy de Pracomtal, ha caído en combate en el frente del Este de Francia. Se ha enterado al recibir una carta con una moneda india usada en su interior, un recuerdo que Brinda le había regalado en París. «La hemos encontrado en el bolsillo de la camisa de Guy, cuando yacía en el campo de batalla, a mediados de 1917», dice la carta firmada por el hermano de Guy. A pesar de la tristeza que la embarga, ahora sabe que ha tomado la decisión adecuada al volver a la India a casarse con Paramjit. De haber seguido la llamada de su corazón, ahora sería una pobre viuda extranjera en un país devastado.
* * *
El caballo. Galopar por los campos. Dejarse invadir por la sensación embriagadora de la libertad. Soñar con encontrarse a Karan en una aldea, en un camino, en una reunión de campesinos, en las cuadras del palacio. Y encontrárselo. Sentir entonces en las venas una llama sutil que recorre el cuerpo. El sueño se hace realidad, y la vida deja de ser un cúmulo de preguntas sin respuesta. Es como si todo encontrase su orden natural. No hay necesidad de palabras. Basta con dejarse acunar por la dulce sensación de estar junto a él. Los días se llenan así de pequeños momentos, de tesoros íntimos, más valiosos para Anita que todas las joyas del maharajá y las del nizam reunidas. Pero se está metiendo en un túnel sin fondo, y quizás sin salida.
* * *
—Tengo una buena noticia para ti, mira esto —le dice un día el maharajá entregándole una carta oficial del Departamento de Asuntos Exteriores del Gobierno de la India.
Anita abre el sobre y lo primero que lee, en letra negrilla, es: «Reconocimiento de la esposa española de Su Alteza el maharajá de Kapurthala». Es una nota oficial que dice que «Su Excelencia el Virrey ha decidido aflojar las restricciones aplicadas a esta “particular lady”…».
—¿Has visto como me llaman… particular lady?
Anita se ríe y luego sigue leyendo:
—«… de modo que pueda ser recibida por todos los funcionarios en todas las ocasiones que ellos deseen». ¡No me lo puedo creer! ¿Qué les ha pasado por la cabeza?
—Sigue leyendo —le dice el maharajá.
—«Excepto por el Virrey y por los gobernadores y vicegobernadores». ¡Ya me extrañaba a mí! —dice Anita visiblemente decepcionada— me reconocen, pero sólo un poquito, no vaya a ser que les contagie…
—Es un avance.
—Hace unos años, hubiera saltado de alegría. Hoy, para decirte la verdad, me da un poco igual. ¿Cuándo llega el virrey?
—El día 14.
—No te preocupes, mon chéri. Me encargaré de que todo esté a punto.
«Quienes os conocen, honran en Su Alteza no sólo al gobernante eficiente y progresista, sino también al buen deportista, al hombre culto, al anfitrión generoso y al amigo de corazón». Así termina el virrey su discurso después de la cena de gala en el palacio de Kapurthala. Una cena que Anita ha cuidado en sus más mínimos detalles, pero a la que no asiste. Se lo ha pedido su marido, como un favor especial, para no enturbiar las perfecta relaciones que existen ahora entre él y los ingleses. Además el virrey viene solo, sin su esposa, probablemente para no causar problemas a la hora del protocolo. Doce años después de su boda, Anita cena sola, en su habitación, como si fuese una extraña en su propia casa.
Poco después, la visita de Clémenceau viene a compensar un poco la desazón que la recepción del virrey le ha provocado. «Tuvimos el enorme placer de recibir a este hombre extraordinario y a su mujer en nuestro palacio y disfrutar de unas deliciosas semanas en su compañía cazando fieras y aves», escribe Anita en su diario. En el banquete de recibimiento, el héroe de Francia se deshace en elogios hacia Kapurthala, «cuna de la civilización en oriente como Atenas lo fue en occidente». Los dignatarios y el propio maharajá están henchidos de orgullo.
* * *
Las visitas, los personajes importantes, la vida social… Poco a poco Anita va desinteresándose de un mundo que siente que ya nunca le pertenecerá. Sigue cumpliendo con su deber de fiel esposa europea que lo organiza todo, sigue acompañando a su marido en los viajes, pero el encanto y la magia se han evaporado. Ya no pone el corazón en ello. Las relaciones con el maharajá siguen siendo cordiales, pero cada vez son menos íntimas. Hace tiempo que han dejado de inspirarse en el Kamasutra para las noches de amor. Hace tiempo que no hay noches de amor. Anita sospecha que él se relaciona con otras mujeres o con antiguas concubinas, y ella… Ella sueña con ser libre como un pájaro, y pasa tardes enteras mirando por las ventanas de estilo mogol, las que dan al norte, hacia las estribaciones nevadas del Himalaya. No tiene más remedio que convivir con su soledad porque de su vida interior —de su amor prohibido— no puede hablar con nadie. Cree que su fiel criada sabe algo, pero no le preocupa porque Dalima es la discreción y la lealtad encarnadas. Y luego está Ajit. Ha decidido que no se irá de Kapurthala antes de que su hijo cumpla dieciocho años, la mayoría de edad, no vaya a ser que las demás esposas urdan un complot para desheredarlo, o aún peor, para quitarlo de en medio. Las intrigas y las maquinaciones diabólicas han estado siempre a la orden del día en las cortes de la India. Anita no se fía y no quiere bajar la guardia. Se da cuenta de que a medida que su relación con el maharajá pierde fuelle, Harbans Kaur va ganando terreno, poco a poco. Esto, unido a las peleas cada vez más frecuentes entre los hijos, hace que el ambiente en palacio llegue a ser irrespirable. Las discusiones entre Paramjit y Karan son tan violentas que a menudo llegan a las manos, y saltan por los aires vasijas japonesas, relojes suizos y alguna que otra silla Luis XVI, ante la cólera del maharajá, que no sabe cómo preservar la paz familiar. Sus hijos, sobre todo estos dos, son distintos en todo. O mejor dicho, tan distintos como lo son sus madres.
El resultado es que Karan expresa varias veces su deseo de marcharse. Entonces Anita palidece, sus ojos se nublan y le cuesta articular las palabras. Ella también querría desaparecer, pero con él.