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Noviembre de 1918. El fin de la guerra. Kapurthala lo celebra por todo lo alto, con fuegos artificiales y una magna recepción en L’Élysée, adonde acuden oficiales y funcionarios británicos, así como los hijos del maharajá. Han regresado todos a la India, después de haber desempeñado «una ingente labor en pos de la victoria», según palabras del maharajá.

Para Anita, el final de la guerra no es el final de una quimera, sino al contrario. De Victoria sabe que ha regresado al pisito de París, y que está a punto de dar a luz. Pero nada más. Lo inquietante no es que su marido George Winans siga sin dar señales de vida, o que necesite dinero porque Macías seguramente se ha encargado de que no le falte de nada. Lo que de verdad le asusta es que otra guerra ha estallado en Europa, mucho más devastadora y mortífera que la que acaba de terminar. Es una guerra insidiosa, que ha empezado entre los soldados españoles que luchan en África. El enemigo es virulento, se cuenta por billones y, además, es infinitamente pequeño. El virus de la «gripe española», llamada así porque primero se diagnosticó en España, va a provocar uno de los mayores desastres de la historia de la humanidad. El asesino más rápido que haya existido jamás acabará causando cuarenta millones de muertos, casi el triple de las víctimas de la contienda.

Anita cuenta los días para regresar a Europa. Irá con su marido que ha sido invitado por el mismísimo Clémenceau a la firma del armisticio en el palacio de Versalles. Pero la espera se le antoja interminable. Ya no tiene nada que hacer en Kapurthala excepto consolar a las familias de los soldados que no han regresado. Siente que ahora su lugar está en París, junto a su hermana. Desde que supo que había regresado al pisito con los niños, no ha vuelto a tener noticias. De Benigno Macías tampoco. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

Los días previos al viaje son días turbulentos en el palacio de Kapurthala. Por primera vez en mucho tiempo, los hijos vuelven a estar todos juntos. Los roces y las peleas son inevitables porque cada uno ha evolucionado de manera distinta. Quizás por no ser el heredero directo del trono, quizás porque es un hombre más moderno que sus hermanos, con una mentalidad más abierta, con mejor formación, Karan está convencido de que los príncipes —así como los ingleses— tienen los días contados. El tema es motivo de agrias discusiones familiares. Paramjit, primogénito y heredero, piensa que Karan está contaminado por ideas nacionalistas. Llega a ver a su hermano como un enemigo potencial, un rival que podría representar un peligro cuando él asuma el trono. El maharajá, que adivina el ansia de Paramjit por copar parcelas de poder, termina por apartarle de los asuntos de Estado. Prefiere que su heredero no haga nada hasta que le toque el momento, y que por ahora se divierta, gaste dinero, consiga un hijo varón para asegurar el futuro de la dinastía, pero sobre todo que no le incordie. A los demás, les asigna tareas según la capacidad de cada cual. A Amarjit le encarga reorganizar el ejército, a Mahijit la supervisión de las obras de alcantarillado y de abastecimiento de agua de la ciudad, y a Karan, como ingeniero agrónomo, la administración de las tierras de Oudh así como la mejora de la productividad del campo de Kapurthala.

Apasionado por la equitación, Karan sale todas las mañanas a cabalgar. Visita las aldeas, habla con los ancianos, con los campesinos, toma el pulso al pueblo y vuelve con nuevas propuestas para mejorar la producción. Consigue convencer a su padre para crear la primera cooperativa agrícola de Kapurthala y un sistema de créditos blandos para los campesinos.

Lo cierto es que a pesar de la sangría que ha supuesto la guerra, Kapurthala prospera en todos los órdenes. Sin prisa pero sin pausa, en veinte años la renta per cápita se ha duplicado. La ciudad es limpia, coqueta, y poco a poco va pareciéndose a su amo, dueño y señor, cuya afición por construir edificios inspirados en distintas culturas crece con el tiempo. Proyecta edificar una mezquita inspirada en la de Fez, en Marruecos, y un cine con columnas dóricas en el más puro estilo griego. Con el palacio francés y el parque de Shalimar —llamado así en honor a los jardines de Lahore— Kapurthala se transforma poco a poco en un muestrario de estilos, una especie de parque temático avant l’heure que exhibe edificios del mundo entero y muestra el cosmopolitismo de su rey.

Pero la guerra ha dejado también su rastro de miseria humana en los caminos del Punjab. Una mañana, durante uno de sus paseos a caballo, que constituyen su momento favorito del día, después de vadear un río, Anita se ve sorprendida por unos harapientos ex soldados que se abalanzan sobre su caballo y se hacen con las riendas.

—¡Desmonte, memsahib, desmonte! —le gritan.

Anita mantiene su sangre fría y les hace frente.

—¡Soltad mi caballo! —les grita en punjabí, blandiendo la fusta a derecha e izquierda. ¡Por nada en el mundo va a permitir que le roben a Negus! El hecho que esa memsahib tan indómita a la que creían inglesa hable tan bien su idioma intimida a los asaltantes. Y cuando encima ella les amenaza con decírselo al maharajá en persona, entonces los asaltantes, que llevan uniformes militares de Kapurthala hechos jirones, la dejan marchar. Pensaban robarle el caballo a una europea, pero no a una de las mujeres del jefe supremo.

Anita no le cuenta a nadie el incidente porque sabe que su marido le pondrá escolta y no quiere ver cercenada su libertad. De todas maneras estaba sobre aviso, porque la Gazette no ha cesado de reportar noticias de robos y asaltos, y de publicar estadísticas que aseguran que el crimen en el Punjab se ha multiplicado por diez desde el final de la guerra. Era tan insignificante el número de delitos que aun multiplicado por diez sigue siendo irrisorio. Pero es cierto que la cárcel se hace pequeña y el sistema judicial amenaza con bloquearse a causa de los numerosos soldados que han vuelto de los frentes de guerra y que asaltan a la gente porque no tienen ni para comer.

A pesar del percance, Anita sigue montando a caballo todos los días. Pero no lo hace por necesidad de estar sola, como a veces le sucedió en el pasado, o por deseo de encontrarse a sí misma, o por simples ganas de hacer ejercicio físico. No es consciente de la razón que la empuja a hacerlo y aunque lo supiera, no se atrevería a admitirla. La verdad es que lo hace porque en sus paseos por el campo suele encontrarse con Karan y entonces el día adquiere otro cariz. Estando con él, tan lleno de vitalidad, se olvida de sí misma, como si su único problema —el de la soledad— se desvaneciera. El joven le muestra un país poblado por campesinos que desean fervientemente salir de la pobreza.

—Siempre se dice que los indios somos fatalistas, pero no es verdad… —dice Karan—. Si nos dan la oportunidad de mejorar, la cogemos al vuelo.

Karan es el único de la familia que disfruta mezclándose con la gente del pueblo. Su extravagancia, muy denostada en palacio por sus hermanos y los miembros de la corte, consiste en quedarse a dormir en las aldeas, en la choza de algún campesino pobre, cuando le viene en gana. Dice que le tratan como a un rey, y que es la manera más rápida de viajar muy lejos sin recorrer muchos kilómetros. Disfruta hablando con ellos de las siembras y las cosechas, de los abonos y las plagas; en definitiva de la tierra, que es lo suyo.

Quizás por eso sea más directo, asequible y franco que sus hermanos, cuya verdadera vocación se centra en todo lo que tiene que ver con el lujo y la pompa. La simple idea de mezclarse con los que no son de su condición les repele. Karan es un extraño entre los suyos. Su sinceridad y sus ansias por introducir ideas modernas, ideas que han surgido en las conversaciones mantenidas con sus amigos ingleses en Harrow o Cambridge, todavía no encajan demasiado en la estrecha sociedad de Kapurthala. Pero tiene el ánimo resuelto, una manera de ser campechana, pestañas de soñador y una risa clara que hacen suspirar a Anita. Junto a él, ella se ríe, siente y vibra como lo que es, una mujer que aún no ha cumplido los treinta. En la India, casi no ha tenido amigos. ¡Qué lejos queda esa sensación tan familiar, mezcla de soledad y tedio, cuando sabe que va a ver a Karan! ¡Qué buena es la complicidad, el entenderse con alguien sin necesidad de explicarse, el estar a gusto por el solo hecho de estar acompañada…!

Durante los meses anteriores a su viaje a Europa, no pasa un solo día sin que se vean. Por primera vez en muchos años, y porque Karan se lo ha pedido, Anita ha entrado al palacio de las mujeres para visitar a Rani Kanari. Es el único que parece sensible al bienestar de los demás, y el único que parece adivinar la soledad a la que su madre y Anita parecen estar condenadas. Invariablemente, la española sale de las visitas a Rani Kanari con el paso vacilante y la mirada extraviada. Hace mucho tiempo ya que Rani Kanari ha elegido la bebida como antídoto contra la soledad de la zenana.

En mayo de 1919, el maharajá, Anita y su séquito llegan a París. A la ciudad, que sigue teniendo un aspecto fantasmal, ahora le toca defenderse de un virus que ataca a sus desprevenidos habitantes con saña. Desde el coche de caballos que la lleva a casa de su hermana, Anita ve cómo unos empleados del ministerio de sanidad entran y salen de los portales. Los hombres llevan máscaras de tela blanca en el rostro. A la entrada del edificio de Victoria, han colocado un cartel avisando de que está contaminado. Pero Anita no hace caso y se precipita escaleras arriba. Al llegar al rellano del piso de su hermana, se encuentra con otro precinto en la puerta. Allí no hay nadie. El silencio es aterrador. Los pájaros ya no aletean en el hueco de la escalera, como si ellos también hubieran huido.

En el instante de siglos que dura la bajada de Anita por las escaleras hasta que llega a la portería, le asalta de pronto la certidumbre de que nunca más verá a su hermana Victoria, ni volverá a tener el consuelo de sus cartas ni gozará de la alegría de su risa. Con el corazón en un puño, sin atreverse a preguntar pero al mismo tiempo ardiendo en deseos de saber, llama a la puerta de madame Dieu.

—Soy la hermana de…

—La reconozco —le interrumpe la portera—. Pase…

La casa es pequeña, modesta, oscura. Mme Dieu, aún más encorvada, la invita a sentarse en un sofá en el que hay un gato dormido. Y entonces Anita recibe la peor noticia que hubiera podido imaginar.

—Primero murió el tercero de los hijos —dice pausadamente la mujer—, luego el bebé, a escasos días de nacer. Ambos de gripe española. Victoria duró quince días más. Dicen que también murió de gripe, pero yo creo que fue de tristeza.

Anita se queda muda, con la mirada perdida y el habla paralizada.

—Desde que su marido la abandonó, se dejó ir… No se cuidaba nada. Cuando volvió del campo, al terminar la guerra, estaba esquelética. Y en eso surgió la gripe.

Hay un silencio largo, puntuado por el tictac del reloj de pared.

—Esta gripe es peor que los boches —continúa la mujer—. Yo he perdido a mi hija y a una cuñada. Y las autoridades no dan la voz de alarma para que no cunda el pánico. Es indignante.

—¿Dónde están enterrados?

Madame, entierran a los muertos muy rápidamente para evitar la propagación de la enfermedad. A su hermana la enterraron en menos de veinticuatro horas… Ella y los niños están en el cementerio del Père Lachaise.

—¿No les acompañó nadie? —pregunta Anita cuya mirada se nubla por los gruesos lagrimones que ruedan sobre sus mejillas.

—No dejan que vaya nadie, madame.

—¿No había ni siquiera un cura? ¿…Nadie?

—Sí, madame, había un sacerdote. Pero muere tanta gente que los curas se limitan a lanzar a toda prisa agua bendita sobre los cadáveres. Ellos tampoco quieren caer enfermos, es comprensible.

—Claro… —Anita hace esfuerzos para contener los sollozos.

—Llore cuanto quiera, nada alivia tanto como el llanto —le dice la mujer, levantándose a por un pañuelo. Anita se echa a llorar en silencio—. Pero déjeme darle un consejo, madame… Váyase de París lo antes posible. Aquí estamos todos condenados.

A Anita le queda el pobre consuelo de que el «caballero argentino», como lo describe la mujer refiriéndose a Benigno Macías, la había estado visitando regularmente hasta el final. Siempre aparecía con paquetes de ropa y de comida, y con noticias de un viaje a España que estaba organizando para trasladar a Victoria y a los pequeños. Pero un día, pocos días antes de caer Victoria enferma, el caballero argentino dejó de venir.

Enfrentada de bruces con el horror de la muerte, le viene a la mente la misma pregunta, machaconamente. ¿Por qué no sacó fuerzas para enfrentarse al maharajá, interrumpir aquel viaje y acudir en ayuda de su hermana? Atormentada por el espectro de la culpa, siente brotar en su interior un caudal de rabia hacia sí misma por no haber sabido imponerse en un momento crucial, y hacia su marido por no haber intuido la gravedad de la situación. Mentalmente le echa en cara su egoísmo de viejo caprichoso, su manera de exigir, su vanidad de príncipe de papel que antepone sus deseos a todo lo demás. En lugar de meterse en el carruaje que la espera frente a la casa de Victoria, despide al cochero y echa a andar por las calles, esperando que la rabia se le pase y quede sólo la pena. Sola frente a su destino, por primera vez toma conciencia del peso del drama que ella misma ha provocado cuando apenas tenía diecisiete años, y que ahora la perseguirá toda la vida. Prefiere no regresar en ese estado a su hotel de lujo. Necesita sosegarse, volver a ser ella misma, pero no puede porque le falta algo que era una parte tan intrínseca de su vida que sin ello ya no es la misma. Le vuelve a la memoria una conversación con el Dr. Warburton mantenida en Kapurthala; el médico le había contado que los amputados sienten dolores en los miembros que ya no tienen. Así se siente Anita sin su hermana, sintiéndola estar donde ya no está.

Ver pasar los camiones del ministerio de sanidad le devuelve a la urgencia del presente. Sabe que no va a salir rápidamente del lodazal de dolor que la atrapa, pero es consciente de que hay que huir de la ciudad cuanto antes. La portera tiene razón. Por mucho que le tiente dejarse mecer por el sufrimiento, tiene que irse, aunque sólo sea por los vivos que le quedan. No ha podido ayudar a Victoria, pero por lo menos ayudará a sus padres a llevar el duelo.

Mientras Anita viaja a España, el maharajá y su séquito llegan a Versalles en junio de 1919, como parte de la delegación del gobierno británico para asistir a la firma del Tratado de Paz entre los alemanes y los aliados. Llegar a ese lugar que tanto ha admirado, y esta vez no como simple visitante sino como actor de la Historia, le llena de satisfacción y orgullo. Es un honor que comparte con Ganga Singh, maharajá de Bikaner y un restringido número de príncipes indios, todos más importantes que él. Pero en eso consiste su habilidad, en ser tratado como uno de los grandes sin serlo de verdad. Ha conseguido que se hable tanto del minúsculo Estado de Kapurthala como de otros Estados indios mucho más extensos y poderosos.

La puesta en escena de la ceremonia es impresionante. Clémenceau, el héroe de Francia, está sentado entre Wilson, presidente de Estados Unidos y Lloyd George, primer ministro de Inglaterra, en una mesa en forma de herradura de caballo, situada en la galería de los espejos, una inmensa sala de 73 metros de largo por 10 de ancho, donde el rey Luis XIV, el rey sol que tanto admira el maharajá, acostumbraba recibir a los embajadores. Los invitados están sentados en taburetes.

—Hagan entrar a los alemanes —pronuncia solemnemente Clémenceau.

Se hace un silencio absoluto. Dos oficiales del ejército alemán, con el cuello abrochado y gruesas gafas de montura metálica, entran escoltados por ujieres. Nadie se levanta para recibirles. En una mesa bajo un estandarte de Luis XIV que reza «El Rey gobierna por sí mismo» los alemanes firman la paz en gruesos libros, seguidos por los representantes de las potencias aliadas.

La ceremonia dura poco y al terminar, el estruendo de los cañonazos y de aviones volando bajo lo invade todo. Los tres grandes, Clémenceau, Wilson y Lloyd George caminan juntos hacia la terraza donde son aclamados por una multitud alegre y desenfrenada. Por primera vez desde que empezara la guerra, en 1914, las fuentes de los jardines vuelven a funcionar.