Cuando su hijo Ajit vuelve a marchar a Inglaterra después de las vacaciones en Kapurthala, a la angustia por el hecho de que el niño viaje solo por primera vez se le suma a Anita el peso de una soledad aún mayor. Para mantenerse a flote, se dedica a vestir y a animar a la tropa. Odia esta guerra, que se está llevando por delante a los hijos más jóvenes de la India en un conflicto ajeno. Después de lo que ha visto en el frente francés, le parece una crueldad seguir reclutando campesinos que por el hecho de ir a la guerra se creen protagonistas de una epopeya mitológica como las que sus padres les cantaban de pequeños. Sin embargo, todos los líderes indios abogan por seguir ayudando a Inglaterra, incluido un abogado que acaba de llegar de Sudáfrica, un hombre pequeño, valiente e indiscreto, que vive como un pobre y que defiende a los desheredados frente a los ricos. Anita ha oído hablar de él por primera vez por boca de Bibi, que lo ha conocido en Simla. Se llama Mohandas Gandhi. A pesar de ser un ferviente independentista, ha declarado que la India no sería nada sin los ingleses y que ayudar al Imperio es ayudar a la India, y que los indios sólo podrán aspirar a la independencia, o por lo menos al autogobierno, en caso de victoria de los aliados.
Anita y el maharajá conocen a Gandhi ese mismo año, en la inauguración de la Universidad Hindú de Benarés, la ciudad santa a orillas del Ganges. ¡Pero qué chasco! Invitados por el virrey junto a lo más granado de la aristocracia a los tres días de celebraciones, las palabras que Gandhi pronuncia en el auditorio de la universidad no se han oído nunca antes en la India. Ante una multitud de estudiantes, notables, maharajás y maharanís —ataviados con esplendorosos uniformes—, Gandhi aparece vestido de un paño de algodón blanco. De escasa estatura, y con sus brazos y piernas desproporcionadamente largos con relación al torso, orejas separadas del cráneo, nariz chata sobre un fino bigote gris y gafas de montura metálica, a Anita le recuerda a una vieja ave zancuda: «La exhibición de joyas que ustedes nos ofrecen hoy es una fiesta espléndida para la vista —empieza diciendo el campeón de la no-violencia—. Pero cuando la comparo con el rostro de los millones de pobres, deduzco que no hay salvación para la India hasta que os quitéis esas joyas y las depositéis en manos de esos pobres…».
Anita se pone la mano al pecho, como para asegurarse de que el collar de esmeraldas —uno de sus regalos de boda— sigue estando en su sitio. Parte de la audiencia está indignada. Sobre el murmuro de reprobación general, se alza la voz de un estudiante.
—¡Escuchadle! ¡Escuchadle!
Pero varios príncipes, juzgando que ya han oído bastante, abandonan la sala. Anita y el maharajá, colocados en la fila del virrey, no se atreven a irse. Muy a su pesar, se quedan aguantando el chaparrón.
—Cuando me entero de que se construye algún palacio en alguna parte de la India, sé que se hace con el dinero de los campesinos. No puede existir espíritu de autogobierno, ni de independencia, si robamos a los campesinos el fruto de su labor. ¿Qué tipo de país vamos a construir así?
—¡Cállese! —grita una voz.
—Nuestra salvación sólo vendrá del campesino. No vendrá ni de los abogados ni de los médicos ni de los ricos terratenientes.
—Por favor, pare —le pide la organizadora del evento, una inglesa llamada Annie Besant, conocida por sus ideas progresistas y fundadora de esa primera universidad hindú de la India.
—¡Sigue! —gritan unos.
—¡Siéntate, Gandhi! —exclaman otros.
La conmoción es total. Para los príncipes y dignatarios no tiene sentido permanecer allí, aguantando los insultos de semejante hombrecillo. Todos, empezando por el virrey, abandonan la sala, mientras los estudiantes les dedican un abucheo que se oye en toda la ciudad.
Hasta ese momento a los príncipes de la India nadie se había atrevido a decirles la verdad a la cara, tal cual. Gandhi no es todavía una figura nacional. Los cientos de millones de indios no le conocen aún. Pero su fama empieza a extenderse. La India eterna, que siempre se ha inclinado ante el poder y la riqueza, también adora a los humildes servidores de los pobres. Las posesiones materiales, los elefantes, las joyas, los ejércitos han conseguido su obediencia; el sacrificio y la renuncia van a conquistar su corazón.
* * *
Para Anita, después de haberle conocido en Benarés, Gandhi es «el chalao ese». No así para Bibi, que ve en él al salvador del país, un hombre que a base de gestos sencillos es capaz de llegar al alma de la India. Ella se ha convertido en una de sus seguidoras. «Los que quieran seguirme —dice Gandhi— deben estar dispuestos a dormir en el suelo, a vestir ropas rudimentarias, a levantarse antes del amanecer, a vivir con un alimento frugal y a limpiarse ellos mismos los retretes». De modo que Bibi se ha despedido de los bucles en las mejillas y se ha cortado el pelo, trocando sus bellísimos saris de seda por otros de khadi, el algodón crudo tejido a mano en la rueca. Se ha despedido del bridge para siempre, del peluquero suizo que en Simia acudía todas las tardes a peinarla, de los atardeceres pasados sorbiendo jerez y vermut mientras mimaba a su perro, un terrier llamado Tofa, dándole un par de chocolatinas, siempre suizas, claro está. Ahora se ha convertido en una vegetariana estricta y se ha lanzado por los caminos de la India, siguiendo a su líder descalzo. Dicen que, cuando descansa, pasa las tardes sentada frente a la rueca hilando algodón, símbolo de una nueva India dispuesta a deshacerse del yugo de los ingleses —y de la élite de los bramines hindúes.
Si para la familia de Bibi lo sucedido ha supuesto una gran conmoción, para Anita, el hecho de que su amiga se haya convertido al movimiento nacionalista es un duro golpe. Se queda aún más sola, sin la única amiga con la que podía contar. Piensa en Bibi todas las mañanas cuando sale a cabalgar, porque ella es quien le ha mostrado los caminos, las aldeas y los atajos por donde pasa. Gracias a ella sabe cuál es la casta y la religión de un hombre por el modo como se enrolla el turbante. Aunque no entiende las razones que la han llevado a tomar una decisión tan extrema, siempre ha pensado que de alguien tan inquieto, tan sensible y tan extravagante como su amiga se puede esperar todo, excepto que se quede dócilmente en su palacio con los brazos cruzados, aguardando a que un pretendiente venga a cortejarla. Sus padres, que no han querido que vaya a estudiar a Inglaterra porque en el fondo desean casarla, ahora están perplejos: Bibi se ha casado con la causa de la independencia.
¿Y a Anita, qué porvenir la espera en ese mar de soledad en el que se ha convertido Kapurthala? ¿Se quedará de brazos cruzados en su palacio cuando haya terminado la guerra y no tenga que ocuparse de vestir y animar a la tropa? ¿De dónde sacar fuerzas para salir de la cama todas las mañanas, ahora que no tiene a su hijo, ni a Bibi con un marido cada vez más ausente, con la familia en contra y los ingleses también? ¿Es posible vivir en el vacío? ¿Vivir en un lugar con la única esperanza de salir de él? Si por lo menos pudiera tener otro hijo…, pero la idea del parto la aterra y no siente a su marido con el mismo ardor amoroso de antes «¿Cuál es la salida?», se pregunta a sí misma, encerrada en su cárcel dorada, envidiada por pocos, ninguneada por muchos, odiada por algunos.
Una mañana de finales de 1917, Anita se despierta en su habitación al son de una melodía familiar. Es una música estridente, mal tocada, probablemente ejecutada por algún músico de la banda estatal. «¿A quién se le ocurrirá tocar a semejantes horas?», se pregunta desperezándose. Cuando baja las escaleras, se da cuenta de que la música no viene de fuera, sino de uno de los salones. Karan sentado en un sofá, está intentando tocar un tango en un viejo bandoneón.
—¡Sólo podías ser tú! —le dice Anita.
—Soy como el encantador de serpientes… Toco un tango y salís de la madriguera.
Karan ha vuelto a Kapurthala a petición de su padre, que necesita ayuda para llevar los asuntos del Estado y los que se derivan de la administración de las tierras de Oudh. Para Anita, es una gran noticia. La presencia siempre amable de Karan es un bálsamo contra la soledad. ¡Por fin alguien con quien hablar como una persona normal! Y tienen mucho que decirse, porque Karan fue de los últimos en ver a Victoria.
—He sido débil —le confiesa Anita—. Me quedé en Argentina, escuchando a Carlos Gardel…
—Un prodigio
—Sí, pero tenía que haber acudido en ayuda de mi hermana, aunque a tu Padre no le hiciese gracia.
—No te eches la culpa de lo que le ha pasado a Victoria. Aunque hubieras estado en París, no creo que hubieras podido cambiar las cosas.
—Quizás… pero siempre queda la duda.
—Macías no la dejará tirada.
—Dios te oiga…
La vida en palacio y en Kapurthala cambia con la presencia de Karan. El hombre es un volcán de actividad cuya vitalidad choca con la desidia y la lentitud de los asuntos tal y como se llevan tradicionalmente en la India. Muchas veces se oyen sus gritos de protesta que suben desde las oficinas del sótano. Como le pasaba a Bibi al principio, como les pasa a tantos, reajustarse a la vida en la India no es fácil después de tanto tiempo pasado en Inglaterra. Aquí las gestiones se siguen haciendo al ritmo aletargado de siempre y de nada sirve salirse de las casillas. Al contrario, uno se desgasta y acaba siempre en el mismo punto de partida, y encima frustrado.
La India de 1917, la que encuentra Karan, es aún más pobre que antes. La escasez de alimentos y la inflación provocada por el esfuerzo de la guerra crean un ambiente de descontento y agitación entre la población.
—Tengo la impresión de que nuestro pueblo ha perdido confianza en el hombre blanco que tanto admiraba —le dice Karan a su padre—. La guerra ha puesto en evidencia que los europeos pueden ser tan salvajes e irracionales como los demás. Y si el pueblo desconfía del Raj, lo hará también del orden establecido. Los principados indios estarán en peligro.
—Exageras. Los príncipes asumirán todo el poder si algún día los ingleses deciden marcharse, pero eso no ocurrirá nunca.
—Yo no lo creo así, Alteza.
—Cuando acabe la guerra, verás cómo todo vuelve a su curso —concluye el maharajá.
En el fondo, Jagatjit Singh también piensa que algo va a cambiar, pero no piensa en el pueblo, sino en los de su propia clase, en los príncipes. Todos sus esfuerzos están abocados a la preparación de una cumbre de maharajás, prevista en Patiala para finales de 1917, para dar respuesta al ofrecimiento que el Secretario de Estado para la India ha anunciado en la Cámara de los Comunes: Londres está dispuesto a tomar medidas tan pronto como sea posible para preparar la transición en la India hacia el autogobierno. Los príncipes han visto en ello la oportunidad de cobrar su contribución a la guerra. Se consideran «líderes naturales» con la capacidad otorgada por Dios de detectar «los pensamientos y sentimientos más profundos del pueblo indio». En consecuencia, piden ser tomados «mucho más en serio» como políticos y exigen «una participación definida en la administración del país». Londres está de acuerdo, pero ¿cómo poner de acuerdo a los miembros de esta aristocracia tan fuera de lo común sobre la forma que debe tomar el autogobierno? ¿Cómo poner de acuerdo a más de quinientos príncipes, unos pobres y otros ricos, unos progresistas y otros feudales, todos imbuidos en la creencia de que su poder emana de un orden divino? Es algo imposible.
Karan, que asiste a la conferencia de Patiala, se da cuenta de que no hay manera de que los príncipes se organicen. Hay demasiadas rencillas, envidias, tensiones y rivalidades. Los más liberales —Baroda, Mysore y Gwalior— abogan por participar en una asamblea de gobierno junto al virrey y porque los principados creen una cámara federal de representación. Pero una gran parte de delegados encuentran inaceptable esa solución e invocan todo tipo de razones. Karan, que conoce bien la mentalidad de los rajás, sabe que la razón de tan vehemente negativa no es otra que el rechazo por parte de la mayoría de los príncipes a tener que compartir escaño con miembros de la Cámara —en otras palabras, con plebeyos—. A esos tigres de papel sólo les queda un orgullo inconmensurable, y eso no basta para gobernar la India.