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La guerra se alarga. No es cuestión de semanas ni de meses, como pensaba la hermana de Anita y hasta el mismísimo Clémenceau, sino de años. Los que han augurado una victoria relámpago de los aliados han tenido que moderar su ímpetu ante la feroz ofensiva de los alemanes. De viaje por Estados Unidos, a Anita le llegan noticias muy preocupantes de París: a su hermana la ha abandonado el marido. El americano la ha dejado tirada en el peor momento, cuando Francia vive bajo la amenaza de la hambruna, y cuando está a punto de dar a luz a su cuarto hijo. Por si fuera poco, se ha fugado con Carmen, la chica que la ayudaba en las tareas de la casa, una andaluza menor de edad y protegida de los Delgado. Y para redondear la faena, la chica está embarazada. Todo un caballero, mister Winans.

Las noticias llegan con mucho retraso a Hollywood, donde Anita y el maharajá son recibidos por los grandes del cine. Charles Chaplin les invita al rodaje de Charlot el vagabundo y un cineasta llamado Griffith les muestra la reconstrucción de la antigua Babilonia para una película que está rodando y que pretende denunciar «la conducta poco tolerante de la humanidad». Han estado en Nueva York, donde Anita ha conseguido un editor para publicar un libro que ha escrito sobre sus viajes por la India,24 y luego en Chicago, donde el maharajá ha compartido con Anita sus recuerdos de la Exposición Universal de 1893. Han vivido unas semanas muy dulces, lejos del ambiente infernal que se respira en Europa.

Pero ahora Anita está angustiada. ¿Cómo ayudar a su hermana en este trance? Poco pueden hacer sus padres desde España. Ni siquiera Mme Dijon, la única que podría echarle una mano, está en París. La francesa ha regresado a la India, donde se ha vuelto a casar con un inglés, un director de escuela como su primer marido. Ante la falta de alternativas, Anita piensa en interrumpir el viaje e ir a París para reunirse con su hermana. La simple idea de planteárselo al maharajá le quita el sueño, pero al final puede más la zozobra que atenaza su corazón.

Mon chéri, creo que debería volver a París… Victoria debe de estar pasándolo muy mal.

—No podemos interrumpir el viaje en este momento. Y no puedes viajar sola, es demasiado peligroso.

—Si le pasa algo a mi hermana, nunca me lo perdonaría.

—No va a pasarle nada. Intentaremos ayudarla desde aquí. Necesita a alguien que le eche una mano, alguien que pueda mandarla a España en cuanto tenga el bebé.

—Escribe a Karan. Todavía debe de estar en París. Él puede ayudarla.

—Para cuando reciba la carta, la guerra habrá terminado… —dice Anita, alzando los hombros.

—No, porque vamos a utilizar la vía diplomática. Le haremos llegar la carta a través de la valija del Foreign Office.

Están en Buenos Aires cuando reciben una respuesta de Karan, quien no ha tardado en ponerse en marcha. En el mensaje dice que se ha puesto en contacto con Benigno Macías, el magnate argentino amigo de la familia, que se ha prestado de buen grado a socorrer a Victoria. «Con sus influencias está intentando sacar a la familia del país. La situación en París es muy difícil. Mañana me marcho a Londres…». La respuesta de Karan es un alivio. Macías es buena persona y no la dejará sola.

Anita, más tranquila, se siente con ánimo para disfrutar con lo que más le gusta de Argentina: el tango. Esos días todo el mundo habla de un joven cantante que tiene tanto éxito que hasta le han sacado a hombros por las calles del barrio tras su primer recital en el Armenonville, el cabaret más lujoso de la ciudad. Como si fuera un torero. Se llama Carlos Gardel y tiene una voz que a Anita le llega al alma:

Golondrinas con fiebre en las alas,

peregrinas borrachas de emoción…

Siempre sueña con otros caminos

la brújula loca de tu corazón…

Viajar es cada vez más arriesgado, ya sea por tierra o por mar. Cuando regresan a Europa, la guerra ha pasado a ser mundial. En Londres, el rey lanza un llamamiento a los príncipes de la India para que aumenten su participación. La ofensiva aliada en la región de Alsacia y Lorena ha sido un fracaso. Los ejércitos franceses se repliegan hacia el Sena. El desabastecimiento de las grandes ciudades obliga a implantar un racionamiento severo. La situación es grave para los aliados.

Inmediatamente, el maharajá reacciona comprometiéndose a reclutar a cuatro mil soldados más para mandarlos al frente francés, estabilizado a lo largo de una línea de 750 kilómetros. El maharajá Ganga Singh de Bikaner, aprovecha la ocasión para exigir mayor autonomía para los Estados indios y plantea el que puedan alcanzar el autogobierno. La respuesta británica, contrariamente a lo previsto, es positiva. Las demandas del príncipe se aceptan y los ingleses se comprometen a desarrollarlas. Sólo falta que los maharajás se pongan de acuerdo en la manera de alcanzar dicho autogobierno, algo que, desgraciadamente para ellos, nunca conseguirán.

Después de recoger a Ajit, que se ha convertido según su madre en «todo un caballerete inglés», marchan a Francia con la intención de embarcar desde Marsella en el S.S. Persia con destino a Bombay. Pero antes, pasan por París. La ciudad de las luces se ha convertido en la ciudad de las tinieblas. Esta vez, ni siquiera los ricos se divierten. Todo está cerrado, incluido el cabaret de Benigno Macías. Con los alemanes a menos de cien kilómetros, la ciudad, debilitada por el hambre y la penuria, se debate entre la miseria y el miedo. Anita, con el corazón encogido ante tanta desolación, se dirige a casa de Victoria. El edificio parece abandonado. Al empujarlo, el portal chirría. Dentro, se oye el aleteo de pájaros que parecen haber encontrado refugio en el hueco de la escalera. Nada más subir los primeros peldaños, le interrumpe una voz.

—¿Dónde va?

—Soy la hermana de la Sra Winans…

—La señora Winans no está —dice con aplomo una mujer mayor, con el pelo blanco alborotado, ligeramente encorvada—. Soy Madame Dieu, la portera… No queda nadie en el edificio. Todas las familias se han marchado al campo ante el avance de los boches.25 Un caballero argentino vino a por su hermana y los niños y se los llevó…

—¿Sabe dónde han ido? —pregunta Anita.

—Cerca de Orleans, pero no dieron ningunas señas. Creo que no lo sabían ni ellos mismos.

—Gracias —dice Anita empujando el portal, mientras la portera sigue hablando sola antes de meterse en su vivienda: «¡Pronto seré yo la única persona que quede en París para recibir a los boches…!».

«Benigno Macías ha sido una bendición —se dice Anita— pero yo tenía que haber obligado a mi hermana a volver a España», añade enseguida, carcomida por la culpa. Por las calles circulan coches fúnebres, ambulancias y camiones militares, y de pronto Anita tiene el presentimiento de que esa guerra acabará por pasarle factura. «¿Por qué la he abandonado en un país invadido, a la merced del desgraciado de su marido?», se pregunta una y otra vez, mientras regresa hacia el hotel, donde el maharajá y su séquito la esperan para continuar viaje.

Marsella es un caos. Las recientes incursiones de submarinos alemanes en el Mediterráneo han alterado el tráfico marítimo. Varios buques han retrasado su salida; otros la han cancelado. La silueta del S.S. Persia, de la naviera inglesa Peninsular & Oriental, con su casco negro y sus dos altas chimeneas también negras, es una visión familiar para el maharajá. Ha realizado varias travesías en este elegante vapor de 7500 toneladas, que dispone de una primera clase de auténtico lujo. En la última, en 1910, coincidió con el equipo de pilotos y mecánicos que transportaban dos aviones biplanos con los que realizaron el primer vuelo de exhibición aérea que jamás se hizo en la India. Tuvo lugar a orillas del Ganges durante un multitudinario festival religioso que se celebra cada doce años. Más de un millón de fieles, haciendo sus ofrendas en el río sagrado, vieron volar, por primera vez, un objeto más pesado que el aire y que no era un pájaro. Fue prodigioso. La noticia alcanzó los más recónditos rincones del subcontinente.

El día de la partida, mientras supervisa junto a Inder Singh el cargamento de sus más de 240 baúles en el vientre del buque, un hombre vestido de civil y que se identifica como agente británico, se dirige al maharajá:

—Alteza, permítame informarle que el servicio secreto ha interceptado un mensaje cifrado del ejército alemán, según el cual el S.S. Persia podría ser un objetivo militar. Estamos aconsejando a todos los pasajeros con pasaporte británico que no hagan el viaje en este barco.

—Pero está a punto de zarpar…

—Sí, el barco zarpará, aunque desviará su ruta por precaución. También es posible que sea una falsa alarma. Pero mi deber es informarle. Su Alteza es libre de tomar la decisión que estime más conveniente.

Esta noticia de última hora trastoca todos los planes y sume en la consternación al numeroso séquito del soberano. ¿Qué hacer? En el mismo barco está previsto que viaje una pareja amiga. Son ingleses, él es un aristócrata y militar llamado lord Montagu, que va a tomar el mando de una unidad del ejército británico en la India. Conocido por su pasión por los coches, es director de la revista The Car y, a pesar de estar casado, viaja con su secretaria, Eleanor Velasco Thornton, de origen español, que también es su amante. Excepto un círculo restringido de amigos, entre los que se encuentran el maharajá y Anita, ambos mantienen su relación en secreto, sobre todo en la alta sociedad londinense. Eleanor es una mujer inteligente y de inigualable belleza. Lo tiene todo, como diría Anita, excepto el estatus social adecuado para casarse con el hombre de quien se ha enamorado. Así es la Inglaterra victoriana. La misma Inglaterra que también margina a Anita; quizás por eso ambas mujeres se han hecho amigas.

Pero sin que nadie sepa que se trata de ella, la figura de Eleanor se ha hecho muy popular desde que adorna las parrillas de los radiadores de todos los Rolls-Royce. La idea ha sido de su amante, el lord, que ha encargado a su amigo, el afamado escultor Charles Sykes que ideara una mascota para su Silver Ghost. Sykes ha utilizado a Eleanor como modelo para una estatuilla que muestra a una mujer joven envuelta en ropas vaporosas que flotan al viento con el dedo índice colocado sobre los labios, símbolo del secreto de su amor. La ha llamado Spirit of Ecstasy —espíritu del éxtasis—, y ha tenido tanto éxito que la Rolls-Royce ha decidido incluirla en todos sus modelos.

Después de dos horas de serias deliberaciones sobre las posibles decisiones que pueden adoptar, Inder Singh, el capitán de la escolta, propone una solución salomónica, que no implica el desembarco de la carga y que preserva la seguridad de Su Alteza. Lo mejor será que él, junto a la mayoría del séquito, embarquen en el barco amenazado a fin de custodiar el cargamento, y que mientras tanto el maharajá y su familia esperen en Marsella la salida del buque holandés Prinz Due Nederland que zarpará dentro de dos días para Egipto. De allí pueden hacer trasbordo al S.S. Medina que cubre la ruta de El Cairo a Bombay. Es más incómodo y más largo, pero más seguro. Lord Montagu prefiere no separarse de los oficiales británicos que viajan en el barco, de modo que él y Eleanor deciden salir en el S.S. Persia.

El maharajá, Anita, su hijo, Dalima y un reducido séquito de doncellas y escoltas salen dos días después. «Fue un viaje peligroso y cansado —escribiría Anita— las noches a bordo eran tristes e inquietas, siempre al acecho del ruido de los aviones que nos podían bombardear. El peor momento tuvo lugar cuando se nos notificó el hundimiento del S.S. Persia».

El 30 de diciembre de 1916, a la una y diez de la tarde y mientras navega a setenta millas de la costa de Creta, el buque es alcanzado por un torpedo lanzado desde un submarino alemán, el U-38. El misil perfora la proa, del lado de babor. Cinco minutos después la caldera del motor explota y el barco se hunde con quinientos un pasajeros a bordo. La prensa mundial se hace eco de la tragedia, y en Aujla, la aldea de Inder Singh en el corazón del Punjab, los vecinos están muy afligidos. Los ulteriores boletines de noticias lamentan la pérdida de veintiún oficiales británicos, destacando la figura de lord Montagu, la del cónsul de Estados Unidos en Aden, la señora Ross, esposa del director del colegio escocés de Bombay y las de cuatro monjas escocesas que iban a Karachi. De los demás sólo menciona que eran pasajeros de segunda y tercera clase.

Encerrada en el camarote que sólo abandona para comer, Anita escribe su diario: «Después de la preocupación de no saber nada de Victoria, ahora perdemos a Inder Singh, que siempre se ha comportado como un gran señor, y a nuestra servidumbre. También nos quedamos sin los Montagu. ¡Pobre Eleanor! Han desaparecido dieciocho personas de nuestra confianza, amén del grueso de nuestro equipaje, baúles y algunas joyas poco importantes. Me vienen a la memoria aquellas cartas escritas por los primeros soldados indios que fueron al frente y que decían que eso no era una guerra, sino el fin del mundo. Empiezo a pensar que tenían razón».

Pero a medida que van surgiendo detalles del naufragio, llegan también noticias esperanzadoras. Diez horas después del hundimiento, un carguero chino, el Nung Ho, ha conseguido rescatar a un centenar de supervivientes. Entre ellos está lord Montagu, que reaparece con la mirada asustada de quien ha rozado a la muerte. Quizás su tristeza se deba a que no ha podido salvar a Eleanor porque estaban en lugares separados en el momento de la explosión, ya que él la esperaba en el comedor de cubierta mientras ella se arreglaba en su camarote. Llega a Londres el mismo día en que su obituario aparece publicado en los periódicos. Otro superviviente digno de mención es el capitán del Tercer Batallón de los Gurkhas E. R. Berryman, al que se le concedería una condecoración por haber ayudado a mantenerse a flote una pasajera francesa mientras se acercaba el carguero a rescatarles. Pero la mejor noticia para el maharajá y Anita es que Inder Singh ha sobrevivido. Ha estado flotando tres días a la deriva agarrado a un trozo de madera y después de ser rescatado se lo han llevado a un hospital de Creta donde se recupera favorablemente. «Recé a la Virgen para agradecerle el doble milagro, el de habernos salvado a nosotros y al querido Inder Singh», escribió Anita.

Cuando días más tarde, los habitantes de Aujla ven aparecer en el Rolls-Royce del maharajá al gran Inder Singh, muchos de ellos se asustan pensando que se trata de un fantasma que vuelve del otro mundo. Otros están convencidos de que los poderes sobrenaturales del maharajá le han devuelto la vida. Inder Singh, sentado en el porche de su bungalow, explica a sus atónitos vecinos los pormenores de su aventura, y ellos le escuchan embelesados. Cuando termina de contar la historia, todos quieren estrecharle la mano o abrazarlo como para asegurarse de que no son víctimas de una alucinación. Después, todos juntos lo celebran de un modo nunca visto hasta entonces en la pequeña aldea. «Me dieron mi primer whisky a la edad de once años —contaría el nieto de Inder Singh— el día en que mi abuelo regresó al pueblo después de que todos le creyeran muerto». Para marcar tan insigne recuerdo, el maharajá adoptará la costumbre de desplazarse todos los años a Aujla en esa misma fecha a cazar perdices.