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Mientras los soldados de Kapurthala mueren como moscas en el frente del Este, en París, su comandante supremo, el maharajá, recibe la más alta distinción del Estado francés por su contribución a la guerra. La ceremonia tiene lugar en la sede del gobierno de la nación, en el palacio de L’Élysée, cuyo nombre ha inspirado el de Kapurthala, en el centro de la capital. Asisten Anita y tres hijos del maharajá, en uniforme de gala: Amarjit, el militar, que sirve como capitán en la tercera división de Lahore que lucha en el frente del Oeste; Mahijit, que trabaja como corresponsal de guerra para diversos periódicos indios y Karan, que sigue estudiando en Londres. La ceremonia es sobria y corta. El propio Georges Clémenceau prende en la solapa de Jagatjit Singh la condecoración que le distingue como Caballero de la Legión de Honor. Anita recibe un diploma de Colaboradora de la Cruz Roja. No es gran cosa, pero ella está feliz porque por primera vez en su vida se reconoce su labor. Nunca en la India, ni por supuesto en Inglaterra, le sucedería tal cosa.

Para celebrarlo, el maharajá invita a los suyos al club de un amigo de la familia, un rico magnate argentino llamado Benigno Macías, un apuesto caballero con el pelo engominado y fama de don Juan, propietario de varias compañías de varietés argentinas. Si para las clases humildes París es una ciudad dura y triste, para los ricos sigue siendo voluptuosa y divertida. Los cabarets, restaurantes y salas de fiestas están a rebosar de gente enriquecida por la guerra. Anita pasa una velada inolvidable, porque el club de Macías está exclusivamente dedicado al tango. Nada más sonar los primeros acordes del bandoneón, Karan la saca a bailar, previo permiso del maharajá, que accede con un gesto cansino de la cabeza.

—¡Ahora ya sé dónde has aprendido a bailar tan bien el tango!

—¿Y tú? ¿No será en Kapurthala? —le pregunta Karan en broma.

—¿Yo…? Yo lo llevo en la sangre. No olvides que he sido bailarina.

—Es verdad… ¡the Spanish Dancer! —le suelta en tono de guasa—. ¡Anda que no se lo han echado en cara a mi padre montones de veces!

—Para muchos, me moriré siendo una Spanish Dancer, lo que equivale a llamarme algo así como mujer de la vida.

—Para otros, eres una maharaní…

—Sí, para los que van descalzos y los que caen en el frente. A este paso, no va a quedar ninguno para llamarme maharaní.

—Para mí también lo eres, porque estás al pie del cañón y te ocupas de todo. Mi pobre madre, con todos los respetos, no podría hacer lo que tú haces.

Anita le sonríe, sinceramente agradecida por sus palabras, que, viniendo de uno de los hijos del rajá, cobran un significado especial. Le gusta que Karan siga comportándose como el día en que se conocieron en la boda de Paramjit, con naturalidad y afecto. Es el único de los hijos del rajá que siempre actúa de la misma manera, tanto aquí como allí. Los otros, así como su marido, son occidentales en Occidente, pero indios cuando vuelven a su país, como si no consiguiesen integrar bien ambos mundos. En su cabeza Oriente y Occidente son como el agua y el aceite. Aquí, en París, sin el peso de los prejuicios de casta y religión, y sin la influencia de sus madres y del entorno, se comportan como los amigos que Anita un día imaginó que podían llegar a ser. Baila con todos ellos, se ríe y disfruta. Durante unas horas consigue olvidarse de Victoria, de la inminente separación de Ajit y de la guerra. Pero sabe que cuando los vuelva a ver, allá, en Kapurthala, serán de nuevo extraños, pasando a convertirse en enemigos que urdirán intrigas para desalojarla del palacio. Todos, excepto Karan. En él sí puede confiar.

En Londres, el maharajá recibe la Gran Cruz del Imperio Indio de manos del emperador Jorge V, un premio por una nueva aportación a la causa de la guerra: su negativa a cobrar la suma que le adeuda la Corona y que ronda el millón de libras. A Anita le prohíben asistir a la ceremonia y se queda en la suite del Savoy, ultimando con Dalima los preparativos para dejar a Ajit en el colegio. En el último momento el maharajá hace que la avisen de que no podrá acompañarla a dejar al niño. No tiene tiempo: ha concertado importantes citas con los militares ingleses. A Anita eso le huele a mentira. Lo conoce demasiado bien para creerse semejante excusa. En los tres días pasados en Londres, el maharajá apenas ha aparecido por el Savoy. A Ajit no parece importarle mucho que su padre no vaya a despedirse de él, pero Anita se sabe engañada y se siente herida de muerte. Por la noche se despierta sobresaltada, va hacia la habitación de su marido y una vez ahí se detiene frente a la puerta; teme que, si gira el pomo, su vida también dé un vuelco definitivo. A esas horas y medio dormida no sabe a ciencia cierta dónde termina la realidad y dónde empiezan las elucubraciones. Vuelve a notar la misma sensación que en Kapurthala: una desagradable impresión de que no tiene el control de su propia vida, de que no pisa terreno firme y de que acaso se esté volviendo loca. Cuando por fin se arma de valor y abre la puerta, encuentra la habitación vacía. Casi hubiera preferido descubrir a una mujer en la cama de su marido para tener la confirmación de sus sospechas. Aunque le asuste la verdad, más dolorosa es la duda.

—Dalima —le dice después de haberla despertado—, tú que siempre estás enterada de todo, dime qué está haciendo mi marido a estas horas…

—Madam, yo no sé…

—No te hagas la ignorante. Vosotros los sirvientes lo sabéis todo. Dalima, confiésame lo que sabes…

—Madam, yo…

Dalima baja la vista. Las quemaduras han convertido su piel aterciopelada en una superficie rugosa. El pelo le ha vuelto a crecer, aunque ya no es el mismo de antes, sedoso y brillante. Pero su mirada sigue siendo tierna y cálida.

—Piensa en lo que he hecho por ti, Dalima. ¿Acaso no merezco la verdad? Sé que sabes algo.

Dalima masculla unas palabras ininteligibles. Después levanta la vista, como implorando que termine ese suplicio. Sabe que se debe a Anita, pero ¿cómo traicionar al maharajá? Eso no puede ser bueno para el karma. Pero Anita, que busca la verdad con un ansia sólo comparable al temor de encontrarla, no suelta a su presa.

—Está bien, Dalima. En cuanto volvamos a Kapurthala, prescindiré de tus servicios. Puedes volver a tu habitación.

Dalima la saluda uniendo las manos a la altura del pecho; sin embargo, antes de salir de la habitación, se vuelve hacia Anita. Quizás en esos pocos segundos haya pensado en su hija, en su incapacidad para ganarse la vida en la aldea, en su triste condición de mujer deforme y viuda. Porque el karma también es cruel. Si a Dalima le ha pasado lo que le ha pasado será que algo habrá hecho, en alguna de sus vidas anteriores, para merecerlo. Así piensan sus correligionarios. Quizás por eso se da la vuelta y se dirige a Anita, pero mirando siempre hacia el suelo, como avergonzada de sí misma.

—He oído a los criados de Mussoorie decir que allí conoció a una memsahib inglesa…

Anita no necesita más. Se tumba en la cama, con un suspiro.

—Gracias, Dalima, puedes ir a acostarte.

Anita nunca habría imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parece ser lo contrario del amor. Pero así es. Tendida sobre las sábanas de hilo y corroída por los celos, siente cómo el mundo se deshace bajo los pies de la cama.

Al día siguiente Anita, Dalima y Ajit se desplazan a Harrow, el prestigioso establecimiento donde han estudiado los tres hijos mayores del rajá ubicado en las afueras. El pequeño no se sentirá fuera de su ambiente porque el colegio está lleno de hijos de funcionarios ingleses cuyos padres ocupan despachos en Calcuta, Delhi o Bombay. Muchos de esos niños viven todavía con el trauma de haber tenido que separarse de sus familias a una edad muy temprana. El cambio es brutal: pasan de un mundo rico en colores y emociones a otro frío y sombrío. En la India eran niños mimados; en la Inglaterra imperial están inmersos en un proceso en el que se les inculca lo inglés a grandes dosis para hacerles olvidar todo lo indio. De pronto se encuentran en una sociedad que no tolera que los niños hagan ruido. Anita tiene suerte porque puede viajar siempre que lo desee, pero la mayoría de las madres ven a sus hijos una vez cada cuatro años. No es de extrañar que muchos se sientan abandonados y reaccionen odiando a sus padres y a la India. Anita ha conocido hombres y mujeres ya maduros que culpan a la India de haberles separado de sus familias.

Por mucho que la separación sea sólo por unos meses, hasta que vuelvan de Estados Unidos y regresen todos a Kapurthala, donde Ajit pasará sus vacaciones, el momento es desgarrador. Todas las certezas del pasado van cayendo una tras otra: la felicidad de su hermana y de sus padres, la compañía del pequeño, el amor incondicional de su marido.

Pero al verlos juntos nadie lo notaría. La llegada a Madrid es triunfal. Viajan con un séquito de treinta personas y doscientos treinta baúles, que contienen, entre otras cosas, legumbres y especias de la India para condimentar las comidas del maharajá. Un autentico enjambre de periodistas y fotógrafos les reciben en la estación del Norte. Entre ellos Anita reconoce a un viejo compañero de las tertulias, el Caballero Audaz, que les hace entrevista para La Esfera. «Extraordinariamente bella esta princesita de leyenda —empieza el artículo—. Sus dientes son como los ricos collares de perlas que resbalan sobre las deliciosas turgencias de su pecho, muy descotado y muy blanco. Sus manos, salpicadas de piedras preciosas, parecen dos serpientes d armiño hechas para acariciar». Cuando al príncipe le pregunta si sigue muy enamorado de su mujer, él contesta:

—Sí, mucho. Hace de la vida una filigrana de felicidad. En Kapurthala es muy querida y comprendida por mi pueblo.

—Y dígame, príncipe, ¿Su Alteza tiene varias mujeres?

—¡Sí! Muchas mujeres. Pero la princesa es la princesa.

«Anita no pudo reprimir un gesto de amargura —sigue escribiendo el Caballero Audaz— y en una explosión de celos, deploró: “Sí, muchas mujeres. Son costumbres de allí… Ellas le esperan desde hace ocho años que no se separa de mi vera”».

«¿Por qué estoy tan celosa?», se pregunta de noche en la suite de Ritz, desde donde divisa el paseo del Prado y la estatua de Neptuno iluminada por la luz de la luna. Un poco más lejos, al fondo de ese amasijo de calles, empezó todo. ¡Qué casualidad que este momento les pille en Madrid! Ni siquiera han pasado diez años desde que él la viera por primera vez… Ahora ella escucha sus ronquidos, rítmicos y pausados. Duerme como un viejo elefante indio, sin sospechar que unos ojos cargados de resentimiento lo miran en la oscuridad. Anita, como sucede siempre que algo la perturba, no consigue conciliar el sueño Es como si también estuviera presente en la habitación el fantasma de la inglesa de Mussoorie de la que no sabe ni el nombre. Le bullen en la cabeza sentimientos contradictorios. ¿Tiene realmente derecho a sentirse celosa? ¿Por qué siente celos de una extraña y no los ha sentido de sus mujeres o de sus concubinas? Se ha casado con un hombre que ya se había casado muchas veces, y ahora que conoce la cultura erótica de la India y el culto que se da a la poligamia, ¿por qué le sorprende tanto la revelación de Dalima? ¿Acaso no se lo esperaba? ¿Acaso está tan enamorada que la idea de que él tenga una amante se le hace intolerable? No, no es eso lo que tanto la perturba. Lo que de verdad le sacude el corazón es que ha perdido su condición de favorita. Nunca ha conseguido ser la maharaní oficial de Kapurthala, pero sí reinar en el corazón del maharajá. Sentada en ese trono se sabía protegida de las maldades de las demás, se sentía fuerte como el Raj británico, y era capaz de aguantarlo todo sin perder la sonrisa. Sin ese trono… ¿qué sentido tiene su continua presencia al lado de su esposo? ¿Qué sentido tiene permanecer en la India? Intuye que el hecho de que él la relegue al banquillo de sus otras mujeres es tan sólo una cuestión de tiempo. Y entonces, ¿qué será de ella? ¿Podrá acostumbrarse a una vida de señora «normal», de las que por las tardes van al café con las amigas? Tendrá que prescindir de los cigarrillos de sándalo que le fabrican en El Cairo especialmente para ella, de estar siempre rodeada de una nube de criados y de ser tratada como una diosa viviente por el pueblo de la India. Tendrá que renunciar al lujo y al dinero. Pero a lo que no piensa renunciar por todo el oro del mundo es a la custodia de su hijo Ajit. «Paciencia, tienes que tener paciencia», se dice para sus adentros. En la India, todo se basa en la paciencia y en la tolerancia. Rebelarse no sirve de nada.

Pero una joven andaluza de sangre ardiente no tiene paciencia. Es como pedirle a un toro bravo que sea dócil y manso. Durante el interminable viaje en tren hasta Málaga, adonde van a ver a sus padres y a dejarles los hijos de Victoria, Anita, sin poder contenerse más, aparta las agujas de hacer punto y le pregunta a su marido:

—¿Quién es esa inglesa que has conocido en Mussoorie y que has convertido en tu amante?

El maharajá, sumergido en la lectura de la novela que hace furor en Europa, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde, levanta la mirada por encima de las gafas y se encuentra con los ojos de fuego de Anita.

—¿De quién hablas?

—Lo sabes mejor que yo.

Él intenta medir mentalmente cómo reaccionará respecto a su infidelidad una mujer tan impetuosa como la suya, con tanto sentido de la dignidad y con un carácter tan fuerte. Después de sostenerle la mirada, baja los ojos para disimular su desasosiego. No es hombre acostumbrado a rendir cuentas, ni a la confrontación. Pero está acorralado, convencido de que la tigresa de su mujer no le va a quitar las garras de encima hasta que le haya dado una explicación.

—Sabes que tengo muchas amigas, pero eso no significa nada. Esa inglesa es la mujer de un cómico que se gana la vida mostrando películas de cinematógrafo. Los he conocido a los dos, les he dejado unos caballos y nada más.

Anita mira por la ventana. Atrás queda la dura llanura de Castilla que ha dado paso a los campos de olivos de Andalucía. Su tierra. Siente una punzada en el corazón. El maharajá prosigue:

—Por el hecho de estar casado contigo no pretenderás que renuncie a tener amigas.

—No, eso no. Pero dicen por ahí que sigues viendo a esa inglesa.

—¿Y tú prefieres creer a las malas lenguas antes que a tu marido?

—Mi marido desaparece y se ausenta; ya no lo siento como antes.

—No debes creer todo lo que se dice. Los que propagan esas calumnias son los que nos quieren hacer daño. No debes entrar en su juego. Si he estado muy ocupado últimamente, se debe al esfuerzo que requiere la guerra. Pero te sigo queriendo como el primer día.

Ante su tono pausado, tan serio y convincente, Anita siente que se le quita un peso de encima y piensa que quizás su mente calenturienta le ha jugado una mala pasada. En el fondo, él ha hecho lo que ella esperaba con el alma en vilo; o sea, que lo negara todo y que se mantuviera imperturbable. Ha reaccionado como hacen los hombres: negándolo todo a pesar de la evidencia. Le ha dicho lo que quiere oír. Peor hubiera sido que hubiese confesado, con aire contrito. La verdad puede ser demoledora.

Málaga les recibe con todos los honores. La prensa local siempre ha seguido muy de cerca la historia de la hija de la ciudad convertida en princesa de un reino oriental. Al maharajá le han preparado un programa a su gusto, con mucho flamenco. La prensa inmortalizará uno de los saraos a los que asiste, que tiene lugar en el bar de una hostería, presidido por una cabeza de toro y decorado al estilo andaluz; ahí, el soberano, frente a una gigantesca jarra de sangría y rodeado de sus magníficos sijs enturbantados, escucha complacido unos tientos y unas soleás.

Anita pasa con sus padres el mayor tiempo posible. Aunque parecen felices por el hecho de ver a su hija y de recibir a sus nietos, los ve muy preocupados por la situación de Victoria.

—¿No has podido convencerla para que viniese con vosotros? —le pregunta doña Candelaria, cuyo rostro crispado refleja su profunda inquietud.

—No, cree que la guerra es cuestión de semanas. Y no quiere dejar a su marido.

—Siempre dijiste que era un cantamañanas, pero te has quedado corta. Es un sinvergüenza. Y lo peor es que ella sigue sin darse cuenta.

—El amor es ciego, mamá.

—Tú sí que has tenido suerte. Este príncipe tuyo es un encanto. Aunque nos vemos de pascuas a Ramos, nos da mucha tranquilidad saber que estás bien. ¿Por qué os vais a América tan pronto…? ¿No os podeis quedar más tiempo con nosotros?

—No podemos, mamá. Pero el año que viene Ajit y yo vendremos a pasar las vacaciones.

Anita no está prestando demasiada atención a las palabras de su madre. Tiene la cabeza en otra cosa, y una pregunta le quema los labios.

—Mamá —le dice interrumpiéndola—, es muy importante que respondas con toda sinceridad a la pregunta que te voy a hacer… Cuando trataste y decidiste mi boda con el maharajá, ¿te dijo que estaba casado… y que ya tenía cuatro mujeres?

Doña Candelaria se siente incómoda. Aprieta la correa de su bolso con los dedos. La pregunta la importuna.

—Me lo dijo. No sólo me lo dijo, sino que insistió en que te lo dijera. Pero yo no lo hice. Me dijo que él no abandonaría nunca a sus mujeres porque se debía a ellas, pero que te trataría como a una esposa europea, que no te faltaría de nada y que haría todo cuanto pudiera para hacerte feliz.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Para no asustarte, hija.

Ante la mirada de tremenda decepción de Anita, doña Candelaria se apresta a darle explicaciones:

—Tu padre y yo estábamos en una situación desesperada y…

—Déjalo, mamá. Es mejor que no sigas.

Anita no quiere oír más. Se queda mirando a su madre como si no la conociera, como si en ese mismo momento la descubriese por primera vez. Ni siquiera le guarda rencor, de repente sólo siente un tremendo cansancio.

Cuando por la noche se mete en la cama, se seca las lágrimas con la funda de la almohada Le queda un regusto amargo en la boca: el sabor de la soledad. Hasta hoy pensaba que sólo podía sentirlo en la India y que tenía que ver con el desarraigo, pero acaba de darse cuenta de que lo lleva dentro, como un mal incurable.