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Nunca ha estado la India tan unida como en el verano de 1914. Como si las viejas tensiones y las animosidades se hubieran evaporado. Representantes de cada raza, religión y casta declaran públicamente su lealtad al Rey Emperador y su voluntad de luchar contra Alemania, la potencia que amenaza la Pax Britannica y, por ende, el orden imperante en la India. El maharajá es el primero en ofrecer al virrey el Regimiento Imperial de Kapurthala, compuesto por más de mil seiscientos hombres. A esto añade un donativo de cien mil libras. Ricos o pobres, devotos o depravados, decadentes o progresistas, los príncipes se vuelcan en el esfuerzo que demanda la guerra sin escatimar ni su dinero ni la sangre de su pueblo. El diminuto principado de Sangli realiza una donación de setenta y cinco mil rupias e invierte otro medio millón en bonos de guerra. Nawanagar contribuye con el equivalente a seis meses de recaudación de impuestos, y Rewa ofrece su reserva entera de joyas. Bhupinder Singh de Patiala se lanza a recorrer los 5000 kilómetros cuadrados de su Estado y consigue reunir una tropa de 16000 soldados sijs, altamente valorados por los ingleses por su fama de excelentes guerreros. Ganga Singh de Bikaner, que ostenta el cargo de general del ejército británico, envía a sus camelleros al asalto de las trincheras alemanas. La aportación del nizam de Hyderabad es fundamental desde el principio. El virrey le ruega que, en su calidad de líder de la comunidad musulmana suní de la India, intente convencer a sus correligionarios para que ignoren la fatwa —el llamamiento a la guerra santa— efectuada por el califa otomano de Turquía, que se ha aliado con los alemanes. Inmediatamente, el nizam emite un llamamiento conminando a los suyos a luchar en el bando de los aliados. Gracias a esta primera intervención, los lanceros de Jodhpur arrebatarán Haifa a los turcos en septiembre de 1917. Su vanidad de soberano se verá recompensada al final de la guerra, cuando los ingleses accedan a una vieja reclamación suya que hará que destaque sobre todos los demás príncipes. Le conceden el título, único en el mundo, de Su Alteza Exaltada. En tan sólo dos meses la India consigue poner a un millón de soldados en pie de guerra.

En Kapurthala, las intrigas palaciegas también se nutren de la Gran Guerra. Al enterarse de que Anita se ha lanzado a recaudar fondos, Brinda, espoleada por las mujeres del maharajá, anuncia su intención de hacer lo mismo. ¿No es el deber de una futura maharaní servir a su Estado? Pronto se da la paradójica situación de que hay dos funciones benéficas organizadas el mismo día y en la misma ciudad, pero en palacios distintos. Anita, furiosa por lo que considera una injerencia, irrumpe en el despacho de su marido:

—Me voy a Europa.

—¿Te encuentras bien?

—No.

—¿Qué te pasa?

—Brinda y tus mujeres están organizando los mismos actos de caridad que yo… Incluso escogen las mismas fechas para eventos similares…, hacen todo lo que pueden con tal de que yo desista. Pues bien, desisto. Me vuelvo a Europa, mi hermana me necesita.

—Alto ahí. Yo también te necesito, Kapurthala te necesita.

Hay un silencio. Anita procura calmarse.

—No me necesitas, mon chéri. Al contrario, soy como una piedra en tu zapato. Los funcionarios ingleses me utilizan para humillarte, y nunca conseguirás que haya paz en tu familia mientras yo esté aquí.

—Después de estos años… ¿no sientes nada por esta tierra? ¿Te irías así, sin más?

—Claro que siento. Una parte de mi corazón está aquí. Tú eres de aquí; mi hijo es de aquí. Pero si no puedo hacer nada en Kapurthala, si tengo que vivir con pies y manos atados, prefiero regresar a Europa. Ya sabes que mi hermana Victoria lo está pasando muy mal con su marido y sus tres hijos pequeños. Si no puedo ser útil aquí, al menos déjame que lo sea allí, con los míos.

—Tranquilízate, mon chéri. Nadie se va a meter más en tu terreno, te lo aseguro. Iremos a Europa juntos, como tenemos previsto, dentro de unos meses. Iremos a España, veremos a tu familia y en Gibraltar embarcaremos para América. Pero ahora te pido por favor que sigas con lo que tan bien estás haciendo.

La inefable ley del karma. Todo vuelve. ¡Qué pronto se le presenta al maharajá la oportunidad de poner a Brinda en su sitio, de darle una merecida lección! Cuando él le pidió ayuda para que la familia aceptase a Anita, Brinda reaccionó como una hindú convencional y llena de prejuicios. Sin embargo, ahora quiere ser libre como una europea y participar en la ayuda bélica, asumiendo el papel de maharaní. A su nuera le gusta jugar con dos barajas. Según le conviene, quiere que se la trate como a una occidental, o como a una india. Quiere lo mejor de ambos mundos. De un plumazo, el maharajá da órdenes estrictas para que su nuera no ejerza actividad alguna en conexión con los asuntos de Estado. Asimismo, le prohíbe dedicarse a actividades de caridad. Brinda sólo debe ocuparse de sus dos hijas pequeñas. Todavía falta para que sea la reina del lugar. Ante la severa reacción de su suegro, Brinda convence a su marido para instalarse fuera de Kapurthala. Lo que de verdad le gustaría es volver a Francia, pero mientras dure la guerra eso es imposible. De modo que eligen irse a Cachemira, donde el clima es mejor y la gente es hospitalaria. Por lo menos hasta que el maharajá y Anita se vayan a Europa. Entonces regresarán para que Paramjit, por primera vez, ejerza de regente en ausencia de su padre.

Despejado el terreno, Anita se embarca en una frenética actividad, organizando garden parties, rifas y cenas benéficas; lo hace con tal éxito que consigue recaudar importantes cantidades de dinero. Cuando asiste a uno de los desfiles de la fuerza expedicionaria, se da cuenta de que el uniforme que llevan los soldados es totalmente inadecuado. El frío del invierno en Europa no tiene nada que ver con el frío benigno del Punjab.

—Estos soldados necesitan prendas de abrigo —le dice a su marido—. Esos trajes están pensados para la India.

—Estoy de acuerdo, pero no vamos a cambiar ahora el uniforme.

—Deja que por lo menos intente confeccionarles unos abrigos.

—Si te puedes encargar de ello, yo pagaré los costes.

Quizás no lo hubiera dicho tan alegremente de haber sabido que Anita transformaría los porches y las verandas del palacio en talleres de confección de ropa y que por todas partes se amontonarían los fardos, los cortes de tela, los paquetes, los telares y las máquinas de coser. Gracias a las giras que efectúa por el Estado para reclutar sastres y costureras, la actividad del palacio da pronto sus frutos: guantes, calcetines, bufandas, gorras y abrigos destinados a los soldados que partirán al frente francés.

En las expediciones que hace por los pueblos, y en los paseos a caballo con Bibi, ha conocido a muchos de esos soldados, y a Anita se le parte el alma al pensar en que van a ser carne de cañón. Los ve tan ingenuos con su sentido del honor medieval, sus bravuconadas de muchachos y su armamento desfasado… «Si muero iré al paraíso», le dice un soldado musulmán, «Nuestro deber de Kashtris23 es matar al enemigo y convertirnos en héroes», le dice un hindú. Al verlos tan delgados y enfundados en uniformes demasiado grandes, Anita se pregunta cómo van a poder contra los cañones alemanes si en lugar de ir protegidos con un casco llevan turbante.

Desgraciadamente, el tiempo le da la razón. Las primeras cartas que los soldados mandan desde el frente tienen un tono bien distinto a las bravuconadas de antes de la partida. Son cartas que dejan ver el asombro de los combatientes ante la intensidad de los combates y por el gran número de bajas causadas por la artillería alemana. En los pueblos, en las aldeas y en los rincones del centro de Kapurthala las cartas se leen en público, ya que, por lo general, las familias de los soldados son analfabetas y necesitan que los escribanos o cualquier persona instruida se las lean. También es una manera de compartir las noticias. Los rostros de los familiares —en su mayoría pobres campesinos— muestran perplejidad ante las cartas de los hijos, los nietos o los sobrinos: «El mundo entero está siendo llevado a la destrucción —dice una carta—. Tendrá mucha suerte quien pueda regresar a la India». «Esto no es la guerra —dice otra—, es el fin del mundo». A principios de 1915 llega la noticia de que, en la batalla de Ypres, el 571 regimiento de los gharwalis ha sufrido 314 bajas, incluidos todos los oficiales, lo que supone más de la mitad de los efectivos que lo componen. Para los pobres punjabíes, que han respondido como un solo hombre al llamamiento de su rey emperador, estas noticias son un duro golpe que siembra el desconcierto y la tristeza.

Ante esa situación, el maharajá decide dar otro golpe de efecto y visitar el campo de batalla. Quiere ser el primero en hacerlo, el primer príncipe de la India que se ensucie las botas con el barro de las trincheras. Hay que estar con el pueblo, y el corazón del pueblo está con sus soldados. Además, en Europa viven tres de sus hijos, con quienes quiere coordinar los esfuerzos bélicos; por otro lado, su hijo menor, Ajit, ya tiene edad de ingresar en un colegio en Inglaterra. Los aristócratas indios han adoptado la costumbre inglesa de mandar a sus hijos a un internado cuando cumplen siete años. Anita sabe que la separación va a ser dura, pero quiere apartar a su hijo de la atmósfera cerrada y opresiva de Kapurthala. Mientras el pequeño curse el primer año escolar, sus padres viajarán por América y, a su regreso, lo traerán de vuelta a la India para que pase ahí las vacaciones. Anita sentirá su ausencia, pero prefiere saber que se halla a buen recaudo en un colegio inglés, donde le inculcarán un poco de Europa a su alma de indiesito. Además, hay otra razón que Anita no quiere confesarle a su marido. Está convencida de que su hijo ha sido víctima de un intento de envenenamiento. Nada más regresar ellos de Hyderabad se ha puesto muy enfermo, y ningún médico había sido capaz de establecer un diagnóstico claro. Sufría cólicos que le desangraban. Hubo que llevarlo al hospital de Lahore, donde estuvo grave durante varios días, hasta que se recuperó con la misma rapidez con que se había puesto enfermo. Y por si fuera poco se había producido otro incidente que la había asustado mucho. No quiere darle demasiada importancia, pero cada vez que piensa en ello se le ponen los pelos de punta. Una mañana, al vestirse, encontró un escorpión en el zapato; el grito que dio retumbó por todo el palacio. Es muy posible que estuviera allí por casualidad, y en ciertos momentos Anita así lo cree. Pero en otros, no. ¿Estará volviéndose loca? Quizás, pero el hecho es que tiene miedo. Es un miedo recurrente que nunca la ha abandonado del todo desde que pisó la India por primera vez. Es un miedo a lo desconocido, el miedo a saberse «mal quería» por demasiada gente, el miedo a que le hagan pagar la osadía de ser la maharaní de facto de Kapurthala. Aunque su marido la ha apoyado ante Brinda, sabe que lo ha hecho más por darle una lección a su nuera que por ayudarla a ella. En el fondo siente que, a pesar de que ella vence batalla tras batalla, las mujeres del maharajá están ganando la guerra.

A pesar de la escasez de plazas y de lo difícil que resulta viajar, el maharajá consigue pasajes especiales para su familia y su numeroso séquito —compuesto por doncellas, escoltas, sirvientes y mozos— en el S.S. Caledonia, que zarpa de Bombay el 2 de marzo de 1915. Dalima, por supuesto, forma parte del pasaje, así como el capitán Inder Singh, que actúa como embajador oficioso del maharajá allí donde va. La guerra se siente en alta mar, porque las luces del buque deben mantenerse apagadas y a los pasajeros se les conmina a tener los salvavidas siempre a mano. «Hasta el clima era adverso y todos comentaban que la mar parecía notar la tragedia de Europa», escribiría Anita. Al llegar al Mediterráneo, un zepelín alemán sobrevuela el barco. Los pasajeros temen lo peor, pero el artefacto pasa de largo.

Marsella no es la que era. La ciudad está gris, deslustrada, espectral… Es una ciudad ocupada por el ejército, con soldados que deambulan por las solitarias calles, y militares con uniformes de otros países de Europa que desfilan al son de aires marciales. Las tiendas están desabastecidas, los cafés medio vacíos y no se ven niños en las calles. El ruido de los camiones que trasladan a las tropas hacia el frente se mezcla con el de las botas de los soldados sobre los adoquines y con el de las sirenas de los barcos. «¡Qué diferente a la alegre Marsella que tan bien conocía y recordaba!», diría Anita.

Por su conocida francofilia y por representar la imagen misma de la India, el maharajá y la española son recibidos en el frente del Oeste por el gran estadista y presidente del Consejo de Ministros, Georges Clementina, y por el Mariscal Pétain. A Clementina le han apodado «el Tigre» por su talento de estratega, y desde las trincheras muestra al maharajá y a Anita cómo dirige las operaciones. La impresión general, en los primeros meses de la contienda, es que la guerra va a durar poco, y que la victoria está al alcance de la mano. Pero ésta es una guerra como los combatientes indios no han conocido jamás, con ofensivas fallidas, soldados atrapados en las alambradas, o ahogándose en el barro enrojecido por la sangre de los muertos, artillería pesada, bombardeos aéreos, gases asfixiantes, ratas, piojos y enfermedades. Es como si todo estuviera permitido y como si no rigiera ningún código de honor; por otro lado, las víctimas pueden ser tanto civiles como militares. Y a pesar de que el ejército sij es especialmente eficaz en la lucha a caballo y con sable, y sus hombres son invencibles en el cuerpo a cuerpo…, aquí, a escasos metros de las trincheras enemigas, ni siquiera ven a los soldados alemanes, sólo los adivinan. El campo está sembrado de osamentas de caballos reventados a cañonazos, el frío se mete en los huesos y una llovizna constante tiñe de miseria el horizonte de las trincheras. Pero lo soportan con estoicismo, quizás por su fe religiosa que pone los designios del destino en manos de la providencia.

El encuentro con los soldados, en un hospital de campaña de la Cruz Roja, es muy emotivo. Se lanzan a los pies del maharajá y de Anita, agradeciéndoles en el alma que los dioses de carne y hueso se hayan dignado bajar al infierno para compartir unos momentos con ellos. Algunos no consiguen reprimir las lágrimas. El capitán inglés Evelyn Howell, responsable del departamento de Censura, es el encargado de guiarles durante la visita.

—He observado que cada día crece el número de hombres en la tropa que se dedican a escribir poesía —les explica, seriamente preocupado—. Es una tendencia que también se observa en algunos regimientos ingleses en primera línea de fuego; me inclino a considerarlo como un signo inquietante de perturbación mental.

—¿Perturbación mental? Quizás sea así en el caso de los ingleses, en el nuestro es tan sólo nostalgia —contesta el maharajá con sorna.

—¿Componen poesía en urdu? —pregunta Anita.

—En urdu, en punjabí, en indostaní… Mire ésta… —le dice, mostrándole una hoja de papel escrita en urdu.

Anita lee: «La muerte aparece como una libélula silenciosa, como el rocío en la montaña, como la espuma sobre el río, como la burbuja en la fuente…».

Son versos que evocan el Punjab, los campos y los ríos de una tierra lejana que para ellos sólo existe en la memoria. No es tanto el miedo a la muerte, ni el hecho de no estar preparados para librar una guerra moderna, lo que llena de angustia a los soldados indios, que sólo encuentran refugio en la poesía.

—Maharaní, si me permitís… —un viejo guerrero herido en la pierna, con barba blanca y turbante, se acerca a Anita.

Para los soldados, ella es su verdadera princesa, porque ha venido a verles y a escucharles, y no las que se han quedado entre los muros de la zenana. Para ellos los vínculos del espíritu son más importantes que los de la sangre.

—No quiero morir aquí —le dice el anciano—. No piense que soy un cobarde, no. No me asusta el enemigo y tampoco temo a la muerte. Pero me da miedo que mis reencarnaciones no sean tan buenas como deberían. Soy un buen sij, memsahib, toda la vida he cumplido con mis deberes de buen sij… ¿Qué va a ser de mi vida futura si no queman mi cuerpo al morir y esparcen mis cenizas? No quiero que me entierren, memsahib. Ninguno de los sijs del regimiento lo queremos.

—Ya sé, ya sé… aquí no hay piras funerarias.

—Maharaní —le dice otro—, me llamo Mohamed Khan y soy de Jalandar. Nosotros también queremos morir según nuestros ritos, que nos amortajen y nos sepulten directamente en la tierra con la cabeza orientada a La Meca.

Anita está conmovida. Esos hombres, con los que quizás se ha cruzado alguna vez en sus recorridos a caballo por el campo, asumen que van a morir. Pero no es la muerte lo que les asusta, sino la vida eterna.

Entonces Anita se pone a hablarles en urdu, y los hombres se acercan formando corro. Todos quieren oír, aunque sólo sea un poco, el idioma de los reyes, que en boca de Anita les suena como un ghazal y les hace soñar con sus campos y aldeas enmarcados por las cumbres lejanas del Himalaya.

—Primero quiero deciros que Su Alteza ha tomado las disposiciones necesarias para aumentar la ayuda económica a vuestras familias en el Punjab… —un suspiro de satisfacción recorre la tropa—. También os anunciamos que está en camino un cargamento de especias, curry, papadums y todo tipo de condimentos punjabíes para que no tengáis que utilizar la pólvora de los cartuchos como aderezo… —Una franca risotada recibe sus palabras—. Y os prometo, en nombre de Su Alteza y el mío propio, que vamos a tomar las disposiciones necesarias para enviaros a un pandit y a un muftí a fin de que atiendan a los moribundos. No temáis por vuestra vida eterna. Os la habéis ganado ya.

Una salva de aplausos saluda el discurso de la española. «Esta guerra es más que una masacre —escribirá en su diario—. Quisiera que nuestros hombres estuvieran de nuevo en casa». Anita se identifica con «sus» soldados, y sufre por ellos porque ha aprendido a conocerlos. Les ha visto vivir, cultivar sus campos, criar a sus hijos, celebrar el fin del monzón y el inicio de la primavera. Sabe cuan ingenuos son, y conoce la intensidad del sentimiento religioso que les anima y el valor que dan a la familia. Se han convertido en su gente.

Anita está deseando llegar a París para ver a su hermana Victoria. París tampoco es lo que era. Sigue siendo un lugar bellísimo, pero triste y solitario. Las anchas avenidas están medio vacías, excepto por las colas de gente que pugna por canjear sus bonos de racionamiento por comida. Su hermana Victoria está igual que la ciudad: agotada, con los ojos tristes y la mirada abatida. Y embarazada por cuarta vez. Su aspecto es deplorable; Anita no esperaba verla tan ajada. A pesar de la escasa diferencia edad que hay entre ambas, Victoria parece diez años mayor. Y sólo tiene veinticinco años. Anita viste como una gran dama; Victoria con una falda sucia. Sus tres hijos corretean por el raquítico piso, mientras Carmen —la joven criada española peinada con trenzas y vestida con un delantal—, se afana en colocar unos cubos para recoger las goteras del techo. Desde el salón recibidor, que recuerda al del pisito de la calle Arco de Santa María, se ven los tejados de París, pero aquí hace frío y la casa es incómoda.

—Me da muy mala vida —le confiesa Victoria después de haber dado un repaso a todo lo que ha pasado desde la última vez que se vieron—. No vuelve a casa antes de las doce de la noche, y siempre borracho.

—¿Te ha pegado?

—Una vez… Estaba bebido.

—Y a los niños, ¿cómo los trata?

—Bien. Le he dicho que como le ponga la mano encima alguno, ese día me voy de casa. Pero los quiere.

—¿Por qué no vuelves a Madrid, con nuestros padres? Allí estaréis mejor. Cuando me lleve a los niños una temporada aprovecha para venir con nosotros.

Para aliviar a su hermana y ante la inminencia de próximo parto, Anita le ha propuesto llevarse a sus hijos mayores a España, para que estén con los abuelos.

—No puedo, Ana. No puedo abandonar a mi marido por las buenas. Hay que esperar a que termine esta cochina guerra. Dicen que será pronto. Luego, si las cosas siguen así veremos…

—¿Y por qué crees que van a cambiar? ¿Acaso crees que se producirá un milagro, y que de la noche a la mañana se convertirá en un marido ejemplar?

Victoria no aguanta la mirada de Anita y baja la vista.

—Es que…, es que le quiero. A pesar de todo, a pesar de que me dé esta vida tan miserable… No sé cómo explicártelo, pero estoy convencida de que un día va a cambiar… —Anita no insiste. Victoria, como si no se atreviese, termina por preguntarle—: ¿Y tú? Pareces una auténtica princesa, como las de los cuentos que leíamos de pequeñas. Serás muy feliz, supongo…

—A ratos, pero estoy muy sola. ¡Estoy tan lejos, Victoria! Y ahora que Ajit ingresa en el internado todavía estaré más sola.

—¡Pero si siempre estás rodeada de gente!

—Ya ves… Lo uno no quita lo otro.

Anita saca de su bolso un paquetito envuelto en tela y se lo da a su hermana, intentando que la criada no se dé cuenta.

—Guarda esto por si hay una emergencia y necesitas dinero con rapidez —le dice en voz baja—. Escóndelo y no digas a nadie que te lo he dado.

Victoria saca la gargantilla de diamantes, esmeraldas y perlas que el nizam le ha regalado a su hermana.

—¡Qué preciosidad! —exclama, mirando cómo brilla en el cuenco de su mano—. Cuando acabe la guerra, me la pondré para salir contigo.

—¡Eso, cuando acabe la guerra! Quizás a la vuelta de nuestro viaje a América haya terminado todo.

—¡Dios te oiga…!

Anita se despide de su hermana cubriéndola de besos y estrechándola contra su cuerpo, porque en el fondo le parte el corazón dejarla en ese estado y a merced de su marido. Disimula su congoja mostrándose alegre y confiada, pero nada más llegar a la calle, no puede aguantarse las lágrimas y se echa a llorar.