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A principios de 1914, Anita y su marido responden por fin a la invitación del nizam de Hyderabad, el hombre pequeño y enjuto que reina sobre el Estado más extenso y poblado de la India. El mismo que se quedó prendado de Anita nada más conocerla durante la luna de miel en Cachemira. De todos los exóticos y singulares príncipes, éste es sin duda el más sorprendente. Erudito y piadoso musulmán, descendiente de Mahoma y heredero del fabuloso reino de Golconda, está considerado el hombre más rico del mundo. Dispone de once mil criados, de los que treinta y ocho se dedican exclusivamente a quitar el polvo de los candelabros. Acuña su propia moneda, y su legendaria fortuna sólo es comparable a su no menos legendaria avaricia. Posee una colección de joyas tan fantástica que se dice que puede tapizar con ellas las aceras de Piccadilly. Guarda maletas llenas de rupias, de dólares y de libras esterlinas empaquetadas en papel de periódico. Una legión de ratas, para las que esos billetes son su alimento favorito, deprecian la fortuna en varios millones cada año. Dicen que cuando está solo, sin invitados, se viste con miserables pijamas y sandalias compradas en el bazar local y que lleva siempre el mismo fez, endurecido por el sudor y la mugre. Si los calcetines que usa tienen algún agujero, ordena a los criados que los remienden.

Sus aficiones consisten en tomar opio, en escribir poesía en urdu y, al igual que el maharajá de Patiala, en contemplar operaciones quirúrgicas como quien asiste a un partido de cricket. También cultiva una pasión por una terapia más benigna inspirada en la Grecia antigua y conocida como Unani, que consiste en administrar infusiones de hierbas mezcladas con piedras preciosas molidas. Según el nizam, una cucharadita de perlas molidas mezcladas con miel es un remedio infalible contra la hipertensión. En consecuencia, Hyderabad se ha convertido en el único lugar del mundo con un hospital gratuito especializado en Unani.

Pero el nizam también ha conseguido convertir a su Estado en un importante centro de cultura y arte. La Universidad Osmania fue la primera en la India en enseñar una lengua indígena y, en general, la educación en todo el Estado es ahora mucho mejor que la de resto del país. Hyderabad es el mayor centro de producción de literatura en urdu, y sus pobladores han desarrollado costumbres sofisticadas en el vestir, en el idioma, en la música y en la comida.

Cuando Anita y el maharajá llegan a la cena de bienvenida que se va a celebrar en el Palacio del Rey, a las ocho en punto, el nizam los espera en lo alto de la escalera con todos sus oficiales colocados a ambos lados como manda el protocolo. Para satisfacción del maharajá, entre una multitud de invitados también están presentes el residente inglés, el señor Fraser, y su mujer. El nizam les presenta a Anita como si fuese la maharaní, y la inglesa no duda en hacer la reverencia ante la española. ¡Qué momento tan dulce! Ante este soberano, el más poderoso de todos, los ingleses se doblegan. El nizam es quizás el único que no necesitaría el paraguas británico para gobernar. De hecho, sueña con la independencia de su Estado.

Tras las presentaciones, el secretario particular del nizam se acerca misteriosamente a Anita y le ruega que haga el favor de seguirle un momento. «¡Cuál no sería mi asombro cuando me mostró un magnífico joyero de terciopelo azul, que me entregaba en nombre del nizam en calidad de regalo, rogándome que lo aceptase y que no dudara de sus buenas intenciones!», cuenta Anita en su diario. En su interior, descubre una soberbia gargantilla antigua de perlas, esmeraldas y diamantes. Permanece un instante dubitativa. Ese gesto le trae a la memoria las cinco mil pesetas que un día le ofreció el maharajá. Su primera reacción es rechazarlo. Pero un segundo después cambia de opinión: ¿acaso no sería un pecado desestimar algo tan maravilloso? Sabe que no es habitual que un monarca musulmán agasaje a la esposa de otro monarca en público y en presencia de su marido. Cuando Anita levanta la cabeza, se encuentra con la mirada del maharajá clavada en ella, con el ceño fruncido, como si estuviera pidiéndole que no aceptara el regalo. Pero Anita vuelve a revivir toda la angustia de los últimos tiempos en Kapurthala, sus sospechas sobre la infidelidad de su marido, la desazón que le provocan sus cambios incomprensibles y la desagradable sensación de fragilidad de su propia posición, de modo que no se lo piensa más y se pone la gargantilla. Aferrarse a las joyas es una manera de luchar contra su permanente sensación de inseguridad.

«Cuando regresé al salón, el nizam me recibió con una sonrisa de satisfacción». Ya en el comedor, a Anita le toca el inmenso honor de ocupar la silla situada a la derecha del soberano. «Quiero que disfrutéis de la fiesta, por eso he invitado a unos pocos amigos», le dice al sentarse. Anita echa un vistazo a la mesa, donde cerca de cien personas toman asiento.

El nizam parece tan fascinado por Anita como el primer día, cuando la conoció en Cachemira. Se siente cautivado por su independencia, por lo que le cuenta de España, por su visión de la India y por su gracia.

—Estoy segura de que le encantaría Europa —le comenta la española.

—Me gustaría hacer el viaje —contesta sobriamente—, pero dicen que es muy caro.

A Anita se le abren mucho los ojos. Pasea la mirada por el comedor, decorado con candelabros de cristal de Bohemia, lleno de gente enjoyada que cena en platos de oro. Al notar su sorpresa, el nizam le explica:

—Dicen que, al viajar como soberano de Hyderabad, debo trasladarme con mi propio séquito.

—Pero seguramente os podéis permitir dar varias veces la vuelta al mundo.

—Sí, puedo permitírmelo —dice con un suspiro—, pero es caro. Mis consejeros dicen que costaría unos diez millones de libras.

Ante la expresión afligida de Anita, el nizam se echa a reír con ganas.

—Es bastante dinero, ¿no os parece?

Al levantarse de la mesa, el nizam anuncia a sus invitados que desea mostrar el palacio a la española. Abandonan el comedor ante el ceño fruncido del maharajá, que se dedica a hacer aros con el humo de su cigarro puro. Anita y el nizam atraviesan pasillos interminables, caminando en silencio. Suben y bajan escaleras, y pasan bajo bóvedas y puertas labradas. «Había poca luz y la humedad empezaba a molestarme los ojos. Tenía escalofríos. ¿Adonde me llevaba? Llegué a preguntármelo con una punta de inquietud. Pensaba en lo furioso que debía de estar mi marido al ver que me había ido a solas con el nizam».

Al final, llegan a un porche que da a un enorme patio donde está aparcada la flota de automóviles del nizam. Hay filas y filas de Rolls-Royce y de espléndidas limusinas «en purdah», con las persianas venecianas bajadas. A Anita no le da tiempo a preguntarle qué hacen tantos coches allí cuando ya se encuentran al otro lado del patio, en la puerta de una sala enorme, del tamaño de una estación de ferrocarril. Ante lo que están viendo sus ojos, la pregunta se le va de los labios. Permanece de pie, en el umbral de la puerta, paralizada por el asombro.

Frente a ella hay doscientas mujeres mirándola. Todas atractivas, con grandes ojos negros, bonitos cuerpos y piel dorada como el satén. Van exquisitamente ataviadas con brocados y sedas centelleantes. Llevan pulseras de oro en brazos y muñecas y anillos en los dedos de los pies. A Anita le parecen las mujeres más guapas que ha visto jamás. «¡Menudo harén!», se dice para sus adentros, mientras se aparta de la puerta. Prefiere no entrar para no verse obligada a enfrentarse a las doscientas mujeres de un mismo hombre. Su primer reflejo es alejarse de esa cárcel dorada. Pero el nizam la agarra del brazo: «Entre —le dice— quiero que mis mujeres la vean». La acompaña a través de hileras e hileras de deslumbrantes señoras hasta llegar a la begum Sahiba, Su Primera Alteza, un poco mayor que las demás. «Me recibió con una sonrisa y respondió con mucha amabilidad a las pocas palabras que le dirigí en indostaní. Se mostró encantada al verme con el traje indio, que llevo a veces en las veladas oficiales».

Nada más abandonar la sala, suspira de alivio. Mientras regresan para reunirse con los demás invitados, Anita le pregunta al nizam:

—¿Cuántas mujeres tenéis?

—Unas doscientas cincuenta, aunque no estoy seguro del número exacto.

Ante el expresivo gesto de Anita, éste prosigue:

—Mi abuelo tenía tres mil mujeres. Mi padre, ochocientas. Ya ve, en comparación, soy un hombre modesto.

Regresan al salón donde los demás invitados disfrutan de un espectáculo de baile. El nizam y Anita se acercan al maharajá, que se halla nervioso e impaciente.

—He querido hacer un regalo a mis mujeres presentándoles a Anita —le explica el soberano—. Se aburren un poco. Les gusta ver un rostro diferente de vez en cuando.

El maharajá acepta la explicación del nizam, aunque sabe que la desaparición de su mujer será objeto de todo tipo de especulaciones. Al sentarse, Anita nota que es el blanco de miradas furtivas. Pero está acostumbrada a ser objeto de toda clase de habladurías, y no hace demasiado caso. Prefiere divertirse con el espectáculo. Un viejo sij, miembro del séquito de Kapurthala, está embelesado por las amables sonrisas y los gestos de la bailarina. Al final, y ante su gran decepción, resulta que la que se contonea en la pista no es una chica, sino un eunuco. El chasco le deja aturdido, mientras los demás irrumpen en una carcajada general. Anita saca un pañuelo para secarse las lágrimas de risa.

El desenfado, la alegría de la velada y el ambiente de juerga y de música son como la metáfora de una época que llega a su fin. Ninguno de los que están presentes esa noche puede imaginar que la noticia que están a punto de recibir va a modificar sus vidas y a cambiar el mundo. Al filo de las diez, la orquesta enmudece, los bailarines se apartan del estrado y las miradas se dirigen hacia la silueta del residente inglés, el Sr. Fraser, que se ha puesto de pie con gesto grave. Golpeando una copa de cristal con un cuchillo, pide silencio. Los eunucos miran entre sorprendidos e irritados al sahib que les ha aguado la fiesta.

—Un mensajero acaba de llegar de la Residencia con una noticia muy grave —anuncia Fraser en tono preocupado—. Inglaterra ha declarado la guerra a Alemania, en unión de sus aliados, Francia y Rusia. En esta hora solemne, os pido que colaboréis con el esfuerzo que la nación demanda al Imperio en defensa de la civilización contra la barbarie. Altezas, señoras y caballeros, levantemos las copas para brindar por Su Majestad. ¡Larga vida al Rey Emperador! ¡Viva Inglaterra!

El nizam da orden a la orquesta de que toque el himno británico. Los nobles de Hyderabad y los enturbantados sijs del séquito de Kapurthala forman una piña cantando al unísono el God Save The King. En días sucesivos, una misma ola de solidaridad va a recorrer los demás palacios de la India. Defender el Raj es defenderse a sí mismos, piensan los príncipes. Porque si el imperio que les protege acaba derrumbándose… ¿Qué será de ellos?

El nizam insiste en que el maharajá se quede un día más en Hyderabad. Ha organizado una fabulosa cacería, típica de su reino, que consiste en soltar un gatopardo, que se lanza a una persecución desenfrenada contra unos antílopes, mientras los huéspedes contemplan la escena desde puestos bien protegidos. Es la primera vez que los de Kapurthala asisten a un espectáculo semejante, mezcla de emoción, belleza y crueldad. Cuando los huéspedes regresan al palacio para almorzar, les espera una especialidad de Hyderabad: un plato de arroz con especias cubierto por finas hojas de pan de oro y plata, que habitualmente se comen. Esta vez Anita encuentra entre los pliegues de su servilleta doblada un par de pendientes de rubíes. «Casi no me atreví a aceptarlos», dejó escrito en su diario. Pero los guarda en su bolso, sin sospechar que eso es sólo el aperitivo. Lo que le ocurrirá esa misma tarde, a la hora en que debería partir el tren especial de Kapurthala, lo guardará como un secreto durante muchos años.

«El nizam encontró la forma de hacerme llegar un soberbio traje de dama musulmana de parte de Su Primera Alteza, quien al mismo tiempo solicitaba mi presencia en el harén una última vez». Unas ayas la conducen al palacio de las mujeres, y en la puerta de entrada Anita se encuentra al nizam, esperándola.

—Quiero solicitar un favor de vuestra parte —le pide el soberano—. Quisiera que posaseis para el fotógrafo de palacio, con ese vestido de musulmana. Me lo ha pedido la begum Sahiba; como le gustó mucho verla con sari, ahora le gustaría verla con sherwani. Es un favor que os recompensaré con creces.

«¡Qué revoltijo y qué montaje hubo que hacer para que todo pareciese real en tan poco tiempo! —escribiría Anita—. ¡Y a mí sólo me quedaban unos minutos para trasladarme hasta la estación, donde el maharajá me estaba esperando!». Después de la foto, cuando Anita piensa que ya puede reunirse con su marido, un aya va a buscarla

—El nizam quiere despedirse…

Esta vez, la mujer guía a Anita por otros pasillos oscuros húmedos en un interminable recorrido por las entrañas del Palacio. La española está nerviosa, el juego le parece demasiado largo, y el nizam, demasiado caprichoso. ¿Qué quiere ahora? Sabe que su marido estará furioso, esperándola en el tren.

—Enseguida llegamos —dice el aya, que parece adivinar la impaciencia de la española.

De pronto se encuentran en un pequeño patio frente a unas puertas blindadas. El nizam mira a Anita fijamente, y le sonríe.

—Os dije que os recompensaría con creces… —dice entregándole un cofrecito vacío de madera.

A continuación manda abrir las puertas blindadas y acompaña a Anita al interior de un almacén, débilmente iluminado. Cuando Anita se acostumbra a la oscuridad, empieza a darse cuenta de que se encuentra en una especie de cueva de Alí Baba. Como si del firmamento se tratara, las piedras preciosas amontonadas en cubos y pequeños barriles emiten impresionantes destellos. Hay cajones llenos de joyas lingotes de oro y plata, piedras sin tallar y otras pulidas. Es lo más increíble que ha visto en su vida.

—Llenad el cofrecito hasta arriba. Es mi regalo a la más encantadora de mis invitadas.

A Anita ni siquiera se le pasa por la cabeza la idea de rechazar el ofrecimiento. Poco a poco, como hipnotizada, va metiendo piedras preciosas en el joyero hasta que éste rebosa. Luego, el nizam la acompaña hasta uno de sus automóviles con persianas venecianas.

—Aquí me despido —le dice, llevándose la mano a la frente como hacen los musulmanes.

—Salam Aleikum —le contesta Anita, haciendo el mismo gesto y metiéndose en el coche—. Y gracias.

Mientras tanto, el maharajá aguarda en su vagón particular. No está acostumbrado a esperar, y aún menos a dejarse humillar de semejante manera. Cuando por fin llega Anita y le cuenta lo de la fotografía vestida de musulmana como favor a las mujeres de la zenana, el maharajá monta en cólera. Que su esposa reciba reiteradamente regalos en público es ya una afrenta, pero que el nizam mande un fotógrafo para retratarla vestida de musulmana, mientras él y la comitiva esperan en la estación para la despedida oficial, es absolutamente intolerable.22 Menos mal que Anita no le cuenta lo del cofrecito lleno de joyas.

—Cálmate. El nizam lo ha hecho con la mejor intención.

—No deberías haberte prestado a su juego.

—Pero mon chéri… —Anita no quiere discutir.

El cielo está nublado y amenaza tormenta. Se marcha con pesar por las felices horas que ha pasado, pero también con su vanidad femenina avivada. El hombre más rico de la Tierra la ha tratado como a una reina, y, de paso, la ha hecho rica. Ha conseguido despertar los celos de su marido. Entiende que él esté irritado, pero está contenta porque el nizam la ha realzado en un momento en que lo necesita. Está segura de que, a través del séquito, en Kapurthala se enterarán de su éxito ante el monarca más poderoso de la India.

—No vale la pena discutir —le dice a su marido—, ¿qué importancia tiene todo esto al lado de la tragedia que se le viene al mundo encima?

El tren avanza lentamente, rebasando los elegantes mausoleos de Malakhpet donde está enterrado un general francés que quiso ganarse los favores del antepasado del nizam; de haber tenido éxito, su marido estaría encantado porque toda la India hablaría francés. Luego divisa a lo lejos los cuatro minaretes del Charminar con su fuente y su reloj; el magnífico edificio en inglés y mogol de la Residencia, construido por un diplomático inglés, Kirkpatrick, que se enamoró perdidamente de una sobrina musulmana del primer ministro del nizam, y todos lo frágiles palacios en medio de jardines silenciosos por los que pasean ancianos con fez que siguen lamentando la pérdida de Granada. Palacios que se desgranan como las notas de un ghazal, baladas en urdu que cantan amores imposibles.