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Anita está muy lejos de pensar que los cuidados que dispensa a Dalima con todo su cariño ésta se los va a devolver con creces, y muy pronto.

Al principio, cuando siente los primeros dolores, Anita piensa en un nuevo embarazo. Son dolores agudos, que atacan por sorpresa y la dejan exhausta. Es fácil achacarlos a la incipiente ola de calor. En la India, al verano, incluido el monzón, los médicos lo llaman «la temporada insalubre». Es cuando se disparan las infecciones, se despiertan los males y se desperezan los dolores. Como si el calor fuese el catalizador de todos los enemigos del cuerpo humano.

El Dr. Warburton se ha jubilado y ha vuelto a Inglaterra; ahora es el Dr. Doré, un francés, el encargado de velar por la salud de la familia real de Kapurthala. El médico no duda en su diagnóstico: Anita tiene quistes en los ovarios. No es grave, pero desaconseja operar. Se reabsorberán con el tiempo.

Los calambres que Anita sufre en el vientre, acompañados de fiebre algunos días al atardecer, la dejan abatida. No tiene ganas ni fuerzas para montar a caballo ni jugar al tenis. Pero lo peor, lo que le provoca una fuerte tensión interna, es que el amor ha dejado de ser fuente de placer para convertirse en un orgasmo de dolor. Ni siquiera soporta una caricia en la «casa de Kama». Al principio, se esfuerza en disimular. Sus gemidos son parecidos a los del amor, pero son de puro sufrimiento. Busca con la mirada el reloj de leontina que siempre aparece brillando entre la ropa de su marido desperdigada por el suelo, como si el hecho de tomar conciencia del tiempo y de la rapidez del amor le aliviase los dolores. Pero acaba sudando y jadeante, con las entrañas en carne viva, encerrada en sí misma y aguantándose las lágrimas. El «amor de los lotos» o las «fases de la luna», que tanto le gustan al maharajá, se convierten en un suplicio para ella. No se atreve a confesar su dolencia por miedo a perder su lugar de privilegio en la órbita de su marido. Por miedo a caer. Entonces se hace experta en esquivar los encuentros íntimos, en inventar excusas, y toma la iniciativa para adelantarle el placer.

Un día, de pronto, desaparece la presión y él deja de buscarla. «Algo raro ha notado en mí —dice para sus adentros—, ¿habré dejado de gustarle?». Su miedo le resulta familiar, es el mismo que sintió en París, cuando el maharajá demoraba su regreso tras dejarla un año sola allí. Es un poso de la ancestral sabiduría femenina, que teme que la estrella se apague cuando el cuerpo se marchita. El miedo a convertirse en flor de un día. «El Dr. Doré me ha dicho que no te conviene hacer el amor». Así, con esa frase tan sencilla que bien hubiera podido pronunciarla ella, su marido la libera de la esclavitud del dolor.

—Sólo durante un tiempo —añade Anita.

La mujer cuenta los días para el traslado anual a Mussoorie, a las montañas, donde acostumbran pasar los cuatro meses de verano en el magnífico Château Kapurthala. Espera que el cambio de aire la vivifique. El viaje es toda una operación de logística, ya que también se traslada allí la sede del gobierno del Estado. Es una mudanza comparable a la que hace el gobierno del Raj una vez al año de Delhi a Simia, pero en miniatura. El director general de los mayordomos controla que todo esté en orden porque suele ser necesario alquilar casas adicionales para poder acomodar a tanta gente. Este año, por primera vez, Anita tiene que compartir el Château con las demás mujeres. Aunque el sitio es grande, no deja de ser una experiencia aterradora. La ola de calor se prevé tan intensa que nadie quiere permanecer en Kapurthala. El equipaje ocupa varios vagones porque también se llevan consigo a los mejores caballos, a los perros y a algunas de las aves más delicadas incapaces de soportar el calor de la llanura, como los faisanes japoneses del maharajá, que viajan en jaulas especiales, cada uno con su cuidador.

En Mussoorie no existen los automóviles y el tráfico se compone exclusivamente de caballos, rickshaws y peatones. Anita y el maharajá se sientan en su dandi (silla llevada por porteadores) y son transportados por cuatro criados uniformados por el camino que sube por la montaña. Poco a poco va surgiendo la magnífica vista de los torreones cubiertos de pizarra brillando al sol y del tejado típico de los castillos franceses. Château Kapurthala es el edificio más importante de Mussoorie. El aire cristalino y los rododendros en flor evocan una eterna primavera.

Pero el estado de Anita es melancólico y otoñal. Sus constantes molestias impiden que disfrute de la atmósfera desenfadada de este lugar de veraneo. No está de humor para asistir a ninguno de los bailes de disfraces y, si acompaña a su marido a alguna cena o recepción, lo hace por seguir en la brecha de su papel de esposa. Pero está inapetente, desganada y mustia. Él se muestra paciente y comprensivo, como siempre. Ni siquiera le ha reprochado que hubiese organizado el rescate de la hija de Dalima, ni que hubiera involucrado a Inder Singh haciéndole creer que contaba con su aprobación. Nada más enterarse, quiso regañarla, irritado por tanto atrevimiento, pero como el mal ya estaba hecho optó por callar. Evitar la confrontación directa —siempre que puede— constituye un rasgo de su carácter.

Otro rasgo de su carácter lo constituye su insaciable hambre de vida social, y Mussoorie en verano es una fiesta, sólo comparable a Simia. El torneo de tenis estival es un acontecimiento deportivo de primer orden y los paseos a caballo son magníficos.

Las fastuosas cenas permiten conocer a gente nueva y los bailes de disfraces son el escenario ideal para seducir, o dejarse seducir. Un arlequín y un hada con capirote, un fantasma y una bruja con escoba, un dandy y una amazona… Los disfraces esconden a oficiales británicos, altos funcionarios, señoras inglesas, indios de la alta sociedad, incluidos maharajás y maharanís, que disfrutan a fondo con este ambiente de galanteo. Algunos acaban la fiesta en un rincón del jardín, otros siguen hasta el amanecer.

En unas aguas tan frívolas y excitantes, un personaje vistoso y amante de la lujuria como el maharajá cae fácilmente en la tentación: «La conoció en una cena en la mansión de Bhupinder Singh de Patiala, a la que el maharajá acudió solo porque Prem Kaur, su esposa española, estaba convaleciente —cuenta Jarmani Dass, que por entonces era su ayudante de campo, pero que llegaría a ser primer ministro de Kapurthala—. Enseguida le gustó, estuvo mirándola un buen rato y, en cuanto pudo, se puso a hablar con ella. La inglesa iba acompañada, quizás por su novio o por su marido, pero, como era una apasionada de la equitación, el maharajá supo entretenerla durante toda la velada». Acabó prestándole dos caballos, uno para ella y otro para su marido, un préstamo que ella aceptó con gran entusiasmo. Pero a los quince días mandó que se llevaran los caballos y, tal como había pensado, la inglesa fue a suplicarle que se los prestase de nuevo. El maharajá accedió, pero le puso una condición: que le acompañase al baile de disfraces que iba a dar un amigo suyo, el rajá de Pipla. Ella aceptó. «Estuvieron toda la velada bailando y, al final, el maharajá pasó una noche gloriosa con ella», diría Jarmani Dass. Luego se supo que el maharajá la obsequió con un par de sus mejores caballos y con joyas. Desde entonces, fueron amantes durante muchos veranos.

Anita está demasiado cansada para sospechar los devaneos de su marido. A través del circuito de los sirvientes, la noticia no tarda en llegar a oídos de Dalima, pero ésta no abre la boca. Está volcada en procurar el bienestar de su señora, que languidece y apenas disfruta jugando con su hijo como en otros veranos. Ajit, a sus cinco años, es un niño feliz, rodeado de amiguitos y de primos. Se mueve libremente por todo el palacio, y siempre es bien recibido en la zenana cuando las mujeres del maharajá dan una merienda o festejan algún cumpleaños infantil. Que Harbans Kaur le haga la guerra a Anita no significa que se la haga a su pequeño. Al contrario, siempre se muestra cariñosa con él, ya que, al fin y al cabo, es hijo de su dueño y señor.

A partir de ese verano de 1913, en Mussoorie, Anita nota cambios en el comportamiento del maharajá. Ella se culpa a sí misma, achacándolo a su pobre estado físico y emocional, al peso de los cinco años de matrimonio y la presión constante a que la familia y los ingleses la someten. Aunque siempre dice que no le afecta personalmente, sin embargo piensa que forzosamente ha de repercutir en su marido. «Debe de estar harto de tener que defenderme —se dice—, de tener que pelearse por mí». Es así como interpreta la petición que le hace el maharajá, ya de vuelta en Kapurthala, al acercarse su 56 cumpleaños. «Preferiría que no acudieses a la puja —le pide el rajá— para evitar tensiones con la familia. Además de Paramjit y Brinda, este año también asistirán Mahijit y su novia». La familia se ha unido en bloque, y esta vez el maharajá prefiere ceder para mantener la paz.

—Dentro de nada, te vas a deshacer de mí, como de una concubina más… —le dice Anita.

—No digas tonterías.

Mientras la familia está reunida con los sacerdotes, ella pasa el cumpleaños sentada en un rincón de su jardín de palacio, escribiendo en su diario «después de lo de ayer, me siento un poco dolida».

A pesar de la belleza idílica del Palacio, de la cervatilla que pasea por el parque, de las ovejas abisinias que pastan un poco más lejos, de la risa de su hijo jugando con otros niños en el jardín y del agua que corre en las fuentes, Anita se siente invadida por un sentimiento de tristeza, como si adivinase la fragilidad de cuanto la rodea y como si intuyese que no puede durar. Es un sentimiento insidioso, que brota cuando cree descubrir cambios en su marido. Lo encuentra cada vez más evasivo, más lejano y más propenso a la exasperación. Cuando están juntos, ya no es el hombre tranquilo de antes, sino que más bien parece un león enjaulado. Anita empieza a sospechar. ¿Qué hace tanto tiempo fuera del palacio? ¿A quién visita? En su fuero interno, está convencida de que su marido vuelve a frecuentar sus concubinas.

Con esta perspectiva y sin poder moverse, ni hacer deporte, ni pasear, la vida en Kapurthala es muy tediosa. El niño no precisa de cuidados constantes como en su primera infancia, y, aunque ella se encarga de enseñarle español, tiene sus propios tutores y una nanny inglesa para las demás materias. En el palacio siempre hay niños, ya sean hijos de antiguas concubinas o hijos de funcionarios, de modo que Ajit nunca está solo. Se juntan y juegan con los perros y con la cervatilla, o se divierten con los loros del aviario, porque el parque es una fuente inagotable de distracciones. Conocen el palacio como la palma de su mano y, cuando se cansan de estar fuera, bajan a los sótanos a pedir un lápiz, o papel, o cinta para jugar, y los empleados, que les tienen muy mimados, acceden a todos sus caprichos. Les gusta perderse en las profundidades del edificio, llegar al cuarto de la caldera, siempre lleno de misterio, o visitar los almacenes con botellas de champán, de vodka o de ginebra, las bodegas repletas de los mejores caldos franceses y los cuartos de la ropa, cálidos y perfumados, donde las criadas ordenan por números de habitación la ropa de cama que luego colocan en distintos armarios. Cuando hay recepciones y bailes, se escapan de sus dormitorios para espiar tras la balaustrada del Durbar Hall a sus tíos y parientes bailando al son de la orquesta. Corren el riesgo de volverse tremendamente caprichosos, como lo han sido los cuatro hijos del maharajá.

Un verano, cuando tenían doce años y su padre les dejó solos en un palacio de las tierras de Oudh, salieron de cacería y se dedicaron a matar todo lo que se ponía a tiro. Una noche ordenaron a los criados que les llevaran comida y bebidas alcohólicas a un cuarto cuyo suelo estaba lleno de colchonetas, como se lo habían visto hacer a su padre. Al enterarse de ello, una de las niñeras inglesas les mandó devolver la comida y las bebidas con la amenaza de contárselo todo al maharajá. Los niños, furiosos, decían que la iban a despedir.

—No, darling, no podéis echarla —les decía la otra niñera, que era india—. Vuestros padres la han contratado y vosotros no la podéis despedir.

—Pues entonces le voy a pegar un tiro —zanjó uno de los hijos.

—Con eso no conseguirás nada, darling… —seguía diciéndole el aya para apaciguarle.

Así de caprichosos eran los hijos de los maharajás.

Anita no está dispuesta a que su hijo acabe igual. Pero es difícil impedirlo a causa de las numerosas ausencias que provocan sus frecuentes viajes. Siempre que vuelve a casa, lo encuentra un poco más salvaje que cuando lo dejó. Las indias, Dalima incluida, son demasiado blandas y condescendientes con los hijos de los amos, quizás por un miedo atávico, heredado de la ley del karma, que les hace pensar que un día esos niños pueden llegar a ser sus jefes y a mandar sobre ellas o sus familias.

La boda de Mahijit con una india de alta alcurnia no es un acontecimiento tan ostentoso como fue la de su hermano mayor Paramjit, pero aun así se celebra con una fiesta para dos mil invitados. Anita vuelve a ser la encargada de coordinar los preparativos. Ha recuperado poco a poco la salud, tal y como había previsto el Dr. Doré, y se encuentra de nuevo con fuerzas para lidiar con todos los detalles. Pero no tiene el mismo entusiasmo que en la boda anterior, cuando pensaba que su estatus en la familia cambiaría. Ahora no se hace ilusiones. La India es un país compartimentado y estratificado en el que todos ocupan un lugar definido. Excepto ella, que vive en una especie de limbo social. De la mujer de Mahijit no espera nada. Es una chica rajput de las montañas, escogida por el maharajá por su nobleza de sangre. Pero es una joven muy tímida, apocada, que no habla nada de inglés y que acabará encantada en el interior de las cuatro paredes de la zenana haciendo coro contra la española. Anita augura a los nuevos esposos un escaso porvenir como pareja.

Los dioses también opinan lo mismo, a juzgar por la señal que mandan el primer día de la celebración. Los fuegos artificiales, que se lanzan desde un lugar demasiado cercano al campamento de los elefantes, causan tanto pánico que, entre barruntos, los paquidermos tiran de sus cadenas y las rompen. En la estampida, mueren aplastados tres cuidadores. Aunque el efecto del accidente se minimiza en palacio, en la calle la gente está asustada porque varios animales se han escapado. El director de las cuadras del Estado organiza una batida en toda regla y los recupera, uno a uno, ya tranquilizados. Según el pueblo, es un mal augurio para los recién casados.

Anita es responsable de otro incidente, sin mayores consecuencias, y que se hará famoso en toda la India. Su marido, siempre solícito, le ha pedido que haga todo lo posible para satisfacer los gustos de sus invitados más importantes, en este caso el nuevo gobernador del Punjab y su mujer lady Connemere. Dicha lady es conocida por su afición sin límites al color malva y él mismo, en un gesto de suprema cortesía, piensa llevar en su honor un turbante de ese color. Anita redecora la suite de los gobernadores mandando confeccionar colchas estampadas en tonos lila, cortinas a juego, y hasta consigue un papel pintado inglés, el último grito en decoración, con motivos florales en tonos azules y morados. Llena los floreros de violetas y, colmo del refinamiento, se le ocurre cambiar el papel higiénico blanco por otro de color lavanda. Después de numerosas pesquisas, resulta que no hay papel de ese color en toda la India. Como no hay tiempo para encargarlo a Inglaterra, se le ocurre solicitar los servicios de la compañía del ferrocarril, cuyas sofisticadas instalaciones de Jalandar son capaces de hacer milagros. Y en efecto, consiguen teñir varios rollos de papel blanco de color morado. Satisfacer la pequeña obsesión de la esposa del gobernador le proporciona a Anita un inmenso placer.

Cuando el día de la boda, el maharajá saca a bailar a lady Connemere después del banquete nupcial, la inglesa se deshace en agradecimientos y elogios: «Todo es maravilloso en la suite que nos habéis ofrecido, Alteza —le dice—, pero pasa algo raro con el papel del baño porque tengo todo el cuerpo morado».

El maharajá no puede parar de reír cuando, terminada la boda, le cuenta a Anita su conversación con la dama. «No se puede ser tan perfeccionista», le dice cariñosamente.