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Al regresar a Kapurthala después de uno de esos viajes, Dalima no está. Hay tantos sirvientes que la falta de uno de ellos no repercute en el día a día de la vida en palacio. Y aunque las nannies y criadas son perfectamente capaces de ocuparse del pequeño Ajit cuando Anita está ausente de casa, Dalima ocupa un lugar especial en el corazón de la española. Dicen que la joven hindú ha recibido la noticia de que su marido ha caído enfermo y que ha vuelto a su casa para cuidarlo. Desde entonces no se sabe nada de ella. Ningún criado ha tenido noticias suyas. El mayordomo, tampoco.

Todas las mañanas, al despertarse, Anita pregunta por Dalima. Y siempre recibe la misma respuesta negativa. El largo silencio y la ausencia prolongada la preocupan. Conoce a Dalima, y sabe de su devoción por Ajit. Desaparecer de golpe no va con ella. Y menos durante tanto tiempo. No lo haría nunca por propia voluntad. Algo ha pasado.

Como siempre hace en estos casos, Anita recurre a la que considera su única amiga verdadera en Kapurthala, a Bibi Amrit Kaur. Anita considera que, al contrario de Brinda, que al regresar a su país ha seguido fiel a su clase, Bibi sigue siendo fiel a sí misma. Es la única mujer libre y sin prejuicios que conoce; una mujer que tiene la desgracia de vivir en un mundo demasiado estrecho para su gran corazón. Bibi se ha hecho miembro del Partido del Congreso, y asiste a sus reuniones. Se trata de una federación de grupos que, en todo el país, luchan por los derechos de los indios en el seno del Raj. Allí Bibi ha encontrado gente como ella, la mayoría educados en instituciones inglesas, atrapados en las mismas preguntas. ¿Cómo ser indios británicos sin tener los mismos derechos que los ingleses? ¿Cómo vivir toda la vida entre el lujo y la miseria? Representan el fermento de una nueva India, muy distante de la del Gran Durbar de Delhi. Pero todavía son escasos.

Anita y Bibi se dirigen en busca de Dalima, a su aldea, que se encuentra a unas tres horas de distancia de la ciudad. Hacen el recorrido a caballo, en una mañana soleada. Cuando llegan al pueblecito, un grupo de niños las rodea, intimidados y curiosos al ver que alguien acude a un lugar a donde nunca va nadie. La casa de Dalima es un pequeño edificio de ladrillo que destaca entre tanta choza de barro. Menos pobre de lo que pensaba Anita.

—Dalima está en la clínica —dice tímidamente la voz de una joven campesina.

—¿En qué clínica?

—En Jalandar.

En la casa les recibe la familia del marido. Una mujer al borde del llanto, la suegra, les dice que su hijo murió hace un mes, de fiebre roja,20 tras una agonía de varios días.

—¿Y Dalima?

—La cobra siempre muerde dos veces —prosigue la mujer, aludiendo a que una desgracia nunca llega sola—. Ha sido una pena muy grande —añade mirando a la pared del fondo de la habitación. El muro está ennegrecido, como si hubiera habido un incendio. Hay ceniza en el suelo.

—Dalima estaba preparando la cena, y de pronto la oímos gritar. Acudimos para salvarla, pero estaba envuelta en llamas.

—¿Dónde está la pequeña? —pregunta Anita.

—Con nosotros. Nos haremos cargo de ella —responde la mujer con un suspiro.

Anita busca a la pequeña con la mirada y la encuentra en un rincón, jugando con trocitos de madera y un retal de tela. Al ver a Anita, le sonríe. Y la española siente una punzada en el corazón.

Las dos amigas regresan a Kapurthala. Van al paso por un camino polvoriento a orillas de un río. Se cruzan con mujeres vestidas con saris multicolores que llevan cántaros de cobre llenos de agua sobre las cabezas. Bibi está pensativa, con el ceño fruncido.

—¿Qué piensas, Bibi?

—Que el incendio ha sido intencionado. Que han querido matarla.

—¿A Dalima? ¿Quién querría matarla, si es un ángel?

Anita sólo ha visto de la India una imagen parcial, la del fasto, el poder y la élite. De la India rural sólo conoce los paisajes idílicos.

—Es muy fácil que la vida de una mujer se convierta en un infierno —le dice Bibi—, especialmente cuando muere su marido. ¿Has oído hablar del sati?

Todos los extranjeros han oído hablar de esa práctica ancestral del hinduismo, por la que las viudas deciden subir a la pira funeraria de sus maridos para sacrificarse, convencidas de que así vivirán juntos una vida eterna. Además, la mujer que hace sati está convencida de que une su alma a la de la diosa Sati Mata, lo que aportará buena suerte a su familia y a su pueblo durante siete generaciones.

—Algunas veces las mujeres que hacen sati lo hacen de manera voluntaria y se las venera como a santas —prosigue Bibi—, pero la mayoría de las veces las fuerzan a hacerlo… ¿Y sabes quiénes las obligan?

Anita se encoge de hombros, y niega con la cabeza.

—La familia del marido. Es una manera de quedarse con los bienes de la viuda, especialmente las tierras, la casa, las joyas si las hay, etc. Hay otra forma más directa de deshacerse de una viuda que no quiere hacer sati, y es provocando un incendio… Hacen pasar por un accidente lo que es un asesinato puro y simple.

—¿Estás segura de lo que dices?

—Bastante segura, sí. Los médicos con los que he hablado en mis visitas a los hospitales están muy sorprendidos del alto número de mujeres hindúes que mueren quemadas en accidentes domésticos. Siempre lo dicen. Veinte veces más que las musulmanas. ¿No te parece raro…? Lo malo es que es un crimen muy difícil de probar, y casi siempre los culpables salen impunes.

El día siguiente hacen el trayecto en el coche de Bibi hasta el hospital público, un pequeño edificio destartalado a las afueras de Jalandar. A la entrada hay dos carros apoyados contra el suelo, pintados de blanco y con una cruz roja. Son las ambulancias. Las dos mujeres pasan por un pequeño despacho donde una enfermera bebe té en medio de paquetes de papeles atados con cuerdas. Algunos papeles deben de estar allí desde hace varios monzones porque se han desintegrado. La enfermera las acompaña a otra sala, un poco más grande, con unas veinte camas. Pasan delante de un viejo aprisionado de la cabeza a los pies por un caparazón de escayola. Otros heridos intentan agarrarse al sari de la enfermera. Huele a éter y a cloroformo. Dalima está en una cama metálica, al fondo de la habitación, con una botella de suero como centinela. Tiene la cabeza, el rostro y gran parte del cuerpo vendados. Está dormida, o quizás inconsciente.

—Tiene quemaduras por todo el cuerpo —dice la enfermera—. Todos pensamos que no sobreviviría, pero poco a poco está saliendo adelante. Sufre muchos dolores.

—Quiero llevarla al hospital de Lahore —dice Anita.

—No la admitirán. Es india.

—Ya nos encargaremos de que la admitan —añade Bibi.

El hospital inglés de Lahore es un edificio blanco, como una gran villa colonial. Es el lugar más cercano para atender los casos graves. Bibi, con toda su energía y determinación, convence a las monjitas para que acepten a Dalima. No es europea, pero la paciente trabaja para el maharajá de Kapurthala: un argumento de peso.

Durante semanas, Anita y Bibi visitan a Dalima casi todos los días hasta que la mujer recupera la conciencia. La primera palabra que pronuncia es el nombre de su hija.

—No te preocupes de nada. Cuando estés recuperada, iremos a buscarla.

Pero Dalima llora, y lo hace desconsoladamente. Las lágrimas brotan a través de las costras de su rostro, desfigurado para siempre. Nunca quedará como antes, porque las quemaduras le han afectado el sesenta por ciento del cuerpo. Pero está viva, eso es lo que importa.

Poco a poco, a través de las breves conversaciones mantenidas con Dalima, se va confirmando la idea que había apuntado Bibi. El incendio no ha sido accidental, sino provocado. Y la historia viene de lejos. Tiene su origen en las conversaciones previas a la boda, cuando el padre de Dalima, un campesino paupérrimo, prometió una dote que luego no fue capaz de satisfacer. Varias veces los suegros y cuñados de Dalima la habían amenazado para que su padre terminase de pagar la dote. ¿Cuándo llegarían las dos vacas y las dos cabras prometidas? ¿Y los platos de latón, y los cántaros de cobre? El marido de Dalima, espoleado por su familia, se la reclamaba muchas veces; en realidad, siempre que deseaba imponer su voluntad sobre su mujer. En las discusiones más agrias, llegó hasta amenazarla con repudiarla y con robarle a su hija. La pobre Dalima vivía un infierno en su casa, por eso le gustaba tanto quedarse en el palacio. Y Anita no sabía nada.

—¿Por qué no me lo dijiste? Hubiera comprado yo las dos vacas y las dos cabras y ellos te hubieran dejado en paz…

—No, Madam. Mi marido tenía dinero de sobra. Su familia hubiera inventado otra cosa para deshacerse de mí… Querían casarle con la hija de un marwari,21 por eso me hacían la vida imposible, para que yo desapareciese.

Dalima era un obstáculo para el enriquecimiento de su familia política. El sueldo que recibía de Anita distaba mucho de compensar lo que hubieran ganado casando de nuevo al hijo. Ha tenido la mala suerte de caer en una familia sin escrúpulos. Anita, empeñada en llevar a los culpables ante la justicia, se enzarza en las primeras discusiones que tiene con su marido.

—No hay pruebas —le dice el maharajá—; además, es mejor no meterse en los asuntos internos de una comunidad. Los hindúes se las arreglan entre ellos, al igual que los musulmanes. Cada comunidad tiene sus leyes.

—¿Entonces para qué sirve el tribunal de Kapurthala?

El maharajá ha instaurado un sistema judicial parecido al que rige en la India británica, con dos jueces formados en el Indian Civil Service, donde se fragua la élite de los administradores. El tribunal dirime conflictos de deudas impagadas, de lindes de tierras, de herencias, de robos, etc. Los casos de sangre son prácticamente desconocidos y el maharajá nunca ha utilizado el exclusivo derecho que los ingleses le confirieron en 1902 en lo referente a imponer la pena capital.

—Los casos como el de Dalima los juzgan los propios ancianos de las aldeas, los panchayats. Y es mejor que sea así.

—Allí nadie les juzgará porque la familia del marido es la más rica de la aldea y tiene a todo el mundo atemorizado.

—Para llevar el asunto a los tribunales, es preciso que exista un caso claro, una denuncia policial, unas pruebas… ¡Y no hay nada de eso!

—¡Como en el caso del juez Falstaff!… ¡Me río de las pruebas!

La alusión de Anita hiere al maharajá. Se refiere al anterior juez de Kapurthala, un inglés llamado Falstaff, un hombre rígido que se hizo famoso por una anécdota ocurrida durante la vista del caso de un musulmán, que alegaba haberse casado con una mujer sij y haber tenido varios hijos con ella. El argumento del musulmán se basaba en que ella se había convertido al islam, y como símbolo de su conversión, se había depilado todo el cuerpo, algo prohibido por la fe sij. El abogado del marido aportó una prueba que consideraba irrefutable, guardada dentro de un sobre que colocó sobre la mesa del juez. El sobre contenía el vello púbico de la mujer. «¡Quite eso de aquí!», gritó el juez, escandalizado. La anécdota sirvió para dar a conocer el Tribunal de Justicia de Kapurthala en toda la India. Pero al maharajá la anécdota ha dejado de hacerle gracia.

—Me parece indigno por tu parte que ridiculices a la justicia de nuestro Estado. Al burlarte de ella, te burlas de mí.

—Perdona, mon chéri. Pero me exaspera mucho esta historia.

—Pues cálmate y olvídate del asunto. Es lo mejor que puedes hacer.

Anita guarda silencio, y después vuelve a la carga.

—Puedo hacer que Dalima ponga una denuncia.

—No lo hagas —le dice su marido en un tono que no admite discusión—. El Estado no va a ganar nada con ello. Y tú, tampoco.

—¡Se hará justicia!

—Anita, vivimos en un Estado donde hay tres comunidades. Nosotros, los sijs, somos minoría y gobernamos a más de la mitad de la población musulmana y a los hindúes, que representan una quinta parte. Nos interesa no causar fricciones y que reine la armonía entre todos. ¿Entiendes? Si no, sería el caos, y con el caos perdemos todos. Mantener el equilibrio es mucho más importante que hacer justicia en un caso tan turbio como el de Dalima. Así que sigue mi consejo: recupera a tu doncella y olvídate del resto.

Es inútil insistir. La lección que Anita saca de la discusión con su marido es bien clara: la justicia es un lujo al alcance de muy pocos. Ahora se trata de recuperar a Dalima. Más que el dolor insoportable de las llagas purulentas, más que las cicatrices y los nervios en carne viva, más que la soledad del hospital o la desesperación de saberse mutilada, la española sabe que lo que más la hace sufrir es la suerte que pueda correr su hijita, un año mayor que el pequeño Ajit. Ni siquiera hace falta que se lo pregunte, lo sabe. Inmovilizada y con la mirada fija en las aspas del ventilador colgado del techo, Dalima sólo piensa en la pequeña. ¿Le darán bien de comer? ¿La tratarán con dulzura? Y sobre todo, ¿cuándo la volveré a ver? ¿Cuándo podré abrazarla contra mi cuerpo? El sufrimiento moral le resulta más difícil de soportar que el físico.

Anita lo intuye, y está dispuesta a ayudarla hasta el final. Sabe que sin el apoyo de su marido nunca conseguirá llevar a los agresores ante un tribunal, pero por lo menos quiere quitarles a la pequeña y devolvérsela a su madre. Pero tiene que hacerlo sin escándalo, sin que ello repercuta en el maharajá para no irritarle aún más.

De nuevo es Bibi quien se presta a colaborar. ¿Pero qué hacer? ¿Plantarse de nuevo en la aldea, discutir con la familia y llevarse a la niña a la fuerza? Eso es imposible.

—Tengo una idea —dice Anita—, les daré dinero por llevarme a la niña. ¿No es dinero lo que quieren?

—Encima de lo que han hecho, ¿vas a pagarles?

Bibi tiene razón. Sería el colmo. Al final, llegan a la conclusión de que no pueden hacerlo solas, como la última vez. Tienen que ir acompañadas, tienen que ir con alguien que sirva de fuerza intimidatoria.

—Hay que meterles miedo, es la única manera de que devuelvan a la niña.

Anita se queda pensativa. Hay alguien que siempre se ha mostrado solícito y servicial con ella, alguien sin cuyos buenos oficios quizás hoy no sería la mujer del maharajá. A lo mejor Inder Singh, el capitán de la escolta, el imponente oficial sij que un día fue a verla al pisito de Madrid, les haría ese favor.

Inder Singh trabaja en palacio, pero vive en una aldea, en una casa amplia de planta baja en compañía de su mujer, de sus dos hijos y de sus padres. Bibi y Anita aprovechan una salida a caballo para ir a visitarle al atardecer. Se lo encuentran en el porche de su casa, bebiendo té, calzado con babuchas y vestido con un longhi y una camiseta. Aun así, relajado, desprende un aire de cultivada elegancia. Las mujeres le explican el caso con todo lujo de detalles y él las escucha con detenimiento. Conoce el problema de las dotes impagadas entre las familias hindúes. Está al corriente de los «incendios domésticos» porque lo ha leído en la Civil and Military Gazette, a la que está abonado. Está dispuesto a intervenir. ¿No pregona el sijismo la lucha contra la discriminación de la mujer? Él es un sij practicante, que realiza el recorrido alrededor del Templo de Oro una vez al mes en compañía de su familia. ¿No dice el libro sagrado que, si se presenta una oportunidad para hacer el bien, hay que aprovecharla? Una sola duda cruza su mente.

—¿Lo sabe el maharajá?

Anita se muerde los labios. Vacila en el momento de responder, pero enseguida añade:

—Sí, claro.

De modo que, al día siguiente, Anita y Bibi, escoltadas por cuatro guardias uniformados y armados con lanzas con el banderín triangular de Kapurthala en la punta, y por Inder Singh, abriendo la marcha con su aspecto habitual de gran señor, llegan a caballo a la aldea de Dalima. Esta vez la sorpresa de los niños del pueblo es mayúscula. Que lleguen dos mujeres foráneas ya es extraño, pero que lleguen los soldados de la escolta personal del maharajá es todo un acontecimiento. En la casa del ex marido de Dalima cunde el nerviosismo. «¿Vendrán a detenernos?», parecen preguntarse. Sus miradas de miedo son la confirmación de que el golpe de efecto ha funcionado. Entregan a la pequeña sin rechistar, sin oponerse y sin librar batalla, con una parsimonia sorprendente, como si hubieran estado esperando ese momento. Su tranquilidad e impasibilidad dejan perplejas a las dos amigas.

—En lugar de luchar por quedarse con la niña, parece que se quiten un peso de encima —comenta Anita.

—¡Una menos que tendrán que casar! —dice Bibi—. Ésa es la lógica de esta gente.

Cuando, al cabo de dos días, Dalima ve entrar a su hija en la habitación del hospital, seguida de Anita, su rostro se ilumina con la primera sonrisa que logra esbozar después de todo lo que ha pasado. Es la sonrisa de quien sabe que va a sobrevivir y que, después de haber tocado fondo, de nuevo va a emerger lentamente a la vida porque ése es su deber de madre. La rueda del karma gira para todos, lenta e inexorablemente.