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Después de la agitación de Delhi, Anita está feliz de volver a la vida tranquila de Kapurthala. Con la marcha de Paramjit y Brinda a Villa Buona Vista y la de los demás hijos a Inglaterra, en el palacio sólo queda el pequeño núcleo familiar compuesto por Jagatjit, a quien desde el Gran Durbar todos llaman maharajá, Anita y el pequeño Ajit. Los paseos a caballo, las excursiones para ir de compras a Lahore y los partidos de tenis vuelven a marcar el ritmo de una vida apacible y lujosa. A pesar de su tamaño, el palacio no da la impresión de ser frío ni agobiante porque es un hervidero de actividad. Todos los ministros acuden diariamente a presentar sus informes o sus problemas al maharajá, que los recibe en su despacho. Se conceden entrevistas, se toman decisiones y se organizan reuniones y conferencias. El sótano rebosa de contables, financieros, tesoreros y administrativos de toda índole.

Anita cuida su rincón del jardín con mucha atención. Lo ha sembrado de plantas aromáticas, de flores y de tomates para el gazpacho. A la sombra de su rosaleda escribe todos los días su diario, en unos cuadernos de cuero, con letra alta y picuda. Lo hace porque se lo ha pedido su marido, y escribe en francés para que él pueda leerlo. Se ha acostumbrado al amor paternal que le profesa el maharajá y, aunque a veces ha estado tentada de reprocharle el mercadeo de su matrimonio, ahora entiende que es un hombre acostumbrado a mandar y a comprar todo lo que le viene en gana: palacios, pisos, coches, caballos, ministros, mujeres… Le quiere un poco como se quiere a un banquero que te abre los sótanos de su fortuna. Le ha ofrecido joyas espléndidas para que esté todavía más guapa y más resplandeciente, y también para justificar el capricho de su amor repentino ante su familia y su mundo. La ha querido guapa, chispeante, atractiva e irresistible. Juntos conforman una nueva imagen de Kapurthala. Pero Anita no valora demasiado el lado sentimental de los presentes: su marido es tan rico que el hecho en sí no debe de suponer un gran sacrificio para él. Además, ha perdido un poco el concepto del dinero. Para ella, los colgantes, pendientes, broches y anillos constituyen su seguridad y quizás un día su libertad, aunque viva en un mundo donde esa palabra no signifique gran cosa para una mujer.

Aparte de escribir su diario, donde no anota ningún pensamiento íntimo, Anita mantiene correspondencia con su antiguo profesor de declamación de Málaga, Narciso Díaz. Él le manda largas cartas llenas de preguntas sobre la vida en la India. Una de las veces, respecto a las costumbres hindúes, Anita le cuenta: «Hay príncipes que cuando se les da la mano se van corriendo a lavársela por miedo a contaminarse por haber tocado a alguien de casta inferior». Esquiva las respuestas sobre las otras mujeres del maharajá, y ya no firma, como en los primeros tiempos, «Anita Delgado, hoy princesa de Kapurthala». Ahora es «Prem Kaur de Kapurthala».

Las noticias que recibe de su familia no son buenas. Su hermana Victoria, madre de dos hijos, vive una existencia difícil en París con un marido mujeriego que la maltrata. Ya se veía venir, pero aun así Anita se angustia porque la distancia exacerba su inquietud. También por esas fechas recibe noticias del manto de la Virgen que regaló a sus paisanos. Resulta que su amoroso presente está guardado en el cajón de la sacristía de una iglesia de Málaga, y que nunca lucirá sobre la estatua de la Virgen de la Victoria. El obispo, con muy mala fe, ha querido tirarlo al mar, alegando que podía haber sido usado por un infiel en algún culto pagano. Ha lanzado una insinuación hiriente: «Viniendo de donde viene…». Menos mal que el cura ha ordenado poner el manto a buen recaudo. A Anita, la alusión del obispo de su ciudad le ha llegado al alma. Le ha dolido más que todos los desaires de la familia del maharajá y de los ingleses juntos. Ha sido un golpe inesperado, con el agravante de que viene de casa, del lugar que más confianza le inspira. Está claro que la beatería, los prejuicios y la intolerancia no son patrimonio ni de los aristócratas indios, ni de los ingleses.

Pero a pesar de todo son tiempos felices. O así los recordará Anita, cuando eche la vista atrás. Es feliz porque, a pesar de los inconvenientes causados por su marginación, sólo por el hecho de haber nacido pobre, disfruta del apoyo y del amor de su marido. Es feliz porque se siente apreciada por bastantes personas que la aceptan en su círculo de amistades. Le produce una íntima satisfacción que el magnetismo de su personalidad sea capaz de derribar por sí solo las barreras artificiales impuestas por los censores de la moral victoriana. Es cierto que añora a los suyos, y que la soledad y el aburrimiento llegan a pesar, pero los viajes que realiza con frecuencia compensan la inmovilidad tediosa de Kapurthala. De hecho, la vida de palacio se convierte pronto en un continuo trasiego de equipajes y todo se vuelve, como lo escribe en su diario, en «un ir y venir de viaje en viaje». El niño se queda a cargo de Dalima y de sus nannies y sus criados, mientras sus padres recorren la India, invitados por distintos maharajás; en estas salidas Anita descubre un país siempre exótico y a veces surrealista.

Invitada por el maharajá Ganga Singh a la más extraordinaria de la cenas, en el palacio de Bikaner, cuando Anita le pregunta a su anfitrión la receta de tan suculento plato, él le contesta muy serio: «Prepare un camello entero, despellejado y limpio, meta a una cabra en su interior, y dentro de la cabra un pavo y dentro del pavo un pollo. Rellene el pollo con un urogallo, dentro meta una codorniz y, finalmente, un gorrión. Luego sazónelo bien, ponga el camello en un agujero en el suelo y áselo».

En Gwalior, mientras cenan en el comedor famoso por el tren de plata que transporta comida y bebida a los invitados, la conversación se centra en la reciente gira emprendida por Jorge V y la reina María para celebrar el Durbar. La pobre soberana no había podido estrenar la nueva bañera de mármol construida especialmente para ella en el palacio de Gwalior porque, nada más poner un pie en ella, se había derrumbado. Resulta que en la misma gira, en otro Estado del centro de la India, los obreros tampoco llegaron a tiempo para hacer funcionar la cisterna de un inodoro último modelo importado de Londres para la regia visita. Para solucionar el problema se colocó a dos sweepers19 en el techo, uno sujetando un cubo de agua y el otro para que fuera siguiendo la acción del cuarto de baño a través de una pequeña rendija. Cuando llegaba el momento y la reina tiraba de la cadena, uno de los sweepers daba la señal para que el otro vertiese agua a la cisterna. Los ingleses nunca descubrieron el subterfugio.

Anita disfruta con esos viajes, consciente de que es una privilegiada por poder vislumbrar un mundo tan exclusivo y cerrado. Los colegas de su marido la aceptan y llega a sentirse casi como una mujer normal. Son viajes en los que no para de tomar notas. Acaricia la idea de escribir un libro sobre su vida en la India, aunque sólo sea para que lo lean sus amigos de España. ¡Cómo le gustaría compartir sus vivencias con su familia! Cuando regresa al palacio, siempre lo hace extenuada, pero con la cabeza llena de paisajes, de historias y de sensaciones que se apresta a plasmar en una hoja de papel para que no desaparezcan como la luz del atardecer.