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Nada más apagarse los fastos de la boda del heredero de Kapurthala, un acontecimiento considerado de capital importancia apunta en el horizonte: el Gran Durbar de Delhi, la ceremonia de coronación del rey Jorge V y la reina María como emperadores de la India. Para conmemorar la primera visita de unos soberanos británicos al subcontinente, los ingleses han levantado un arco de triunfo de basalto amarillo sobre el promontorio que domina la rada de Bombay. Bautizado con el nombre de Puerta de la India, su poderosa silueta es la primera visión que los reyes-emperadores tienen de la India. A su sombra son recibidos con todos los honores el 2 de diciembre de 1911. Es la primera escala de un viaje que les llevará a Delhi para ser los principales protagonistas del mayor acontecimiento de la historia del Raj, un acontecimiento que marcará el apogeo del Imperio británico.

Nadie habla de otra cosa en los palacios de la India, que se preparan febrilmente para asistir a lo grande a la ceremonia de su rey-emperador. El príncipe más rico, el nizam de Hyderabad, abre la veda del fasto y el derroche, encargando al orfebre Fabergé una réplica en oro y piedras preciosas de la fachada de su palacio para adornar el pabellón de su casa real en el Durbar de Delhi. El maharajá Bhupinder de Patiala consigue que Jacques Cartier viaje hasta la India para que le diseñe, con las gemas del tesoro de la corona, entre las que se encuentra el famoso diamante De Beers de 428 quilates, un gran collar ceremonial que pasará a la historia de la joyería.

Para Kapurthala, el Gran Durbar adquiere una trascendencia especial porque Su Alteza recibirá el doble honor de recibir la condecoración de Gran Comandante de la Estrella de la India de manos del mismísimo emperador, quien al mismo tiempo le otorgará el título hereditario de maharajá —gran rajá—. Y todo ello en virtud de su lealtad al Raj, y por contribuir a la estabilidad y prosperidad de Kapurthala. A pesar de las diferencias que mantiene con las autoridades británicas, ninguna otra noticia podía hacerle más feliz.

Pero éste no es el caso de sus mujeres, incluyendo a Anita. ¿Cómo las tratará el protocolo? Harbans Kaur está segura de que los ingleses, que son los organizadores de este magno evento, respetarán su destacado lugar de primera esposa. Será una nueva ocasión para imponer la tradición y, de paso, medir fuerzas con la española. Anita teme que la humillen, y por otro lado está un poco cansada de batallas que no desea librar. Aunque ha ido ganando algunas gracias al constante apoyo de su marido, tiene serios motivos para temer que acabará perdiendo la guerra. La boda del heredero no ha servido para mejorar las relaciones en el seno de la familia, al contrario. Excepto Karan, que ha vuelto a Inglaterra justo después de la boda para proseguir con sus estudios de ingeniero agrónomo, los demás hijos se han mostrado fríos y distantes con ella. Karan y Rani Kanari son sus únicos aliados, pero son demasiado débiles para poder imponer su criterio.

Anita ha sido una ingenua al pensar que los hijos, por ser jóvenes y haberse educado en Inglaterra, ejercerían influencia en sus madres. Ha sucedido todo lo contrario: ellas han sido quienes les han influenciado. Ahora resulta que también sus hijastros le hacen el vacío. Y eso le duele porque viven bajo el mismo techo. Hay detalles hirientes. Por ejemplo, varias veces, a la hora del almuerzo en familia, falta un plato en la mesa: el suyo. Anita se ve forzada a reclamarlo. Otras veces, en las garden parties, las meriendas a las que acuden los ingleses residentes en Kapurthala, como el médico o el ingeniero civil, en compañía de sus esposas, los hijos del rajá ofrecen bebida a todos menos a ella. No la presentan y nunca se dirigen a ella en las conversaciones. Hacen como si no existiera. Todo vale para poner en evidencia a la intrusa.

¿Y Brinda? Sus prejuicios de casta y raza, enterrados en algún lugar de su mente durante los años pasados en Francia, han rebrotado con más fuerza aún, como un árbol al que hubieran podado las ramas. Ya no ve el mundo desde el prisma de una mujer occidental. Para ella, su suegro es un viejo libidinoso que se ha dejado seducir por una vulgar «bailarina española». Al imponerla al resto de la familia, el rajá contribuye a rebajar la categoría —la casta— de todos los demás. Por eso no quiere la amistad de Anita y por la misma razón decide que no quiere vivir en L’Élysée: «Ya no somos niños —le ha dicho a Paramjit—. Necesitamos nuestra propia independencia». Le ha costado convencer a su marido para que hable con el maharajá. «Mi suegro le trataba siempre, aun después de la boda, como a un niño pequeño». El soberano ha accedido a su petición sin poner trabas y les ha ofrecido residir en su nido de amor de los últimos años: la Villa Buona Vista. «Me sorprendió mucho que accediera tan rápidamente a nuestros deseos —contaría Brinda— porque era un hombre dominante acostumbrado a imponer siempre su voluntad. Más tarde me di cuenta de que lo había hecho para granjearse mi simpatía. Necesitaba todos los amigos y aliados posibles para contrarrestar lo mal que en su familia y en su entorno se vivía su relación con la española».

Pero esta táctica no le funciona al maharajá. Brinda, como las demás mujeres, está molesta por el papel de «señora de la casa» que desempeña Anita.

—Pretende que la traten como la maharaní oficial —se atreve a decirle un día a su suegro.

—Te he mandado a Francia para que te conviertas en una mujer moderna y me estoy dando cuenta de que he tirado el dinero —le responde el maharajá, enfadado y desengañado por la actitud de su nuera—. Tus años en Europa no te han hecho más abierta. No han servido para nada.

«No le contesté, pero le hubiera dicho de buena gana que me chocaba la actitud fría e insensible con que trataba a sus mujeres. Había sorprendido llorando a Harbans Kaur en más de una oportunidad con ocasión de los preparativos de la boda. Si yo había tenido que hacer un enorme sacrificio para aceptar las responsabilidades de mi matrimonio y de mi posición, como máxima autoridad del Estado, él debería ser capaz de hacer lo mismo».

En medio de todas estas intrigas palaciegas, Anita intenta conservar la calma y no perder el norte. Quisiera pasar desapercibida, ser invisible si ello fuera posible, pero su marido no la deja. La necesita, como ha quedado probado durante la boda. Temerosa de que la ira de las mujeres acabe por repercutir en su hijo, Anita se preocupa por la seguridad del pequeño Ajit. Por las noches vuelve a sufrir crisis de insomnio y de ansiedad. Es víctima de pesadillas en las que siempre se ve huyendo con su hijo en brazos, huyendo de un peligro borroso que acaba por aprisionarle la garganta y que la despierta de golpe, en un mar de sudor y lágrimas. Sólo la presencia dulce y serena de Dalima consigue que vuelva a conciliar el sueño. El cuento de hadas de la telonera del Kursaal se está agriando. No sabe qué hacer para detener el curso de los acontecimientos. Las armas de que dispone, su franqueza y su espontaneidad, no sirven en esa guerra.

Por primera vez en la vida Paramjit, hasta entonces un hijo dócil y acomplejado por la figura paterna, decide enfrentarse a su padre.

—Mi madre me ha pedido que interceda ante ti para que le restituyas su posición.

—Nadie le ha quitado su posición.

—Sabes a qué me refiero. La española actúa como si fuera la maharaní de Kapurthala. Mi madre se siente amargamente rechazada. Te pido que te comportes según nuestra tradición, como todos lo hacemos.

—Esa mujer a la que llamas con desdén «la española» es mi esposa. Estoy tan casado con ella como tú lo estás con Brinda.

—Es tu quinta esposa.

—¿Y qué? Es la mujer con la que comparto mi vida. Y le he otorgado el título de maharaní. Tu madre es fiel al purdah, y no se lo reprocho, pero hemos evolucionado de distinta manera. Te lo he explicado mil veces, pero no quieres entenderlo. ¿Crees acaso que tu madre hubiera sido capaz de organizar tu boda, por ejemplo? ¿De atender a todos nuestros invitados europeos? Necesito a mi lado a una mujer que esté libre de las ataduras del purdah. Pensé que mi hijo tendría la capacidad necesaria para comprenderlo. Pero veo que no, que sólo es capaz de meterse en los asuntos privados de su padre con objeto de criticarle.

«Mi marido y yo discutimos el problema muchas veces —contaría Brinda—. Como princesa educada en la tradición hindú, no podía admitir el comportamiento de mi suegro. Como mujer, me conmovía el sufrimiento de la madre de mi marido, que tenía el corazón partido por el rechazo del maharajá. Al final de todas nuestras deliberaciones, se impuso una decisión: no podíamos admitir su matrimonio con la española. Hicimos saber a mi suegro que en lo sucesivo nos negábamos a tratar a Anita y que no estaríamos presentes en las funciones y recepciones a las que supiéramos que asistiría».

Tan drástica decisión es un humillante varapalo para el maharajá. Su hijo ha tomado el partido de su madre. Hasta cierto punto es lógico, pero no era preciso hacerlo. El maharajá no está contra su primera esposa. Que no comparta la vida con ella ni con sus otras mujeres no significa que las abandone. Nunca lo haría, y por eso le irrita que le acusen de ello. Conoce bien a su hijo y sabe que es incapaz de enfrentase de esa manera con él, por lo que achaca la insolencia de su comportamiento a la influencia de su nuera. Las princesas hindúes de alta casta, imbuidas de prejuicios sobre su superioridad, se toman muy en serio el origen divino de su linaje. Del sijismo y de sus preceptos sobre la igualdad entre los hombres no han aprendido nada.

Pero la vida da muchas vueltas, y de la misma manera que ha puesto todo su empeño en convertir a Brinda en la futura maharaní de Kapurthala, Jagatjit confía en que un día le llegue la oportunidad de resarcirse de tanta ingratitud.

* * *

Durante las dos semanas de festividades que rodean el Durbar, príncipes, jefes de clan, representantes de los gobiernos provinciales, aristócratas indios, la comunidad británica, y los invitados extranjeros más ochenta mil soldados invaden la ciudad de Delhi cuya población aumenta de doscientas cincuenta mil a medio millón de personas. Es un prodigio de organización. Los ingleses han alzado cuarenta mil tiendas, han construido 70 kilómetros de nuevas carreteras, 40 kilómetros de ferrocarril, 80 kilómetros de canalización de agua, un gigantesco anfiteatro con un aforo para cien mil personas. El pabellón del emperador cuenta con 233 tiendas, equipadas con chimeneas de mármol, paneles de caoba labrada, vajillas de oro y lámparas de cristal. Los demás, igual de lujosos albergan las distintas casas reales con sus propios séquitos de cortesanos, ayudantes, invitados, criados, palafreneros, etc. Cada pabellón es distinto. La tienda del rajá de Jamnagar está recubierta de conchas de ostras, símbolo de su Estado a orillas del mar de Arabia. A la entrada del pabellón del rajá de Rewa montan guardia dos espléndidos tigres amaestrados. El permiso que dicho rajá ha solicitado para ofrecérselos al emperador en el momento de la ceremonia le ha sido prudentemente denegado.

Alrededor de las tiendas se extienden jardines en los que se han plantado rosas del color de cada Estado, céspedes con avenidas perfectamente cuidadas, piscinas, parques, campos de polo, cuadras de caballos y de elefantes, aparcamientos de landós, carruajes y automóviles, y las treinta y seis estaciones de ferrocarril para los trenes privados de los príncipes. Anita está impresionada: «Nunca en mi vida había visto tantos tronos de oro, tantos elefantes enjaezados de piedras preciosas, tantas carrozas de plata maciza. ¡Y los Rolls!… Jamás, en ningún acontecimiento se ha visto un número tan elevado de Rolls-Royce aparcados juntos. Sólo Dios sabe cuánto dinero costó semejante despliegue con tanto rey, a cada cuál más preocupado por parecer el más rico y poderoso de todos».

Las fiestas se suceden a un ritmo vertiginoso: garden parties, reuniones en purdah para las damas, partidos de polo y diversiones públicas y privadas de toda índole. A la recepción ofrecida por la reina María acude Harbans Kaur acompañada de su nuera Brinda, que le sirve de intérprete cuando la soberana les hace unas preguntas de cortesía. A Anita, por supuesto, no se la invita a las funciones oficiales. Esto no es Calcuta y, aunque quisiera saludar al gobernador de Bengala y a su esposa, ni siquiera podría acceder a ellos. De nuevo, su caso ha suscitado un copioso intercambio epistolar entre diversos funcionarios. Al final, una carta del virrey al secretario de Estado para la India, en Londres, ha resuelto la situación de la manera siguiente: «No se enviará a Prem Kaur de Kapurthala invitación a la garden party que ofrecerá Su Majestad la Reina a las esposas de los príncipes, pero en cualquier función donde no exista la posibilidad de encontrarse, o de ser presentada a Sus Majestades, se le proveerá acomodación. En cuanto al Durbar, se le dará un asiento en el fondo del anfiteatro y podrá presenciar la ceremonia de coronación como cualquier espectador no oficial».17

El Durbar propiamente dicho tiene lugar el 12 de diciembre de 1911. El espectáculo es inolvidable para todos los que asisten, para el campesino que ha caminado durante días para ver a su emperador, para los muchachos vestidos con paños de algodón blanco encaramados en las ramas de los árboles, para las chicas de doce años con sus bebés en brazos, y también para los propios emperadores, que se encuentran frente a un océano de turbantes verdes, amarillos, malvas, azules y naranjas que se extiende hasta el horizonte. «Es lo más maravilloso que he visto en mi vida», declararía Jorge V, sentado junto a su mujer en un trono de oro macizo sobre un estrado situado muy por encima de la multitud, cubiertos los hombros por una capa de armiño y protegido del sol abrasador por un toldo púrpura y oro. Es la visión del que sabe que, sin la India, Gran Bretaña no sería el imperio más colosal que el mundo ha conocido, ni la primera potencia mundial. Los lugares de honor están ocupados por los príncipes, seguidos por sus parientes y miembros de la nobleza, ataviados con sus vestidos de gala de brocado y tejidos de oro. Cada uno de los maharajás luce las joyas más célebres de su tesoro: Jagatjit Singh lleva su espada de esmalte adornada de piedras preciosas y una esmeralda gorda como una ciruela en el broche del turbante; Bhupinder de Patiala, una pechera de diamantes; el de Gwalior, un cinturón de perlas, etc. Jorge V aparece luciendo la nueva corona imperial de la India, centelleante de zafiros, rubíes, esmeraldas y diamantes, obra del joyero Garrard, que ha cobrado sesenta mil libras por ese regalo de los indios a su rey emperador. Para que la ceremonia no parezca una segunda coronación, lo que implicaría un segundo servicio de consagración religiosa, poco apropiado por la presencia de tantos hindúes y musulmanes, la casa real ha tomado la decisión de que el rey aparezca con la corona puesta y que reciba el homenaje de los príncipes sentados frente a su trono.

Uno a uno, los rajás y nababs se acercan al estrado, suben las escaleras, hacen una reverencia ante el emperador y se lleva a cabo un breve intercambio de regalos y «honores». Los primeros son los soberanos más importantes: Hyderabad, Cachemira, Mysore, Gwalior y Baroda, cuyos Estados tienen derecho al supremo honor de veintiuna salvas. Luego vienen los de diecinueve, y a continuación los de diecisiete, quince, trece, once y nueve cañonazos. La soberana de un pequeño Estado musulmán situado en el centro de la India, la begum de Bhopal, es la única mujer entre tanto príncipe. A pesar de su aspecto, cubierta de los pies a la cabeza con un burqa de seda blanca, tiene fama de ser justa y progresista y ha convertido a Bhopal en uno de los Estados más avanzados de la India.

El espectáculo es largo y magnífico, y se desarrolla a un ritmo lento, como la cadencia de un elefante. Esta vez, Anita no está junto a su marido. Mejor así, es preferible a tener que estar junto a Harbans Kaur y las demás. Para irritación de los oficiales ingleses encargados del protocolo, el maharajá de Cachemira la ha invitado a presenciar la ceremonia en el lugar reservado a su familia. Ningún británico se atreve a molestar al maharajá de uno de los Estados más importantes de la India debido al problema generado por el lugar que ocupa la española, que es su invitada. De manera que se da la paradójica situación de que Anita se encuentra más cerca de los emperadores y en mejor posición que la delegación de Kapurthala.

Los británicos han querido destacar la ocasión con algo más que un grandioso espectáculo. A la primera visita de un rey inglés a la India, han querido añadir algo capaz de capturar la imaginación del pueblo, algo que marque una nueva era en la historia del país. Han mantenido la idea en secreto hasta el último momento. Sólo doce personas en la India están al corriente. Ni siquiera la reina lo ha sabido hasta su llegada a Bombay. En la clausura del Durbar el rey-emperador desvela la sorpresa: la capital del imperio se trasladará de Calcuta a Delhi. Volverá a ser como en tiempos de los grandes emperadores mogoles. Añade que ha encargado al urbanista y arquitecto Edwin Lutyens el diseño de una ciudad imperial a las afueras del casco antiguo. Esa nueva capital se llamará Nueva Delhi, y será el orgullo de la India, el nuevo astro que lanzará sus destellos hasta el último rincón del subcontinente.

Los artífices de la Pax Britannica concluyen la celebración del zenit del Imperio declarando la guerra a los animales, practicando el más exclusivo y prestigioso de los deportes, que es además la prerrogativa de los príncipes, la caza del tigre. El emperador, que va a pasar el fin de año a Nepal, mata a veinticuatro felinos y, como prueba de su inmejorable estado físico, consigue la proeza de disparar simultáneamente a un tigre con una escopeta en un brazo y a un oso con otra en el otro. Y acierta con ambas. Como coletazo final deja tras su paso a dieciocho rinocerontes abatidos.

El flamante maharajá de Kapurthala envía a toda su familia y a gran parte de su séquito de vuelta a casa, y se va con Anita a Kotah, en Rajastán, invitados por el maharajá Umed Singh, famoso por las partidas de caza que organiza. ¡Qué grata sorpresa para la española encontrarse ante un ascensor para subir los cinco pisos del Palacio medieval de la ciudad donde el príncipe les aloja! «El maharajá de Kotah es un hombre muy inteligente y de ideas bastante liberales —dice Anita de este individuo capaz de incorporar en su palacio un moderno elevador eléctrico, aunque al conocerlo más íntimamente, añade—, pero todavía es demasiado ortodoxo para sentarse a comer en compañía de personas que no pertenecen a su casta».

Kotah es conocido por ofrecer un espectáculo único, la lucha entre un jabalí y una pantera, en la que los nobles llegan a apostar fuertes cantidades de dinero. Anita y su marido asisten al espectáculo desde lo alto de una fosa, pero ella se disculpa antes del final, porque la atroz sangría de las bestias le revuelve las tripas. Con lo que de verdad disfruta es con la cacería de panteras, a la que asiste al amanecer y desde la cubierta de un barco de vapor que navega lentamente por las aguas de un río en medio de un paisaje agreste y pedregoso. Su marido dispara a una pantera y consigue matarla: «La emoción de Su Alteza era indescriptible y la alegría de los ojeadores tan grande que incluso se acercaron para besarle los pies». Para los príncipes, matar un tigre constituye siempre un momento de intenso regocijo. Es una rémora de los tiempos antiguos, cuando los príncipes practicaban ese deporte, considerado el más elitista de todos, para saber defenderse y mantenerse preparados para la guerra. Hoy, para los jóvenes aristócratas, matar el primer tigre constituye un rito de iniciación a la vida adulta. El maharajá de Kotah mató su primera pieza a los trece años, desde la ventana de su habitación, lo que da una idea de la cantidad de fauna que puebla las selvas de la India. Se hizo famoso por ser capaz de conducir un vehículo con una mano y disparar con la otra, acertando siempre.

Para Anita, el shikar18 —una actividad de la que no están excluidas las mujeres— es una revelación. La emoción de sentir cómo se acerca la presa, y el miedo a fallar y dejar herido al animal es menos importante que todo lo que rodea a la cacería. La vida de los campamentos al aire libre, las charlas por la noche alrededor de la hoguera, la calma total y la tranquilidad del campo y de la jungla son la imagen de otra India, en la que los hombres y las mujeres se relacionan con sencillez, como si la naturaleza fuese un antídoto contra las trabas sociales.