A seis mil kilómetros de Calcuta, la princesa Brinda está enferma de amor. Desgarrada entre el sentimiento y el deber, se enfrenta a la elección más dura de su vida. Al enterarse de que la familia católica de su pretendiente, el oficial Guy de Pracomtal, se muestra reacia a la idea de que su hijo se case con una hindú, Brinda ha querido romper las relaciones.
—Olvidas las diferencias que hay entre nosotros —le ha dicho a Guy.
—No existen diferencias entre dos personas que se quieren —le ha contestado él.
—En tu familia son muy católicos, y yo soy hindú. Una cosa es que me acepten socialmente, y otra que permitan que su hijo se case conmigo. Yo tengo que regresar a la India a cumplir con mi deber.
—No puedo dejarte marchar. Eso es pedirme demasiado.
Brinda quiere apagar el fuego de la pasión que la consume por dentro y no la deja vivir. Quiere recuperar la paz espiritual y volver a ser ella misma. Pero no puede: «¿Cómo dejarle cuando le quiero tanto? —se pregunta una y otra vez—. ¿Cómo podré vivir en un lugar donde estaré medio velada tanto física como emocionalmente?».
—Venga, vayamos al registro y casémonos. Una vez hecho, todos tendrán que aceptarlo: mi familia y la tuya.
En los días posteriores a esa conversación, Brinda viviría torturada por las dudas. En un impulso, ha decidido ganar tiempo, no embarcarse en la fecha prevista y quedarse unas semanas más en Francia para, quizás, acabar quedándose toda la vida. Pero el conflicto la ha hecho enfermar. No ha podido ni dormir ni comer, y cada vez que sonaba el timbre se sobresaltaba.
Desde Calcuta, el rajá consigue ponerse en contacto con Mlle Meillon, la dama de compañía que ha asignado a su nuera. Dicha señora, a pesar de estar al corriente de la verdad, no cuenta nada por temor al escándalo, y sobre todo porque terne que la hagan responsable de la situación. Al fin y al cabo Brinda sólo tiene dieciséis años. Mlle Meillon se limita a decir que los nervios de la chica están «delicados», que pasa por un momento de gran ansiedad debido a los exámenes y que no ha podido embarcarse por encontrarse enferma. Pero le asegura que llegará a tiempo para la boda porque ella misma la meterá en el próximo barco con destino a Bombay.
—Por defenderte —le dice Mlle Meillon a Brinda— me he jugado mi puesto y el respeto del príncipe, pero no estoy dispuesta a continuar con esta mentira mucho más tiempo.
Brinda se confiesa incapaz de tomar una decisión. «Me eché a llorar —contaría más tarde—, y vacié mi corazón. Todas las emociones que durante aquellos meses había logrado contener salieron a borbotones».
—No hay futuro para las historias de amor como la vuestra —ha terminado por decirle Mlle Meillon en tono seco, pero franco—. Déjalo y olvídalo de una vez. No podréis ser felices si causáis infelicidad a vuestro alrededor.
Lo que dice su dama de compañía tiene mucho de verdad, piensa Brinda. Dispuesta a seguir su consejo, al día siguiente intenta romper con Guy, «pero estábamos demasiado enamorados para ser fuertes y no lo conseguí. Aquella noche, en mi dolor, hice algo que nunca había hecho antes. Recé, pero no a los dioses del hinduismo, sino a la Virgen de los cristianos. Tenía que tomar una decisión ya; es decir, o coger el siguiente barco hacia Bombay o escaparme y casarme en secreto con Guy».
Al final, con todo el dolor de su corazón pero dejándose guiar por los sabios consejos de Mlle Meillon, Brinda se embarca en Marsella. Lo hace con una amiga francesa del rajá, Mme de Paladine, y sus dos hijas, que habían sido invitadas a la boda. Dos de los hijos del rajá, Mahijit y Amarjit, también forman parte del pasaje.
Mlle Meillon acompaña a Brinda hasta su camarote, quizás para asegurarse de que no se arrepentirá en el último momento.
—Una mujer rajput nunca incumple sus compromisos —le dice Brinda con sorna al despedirse—. Vuelvo a mi país a casarme con un hombre que ni tan siquiera conozco. Hace unos años me parecía algo normal, y ahora, una aberración.
—Es mejor así. Si te hubieras casado con Guy, serías una mujer sin país, ni raza, ni cultura y toda tu familia estaría avergonzada de ti.
—Sí, tiene razón —responde con aire triste—. Pero no puedo dejar de quererle.
Le parece extraño regresar a la India. En Bombay se siente como una extranjera. Los ruidos y los olores son tan distintos a los de Francia… Sus compatriotas le parecen ahora gentes de otro planeta. El viaje en tren hasta Kapurthala se le hace eterno porque en el fondo no quiere llegar nunca. Ya no se detiene el convoy en Jalandar, como antes. El rajá ha financiado la construcción de una línea de vía estrecha hasta la ciudad misma de Kapurthala, para poder llegar en su vagón a los aledaños del nuevo palacio. En la estación, una cohorte de sirvientes con librea y choferes conducen a Mme de Paladine y a sus hijas a una mansión dispuesta para los invitados; los hijos del rajá van al palacio nuevo, y a Brinda la dirigen a un carruaje cerrado, con cortinillas en las ventanas, que la llevará al palacio de las mujeres. Por primera vez en muchos años, está de nuevo en el purdah.
A la preocupación inicial por la salud de la novia le siguen la irritación y el consiguiente alivio cuando por fin aparece, delgada como un palillo y con el rostro enjuto, la tez grisácea y los ojos irritados de tanto llorar. Como excusa por el retraso, alega que se ha puesto enferma por la presión del examen final, y, al decirlo, no falta del todo a la verdad. Ha sido el examen de su vida. El problema es que quizás nunca sabrá si lo ha aprobado o no. «¡Qué importará un examen cuando se va a casar con el heredero de un reino!», comenta la madre de Paramjit. «Yo necesitaba a alguien que me dijese unas palabras de alivio y consuelo, que me dijese que todo iría bien, que, al cumplir con mi deber, la desesperación y la inquietud me abandonarían. Pero no había nadie que pudiera decirme eso», diría Brinda.
Anita está ausente cuando llega Brinda. Ha acabado tan agotada con los preparativos que ha decidido ir a Mussoorie, al Château Kapurthala, para pasar una semana de descanso disfrutando del frescor de la montaña. También ha huido del ambiente irrespirable de Kapurthala, donde los nervios de todos han estado a flor de piel debido al retraso de la novia. Cuando vuelve, las tiendas blancas, redondas y con forma de cúpula oriental se alzan en el inmenso parque del palacio, como una ciudad de tela. Anita se encarga de los últimos retoques, mientras empiezan a llegar invitados del mundo entero. Nueve príncipes han anunciado su visita, entre los que destaca el maharajá de Cachemira, que les había recibido en Srinagar durante su luna de miel. El Aga Kan es el invitado musulmán de mayor rango. Los demás mandan a sus primogénitos en representación. Las mujeres de la zenana mantienen ocupada a Brinda día y noche, en un intenso proceso de «reindianización». «Tuve que reaprender mi idioma y recordar las viejas costumbres que durante los años pasados en el extranjero se habían borrado de mi mente. Estuve tan ocupada que conseguí mantenerme en un estado en el cual no me sentía ni feliz ni infeliz».
En la India, además de a los invitados, una celebración de tal importancia atrae a multitud de curiosos. Mendigos, santones, curanderos con recetas infalibles para la fertilidad y vendedores de milagros afluyen a Kapurthala en tren, a pie o en carros tirados por bueyes. La tradición dice que son tan importantes como los príncipes invitados y manda que se les reciba con cordialidad. El rajá, generoso y magnánimo, ha ordenado a sus cocineros que les distribuyan comida a discreción, la misma que comen los trabajadores de palacio. Más allá de las tiendas blancas, toda esa población sin techo acampa bajo las estrellas para disfrutar de unas festividades que, al marcar la celebración de la boda de un príncipe heredero, marcan también el orden inmutable de las cosas.
Unos fuegos artificiales como nunca se habían visto en el Punjab señalan el comienzo del Gran Durbar, una enorme audiencia pública en la que el rajá da la bienvenida a los invitados, anunciados por voceros y toques de trompeta. Los cortesanos y altos funcionarios del Estado presentan sus regalos y sus parabienes bajo el porche de entrada al palacio. Entre los invitados europeos, está el príncipe Antonio de Orleans, así como el príncipe Amadeo de Broglie. El rajá ha querido que Anita esté presente en todo momento junto a él. Ejerce la española de señora de la casa con todos los honores, y el gobernador del Punjab, la mayor autoridad británica presente en la boda, acompañado de su esposa, no tiene más remedio que saludarla. Es la pequeña venganza del rajá contra las restricciones inglesas. A pesar de estar recluidas en su palacio, sus otras esposas se enteran de todo; como es lógico, la destacada posición de Anita las llena de aflicción. Brinda vive con ellas, haciendo grandes esfuerzos para reconciliarse con su nueva vida, aunque le dan ganas de rebelarse cuando oye los ecos de la fiesta a través de las paredes.
La cena para ochocientos comensales se sirve en el parque y, después de los postres, los cañones de palacio lanzan trece salvas de honor. Entonces, la orquesta, compuesta por cincuenta músicos, empieza a tocar. El rajá se acerca al otro lado de la mesa de honor, hacia la esposa del gobernador británico, que está sentada junto al maharajá de Cachemira, le toma la mano y la conduce hacia el centro de la rotonda del parque, transformada en pista de baile. Al son de un vals de Strauss, el rajá y la esposa del representante del Raj abren el baile. Después, los demás invitados y los hijos del rajá les siguen en la pista, iluminada por el fuego de antorchas sostenidas por altivos guardias sijs, por la luz de la luna y el fulgor de las estrellas.
De repente suena una música y Anita se yergue en su silla. La ha escuchado por primera vez en el último viaje a Europa, y le pone los pelos de punta. Tiene un no sé qué que le remueve las entrañas, que la hechiza y le llega a lo más profundo de su ser. Es el ritmo que Sudamérica ha lanzado al mundo en 1910 y que despierta pasiones: el tango.
—¿Bailas conmigo?
Anita se sobresalta al oír una voz cálida que, en un inglés aristocrático, le pregunta si quiere bailar. Levanta la cabeza para mirar a su interlocutor. Es un indio alto y joven, tocado con un turbante de color salmón sujeto por una esmeralda, de la que sale un elegante plumón. Su sonrisa revela una hilera de dientes muy blancos y perfectos. Sus ojos, clavados en el rostro de Anita, están al acecho de su reacción. Es una mirada tan envolvente que ella la rehuye y mira al suelo.
—No sé bailar el tango.
—Yo tampoco, pero podemos aprender juntos.
De pronto se encuentra en sus brazos, siguiendo sus pasos en la pista.
—¡Pero si lo bailas perfectamente!
—Lo he aprendido en Londres —le contesta—. He oído hablar mucho de ti.
—¿Ah, sí?
—Soy Charamjit, el hijo de Rani Kanari. Me llaman Karan.
Ahora cae. Esos dientes tan relucientes, la forma oval del rostro, la mirada directa, el porte altivo… Todos esos rasgos a los que no ha sabido poner nombre son los del rajá.
—¡El que me quedaba por conocer! ¡Por fin has llegado!
Karan poco tiene que ver con sus hermanos. Actúa con Anita como si la conociese de toda la vida. Sin prejuicios, ni tabúes, con una naturalidad que sorprende a la española porque ya no está acostumbrada a ello. Está encantada con el descubrimiento de este hijastro simpático, afectuoso y divertido. ¡Por fin una luz al fondo del túnel en la familia del rajá! Con su kurta de seda y su triple collar de perlas, su barba bien arreglada, sus ojos en forma de almendra color de la miel y sus ademanes de príncipe, Karan parece sacado de uno de los cuadros de los antepasados que adornan los muros del Château Kapurthala en Mussoorie.
—Mi madre te manda sus mejores recuerdos.
—Supongo que la veré mañana, en la fiesta oriental.
—Me manda decirte que su corazón está contigo y que siente no poder tratarte más. Sabe que no tienes la culpa de nada, y quiere que lo sepas.
¡Pobre Rani Kanari, tan buena, y sin embargo tan impotente! Quizás por ser de un linaje rajput menos puro que las otras, o quizás porque su afición a la bebida ha hecho que las demás le pierdan el respeto, el caso es que su opinión tiene cada vez menos peso. Es una pena. En lugar de consolarla, sus palabras de solidaridad transmitidas a través de su hijo la inquietan porque vienen a recordarle su condición de marginada. Una condición que el propio rajá es incapaz de resolver, porque no depende de él, sino de las leyes imperturbables de la tradición.
El día de la fiesta oriental acuden más de dos mil invitados; Anita no ve a Rani Kanari porque las mujeres indias celebran la fiesta entre ellas, observando las reglas del purdah, en un extremo de L’Élysée. Pero sí las ve el día de la boda, porque es tradición que las mujeres acudan al palacio a preparar al novio para la ceremonia. Cientos de ellas ocupan el patio principal donde sólo se autoriza la presencia de dos hombres: el novio y el sacerdote. El heredero viste un simple dhoti, un paño envuelto alrededor de la cintura, pasado entre las piernas y sujeto en las caderas. Después de la ceremonia del fuego, en la que el chico da vueltas a una hoguera mientras el sacerdote recita sus oraciones, comienza el ritual en cuyo transcurso las mujeres arreglan al futuro esposo. La madre, Harbans Kaur, acompañada de dos tías, se dedica a frotarle el cuerpo con jabones y agua perfumada, cubriéndolo de espuma. Es un espectáculo con el que las indias disfrutan mucho, quizás porque es el único momento en sus vidas en el que llevan la voz cantante. Cuando Paramjit pide clemencia y suplica que dejen de frotarle estallan las carcajadas. Una vez que le dejan tan reluciente como un bebé, entra de nuevo en el palacio para vestirse, y las mujeres permanecen juntas mientras esperan a la novia.
Brinda llega a lomos de elefante, encerrada en una torreta para que no la vea nadie, fiel al purdah. Su cortejo avanza lentamente entre los gritos, los cánticos y el murmullo de miles de personas. En el porche de entrada a L’Élysée, cuando el elefante se agacha sobre las rodillas y Brinda abre las cortinillas de seda, la luz deslumbrante del sol es tan cegadora que por unos instantes cierra los ojos. Cuando los abre, reconoce a su padre acompañado del sacerdote, vestido de blanco impoluto; ambos la ayudan a bajar. Dos años ha costado confeccionar su traje de muselina bordado con seda roja e hilos de oro puro. Sobre su cabeza flota un velo también de seda y alrededor del cuello lleva un collar de dos hileras entrelazadas de perlas color crema, parte del tesoro del Estado de Kapurthala.
El rajá está exultante de felicidad. Va vestido con un traje de brocado de oro, su cuello, pecho y muñecas centellean por el fulgor de los diamantes y las perlas; Jagatjit luce majestuoso en la boda de su hijo. Bajo el turbante coronado por una tiara de esmeraldas, sus negros ojos brillan con la satisfacción del soberano y del padre que ha cumplido con su deber al dar continuidad a su linaje. Resuelto a que la boda de su hijo pase a la historia, ha contratado los servicios del único cineasta indio del momento, que filma para la posteridad los fastos de Kapurthala con una cámara comprada directamente a los hermanos Lumière.
También consigue que la boda de su hijo pase a la historia de la India, pero por otra razón. De nuevo decide romper la tradición, que manda que los recién casados abandonen la ceremonia por separado, la mujer envuelta en su velo y metida en un palanquín tapado con cortinillas. Esta vez, la pareja desfila sentada en una carroza que lleva el blasón del Estado, escoltada por la guardia uniformada a caballo. Recorren las calles de Kapurthala entre el frenesí de la multitud, saludando al pueblo al pasar, hasta llegar al palacio de las mujeres, donde reciben la enhorabuena de los cientos de invitadas indias. Para Harbans Kaur, este nuevo gesto de desprecio a la tradición es un ultraje. «Para mi suegro, fue un golpe audaz contra el purdah, un golpe que generó considerables comentarios en el Estado —diría Brinda—. Después siguió desafiando los convencionalismos. Nunca me pidió que observara el purdah, excepto cuando las mujeres más ortodoxas de la familia estaban presentes».
Brinda acaba agotada al final del día de su boda. Sueña con retirarse a sus habitaciones y meterse en un baño caliente preparado por su doncella. Es un sueño de soltera, que pertenece al pasado. La realidad es otra: ella y su marido son conducidos de nuevo al palacio, donde los criados les acompañan hasta la puerta del dormitorio. Después de atenderlos, los sirvientes inclinan la cabeza y desaparecen. Es el momento en que Brinda se enfrente al destino que le han trazado, y que ella ha terminado por aceptar. «Por primera vez me di cuenta de que íbamos a estar solos el resto de nuestras vidas. Y me sentía abrumada por la idea de que mi marido era un completo desconocido para mí».