La pasión del rajá por el lujo es cada vez mayor, como si quisiese compensar la pequeñez de su Estado con más y más pompa. Al turbante celeste que lucen los miembros de su guardia, a juego con una chaqueta azul marino de solapas plateadas, le ha añadido un pompón rojo en homenaje a la marina francesa. Así, con la borla bailando en sus turbantes, los dignos guerreros sijs escoltan la calesa que transporta a la flamante pareja, ya de vuelta de Europa, por las calles de Kapurthala. A su paso, la muchedumbre los saluda incesantemente, y en el centro de la ciudad la aglomeración de quienes pugnan por darles la bienvenida es tan densa que la comitiva se ve forzada a detenerse varias veces. El rajá ha instaurado esa especie de ritual cada vez que vuelve de viaje: hace un recorrido por los principales templos sijs, hindúes y musulmanes para agradecer a los dioses el feliz retorno y para retomar el contacto con su pueblo.
Después, la comitiva se aleja un poco de la ciudad y se dirige hacia la parte más alta, hasta llegar a la verja de entrada del nuevo palacio, L’Élysée, que será su residencia de ahora en adelante. Una doble hilera de elefantes jalona la avenida que conduce al porche de la entrada, en perfecto orden de formación, para darles la bienvenida. Con sus cipreses, su césped, sus matorrales esmeradamente podados y sus macizos llenos de flores mantenidos por quinientos jardineros, con sus farolas de hierro fundido, sus balaustradas de estilo renacentista y sus estatuas alegóricas, entre las que destaca la de un tigre en posición de ataque, obra del escultor francés Le Courtier, el jardín es tan desconcertante que por un instante Anita piensa que no ha salido de Francia. Enmarcado por las montañas nevadas que se perfilan en el horizonte, el edificio estucado en color rosa con bajorrelieves en blanco es el sueño del rajá hecho realidad: «He conseguido transplantar un pedazo de Francia a los pies del Himalaya», dice con orgullo. Con su tejado abuhardillado y cubierto de pizarra, su porche sostenido por parejas de columnas y sus ciento ocho habitaciones, el palacio es descomunal para el tamaño de Kapurthala. Sólo guarda proporción con la vanidad del príncipe y con su deseo de emular a los grandes de este mundo. No obstante, los cortesanos aplauden el hecho de que el rajá haya decidido mudarse a ese edificio situado en las afueras de la ciudad, ya que están convencidos de que así refuerza su aura de divinidad ante el pueblo. Pero sus detractores piensan lo contrario; para ellos, es un símbolo ineluctable del creciente abismo que separa a los príncipes de la India de sus súbditos.
En el interior, seiscientos obreros han tardado nueve años en tenerlo todo a punto. Los muros del Durbar Hall (salón de audiencias) están decorados en el más puro estilo indio, con bajorrelieves de madera que combinan motivos franceses y orientales. El techo finamente esculpido y con una vidriera en la cúpula, está iluminado por lucecitas en forma de estrella. A media altura, con balaustres a intervalos regulares, hay una galería reservada a las damas de la corte para cuando se celebren ceremonias oficiales. El blasón de Kapurthala —un elefante a la izquierda y un caballo a la derecha de un escudo de armas, sosteniendo una coraza con un cañón grabado y una inscripción que reza: Pro Rege et Patria—, está dibujado en el parqué con maderas de distintos colores para darle relieve. Brilla tanto de lo pulido que está que los sirvientes se miran en él para ajustarse los turbantes. Enormes porcelanas de Sèvres, copias de tapices de los gobelinos, muebles de época y alfombras Aubusson,15 encargadas a la medida de las habitaciones, muestran la desbocada admiración del rajá por el estilo francés del siglo XVIII. Excepto dos estancias inspiradas en otros países —el cuarto japonés y el salón de fumar de estilo turco— cada una de las ciento ocho suites reservadas a los invitados lleva el nombre de una ciudad francesa o de alguna celebridad gala. La mesa del comedor principal puede acoger a ochenta comensales. Una caldera de carbón proporciona agua caliente veinticuatro horas al día para mayor confort de los residentes, invitados, empleados y trabajadores. Porque el palacio también se convierte en sede del gobierno. Las oficinas de las distintas administraciones ocupan los sótanos. El despacho y los aposentos de Su Alteza están en la primera planta, desde donde se divisa una bellísima vista del parque y, al fondo, la ciudad. Su alcoba está separada de la de Anita por un vestidor amplísimo. Los aposentos de la española, que incluyen la habitación del niño y las de sus doncellas, dan a una amplia terraza. El lugar carece de la intimidad y el bucólico encanto de la Villa Buona Vista, pero es amplio, cómodo y grandioso. Los primeros días, Anita se siente un poco perdida, porque, además, se ha quedado sin los únicos lazos que tenía con el pasado, Mme Dijon y Lola. No es que eche de menos a su doncella, al contrario, pero sí añora el contacto con lo suyo. En un próximo viaje, se traerá a otra, a ser posible andaluza, aunque sólo sea para que le recuerde de dónde viene. Necesita una referencia en este mundo ilusorio.
Las mujeres del rajá han decidido oponerse a las aspiraciones de su marido de trasladar la zenana a un ala de L’Élysée.
—Nos quedaremos en el viejo palacio, Alteza —le ha dicho Harbans Kaur, su primera esposa, con el tono decidido de quien ha meditado sus palabras.
—¿Y puedo saber la razón de vuestra persistente negativa? Os ofrezco el palacio más moderno y lujoso de la India y lo rechazáis.
—Sabéis bien nuestra razón. Nos mudaríamos de buen grado al nuevo palacio si la española aceptase integrarse en la zenana.
—Eso es imposible y lo sabéis. Ella no está acostumbrada a vivir así. Vivirá en sus propios aposentos.
—Alteza, no nos parece bien vivir en purdah en el nuevo palacio mientras compartís la vida con una extranjera cuyo comportamiento es insultante para la tradición precisamente porque desprecia las normas mismas del purdah… Os ruego comprendáis nuestra postura.
Ante la firmeza de esos propósitos, el rajá no ha querido alargar la discusión. Su mujer ha venido a recordarle el principio que desde siempre ha regido a la sociedad india: cada uno en su sitio.
—Nuestro mundo se hundirá si no se mantienen las tradiciones —ha concluido Harbans Kaur en tono grave.
Dicho de otro modo: o todas o ninguna. Quizás han creído que tendrían éxito presionándole, y que el rajá acabaría poniendo a Anita en su sitio. «Son unas ingenuas —piensa él— nadie presiona al rajá». ¿O quizás el ingenuo es él? En esta peculiar guerra de nervios, sus mujeres cuentan con el tiempo a su favor. Mientras, se oponen a todo lo que pueden, sabotean supuestamente los proyectos del rajá y boicotean sus intentos para que Anita sea aceptada algún día.
Él opta por no relatarle nada de la conversación a su mujer Ni siquiera se le ha pasado por la cabeza pedirle que se integre en la zenana. Sabe que es inútil, y además tampoco a él le gustaría. Significaría que Anita «se ha hecho nativa», y precisamente lo que le atrae es que no sea como las demás. Que tenga su personalidad, su criterio y su propia voz, siempre que no cause demasiados trastornos en su vida.
El rajá reacciona como suele hacer siempre: utilizando su poder para responder con una afrenta aún mayor al desaire que le han hecho sus mujeres. ¿No queréis vivir bajo el mismo techo que la española? ¿No queréis aceptarla? Pues ella será la encargada de organizar la boda del heredero de la casa de Kapurthala. «Al que no quiera caldo, taza y media», piensa Anita, seriamente preocupada por el cariz que están tomando las cosas:
—Me odiarán cada vez más, mon chéri. ¿No es más lógico que sea Harbans Kaur la que se ocupe de la boda? Al fin y al cabo, quien se casa es su hijo.
—Quiero que tú lo organices todo. Mis esposas se ocuparán de atender a las mujeres de nuestros invitados indios y nada más. Sólo sirven para eso.
—Ya tengo ganas de que tus hijos estén aquí —añade ella con un suspiro.
Anita los ha conocido a su paso por Londres durante una cena. Paramjit, el heredero, le ha parecido un chico introvertido, muy serio e intimidado por la figura paterna. Lo contrario de su prometida Brinda, chispeante y llena de vida. Mahijit le pareció más divertido, aunque algo distante y muy frívolo. Amarjit, el militar, el más joven, todo un caballero, un hombre que parece digno de confianza. Y a Karan, del que todos dicen que es el más simpático y abierto, no ha podido conocerlo porque estaba de viaje por Suiza. «Si estuvieran viviendo en Kapurthala —piensa ella—, tendría amigos, habría ambiente, y la vida sería más normal y menos solitaria». Curiosamente, confía en sus hijastros para que logren disipar un poco la atmósfera hostil que se ha creado hacia ella. Tienen más o menos su misma edad, han vivido en Europa mucho tiempo y sólo ellos pueden ejercer influencia en sus madres y, de paso, romper su aislamiento. La boda de Paramjit podría significar el principio de un cambio. Ella dejaría de ser la intrusa y la «mal querida».
El rajá ha decidido gastar la mitad de los ingresos anuales de su Estado en los fastos del casamiento de su hijo. Una suma colosal para organizar el transporte, la manutención y el entretenimiento de los invitados. Como los monarcas medievales, invita a todo el mundo. Y, como éstos, quiere que su pueblo participe en la celebración: «Para subrayar el recuerdo de este venturoso acontecimiento, tengo el honor de anunciar a todos mis súbditos que de ahora en adelante la educación primaria será gratuita dentro de los límites del territorio estatal». Pero la última frase de su discurso va a suscitar una oleada de comentarios: «Gratuita para los chicos y también para las chicas». En 1911, la mera idea de que las chicas estudien es revolucionaria, y así se lo hacen saber los representantes de la comunidad musulmana a los altos funcionarios del Estado, quienes piden la inmediata derogación de la medida. Pero el rajá se mantiene firme y no cede.
Decidido a hacer de su Estado un faro de civilización y progreso, Jagatjit quiere pasar a la historia como un monarca ilustrado. A pesar de ser conocidos por sus excentricidades, muchos príncipes han conseguido para sus súbditos en sus reinos unas condiciones de vida y unas ventajas sociales desconocidas en la India administrada directamente por los ingleses. Como el maharajá de Baroda, no sólo famoso por su tropa de loros amaestrados capaces de caminar sobre un alambre o de montar en bicicletas de plata en miniatura, sino también porque en 1900 instauró la enseñanza gratuita y, además, obligatoria. O Ganga Singh, el maharajá de Bikaner, que ha transformado ciertas zonas del desierto de Rajastán en oasis de cultivos, de lagos artificiales y de prósperas ciudades. O el de Mysore, que ha financiado una universidad de ciencias que se está haciendo famosa en Asia. O el rajá del diminuto Estado de Condal, hombre sencillo donde los haya, que derogó los impuestos a los campesinos, incrementando las tarifas aduaneras para compensar la merma de los ingresos del Estado. El rajá sueña con ir más lejos, quiere rivalizar directamente con las naciones occidentales. Por lo pronto, la boda de su heredero es una oportunidad perfecta para dar a conocer al mundo entero los avances de Kapurthala. «El rajá tenía mucho interés en impresionar favorablemente a sus invitados europeos. Quería que se llevasen el recuerdo de que su Estado era un lugar exótico y moderno a la vez», escribiría Anita en su diario.
Fueron meses de febril actividad. Todo debía estar perfectamente planificado, estudiado y hasta cronometrado. En una de las visitas a Patiala, Anita solicita el experto consejo de Frankie Campos, Paco, el jefe de las cocinas, quien la ayuda a diseñar los menús, a encargar las viandas, a contratar cocineros y a planificarlo todo. Un tren especial encargado por el rajá, repleto de botellas de agua Évian, de whisky, de vino de oporto, de jerez y de champán llegará de Bombay, con lo que el capítulo de las bebidas estará asegurado.
Las decisiones más espinosas son las relacionadas con el protocolo. Con tantos rajás, nababs, aristócratas y funcionarios, es un rompecabezas planificar dónde duermen, qué comen, qué programa se les propone, y quién se sienta al lado de quién. Hay que tener en cuenta el rango, la religión, la edad, los títulos y las afinidades.
—Las mujeres, sobre todo las inglesas, son muy puntillosas en cuanto al protocolo —le cuenta Paco—. Si se produce un error, quizás el marido acepte el que no se le haya colocado en la posición debida, pero os aseguro que su mujer reaccionará muy indignada. Les importan mucho esas cosas, hija…, será porque no tienen otra cosa en que pensar.
Paco sabe de lo que habla. Le ha traído un librito de unas diez páginas —conocido como el Libro Rojo— que indica el orden de precedencia de todos los puestos civiles y militares.
—Si necesita saber si un inspector de humos contaminantes está un poco más abajo en el escalafón que un registrador de la propiedad sólo tiene que mirarlo en el libro.
Paco es una valiosísima ayuda para Anita, que pone todo su empeño en la labor de organizar los preparativos. Su reputación está en juego, más aún sabiéndose en el punto de mira de las mujeres del rajá. No puede fallar.
Paco le ha aconsejado que viaje a Calcuta para abastecerse. Sólo allí se pueden conseguir los metros de tela necesarios para confeccionar los cientos de manteles, servilletas, juegos de sábanas y de toallas que habrá que preparar, más las cincuenta tiendas que se alzarán en el parque del palacio para acomodar a todos los invitados. Es preciso comprar más cubertería y cristalería y disponer un sinfín de detalles, que van desde los saleros o el insecticida, hasta el papel higiénico, del que Anita, muy previsora, prevé importar un vagón entero.
El rajá decide aprovechar el período previo a la Navidad para acompañarla. Es la temporada del polo y de las carreras de caballos, a las que acude puntualmente la élite de toda Asia. Calcuta, que en 1911 está a punto de perder la capitalidad del Imperio británico de las Indias a favor de Delhi, sigue siendo la ciudad más importante del subcontinente, su capital comercial, artística e intelectual. A pesar de estar un poco deteriorados por tantas décadas de monzones, los edificios públicos, el centro de negocios, los monumentos y las residencias con balaustradas y columnas aún conservan su antiguo esplendor.
Anita y el rajá pasan unos días inolvidables en Calcuta: paseos matutinos en calesa por el inmenso parque del Maidan, a la sombra de los bananos, las magnolias y las palmeras; almuerzos con destacados magnates del comercio, como Mr Mullick, cuyo palacio en el centro de la ciudad encandila al rajá porque es un auténtico museo de arte europeo; veladas de teatro clásico en el Old Empire Theatre; recital de ópera en la mansión de Mrs Bristow, una gran dama inglesa que consigue que las mejores divas y tenores de Europa acudan a cantar a su casa; por las tardes degustación de helados en el restaurante Firpo’s «mejores que en Italia», como reza la publicidad; cenas en el Tollygunge Club seguidas de bailes al son de grandes orquestas… La vida en Calcuta es lo más parecido a la de Londres sin estar en Inglaterra. Las señoras van a la última moda, utilizando los soberbios brocados y tejidos de Benarés y Madras y dedicando la mayor parte de su tiempo en mandar copiar a los sastres indios los últimos modelos de París y Londres. Después de pasar horas «saqueando» grandes almacenes, como los Army and Navy Store, Hall and Andersons y Newman’s, que ofrecen todo lo que se produce en Europa y en América, Anita recala por las tardes en la peluquería francesa de los señores Malvaist y Siret, quienes se extasían ante la lustrosa cabellera de notre raní espagnole. La ilustre pareja de Kapurthala apenas da abasto para acudir a todas las cenas, conciertos y recepciones a los que se la invita. Al ser una gran ciudad, en Calcuta parece haber menos restricciones que en el resto de la India. Un día, estando en las carreras —y para la satisfacción de Anita y del rajá— el gobernador de Bengala lord Carmichael presenta a Anita a su esposa y, de paso, la invita a cenar a la Government House, la sede del gobierno. Es la primera vez que acuden juntos a una recepción oficial. Sólo en una ciudad cosmopolita como Calcuta pueden encontrarse personajes como este lord: modesto, de ademanes suaves, siempre pensando en agradar, aficionado al arte, apicultor en sus ratos libres y autor de una monografía sobre el ciempiés. «No es un inglés como los demás», piensa Anita. Decididamente, Calcuta es el paraíso de la libertad.16
Pero una noticia viene a romper el alegre frenesí de esos días de compras, preparativos y fiestas. La joven Brinda, la novia, no ha embarcado en el buque que debe traerla a la India.
—¿Hay que suspender la boda? —pregunta Anita, horrorizada.
—No. Déjame averiguar qué ha ocurrido.