28

Por fin llega el día de la partida, del primer viaje a casa, a Europa. Lola, la doncella, lleva varios días en un estado de continuo nerviosismo, yendo y viniendo sin ton ni son; de repente se excita tanto que parece que vaya a levitar, cosa harto difícil debido a su volumen y peso. Vuelve a Málaga, de donde no piensa salir en lo que le queda de vida, o por lo menos eso dice. Ha olvidado lo que es ser sirvienta en España: mal pagada, poco respetada y sin futuro. Pero desde la distancia lo ve todo de color de rosa. Odia la India, el picante de las comidas, el calorazo, el aislamiento y los bichos. Por lo demás, vive como una reina. ¡A ver si en España las doncellas disponen de criados que les preparan la comida y les lavan la ropa…! Hace tiempo que Anita ha tirado la toalla con Lola; sólo le interesa perderla de vista. También viajará, como parte del séquito, Mme Dijon, que regresa a Francia hasta que el rajá no solicite de nuevo sus servicios. A Anita le va a costar desprenderse de la francesa, que le ha enseñado tanto y cuya presencia siempre reconfortante le ha proporcionado seguridad y confianza. Sin ella, la vida en Kapurthala será mucho más solitaria e infinitamente más dura.

El marido de Dalima, la nodriza, se ha opuesto a que su mujer acompañe a Anita a Europa. Los demás criados dicen que la nodriza tiene problemas en casa, pero ella es tan discreta que no quiere contarlo. O quizás no pueda. Parece ser que su marido hasta ha llegado a amenazarla con repudiarla si se va. Pero Anita la necesita, y sobre todo el pequeño Ajit, para quien Dalima es una segunda madre. De modo que la española ha solucionado el problema ofreciéndoles una cantidad de dinero que una pobre familia hindú no puede rechazar. Como Dalima no quiere separarse de su hija, la pequeña formará también parte del séquito, integrado por treinta y cinco personas en total.

Dos días antes de emprender el gran viaje, Bibi va a verla para despedirse. Su aspecto desaliñado y su humor sombrío hacen sospechar a Anita que le ha ocurrido algo. Tiene la mirada perdida, como de náufrago:

—¿Qué te pasa, Bibi? —le pregunta la española, que está ordenando ropa desperdigada en montones sobre los muebles de su alcoba. No sólo hay que organizar los baúles para el viaje; hay que dejarlo todo listo para la mudanza al nuevo palacio. A su regreso de Europa, no volverán a vivir en Villa Buona Vista. Ocuparán, por fin, L’Élysée.

Bibi, sentada al borde la cama, se dispone a responder, cuando, de pronto, se le hace un nudo en la garganta y rompe en sollozos.

—Bibi… ¿ha ocurrido algo malo? —Anita piensa en lo peor, en una enfermedad, en una muerte.

—No tengo derecho a estar triste por algo así… —le replica Bibi—. Me había hecho a la idea de que mis padres me mandarían de vuelta a Inglaterra para ingresar en la universidad, pero me acaban de decir que no… Definitivamente, no quieren.

Bibi llora desconsoladamente. Anita está compungida, sin saber muy bien cómo reaccionar. No parece propio de una chica tan fuerte y tan vital como Bibi echarse a llorar por algo que a Anita le parece tan trivial.

—¿Y no puedes estudiar en Lahore?

—No admiten chicas en los colleges, y, además, no hay universidades. Mi padre dice que una chica no tiene por qué hacer estudios universitarios. Quieren que me case y que deje de incordiar…

Se hace un silencio que Anita no se atreve a interrumpir.

—… Pero yo no quiero esa vida, Anita. Quiero hacer algo por mí misma. ¿Qué hay de malo en ello?

—Pues que tu padre no quiere.

—Ya.

Bibi se queda pensativa y hace un esfuerzo por calmarse. Anita le da un pañuelo.

—He estado interna diez años en Inglaterra, Anita. Aunque me siento india soy también de allí. ¿Qué voy a hacer con mi vida en este agujero? Me encanta el Punjab, soy una privilegiada, pero aquí me ahogo.

—¿Quieres que le diga al rajá que intervenga cerca de tu familia?

—¡Huy, no! Eso sería peor y no serviría de nada. No hay nada que hacer. Conozco a mis padres y no cederán. Para ellos, mi formación ha terminado. Sé tocar el piano, jugar al tenis y hablo inglés con el acento debido. Con eso, se dan por satisfechos. Pero yo no. No creen que lo que he aprendido sirva para algo. ¡Lo que es útil a los demás les parece vulgar!

—En mi tierra dicen que no hay mal que por bien no venga —añade Anita, sin saber que ese refrán, en el caso de Bibi Amrit Kaur, adquirirá un significado cuyo alcance ninguna de las dos pueden sospechar ahora—. No te sulfures tanto, hija, ya saldrás adelante…

—Que tengas un buen viaje, Anita. Te echaré de menos —le dice Bibi al abrazarla.

Bibi es desconcertante, una mezcla de india y europea, de aristócrata y de mujer sencilla, de señorita y de samaritana a la vez. «¡Pobre! ¡Qué sola se encuentra!», se dice Anita al verla desaparecer montada en su caballo por la verja de la villa. La española la comprende perfectamente porque también vive entre dos mundos, sin pertenecer del todo a ninguno. Nada une tanto a dos personas como el hecho de sentirse marginadas, distintas a las demás, desarraigadas; nada cimienta más la amistad que el hecho de entender la soledad del otro.

* * *

¡Qué distinto parece Bombay en este viaje! En su última estancia, a su llegada a la India, Anita se sentía intimidada por el bullicio de la ciudad. Hoy la encuentra imponente, con sus sólidos edificios frente al mar, sus mansiones coloniales, su puerto lleno de vida y sus bulliciosos mercados cuyos olores le son ya familiares. Reconoce la fragancia de los nardos al pasar frente a un altarcillo, el olor picante de los chiles fritos en salsa de curry, los efluvios dulzones del ghi, la manteca que usan los confiteros, o el inconfundible aroma de los bidis, los cigarrillos de los pobres hechos con una hoja de tabaco rellena de picadura. Hoy sabe distinguir a un indio del sur de otro del norte, a un brahmín de un marwari,14 a un jain de un parsi, o a una musulmana bohra de una chií. Sabe lo que es una mezquita, una Gurdwara o un templo hindú. Sabe quién es un mendigo de verdad y quién finge ser deforme para ablandar corazones. Sabe regatear en los puestos cercanos al hotel Taj, donde compra las últimas baratijas para regalar en Europa. Cuando se le ocurre soltar una frase en urdu o en hindi, el tendero abre los brazos, como si estuviera frente a una diosa del panteón hindú, ya que es muy raro encontrarse con una blanca que sepa unas palabras en alguna de las lenguas del país.

Bombay es la auténtica puerta de la India, a sólo veinte días de navegación de Europa. Para protegerse lo máximo posible del sol, el rajá ha reservado los mejores camarotes del S.S. América —de la naviera inglesa P&O (Peninsular and Oriental)—, es decir, los que dan a estribor. La navegación es tranquila, sin la mala mar de aquel primer viaje. Los conciertos al atardecer, las partidas de bingo y las charlas con los demás pasajeros —ilusionados ante el regreso a casa— hacen que el viaje parezca corto.

Al llegar a Marsella se sorprenden al ver que se han convertido en una pareja famosa en Europa, vistos los fotógrafos y periodistas que les esperan al pie de la pasarela del barco. Aunque el rajá está molesto debido a la impertinencia de las preguntas que les formulan, Anita hace un esfuerzo para intentar responderlas, aunque a veces le cueste hacerlo. «Princesa, ¿es cierto que come carne de serpiente todos los días?». «¿Será su hijo rey de la India algún día?». «¿Es verdad que vive encerrada en un harén?». «¿Qué tal se lleva con las otras esposas de su marido?». Las respuestas pausadas de Anita, que revelan la normalidad de su vida, les parecen decepcionantes. Les encantaría escuchar que almuerza serpiente adobada a diario, que su hijo será emperador y que ella es la reina del harén. Aun así, la historia de la andaluza convertida en princesa de Las mil y una noches despierta pasiones.

A la llegada a París, el andén de la estación de Austerlitz está igualmente poblado de periodistas que les lanzan una lluvia de preguntas indiscretas, pero entre el gentío, entre los maleteros cargados de bultos y los carritos llenos de los baúles del impresionante séquito, Anita vislumbra la silueta un poco encorvada de su padre, el bueno de don Ángel Delgado acompañado de doña Candelaria y de su hermana Victoria, que vive en París con su marido americano. Los Delgado han viajado desde Madrid para la reunión familiar, porque Anita y el rajá no podían desplazarse a España por falta de tiempo. «Parece como si hubieran encogido», se dice Anita sorprendida. Los ve más enjutos y más frágiles, aunque muy bien vestidos, su padre tocado con una chistera de fieltro gris y doña Candelaria luciendo un abrigo de astracán y un sombrero de plumas de avestruz. Detrás de ellos está su hermana Victoria, con el vientre abultado. «Mis padres no paraban de abrazar y de besar al pequeño Ajit, al que llamaban “mi indiesito”. Victoria no hacía más que mirarlo y achucharlo como si fuera un juguete, tal vez pensando que pronto tendría a otro parecido en sus brazos, pero de su propia carne…».

Teniendo a su familia en París, la vida social se le hace cuesta arriba. Las cenas en casa de los aristócratas amigos de su marido la cansan. Preferiría mil veces cenar con sus padres, después de haber bañado y acostado a su hijo con la ayuda de Dalima. Los pequeños placeres de la maternidad le sirven para compensar la agitación y la frivolidad de su vida social. Pero éste es el precio que tiene que pagar por formar parte de la pareja más solicitada del tout París. El rajá está feliz porque se siente el centro de atención y porque en las cenas con marquesas y duques se codea con los grandes personajes del momento: los escritores Marcel Proust, Émile Zola y Paul Bourget, el gran coreógrafo ruso Sergei Dhiaghilev, etc. Sentirse parte de ese mundo le proporciona una íntima y profunda satisfacción. Pocos príncipes indios pueden presumir de ello, y menos aún de poner a la India de moda en Europa. ¿No le acaba de anunciar Dhiaghilev el próximo estreno de su ballet El dios azul, cuyo tema, inspirado en la India, se le ha ocurrido después de haberle conocido?

El rajá hace de su vida social el centro de su existencia, porque, además de gustarle, tiene grandes planes para el futuro inmediato: la boda de su hijo Paramjit, el heredero de Kapurthala, con la princesa Brinda, que ahora termina sus estudios en París. Dicha princesa es hija de un viejo amigo suyo venido a menos, el maharajá de Jubbal. En Cartier le compra a su hijo el reloj de moda, el Santos Dumont, llamado así en homenaje al aviador brasileño famoso por haber conseguido volar en un aparato más pesado que el aire, y al que, además, ha tenido el placer de conocer en un viaje anterior. A su nuera le compra otro reloj de pulsera, hexagonal, con brillantes incrustados. Y seis más para su propia colección.

El rajá quiere que la boda sea un acontecimiento social de primer orden. Será también la ocasión de inaugurar el nuevo palacio donde residirá con Anita. Sus primeras gestiones van encaminadas a fletar un buque de pasajeros para transportar desde Marsella a Bombay a los quinientos ingleses y a los trescientos franceses invitados, a quienes piensa agasajar a lo grande. Quiere que sea una celebración brillante, original y suntuosa, como suelen ser las bodas de los herederos en los principados indios.

—Te voy a presentar a Brinda, la prometida de mi hijo —le dice un día a su mujer—. Ella será un día la primera maharaní de Kapurthala. Quiero que os hagáis amigas.

La futura nuera tiene la edad de Anita. Aunque parece una francesa por sus gestos y su manera de hablar, es una hindú rajput de alta casta. Con el pelo castaño claro recogido en bucles, grandes ojos negros, una boca fina y bien dibujada y la tez color del trigo, Brinda es una joven de maneras desenfadadas que estudia en el exclusivo convento de L’Ascention, donde se han educado generaciones de niñas de la buena sociedad parisina. El rajá ha insistido en que su nuera tuviera una educación francesa —y es él quien corre con los gastos—, contratando además los servicios de una dama de compañía llamada Mlle Meillon. Los tres cenan en Maxim’s y cuando el rajá se pone a hablar de sus faraónicos planes con respecto a la boda, a Brinda se le abren mucho los ojos. ¿Sorpresa, ilusión o espanto? Anita no sabe muy bien cómo interpretar esa mirada. Brinda dice que es muy feliz en París y que le gustaría que esa etapa de su vida no acabase nunca. No parece tener ningunas ganas de volver a la India, ni siquiera para ser princesa. Algo en ella le recuerda a Bibi, quizás su facilidad para desenvolverse en ambos mundos. Pero Brinda es más india y mundana, y carece de la vena rebelde que hace a Bibi tan singular. Por eso es difícil saber qué piensa o conocer sus sentimientos. Las indias están acostumbradas desde la infancia a seguir el camino que les han marcado sus padres, sin oponerse a ello ni cuestionarlo. Cuando se quedan solas, Brinda le cuenta a Anita que ha visto a su futuro marido una única vez, cuando tenía diez años y él doce, con motivo de la presentación formal, porque ya estaban prometidos desde su primera infancia. Le pareció un muchacho serio, tenso y con aire sombrío. No se dijeron nada y desde entonces no se han vuelto a ver.

Lo que ni el rajá ni Anita pueden sospechar es que Brinda está viviendo un auténtico calvario de amor y que quizás no aparezca en Kapurthala el día de la boda. La idea de regresar a la India para casarse con un hombre al que ni conoce ni entiende se le hace ahora insoportable. Brinda «se ha dejado contaminar por Occidente», como dirían las malas lenguas. Está locamente enamorada de un oficial del ejército francés, un individuo alto y rubio llamado Guy de Pracomtal, con quien mantiene un secreto y apasionado romance. El encuentro con su suegro y Anita le hace darse cuenta de que el momento de embarcar en el viaje más largo de su vida se está acercando inexorablemente. Y es un viaje que le repugna emprender. Sufre porque no se siente tan europea como para sacrificarlo todo por amor, ni tan india como para aceptar el destino que le han trazado. Está pensando seriamente en huir y en desaparecer en brazos de su amado. ¿Tendrá el coraje de hacerlo?

Entre las visitas a grandes joyeros, a quienes encarga nuevos diseños con las piedras traídas de la India, las cenas en los mejores restaurantes y los paseos a caballo por el Bois de Boulogne, en cuyo club hípico el rajá sigue manteniendo su cuadra, el tiempo pasa volando. Anita, a pesar del placer que le proporciona montar a Lunares, sólo piensa en estar con los suyos. Quiere aprovechar al máximo el poco tiempo de que dispone. Las noticias que llegan de Madrid son entrañables: los tertulianos, que ahora se reúnen en la Horchatería de Candelas, insisten en ser condecorados por Su Alteza, especialmente Valle-Inclán, que no quiere morirse sin visitar Kapurthala. El gran autor de zarzuelas Felipe Pérez y González le ha dedicado a la insigne pareja un poema, que aparecería impreso por las calles de Madrid en enero de 1908:

Un rajá que de la India vino aquí,

a cierta bailarina conoció,

que es una malagueña de mistó,

más linda y más graciosa que una hurí…

Anita se ríe de buena gana con todas esas noticias de un Madrid cuyas calles se muere de ganas de volver a pisar. Mientras, se esfuerza por contestar a todas las preguntas que sus padres le hacen sobre su vida. Intenta explicarles cómo transcurre su existencia de princesa, pero le resulta difícil contarles cómo es la India. ¿Cómo describir la devoción del pueblo de Kapurthala cuando entró en la ciudad a lomos de elefante después de la boda? ¿O el calor previo a los monzones, el bautizo en Amritsar, las garden parties, las fiestas en Patiala, los atardeceres en el campo, la miseria y el lujo? Es un mundo demasiado lejano y demasiado distinto para que puedan imaginárselo; además, Anita no quiere entrar en detalles para no preocuparlos. No desea hablarles del trato que recibe de los británicos, ni de sus malas relaciones con las mujeres del rajá.

—¿Pero el niño está bautizado o no?

Doña Candelaria está obsesionada por la salud espiritual de su nieto. Es como una idea fija que no consigue quitarse de la cabeza.

—Ya te he dicho que sí. Está bautizado en la religión de su padre.

—En mi vida he oído hablar de esa religión síh. Yo quiero saber si está bautizado de verdad.

—¿A qué te refieres? ¿A que un cura lo haya bautizado en una iglesia? Pues no, madre… Allí ni hay curas ni iglesias, y si los hay son para los ingleses.

—Pues eso me parece muy grave, Anita. A este niño hay que bautizarlo en serio. Si le pasa algo así, de pagano, está condenado al fuego del infierno de manera perpetua. Hay que salvarlo.

Una mañana, aprovechando que su hija y el rajá se han ido de viaje a Biarritz y han dejado el niño a su cargo, doña Candelaria lo coge en brazos y sin decirles nada ni a Dalima ni a don Ángel se lo lleva a la calle. Ni corta ni perezosa, se mete en la Catedral de Notre-Dame: «En un tris tras —contaría Anita en su diario—, sin preámbulos ni rezos, cristianó a su nieto en la misma pila de agua bendita de la entrada».

Cuando a su regreso de Biarritz doña Candelaria le dice a su hija que ya puede dormir tranquila, que Ajit está salvado como cristiano, y le cuenta los detalles de lo que ha hecho, Anita se asusta.

—Madre… ¡Por Dios! ¡Como se entere el rajá!

—No he hecho nada malo.

—Como se entere, va a enfadarse mucho.

—Total, no creo que un poco de agua bendita pueda hacerle ningún mal a un síh.

—Me tienes que prometer que no vas a abrir la boca… Ni papá ni Victoria tampoco.

—No tiene por qué enterarse nadie, hija… Te lo prometo.

Después de un silencio, Anita se queda mirando fijamente a su madre, como queriendo preguntarle algo, pero sin atreverse:

—Oye… ¿y cómo le has llamado? —dice por fin, carcomida por la curiosidad.

—Ángel, como su abuelo. Por si las moscas, que vete tú a saber.

Para Anita Biarritz ha sido el escenario de otro desagradable incidente con los ingleses. Por un error de protocolo, la suite donde se han alojado en el Hotel du Palais era contigua a la del rey de Inglaterra, Eduardo VII. Parece ser que el monarca, que no es precisamente conocido por la rectitud de sus modales, no ha hecho ningún comentario, pero sus ayudantes de campo han elevado una enérgica protesta ante la dirección del hotel. ¡Menudo escándalo tener como vecino a un rajá amancebado con una bailarina española! La anécdota ha sido la comidilla de las damas de la nobleza y de los miembros del séquito. Pero por otro lado esos mismos que se dedican a escupir veneno se quedan mudos de admiración ante la curiosa pareja cuando ambos hacen su aparición en la cena de gala: él luciendo un broche de tres mil diamantes y perlas en los pliegues del turbante, y ella espléndida con su media luna de esmeralda en la frente. Ambos se mueven en sociedad con tanta soltura que parece que han nacido para ello. Anita tiene tanta facilidad para tratar con desconocidos que deja perplejos a todos, y además posee un talento misterioso para entenderse en cualquier idioma con quien sea y en cualquier parte. No es extraño, pues, que los fotógrafos y reporteros, como perros de caza, estén al acecho del más mínimo de sus movimientos.

Antes de partir hacia Londres para luego embarcarse de regreso a Bombay, Anita le entrega a su madre un paquete grande y pesado envuelto en papel de regalo.

—Madre, quiero que lleves esto a Málaga. Es una promesa que le he hecho a la Virgen de la Victoria por haberme salvado en el parto.

Al desenvolverlo, doña Candelaria lanza un suspiro de exclamación. El manto de la Virgen, salpicado de piedras preciosas, es una obra de arte.

—Los obreros de los talleres de la rué de la Paix han tardado más de un año en confeccionarlo. Quiero que le digas al obispo que es un donativo que les hago a mis paisanos y a la Virgen, para que en su fiesta luzca como la más guapa de España.

Las despedidas son tristes, como siempre. Anita no está segura de que pueda volver el año próximo. Se lleva los libros —la Historia de España y El Quijote— que les había pedido a sus padres para no olvidar el español. Siente una gran nostalgia de Madrid, de Málaga y de sus amigos, así como de los olores, los colores y los ruidos de España. De sus raíces. Como presintiendo lo que en ese momento está cruzando por la cabeza, de su hija, su madre le dice:

—Por cierto, ¿sabes que Anselmo Nieto se ha casado?

Ella recibe la noticia con una leve punzada en el corazón. Anselmo, el pintor con aire de torero, el eterno aspirante, se ha cansado de esperarla. Es lógico, pero en el fondo a Anita le gustaba saber que en la distancia alguien se moría de amor por ella. Vanidad de mujer, aunque, si se hubiera detenido a pensarlo, hubiera apartado ese sentimiento de su cabeza tildándose de egoísta.

—Su mujer se llama Carmen —prosigue doña Candelaria—, y acaban de tener una niña. Él volvió de París al poco de marcharte tú a la India. No le va mal, participa en muchas exposiciones con un grupo de jóvenes que se hacen llamar «independientes».

—Me alegro de que le vaya bien —contesta Anita con una punta de tristeza en la voz, reflejo de vanidad herida más que de pena por haber perdido a un hombre que para ella tan sólo había sido una ilusión. A nadie le gusta perder un pretendiente.