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El rajá sabe que no ha sido siempre así. Hubo una época en la que los ingleses no vivían como una minoría encerrada en sus cuarteles, sus fuertes, sus palacios y sus barrios, horrorizados ante la idea de mezclarse con los demás, o que los demás se mezclasen entre ellos. Hubo un tiempo en que los virreyes británicos no ponían en práctica medidas que alejaban a los indios de los europeos, como ahora. Hubo un tiempo, al principio de la colonización inglesa, que era al revés: las ideas y las gentes se mezclaban libremente. La frontera entre las culturas era borrosa.

Los ingleses que al principio se afincaron en la India no eran individuos arrogantes, imbuidos de superioridad racial, como estos virreyes y gobernadores con mentalidad victoriana capaces de invertir una considerable energía en cercenar los movimientos de una española de 18 años casada con un rajá. Eran hombres que venían de una sociedad más puritana, más áspera y dura que la India. No llegaban a un mundo virgen poblado de tribus analfabetas recién salidas del neolítico; la India no era América. Venían a un país que arrastraba una civilización de miles de años, fruto de una intensa mezcla de culturas, religiones y etnias. Una civilización con un alto grado de refinamiento y tolerante en las costumbres.

Aquellos ingleses adoptaban hábitos de la nobleza local como el de coger una compañera, una bibi, como se la llamaba. Las bibis procedían de todo el espectro social, desde cortesanas y mujeres de la alta sociedad a ex esclavas y hasta prostitutas. En un territorio inmenso trufado de reinos y principados, no faltaban cortesanas. Algunas eran muy sofisticadas, como Ab Begum, que en el siglo XVII aparecía desnuda en las fiestas de Delhi, pero nadie lo notaba porque se pintaba de los pies a la cabeza como si estuviera vestida con pantalones, y hasta las pulseras eran dibujos.

El rajá mantiene con los ingleses una relación de amor-odio. Los admira y le repugnan a la vez. Piensa que han perdido la memoria, que se niegan a recordar lo rudos y salvajes que eran porque no quieren reconocer todo lo que la India les ha enseñado. Empezando por la higiene. De las bibis que ahora tanto desprecian aprendieron a lavarse, lo que nadie hacía en la Europa de aquella época. Empezaron con abluciones como los indios, es decir vertiendo cántaros de agua sobre el cuerpo y más tarde se aficionaron al baño o la ducha diarios. Han olvidado que la palabra «champú» viene del hindi, y que significa «masaje». Han olvidado lo enamorados que estaban de sus bibis, que les atendían la casa, mantenían orden entre la servidumbre, y les cuidaban cuando estaban enfermos. De ellas aprendieron hasta a hacer el amor, gracias a la inagotable fuente de prácticas sexuales del Kamasutra. Muchas posturas consideradas normales por ellas eran o bien desconocidas por la mayoría de los británicos o consideradas depravadas o malsanas en Europa. A ellas les parecía que los ingleses no sabían hacer el amor, que lo hacían a lo bruto y precipitadamente, no como los jóvenes indios que conocían las mil maneras de prolongar el juego amoroso y los placeres del coito. ¿Acaso no comparaban a los soldados británicos con «gallitos de pueblo», incapaces de ganarse el corazón de una india a causa de su brusquedad sexual? Gracias a las indias, los ingleses pudieron dar rienda suelta a las fantasías eróticas más sofisticadas.

Los ingleses de la India han olvidado que en aquellos tiempos sus compatriotas trocaban las botas de cuero y los cascos de acero por sofisticadas sedas, aprendían algún idioma de la India, disfrutaban escuchando recitales de cítara en el desierto y comían con los dedos. El arroz sólo con la mano derecha, reservándose la mano izquierda para la higiene personal, a la manera de hindúes y musulmanes. Dejaban de mascar picadura de tabaco y pasaban a tener la boca enrojecida por el hábito de masticar nuez de betel. De aquella época viene la expresión «hacerse nativo».

El caso más extremo fue sin duda el de Thomas Legge, un irlandés que, al morir su mujer, se apartó del mundo y se convirtió en faquir. Acabó viviendo de las limosnas como los santones hindúes y durmiendo en una tumba en el desierto de Rajastán. Hacía prácticas espirituales conteniendo la respiración, totalmente desnudo y con el tridente de Shiva en la mano.

Otro caso muy sonado fue el de George Thomas, arquetipo del aventurero europeo. Después de servir a los rajás del norte de la India, consiguió labrarse su propio reino en el Punjab occidental convirtiéndose en el rajá de Haryana12. En Inglaterra le llamaban el «rajá de Tiperrary». Se construyó un palacio, acuñó su propia moneda y se hizo con un harén nada despreciable. Tanto se indianizó que olvidó su lengua materna y al final de su vida sólo hablaba urdu. Su hijo angloindio se convirtió en un famoso poeta que declamaba versos de Ornar Khayyam en las mushairas13 de la vieja Delhi. La gracia es que se llamaba Jan Thomas.

Los más altos representantes del imperio también se transformaban. ¡Cómo le gustaría al rajá recordarle al virrey que sir David Ochterlony, máxima autoridad británica en Delhi en los últimos tiempos del imperio mogol, recibía tumbado en un diván, chupando un narguilé, vestido con un faldón de seda, tocado de un gorro mogol y siendo abanicado por criados con plumas de pavo real! Todas las noches, sus trece mujeres le seguían en procesión por la ciudad, cada una montada en su propio elefante lujosamente enjaezado. Aunque vivía como un príncipe oriental, defendía a capa y espada los intereses de la compañía. En aquellos tiempos, lo que era bueno para Inglaterra lo era también para la India, y viceversa.

Pero hubo un momento en que los ingleses se dieron cuenta de que la aculturación y la mezcla de razas era perjudicial para el afianzamiento del imperio. La mezcla amenazaba con crear una clase colonial de anglo-indios capaces de desafiar al poder británico, como les ocurrió en Norteamérica, para su gran humillación. La supervivencia del Raj no podía admitir que hubiera «criollos al estilo indio». De modo que la mentalidad fue cambiando, poco a poco, y un sentimiento de superioridad moral e individual fue apoderándose de la sociedad británica. La conciencia racial, el orgullo nacional, la arrogancia y el puritanismo reemplazaron a la curiosidad y a la tolerancia. El ambiente se fue haciendo cada vez más irrespirable para los hombres que mostraban demasiado entusiasmo por sus mujeres indias, sus hijos mestizos y las costumbres locales. Una batería de leyes prohibió que los hijos de las uniones entre europeos e indias fuesen empleados por la Compañía de las Indias Orientales. Más tarde, otra ley vino a prohibir que cualquier angloindio se alistase en el ejército, excepto como «músicos, gaiteros o herradores». También se les prohibió ir a estudiar a Inglaterra. Un poco más tarde, una ley prohibió que los funcionarios fuesen a trabajar vestidos de ropa no estrictamente europea: adiós a las cómodas babuchas, a los pijamas que acabaron convirtiéndose en prenda de dormir exclusivamente, a las anchas kurtas perfectamente adaptadas a los rigores del clima indio. El ejército británico emitió una serie de ordenanzas para prohibir que oficiales europeos participasen en el festival de Holi, la fiesta de los colores, la mayor celebración del calendario hindú. A un relojero escocés, fundador del Colegio Hindú de Calcuta y que murió de cólera, le negaron un entierro cristiano, alegando que se había hecho más hindú que cristiano.

El número de bibis indias incluidas en los testamentos empezó a declinar hasta desaparecer por completo. Y los ingleses que habían adoptado costumbres indias comenzaron a ser ridiculizados por los nuevos representantes de la compañía. Hasta el hábito que tenían los blancos de fumar narguilé se extinguió. Los europeos dejaron de interesarse por la cultura india, como si estuvieran convencidos de que ya nada les podía aportar. La India se había convertido en un Eldorado, en una tierra para conquistar sin dejarse conquistar por ella. William Palmer, un banquero inglés casado con una begum y que vivía como un príncipe mogol, tuvo una premonición cuando escribió a principios del XIX: «Nuestra arrogancia y nuestra injusticia van a traernos la venganza de una india unida. Ya ha habido algunas insurrecciones…». Cincuenta años después de haber escrito esas palabras, el motín de 1857 dio la puntilla final a la confianza mutua que había existido entre ambos pueblos, entre ambos mundos.

Desde entonces, Oriente y Occidente han seguido alejándose el uno del otro, y ahora el rajá y Anita son víctimas del abismo que se ha ido creando. Que un indio quiera vivir en Europa y se vista con traje y corbata no sorprende a nadie, pero que una europea se case con un indio, vaya a vivir a la India, se vista como una princesa oriental y viva a su antojo es considerado un escándalo. Que los franceses se lleven los templos de Angkor a París está bien visto, pero que el rajá quiera importar estatuas francesas para su parque se considera una excentricidad. ¿Tendrá razón Kipling cuando dice «oriente es oriente, occidente es occidente y los dos nunca se encontrarán»? El rajá quiere pensar lo contrario. El eco de un pasado más liberal alberga la esperanza de que arribos mundos se reconcilien. Ésa es la vocación profunda que ha sentido siempre, desde que volvió fascinado de su primer gran viaje a Europa y América. Y, en su pequeña y modesta escala, piensa dedicar su vida a ello.