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Son tantos los criados y tan intenso el chismorreo que es difícil mantener la intimidad y la privacidad. Al final, todos se enteran de todo gracias a la intrincada red de comunicaciones que los sirvientes de los diversos palacios mantienen entre sí. En Kapurthala todo se sabe, incluso antes de que sea cierto. A la fiel Dalima le han llegado rumores de la furibunda reacción de Harbans Kaur al enterarse de que Anita participará en la puja del cumpleaños, una de las ceremonias consideradas íntimas por la familia. Esa nueva imposición del rajá hace que la guerra sea cada vez más abierta. Guerra entre el peso de la tradición, que reclaman sus mujeres, y la voluntad del soberano. ¿Qué podrá más, tres mil años de costumbres o el amor del príncipe por Anita?

La española hubiera preferido no asistir a la ceremonia, ahorrándose el mal trago de estar presente en un lugar donde su presencia levanta ampollas. No le gusta ser el blanco de todas las miradas y de todos los comentarios, sobre todo sabiendo que no pueden ser elogiosos. En esa guerra, ella es el campo de batalla.

Pero acude con su esposo al palacio de las mujeres, en el centro de la ciudad, un lugar que no ha vuelto a pisar desde su boda. Camina erguida, el porte altivo, vestida de princesa oriental con un sari que le oculta parte del rostro, y adornada con las joyas que le ha ido regalando el rajá. Lleva en la frente una espléndida esmeralda en forma de media luna. «Como todo se pega con la convivencia, a mí se me contagió la afición que tenía mi marido por esas chucherías y poco a poco me iba haciendo con un joyero de bonitas piezas», escribiría en su diario. La esmeralda ha sido el último de los regalos, un capricho de Anita, que intuye que las joyas son su única seguridad. Esta piedra se utilizaba para adornar al elefante más viejo de la cuadra de palacio, hasta que Anita, al asistir a su primer desfile, se fijó en ella: «Era una pena que un elefante luciese una esmeralda tan hermosa, así que se la pedí al rajá».

—Ya puedes decir que has conseguido la Luna —le dijo su marido al ofrecérsela, envuelta en papel de seda sobre una bandeja de plata que portaba un viejo tesorero—. Me ha costado trabajo dártela.

Y es verdad, no ha sido fácil. Quitarle la joya al elefante para dársela a Anita ha supuesto un desafío a la tradición, un gesto que seguramente ha provocado cascadas de rumores. Pero lo ha hecho adrede, para apoyar a su mujer, a sabiendas de que todo lo que hace se escudriña y comenta milimétricamente en la corte. «¡El rajá le ha regalado la luna del elefante!». La noticia no ha tardado en extenderse. El mensaje subrepticio que conlleva su decisión quiere dejar bien sentado que es capaz de cualquier cosa por su mujer. Más que un regalo, ha sido un acto político.

Anita, discreta y presente a la vez, le sigue el juego. Para la puja del cumpleaños, ha cuidado su atuendo y su maquillaje con esmero. Quiere estar resplandeciente, porque inconscientemente sabe que ése es su mejor argumento. ¿Cómo negarle al príncipe el placer de estar unido a una mujer tan bella? ¿Qué esposa sería tan cruel para hacer algo así? Anita va entendiendo la lógica del harén, que gira en torno al bienestar y al placer del señor de la casa.

La ceremonia transcurre en la más absoluta normalidad, en una sala cuyas paredes están decoradas con trocitos de espejos que forman figuras de flores. La luz de las velas colocadas en pequeños altarcitos empotrados se refleja en los miles de espejitos centelleantes. Las mujeres han evitado saludarla, excepto Rani Kanari, la única que siempre se muestra afable y cálida con ella. Le pregunta por el pequeño y Anita, que ya entiende un poco de urdu, le contesta que se lo traerá un día de visita. Kanari sigue siendo una mujer atractiva, a pesar de las bolsas que tiene bajo los ojos y de su rostro hinchado por tantos dry martini. Sentadas alrededor del sacerdote y del rajá en colchones de seda cubiertos de cojines de brocado y apoyadas en grandes almohadas de terciopelo rojo, las mujeres leen los textos sagrados e invocan al Altísimo para que su amo, dueño y señor disfrute de larga vida y prosperidad. Es una imagen que evoca una armonía doméstica digna de un emperador mogol, pero, sin embargo, en el fondo de ese mar aparentemente tranquilo hay corrientes violentas y amargos sentimientos de abandono. Las miradas que a hurtadillas se cruzan las mujeres en los reflejos de los espejitos están llenas de curiosidad y resentimiento. «Hoy tan joven y lozana —parecen pensar—, pero ¿y mañana? ¿Qué pasará mañana cuando esa tez tan lisa pierda su resplandor, cuando esa piel de porcelana empiece a mostrar los estragos de la edad, cuando del fuego del amor sólo queden brasas, si es que quedan?…». Harbans Kaur sabe que es cuestión de tiempo: Anita caerá como un mango demasiado maduro. Es ley de vida. Conoce a su marido, y sabe de sus caprichos y de su gusto por la lujuria. Sólo espera que, mientras dure su idilio con la extranjera, no haga demasiadas barbaridades. «¿Qué le habrá regalado que nosotras no sepamos?», parece preguntarse al observar la media luna del elefante sobre la frente marmórea de la española. «¿Por qué se empeña en llevarla a todas partes, en mostrarla como si fuera un animal de feria? ¿No se da cuenta de que pierde casta al actuar así?». Harbans Kaur piensa a la antigua y, aunque es cierto que su marido «pierde casta» al actuar así, eso sólo sucede entre los círculos más tradicionales, entre las familias de rancio abolengo que viven aisladas del mundo en los valles del Himalaya, en las montañas del Sur o en el desierto de Rajastán. La India ha cambiado, pero la mujer del rajá no lo sabe porque no ha podido comprobarlo. El único viaje que ha hecho en su vida ha sido el que realizó con motivo de su boda: de la casa de sus padres, en las profundidades del valle del Kangra, a la zenana del rajá.

Harbans Kaur no sabe que Anita llama la atención allí donde va, que los príncipes pugnan por sentarse a su lado en las cenas y por escuchar su risa de paloma joven, y hasta que algunos han quedado prendados de su encanto, como afirman las malas lenguas refiriéndose al nizam de Hyderabad. Su fama de mujer bella, graciosa y original la precede en los principados vecinos, que ella y el rajá visitan en su primer año en Kapurthala. Anita es la mujer que muchos quisieran tener: joven, divertida y llena de frescura. Amiga y amante a la vez. Lo contrario de una india a la antigua usanza como Harbans Kaur, que tiene prohibido por la ley del purdah11 el mezclarse socialmente con hombres que no sean su esposo.

Anita es bastante desinhibida. No le da vergüenza preguntar lo que no entiende, como hace con el nabab de un Estado vecino, que recibe a los esposos en visita protocolaria en un banquete de setenta comensales servido en platos y cubertería de oro:

—Alteza —se atreve a preguntarle al nabab, que la ha sentado a su derecha, lejos del lugar que ocupa el rajá—. ¿Por qué os servís jamón asado y champán, siendo ambos alimentos prohibidos por vuestra religión? ¿No sois acaso musulmán chií?

Sus maneras, el acento con que intenta expresarse en urdu y la pregunta, ingenua pero atrevida, hacen estallar de risa al nabab, quien, sorprendido, le responde en voz baja, con complicidad:

—Sí, Anita, pero ejerzo mis poderes: bautizo los alimentos y les cambio el nombre. Al cerdo le he puesto el nombre de faisán y al champán el de limonada, de manera que no puedo pecar al consumirlos.

Y el anfitrión, a carcajada limpia, da órdenes a los criados para que les llenen, a él y a su vecina de mesa, el plato y la copa. Como muchos de sus colegas, este nabab vive por encima del bien y del mal. ¿Qué significan las restricciones religiosas para unos soberanos que se creen de origen divino? Los ritos y las prohibiciones son para los hombres, no para los dioses.

También Bhupinder Singh «El magnífico», el maharajá de Patiala, es sensible a los encantos de Anita y, cuando la recibe en la fiesta que da en honor de los nuevos virreyes, hace como si la conociese de toda la vida. Quiere rendirle los máximos honores, y que en la mesa se siente a su lado, pero los responsables ingleses del protocolo no se lo permiten. Bhupinder y Anita tienen la misma edad y ambos son blanco de la ira de los ingleses; Anita por haberse casado con un príncipe y Bhupinder por su fama de consumado mujeriego. Las fiestas eróticas de su piscina se han hecho famosas hasta en Inglaterra, y los rumores sobre las vírgenes de las montañas y el culto sexual a la diosa Koul tienen a los ingleses muy preocupados. Tanto es así que han suspendido su entronización «hasta que se comporte mejor». Temen que acabe como su padre, sucumbiendo a las malas influencias y a su amor por el alcohol y las mujeres: «Cuando empiezan a torcerse —reza una carta del gobernador del Punjab al jefe del departamento Político—, los hombres de esa familia corren hacia su ruina». Los ingleses han decidido posponer un año la entronización, hasta que sea capaz de demostrar que puede llevar las riendas de su Estado. Bhupinder ha reaccionado «haciéndose el bueno», e invitando al nuevo virrey lord Minto y a su mujer a Patiala, así como a numerosos amigos y príncipes, entre los que se encuentran Anita y el rajá. Para ella, Patiala es como Kapurthala multiplicado por cien; las dimensiones del palacio —«que no se acaba nunca», como lo describió Kipling—, el tamaño de los parques, del lago y de la piscina, el centenar de automóviles de lujo, los animales salvajes encadenados a la sombra de mangos centenarios, etc., despiertan su admiración. Es el reino de la desmesura y por eso Bhupinder Singh, «El magnífico», no desentona en él. Al contrario, es un personaje a la medida del lugar donde vive.

Impresionados por ese «muchacho que mide casi dos metros, pesa cien kilos y luce ropas de brocado y joyas de ensueño», los Minto son agasajados con un desfile de medio millar de soldados sijs a caballo, espectacularmente uniformados y pertrechados; con un partido de polo al que asisten diez mil personas, y con cacerías y cenas celebradas en el palacio. Paseándose alrededor del lago, a lady Minto no le pasa inadvertida la estatua que ha mandado colocar Bhupinder en el parque. Representa a la reina Victoria con una inscripción que reza: «Victoria, Reina de Inglaterra, Emperatriz de la India, Madre del Pueblo».

—No se puede ser más leal —comenta la mujer del virrey, empezando así el proceso de rehabilitación del díscolo maharajá.

Los oficiales ingleses encargados del protocolo hacen todo lo que pueden para ocultar a la española y sobre todo para alejarla del contacto con las damas inglesas de alto rango. Las órdenes son las órdenes. Pero tanto celo tiene un efecto contraproducente: azuza la curiosidad. Resulta que las señoras, que de palabra desprecian a la española, en el fondo se mueren de ganas de conocerla, o por lo menos de echarle un vistazo: «¿Qué tendrá para que se hable tanto de ella? ¿Será tan guapa como dicen los príncipes? ¿Qué le habrá encontrado el rajá a esa chica? ¡Otra que sigue los pasos de Florrie Bryan!», comentan, mientras la buscan con mirada afilada. Hay tantos invitados y europeos trabajando allí que a Anita no le afectan los esfuerzos que unos y otros hacen para marginarla, observarla, disecarla y analizarla. Ella los ignora porque en el fondo se siente libre. Si este mundo se desmoronase, tiene otro en el que apoyarse: el de su familia y sus amigos en España. Pensar en ellos es el mejor refugio contra el sentimiento de soledad que la acecha, como un tigre en la rama de un baniano. Además, el hecho de saber que despierta tan intensa curiosidad halaga su vanidad femenina. En el fondo le gusta ser objeto de tanta atención. Tiene algo de estrella la antigua Camelia.

De modo que hace como si nada y se dedica a jugar al tenis con Sister Steele, jefa de las niñeras de palacio, una corpulenta angloindia, dicharachera y con carácter cuya misión es lidiar con los hijos que el maharajá, a sus dieciocho años, tiene ya con sus cuatro mujeres, sin contar los que ha tenido con cada una de las doncellas de sus esposas. También hay un inglés al que llaman Tweenie, un mecánico de la Rolls-Royce que vive permanentemente en palacio, y cuyo trabajo consiste en dirigir los talleres donde se revisan los coches que componen la flota del príncipe. Se le conoce por la fuerza de su saque al tenis y por su adicción al té: bebe más de treinta tazas al día. El fotógrafo oficial, un alemán llamado Paoli, un individuo taciturno con el pelo cortado a cepillo y con gafas de montura metálica, se pasea todo el día entre la multitud con su enorme cámara y su trípode, retratando a familia e invitados. Pero el más formidable de todos es un español, el teniente coronel Frankie Campos, una sorpresa que Anita no esperaba encontrar.

—Llámeme Paco —le dice enseguida.

Paco ostenta el importante cargo de Nazaam Lassi Khaana, jefe de las cocinas reales. Hermano de un cardenal español que vive en Roma, es un hombre divertido y práctico, pero cuyo mal genio le convierte en el terror de las cocinas. Le bulle la sangre con facilidad. Y no es raro, ya que tiene a noventa y cinco cocineros a sus órdenes, que preparan comidas para unas mil personas cada día, más los invitados a palacio y los almuerzos para las cacerías. Y las comidas tienen que ser para todos los gustos y religiones: vegetariana para los hindúes, con carne para los musulmanes, cocina internacional para los europeos, etc. A esto hay que añadir la organización de los cocineros que viajan con los príncipes hindúes más ortodoxos, obsesionados en elaborar los alimentos de una manera precisa para evitar que se contaminen al entrar en contacto con una casta inferior. Campos se convierte entonces en un auténtico jefe militar, imaginando estrategias, dictando planes de acción y dando órdenes de ataque. Cuentan de él que, si por casualidad encuentra un solo pelo en un plato de comida, lo compara minuciosamente con las cabelleras de cada uno de los pinches de la cocina. Cuando descubre al culpable, hace que le afeiten la cabeza, aunque el pinche pertenezca al equipo de cocina de otra casa real. Con él no vale la diplomacia.

Campos ha recalado en Patiala después de haber trabajado como cocinero en el hotel Savoy de Londres, el preferido de los maharajás. Allí conoció a Bhupinder y aceptó el jugoso contrato que éste le ofreció. Casado con una inglesa de la que sigue muy enamorado, sufriría la mayor decepción de su vida al enterarse de que su mujer se había liado con un militar inglés en el barco que la conducía a la India para reunirse con él. Desde entonces, Campos vive entre la esperanza de que ella aparezca un día en su bungalow para pedirle perdón y la ansiedad de la espera. Con el tiempo se le va agriando el carácter, y sus enfados desembocan a veces en unas crisis de llanto que dejan a todos perplejos.

—Princesa, mañana voy a hacer paella india en su honor… —le anuncia a la española.

Encontrarse con Paco le sirve a Anita para darse cuenta de que está olvidando su lengua materna. No consigue hablar castellano de corrido, sin intercalar palabras y expresiones francesas o inglesas. Tanto es así que esa misma noche escribe a sus padres para que le lleven a París, donde van a verse pronto, un ejemplar de la Historia de España y otro de «Don Quihote pues yo creo que sino mi español voy a perder la costumbre de ablar no teniendo practica con nadie aquí», escribe textualmente.

Al rajá, que ha solicitado una entrevista con lord Minto, le indican que acuda «sin compañía». Es una entrevista corta, protocolaria, en la que escucha las nuevas ideas del virrey respecto a las medidas que quiere adoptar para que los indios participen más activamente en los asuntos de gobierno. Al final, el rajá saca a colación el tema del estatus de su mujer. Lord Minto le promete que hará lo que pueda, aunque le asegura que la ley dictada por su predecesor, lord Curzon, que anula cualquier derecho sucesorio de los hijos nacidos de la unión entre un príncipe indio y una europea, permanecerá en vigor por orden del emperador.

—Esa ley no me preocupa, Excelencia; en mi caso, no hay problema de sucesión, ya que tengo un hijo primogénito de mi primera esposa. Sólo quiero que se reconozca mi matrimonio con mi mujer española y que se anulen las restricciones impuestas.

El virrey le responde con evasivas hasta que el rajá, crispado, le recuerda las palabras del príncipe de Gales durante su visita de 1906, en la que públicamente mostró su reprobación por la actitud condescendiente y altiva de los funcionarios ingleses hacia los príncipes indios.

—Excelencia, me permito recordarle lo que dijo vuestro futuro emperador, que los príncipes de la India debemos ser tratados como iguales, y no como colegiales.

Y dicho esto, se despide del nuevo virrey, que se queda retorciéndose la punta de sus canosos mostachos, sorprendido ante tanta vehemencia. Como siempre, el rajá sale de la entrevista desengañado y furioso. Esos ingleses, fríos como el acero, están imbuidos de una superioridad cada vez más irritante. Su arrogancia no parece tener límite. ¿Hasta dónde piensan llegar por ese camino?

Pero su mujer, contra viento y marea, gana batallas insospechadas. El último de los actos sociales a que asisten antes de su viaje a Europa responde a una invitación del gobernador del Punjab en Lahore, que ha decidido organizar un Durbar para los príncipes de la región. Conrad Corfield, joven funcionario del Indian Civil Service, la institución que forma a la flor y nata de los administradores y altos funcionarios, recibe el encargo de organizar la reunión de manera «que la rani española quede lejos de la vista de los miembros del gobierno presentes», como reza textualmente la orden. «Había unos palcos en la sala del Durbar donde las damas debían sentarse —contaría más tarde Corfield—, así que mandé colocar unos enormes tiestos con palmeras en el palco que correspondía a Anita para esconderla de los demás. Pero cuando llegó y vio las palmeras, se metió en otro palco. Cuando la mujer del gobernador hizo su entrada, estaba tan interesada en conocerla por lo mucho que había oído hablar de ella que la saludó en público con una reverencia. Anita estaba encantada. Yo me llevé una reprimenda por no haber sabido controlar la situación».